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1. Un instante

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Tenía una buena vida. El primer año de bachillerato en mi nuevo colegio había sido magnífico: el rugby, la vida social, la sensación interminable de aventura, las posibilidades de vivir en Londres… Así que cuando mis nuevos amigos me propusieron ir de vacaciones después de los exámenes de verano, no dudé en aceptar. Éramos un grupo muy unido y no solo nos juntábamos en el colegio, también lo hacíamos en el campo de rugby y fuera de él, por lo que pasar una semana bajo el sol en una casa de vacaciones en Praia de Luz nos pareció una forma excelente de acabar el curso.

Casi no llegué a tiempo. En la puerta de embarque, después de haber facturado el equipaje y pasado el control de seguridad, el empleado que comprobaba las tarjetas de embarque me dijo que no podía subir al avión porque el pasaporte estaba caducado. Descargaron la maleta y tuve que darme la vuelta, salir de la zona de embarque, con la humillación que eso suponía, y coger un tren de vuelta a Hertfordshire; pensaba que ya no iría a Portugal. En mi familia no habíamos viajado mucho al extranjero, así que a ninguno se nos había ocurrido comprobar la vigencia del pasaporte antes de que me fuera. Cuando llegué a casa, cansado y decepcionado, le dije a mi madre que lo mejor era que no fuera, porque sería un engorro conseguir que llegara a tiempo. Pero sabían lo mucho que esas vacaciones significaban para mí e hicieron lo que hace todo buen progenitor. Mi padre se tomó el día libre en el trabajo para que pudiéramos ir a Liverpool, el lugar más cercano —a más de 300 kilómetros de mi casa— para conseguir un pasaporte nuevo por la vía rápida, mientras que mi madre consiguió un billete nuevo para ir a Portugal y, sin más complicaciones, me uní a mis amigos para cenar a la noche siguiente.

Parecía que estaba destinado a estar allí. Aunque era tímido por naturaleza y muchas veces estaba más a gusto solo, me había adaptado bien a mi nuevo instituto. Siguiendo los pasos de mi hermano Will, después de los exámenes me habían aceptado en la escuela privada Dulwich College con una beca de deporte y había jugado un año en la selección como ala y centro. La mayoría de mis amigos estaban en el equipo y significaba mucho para mí que me hubieran aceptado como parte de él, tanto dentro como fuera del campo.

Llegar a Portugal un día más tarde no supuso mucha diferencia —aunque tuve que quedarme con un colchón que bien podría haber estado hecho de hormigón— y pronto me hice un hueco y me adapté al ritmo de las vacaciones: dormíamos hasta tarde, desayunábamos, bajábamos a la playa a lanzarnos la pelota de rugby, tomábamos el sol, nadábamos, nos relajábamos y después volvíamos a casa para cocinar juntos. Mis amigos Marcus y Hugo habían visitado ese lugar del Algarve durante años y se llevaban bien con los residentes y los visitantes asiduos que tenían nuestra edad, más o menos. Por las noches quedábamos con algunos de sus amigos para salir por Lagos y llegábamos a casa muy tarde, incluso un par de veces al amanecer. Fueron mis primeras vacaciones en el extranjero sin adultos y estaba decidido a vivir cada segundo, día y noche.

El quinto día, igual que los anteriores, estábamos en la playa jugando un poco a fútbol y rugby. Era media tarde y la playa estaba repleta de familias; de niños que jugaban y entraban y salían corriendo en el mar. El sol era intenso y abrasador y, cuando el calor se hizo insoportable, Rory y Marcus corrieron hacia el mar para refrescarse. Yo había nadado antes y sabía lo fresca que estaba el agua. Al ver que se iban, de repente sentí la necesidad de volver a vivir ese momento en el que metía la cabeza debajo del agua y mi cuerpo se recuperaba del calor. Fui tras ellos y esquivé a los niños que construían castillos de arena en la parte húmeda y llana de la playa.

