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2. Las pequeñas grandes cosas

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El traslado de Portugal a Inglaterra fue traumático, pero en aquel momento no fui consciente de cuánto. Sin que lo supiéramos ni mis padres ni yo, ese día no solo tenía infección por SARM y neumonía, sino que también había contraído septicemia. Al principio, el piloto y el asistente médico se negaron a realizar el viaje por lo mal que me encontraba, pero la hábil negociación de los médicos portugueses consiguió convencerles de que nos llevaran volando a casa. Yo estaba profundamente sedado durante el trayecto, pero eso no impidió que me encontrara mal y que sufriera varios ataques de pánico en mitad del vuelo.

Cuando llegamos al hospital de Stoke Mandeville en Buckinghamshire, me ingresaron en una habitación de la unidad de cuidados intensivos, lo más lejos posible de los demás pacientes para impedir que los contagiara. Lo primero que recuerdo es despertar en una habitación pequeña y oscura, sin ventanas ni luz natural. No había visto el exterior desde el accidente, dos semanas y media antes, y ansiaba ver la luz del sol. Estaba conectado al mismo millón de máquinas de siempre con tubos que me entraban y salían por todas partes. Pero, por lo menos, antes de marcharme de Portugal me habían hecho una traqueotomía, por lo que en vez de estar conectado a un ventilador mediante un tubo que me salía de la boca, ahora estaba conectado a un tubo más pequeño que me salía por la parte delantera de la garganta. Así que podía hablar un poco, aunque había que acercarse mucho, prácticamente pegarme el oído a la cara, para escuchar lo que decía. Y el tictac del marcapasos ya no me volvía loco, ya que me lo habían colocado bajo la piel, cerca de la clavícula.

Como ya estaba en Reino Unido, me moría de ganas de ver a mis hermanos. Nunca había estado sin ver a por lo menos uno de ellos durante tanto tiempo y necesitaba su fortaleza y su entereza a mi lado. Estamos muy unidos y somos muy competitivos, un hilo invisible nos conecta dondequiera que estemos y sea lo que sea que hagamos. Como ya he dicho, lo nuestro es el deporte: el cricket, la natación, el fútbol, lo que sea, pero siempre hemos sido unos locos del rugby, inspirados por nuestro padre, que jugaba en un equipo local mucho antes de que naciéramos. Al haber criado, sorprendentemente, una cuarta parte de un equipo de rugby por sí solo, nos transmitió el amor por ese deporte tan bonito a los cuatro y, prácticamente en cuanto empezamos a caminar, estábamos al aire libre pasándonos el balón, pateándolo, haciendo placajes… éramos un enredo feroz de extremidades y carácter. Cuando crecimos lo suficiente, Will y yo nos enfrentábamos a Tom y Dom en una formación de dos contra dos, casi siempre en el jardín pero a veces en el camino de gravilla que había delante de casa. Los encuentros normalmente terminaban en una pelea y en llantos pero, a pesar de lo que hubiera ocurrido, dejábamos a un lado el día anterior después del colegio para continuar con el partido. Y todas esas melés funcionaron: conforme nos hicimos mayores, todos terminamos por jugar para nuestros colegios, para el equipo de rugby local y representamos en varias ocasiones a Hertfordshire, Londres y a la división sureste de rugby.

En el momento de mi accidente, Tom, mi hermano mayor, se encontraba en el último año en la Universidad de Bournemouth, donde estudiaba Publicidad. Will, que es jugador profesional de rugby, acababa de volver de un entrenamiento en Sudáfrica para que lo operaran del tobillo y, desde hacía más de tres semanas, no los había visto ni a él ni a mi hermano pequeño, Dom, que se encontraba en el último año de secundaria. Había llegado la hora.

Hasta ese momento no había sentido gran cosa. Mi interior había dejado de funcionar. Era extraño. Era como si estuviera allí, tumbado en la cama, indefenso, pero a la vez no lo estuviera. Me habían suministrado una medicación tan fuerte y mi cuerpo había sufrido tal trauma que me encontraba en un estado alterado, como si estuviera alucinando, como si no viera con claridad lo que ocurría o no sintiera nada, ni física ni emocionalmente. Pero cuando mis hermanos entraron en la habitación por primera vez, fue como si, de algún modo, recuperara la noción de la realidad y me viera a mí mismo a través de sus ojos, mi auténtica incapacidad, y todos nos derrumbamos juntos. Para completar el coro de lágrimas, mi madre, los enfermeros y los médicos se unieron al llanto. Pensarlo ahora hace que me emocione de nuevo.