Corrí hacia el agua hasta que me cubrió hasta la cintura y después, tal y como había hecho cientos de veces esa misma semana, me tiré de cabeza. Sin embargo, en esta ocasión, al bajar, mi cabeza chocó con el fondo del mar. Al abrir los ojos, me encontré flotando bajo la superficie del agua, boca abajo, con los brazos colgando inertes delante de mí, incapaz de mover nada por debajo del cuello. El silencio del mar taladrándome los oídos es el sonido más aterrador que he oído nunca. No podía moverme y no podía respirar y, aunque solo fue cuestión de segundos, parecía que había pasado una eternidad. Estaba asustado e indefenso. Maldije una y otra vez, desesperado por encontrar la forma de permanecer con vida y respirar. Pensé que me había llegado la hora.

Oí que Marcus me preguntaba si estaba bien. Oí que Hugo gritaba: «Fraser, deja de hacer el tonto. Cógela» y una pelota cayó al agua. Necesitaba decirles que no estaba haciendo el tonto, así que conseguí mover la cabeza ligeramente hacia un lado —un movimiento mínimo que me salvó la vida y la cambió irreparablemente— y sacar la mitad de la boca del agua para decirles: «Ayudadme». Oí que Hugo le gritaba a Marcus y, juntos, me arrastraron por el agua hasta la orilla y me tumbaron de espaldas. Para entonces, todos mis amigos estaban junto a mí y eran incapaces de ocultar el pánico en el rostro. «Lo siento, tíos» conseguí decir, «es probable que haya arruinado las vacaciones». Antes de que dijeran nada, noté que alguien me sujetaba la cabeza y me pedía que no me moviera. Dos chicos ingleses, casualmente dos ex-entrenadores de rugby, habían visto como me arrastraban fuera del agua y se habían acercado a ayudar. Me levantaron, me colocaron con mucho cuidado sobre una tabla de bodyboard y me taparon con toallas para que dejara de temblar por el frío. Stuart, que se presentó mientras me sujetaba la cabeza, me dijo con voz tranquila y firme que no me dejara llevar por el pánico, que probablemente se trataba solo de un nervio comprimido y que la ambulancia estaba de camino. Me preguntó si podía mover la mano derecha y comprobé que podía. Más adelante me dijeron que había sido un movimiento totalmente involuntario, causado por los espasmos del cuerpo.

Lo raro fue que al principio no me entró el pánico y sentí como si todo ocurriera a cámara lenta. Todavía oía el mar, oía que los niños chapoteaban y reían, seguía sintiendo el sol en la cara. Pero a medida que pasaban los minutos y seguía sin sentir nada o sin poder mover ni un músculo, me venció el pánico. Tuve una visión paralela de mí mismo en que me levantaba y seguía con mi vida, mientras que al mismo tiempo me quedaba paralizado al comprender que ocurría algo muy, muy malo.

Entonces todo empezó a moverse rápidamente. Llegaron los paramédicos, me inmovilizaron el cuello, me subieron a una camilla y me llevaron a otra zona de la playa en la que esperaba un helicóptero para llevarme al hospital. Mis amigos corrieron junto a mí y pregunté si Marcus podía acompañarme, pero los paramédicos dijeron que no. En ese momento, empecé a ponerme histérico y grité, todavía no me sentía paralizado por el trauma, y si no hubiera sido por la paramédica que me dio la mano y me habló en todo momento —en un inglés chapurreado suave y amable— el viaje habría sido muchísimo peor. Me dijo que lo estaba haciendo muy bien, que respiraba con normalidad y que me llevaban al mejor hospital de Lisboa en el que me visitarían los mejores doctores y que, pasara lo que pasara, todo iba a ir bien. Aprendí que la bondad de los desconocidos es algo maravilloso.

Tal y como se ve en las series de hospitales que se emiten en televisión, me empujaron en una camilla por las puertas de urgencias, donde me esperaba el personal médico. La paramédica se despidió de mí y me deseó suerte y, cuando se fue, tuve la aplastante sensación de que nadie sabía dónde estaba. Necesitaba a mis padres más que nunca. Había muchas conversaciones a mi alrededor que era incapaz de comprender y pregunté si podía utilizar el teléfono para llamar a mis padres. Pero no había tiempo. Tenían que hacerme una radiografía inmediatamente. Fue cuestión de minutos y creo que desconecté mentalmente un momento, porque lo siguiente que sentí fue que me untaban una crema en los laterales de la cara y que me insertaban algo que parecían clavos —y que resultaron serlo— a ambos lados de la cabeza. Me habían colocado un aparato de metal grande, como un halo encima de la cabeza, sujetado a un sistema de poleas con pesas conectadas. Al estirarme el cuello, los médicos esperaban que mi cuarta vértebra, que estaba completamente desalineada, volviera a su sitio. El tiempo lo diría.

Deseaba que mis padres estuvieran allí. Ignoraba si alguien en todo el mundo sabía dónde estaba. Esa mañana, había frito huevos para desayunar y la única preocupación que tenía en mente era cómo me habrían ido los exámenes, y ahora estaba ahí, inmóvil, cubierto de arena, en una cama extraña y con veinte kilos colgándome del cuello. Mientras contaba cómo transcurrían los segundos en el reloj, tuve una pesadilla tras otra a pesar de que la enfermera que me habían asignado me cogía de la mano.

***

Aunque yo no lo sabía, durante mi sueño irregular mis padres acudían a mi encuentro. Tras asumir que me habían llevado de la playa al hospital local de Portimão, como les había dicho uno de los médicos, mis amigos habían pasado el resto del día buscándome desesperadamente y, mucho más tarde, gracias a que se encontraron por casualidad con una de los paramédicos que me habían atendido en la playa, ella ató cabos y les dijo que estaba a trescientos kilómetros de distancia, en Lisboa. En la capital portuguesa hay cuatro hospitales, así que, con la ayuda de los amigos de Marcus y Hugo que hablaban portugués, finalmente consiguieron localizarme en São José. Entonces habían llamado al padre de Marcus, que es médico, y él había dado la noticia a mis padres.

Cuando mis padres llegaron al hospital, pidieron verme inmediatamente, pero les dijeron que no era posible y los llevaron con el cirujano que, sin vacilar, les contó que me había partido la médula espinal y que nunca más volvería a caminar o a usar los brazos; que iba a ser tetrapléjico durante el resto de mi vida. Ni siquiera ahora puedo imaginarme la conmoción que sintieron mis padres. La última vez que me habían visto salía felizmente por la puerta de casa, con el pasaporte nuevo en la mano, emocionado por irme de viaje. Soy el tercero de cuatro hermanos y en nuestras vidas prevalece el deporte y la actividad. Siempre estábamos en movimiento, saliendo o volviendo de correr, de nadar o del entrenamiento de rugby; los cuatro, también mi madre y mi padre, llenos de energía y movilidad. Lo nuestro era la actividad física.

Más tarde, mucho más tarde, mi madre me contó que, mientras que la reacción de mi padre había sido un miedo abismal que lo había dejado sin habla, ella había empezado a gritar. Y que, después de haber gritado durante unos segundos, el cirujano tuvo la entereza, además de años de experiencias desalentadoras, de decirles a mis padres que en ese momento yo los necesitaría más que nunca. Que desde el momento en que los viera, tendrían que reunir toda la fuerza que tuvieran y ser lo más fuertes y positivos que pudieran. No fingir estar animados o ser demasiado positivos, sino estar tranquilos y no alterarse y, lo que es más importante, ser fuertes por mí. El doctor miró fijamente a mi madre y le dijo: «Señora Fraser, su hijo la necesita más que nunca. No tiene otra opción. Ahora tiene que ser fuerte por él».

Esas palabras hicieron que mi madre retrocediera unos años y recordó estar en urgencias con su propia madre y su hermana, que entonces tenía trece años, y que se había desmayado por el dolor de un absceso en el cerebro. La enfermera había cogido a mi abuela por los hombros y le había dicho: «Señora Wallace, contrólese. Tiene que ser fuerte». Mi abuela acató la orden y, al recordar ese momento, mi madre supo que solo tenía una opción. Pidió que la llevaran a verme inmediatamente.

Mis padres no necesitaban que les dijeran que estuvieran ahí para mí, siempre me han demostrado su amor incondicional y constante, pero sí necesitaban oír que su fuerza y su reacción positiva hacia mí y mi situación, desde el primer segundo en que me vieran, serían uno de los elementos clave que me ayudarían a adaptarme y a aceptar lo que me había pasado, a dar forma y estructurar los próximos días, meses y años.