No obstante, nuestras lágrimas no eran solo de tristeza. Para empezar, estábamos juntos. Mientras estuve boca abajo en el agua y cuando se me había parado el corazón tantas veces en Portugal podría haber muerto, pero allí estaba: de vuelta en Inglaterra y reunido con mis hermanos. Estaba vivo y, aunque no coleando, estaba de una sola pieza y mi corazón seguía latiendo. Fue como si las lágrimas de mis hermanos y sus fuertes abrazos me dieran una oleada de vida enorme y en esos momentos supe que, con mis hermanos a mi lado, sobreviviría a aquello. Siempre habíamos sido, y siempre seríamos, un equipo. Aquel día vi lo difícil que había sido para mi madre llevarlos al hospital y que me vieran en ese estado. Pero también vi que estaban a bordo, que ayudarían a mis padres a superar esa pesadilla.

No puedes llorar para siempre, por lo que, al echar un vistazo a mis hermanos, mis lágrimas se convirtieron en risa. No era el único que tenía problemas. Will seguía llevando una escayola muy grande por la operación y, al parecer, Dom tampoco podía caminar sin ayuda. Aunque yo no lo sabía, se había hecho un corte en el pie con un trozo de cristal y se le había infectado, así que se lo habían vendado y se desplazaba con muletas. Igual de competitivos que siempre, decidimos que, puesto que yo ni siquiera podía moverme, era, sin lugar a duda, el ganador en cuanto a incapacidad, «Vale, H, esta vez ganas tú», y con eso pudimos, por el momento, secarnos las lágrimas y volver a nuestras bromas de siempre.

Mientras oía hablar a mis hermanos y veía que Will me acariciaba el pie cada pocos minutos —más adelante me explicó que el fisioterapeuta le había dicho a Dom que se masajeara los tendones de vez en cuando para asegurarse de que mantuvieran su flexibilidad, y Will pensó que si me hacía lo mismo a mí quizá sintiera algo y todo volviera a la normalidad— fui consciente de que en el peor momento de mi vida las cosas podían parecerme divertidas si sacaba fuerzas de aquellos que me rodeaban. Fue increíble oír sus voces, verlos a mi alrededor, cada gesto e inflexión me resultaban familiares en la situación desconocida en la que me encontraba. Eso hizo que me diera cuenta todavía más de lo imprescindible que era el apoyo de los demás en mi frágil vida.

A partir de ese día y durante toda mi estancia en Stoke Mandeville, como mínimo uno de mis hermanos venía a visitarme cada día. Mientras estuve en la UCI no estaba preparado para ver a nadie ajeno a mi familia, ni tampoco me lo permitían, porque tenía SARM y a veces me encontraba tan mal con otras infecciones que tenían que completar unos procedimientos rigurosos y prolongados para poder entrar en mi habitación: lavarse las manos a conciencia, utilizar cantidades incesantes de gel antiséptico que olía fatal y, a veces, incluso tenían que llevar guantes o mascarillas. Pero eso no los detuvo. Había un límite estricto en la cantidad de visitantes en todo el hospital, pero los doctores y los enfermeros siempre hacían excepciones con nosotros cuando podían, dejaban que mis hermanos entraran juntos, incluso si eso significaba que mis padres tenían que esperar su turno en la lúgubre sala de espera.

A pesar de la presencia de mi familia, los primeros días en la UCI no fueron fáciles. Para empezar, a diferencia de en Portugal, donde estaba en una cama elevable durante gran parte del día, aquí debía estar completamente tumbado y no me dejaban sentarme para evitar que me lesionara el cuello todavía más. Me parecía insoportable, pero lo peor era que tenían que ponerme de lado cada varias horas para aliviar la presión de la piel. Estaba atado a la cama y, cuando la inclinaban, yo me inclinaba ligeramente hacia un lado. En mi mente, esa pequeña inclinación parecía de un ángulo enorme, por lo que estaba convencido de que me iba a caer. Cada vez que los enfermeros me movían, entraba en pánico y pensaba: «No puedo hacerlo». Tardaron cuatro largos días en acceder a transferirme, pero cuando llegó el momento de pasarme a la cama elevable, estaba muerto de miedo. Literalmente, lo único que los enfermeros tenían que hacer era ponerme una tabla debajo y pasarme de una cama a la otra, pero en mi mente confusa era un paso significativo y traumático. Utilizaron medicamentos para tranquilizarme y valió completamente la pena, porque desde la nueva cama alcanzaba a ver toda la habitación, estar a la altura de los ojos de cualquiera que entrara a verme y, por fin, ver la televisión.