Eso no impidió que lloraran al llegar junto a mi cama.

—Lo siento mucho, mamá y papá —les dije, intentando ser fuerte por ellos—. He hecho algo muy estúpido.

Mi madre respondió sin vacilar:

—No, Henry. Ocurra lo que ocurra, lo superaremos juntos.

Al oír esas palabras, supe que no estaba solo y que, pasara lo que pasara en los próximos días, mis padres estarían a mi lado. Es difícil explicar lo mucho que significó para mí que me dijeran aquello; comprender que no me adentraba solo en lo desconocido. Por encima de todo lo demás, que te apoyen en un momento de crisis es, sin duda, lo que te hace sentir que puedes hacer frente a cada minuto de tu futuro. Ese instante en que los oí dar voz a lo que siempre había estado ahí, pero que, en ese momento, necesitaba más que nunca, fue uno de los más importantes de mi vida.

Hasta entonces me había sentido relativamente bien. Estaba aterrado, pero me encontraba bien físicamente. Solo había sentido dolor cuando me habían puesto el dispositivo de tracción en la cabeza, pero aunque resulte irónico en una lesión tan seria, nada más. Mi temperatura y presión arterial habían permanecido estables y, aunque seguía con las pesas sujetas a la cabeza, podía hablar. Tal vez era porque la adrenalina me había permitido seguir funcionando, pero poco después de que llegaran mis padres, mi frecuencia cardíaca y mis niveles de oxígeno descendieron rápidamente. Me hicieron otra radiografía para valorar el impacto de la tracción. Desgraciadamente, como estaba en tan buena forma gracias al rugby, tenía demasiados músculos en el cuello y, al haberme dado un golpe tan fuerte en la cabeza, se habían contraído por el golpe y el cuello no se me había movido ni un milímetro. Debido a esto y a que el latido de mi corazón se debilitaba cada vez más, me llevaron al quirófano y el cirujano me abrió la parte de delante del cuello para intentar alinear las vértebras en una operación que duró siete horas. Este procedimiento también fue infructuoso.

Y entonces todo empeoró aún más. Cuando recobré la consciencia, enseguida supe que mi vida había cambiado de manera irreversible. Mi estado era completamente distinto al del día anterior. Tenía dos tubos grandes en la boca y la garganta. Un ventilador respiraba por mí. Me habían introducido una sonda por la nariz que me llegaba al estómago y a través del cual me daban un suplemento líquido especial, ya que durante un tiempo no podría comer o beber; además, me habían administrado antibióticos por vía intravenosa. No lo supe en ese momento, pero había contraído una infección por SARM1 y neumonía.

Si pensaba que ya me había asustado cuando me había dado el golpe en la cabeza, estaba equivocado. Empezó a entrarme el pánico en el verdadero sentido de la palabra. El miedo y la oscuridad me consumieron. Estaba enfadado y desesperado por levantarme y marcharme. No podía mover los brazos, no podía mover las manos, y con la boca y la garganta llenas de tubos, no podía hacerme entender. Y esa frenética inquietud interna tuvo un efecto físico grave. Empecé a tener ataques de ansiedad y de pánico. Mi ritmo cardíaco descendió tan drásticamente que las pantallas no mostraban nada y marcaban cero. A lo largo de la semana, esto ocurrió siete veces, momentos en los que perdí la consciencia, las pantallas pitaron y las enfermeras acudieron a mi habitación a toda prisa. Una vez, una enfermera tuvo que actuar rápidamente y devolverme a la vida dándome un puñetazo en la garganta.

Mi corazón se debilitaba rápidamente. Fui vagamente consciente de que me conectaban un marcapasos al corazón para regular los latidos. Me pusieron la caja cerca de la cabeza y el tictac hacía mucho ruido. Deliraba por la fiebre. Estaba enfadado y frustrado, y quería salir de mi cuerpo inútil y dejarlo en la cama.

Los siguientes días fueron como vivir una pesadilla. Estaba muy enfermo y pospusieron todas las opciones para volver a alinearme las vértebras y evitar que el cuello me quedara dañado permanentemente, porque el riesgo de someterse a otra operación era enorme. De no ser por mis padres, me habría ido a dormir de buena gana y no me habría despertado. Pero ellos me ayudaron a resistir, se sentaron conmigo durante horas, me leyeron, me pidieron ayuda para resolver crucigramas y hablaron y hablaron, me contaron historias y me leyeron los mensajes de mis hermanos, mi familia, mis amigos y sus familias, y cualquiera que supiera lo que me había ocurrido. Establecimos un sistema para (intentar) hacerme entender: recitaban el abecedario y cuando llegaban a la letra correcta, yo hacía un ruidito. Entonces empezaban otra vez para la letra siguiente y así sucesivamente, lo anotaban y luego decían la palabra cuando la completaba. Lo bueno es que teníamos tiempo de sobra para «hablar». Tardé cuarenta y cinco minutos en conseguir que escribieran James Martin mientras terminaban un crucigrama sobre cocineros británicos. Aunque sabía que la próxima respuesta era Antony Worrall Thompson, me quedé callado.

Hoy en día todavía me sorprende lo poco que mis padres exteriorizaban el estrés y el miedo que estaban pasando mientras se sentaban junto a la cama, me apoyaban y me querían. Desde entonces, me han contado (porque les he preguntado) lo desoladores y espantosos que fueron esos primeros días, solos en un país en el que no hablaban el idioma, sin saber si lo superaría y viviendo un horror nuevo tras otro. Tuvieron que dejarlo todo, dejar a mi hermano pequeño en manos de otros, los negocios desatendidos para enfrentarse a la posibilidad de que la vida a partir de entonces nunca volvería a ser igual. Es testimonio de su fortaleza como individuos y como pareja que consiguieran salir adelante durante esos días, e increíble para mí que nunca se dejaran llevar por la presión. Me han enseñado muchísimo: con el amor de otros, sean quienes sean, puedes hacer frente a la oscuridad y superarla.

Cuando me bajaron las fiebres altísimas y disminuyó el trauma de la primera operación, había una última posibilidad de salvarme el cuello, esta vez desde la espalda. Todavía recuerdo las luces del techo mientras empujaban mi camilla hasta el quirófano. La parte del hospital en la que me encontraba era de alta tecnología y elegante, pero el resto del centro todavía se encontraba en las ruinas de un viejo monasterio y, mientras me llevaban por los pasillos, pensé: «Si despierto y puedo caminar, nunca más volveré a subestimar nada».

La operación fue un éxito, ya que esta vez los cirujanos consiguieron realinearme el cuello atornillando y conectando las vértebras dañadas para colocarlas en su sitio. El cuello estaría a salvo de sufrir más daños, un factor crucial en el futuro. No obstante, cuando desperté, no notaba que hubiera cambiado nada y me encontraba en el mismo estado que antes, febril e inmóvil, sin saber lo que ocurría. Cuando mis padres salieron de la habitación para hablar con el doctor, un enfermero que estaba comprobando mis constantes vitales me dijo que nunca más podría mover los brazos y las piernas, y pensé: «¿Qué? Es de locos». No conseguía procesar lo que me decía; solo pensaba que no podía ser cierto. Al rememorarlo, creo que de algún modo me había protegido a mí mismo del horror que suponían esas palabras, las había sepultado bajo los pensamientos delirantes que me invadían la mente. Solo alcancé a comprender lo que esas palabras significaban mucho, mucho más tarde.

Después de que los médicos portugueses me hubieran arreglado las vértebras, no podían hacer mucho más por mí a corto plazo, así que solo tenía que recuperarme lo suficiente para que me llevaran volando a casa. Poco a poco, me libré de la fiebre y de las pesadillas, del pánico y del sufrimiento, a veces durante más de unos segundos, y cuando pienso en todo aquel trauma y sufrimiento, también recuerdo momentos felices, en especial cuando veía en DVD la final de la Copa del Mundo de rugby de 2003 con mi padre. Por la noche, cuando el ala estaba en silencio y mis padres habían salido a comer algo, sufría todo tipo de alucinaciones raras por la fiebre durante los pocos ratos que podía dormir.

Las pequeñas grandes cosas

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