Las noches eran horribles. Después de que las enfermeras me hubieran aseado y lavado los dientes, después de que mi padre me diera las buenas noches, ya que se quedaba hasta tarde todos los días, me daban un montón de pastillas para dormir a través de la sonda de alimentación, pero como mi mente trabajaba a toda velocidad, contrarrestaba su efecto. En el poco rato que podía dormir tenía todo tipo de pensamientos y sueños raros y, a lo largo de la noche fragmentada, intentaba centrarme en el día siguiente, cuando tendría a alguien a mi lado y me sentiría lo bastante tranquilo para dormir la siesta. Mi madre llegaba temprano cada mañana y el resto de la familia se le unía más tarde, repartían las visitas para que siempre hubiera alguien a mi lado: Dom venía después del colegio y, a veces, hacía los deberes mientras yo dormía; mi padre venía después de trabajar; Will, después de entrenar; y los fines de semana, Tom llegaba desde Bournemouth y estábamos todos juntos. Me encantaba ese momento. También me encantaba que la vida siguiera en el exterior para mis hermanos, y nunca me cansaba de que me hablaran sobre el instituto, la universidad, el Saracens, las salidas nocturnas, las novias y los cotilleos. Nunca censuraban lo que me contaban y yo lo agradecía: nunca hemos sido de los que van con cuidado y no era el momento de empezar a hacerlo. Veíamos mucho la televisión: un episodio tras otro de Ven a cenar conmigo y Los Simpson.

No había comido o bebido nada desde el accidente y seguían alimentándome e hidratándome a través de una sonda. No había tenido mucha hambre, así que no comer no me preocupaba demasiado, pero no poder beber agua me estaba volviendo loco. Como no me funcionaban los músculos del cuello, a los médicos les preocupaba que pudiera ahogarme y no podíamos correr ese riesgo. Pero yo no hacía más que decir que tenía sed hasta que una tarde nos dieron una esponja atada a un palo para mojar en un vaso de agua y ponérmela en los labios para que pudiera sorberla. Sentí un alivio enorme. Me di cuenta de que nunca había estado sediento de verdad —siempre había tenido agua al alcance de la mano, limpia y segura— y en ese momento de alivio sentí aprecio infinito por todo aquello que siempre había infravalorado. Probar la primera gota de agua fue tan magnífico que me hizo reflexionar, aunque solo brevemente, sobre la belleza de la vida en sí. Fue una experiencia nueva que añadir a todas las demás. Aprender algo que no había sabido antes significaba que nunca podía dejar de saberlo y, de algún modo, esto me marcó mientras saciaba mi sed intensa con un par más de deliciosas gotas de agua.

Un domingo, mientras seguía en la UCI, dejaron que mis primos entraran a verme. Fue muy importante, ya que, además de una visita muy emotiva de mis abuelos, no habían permitido que me visitara nadie más. Pero esa mañana todas mis enfermedades e infecciones se reavivaron al mismo tiempo. No podría haber sido más oportuno. Sabía que no estaba bien porque me empezaron a castañetear los dientes y, al contrario del frío que sentía, se me disparó la fiebre hasta los cuarenta y un grados, el valor más alto que había tenido nunca. Cuando me había subido la temperatura anteriormente, no había habido motivos para alarmarse, ya que la fiebre puede ser de utilidad a la hora de proteger al cuerpo contra las infecciones, pero llegar a los cuarenta y un grados era peligroso por el riesgo que corrían mis órganos y células; la fiebre puede poner en riesgo la vida o, a veces, hasta inducirte un coma. Con mi lesión no podía controlar la temperatura corporal, y hoy en día tampoco puedo, así que cada vez que tenía fiebre, la única manera de enfriar el cuerpo era que me colocaran bolsas de hielo alrededor. Aquella vez me sentía muy mal, no solo por las infecciones, sino porque mis primos tuvieron que irse tras haber estado solo unos segundos conmigo. Lo último que quería era apartar a las personas que habían venido a apoyarme y tenía la mente tan febril y hecha polvo que fue un duro golpe para mí.

Normalmente, si mis primos hubieran venido a visitarme, me habría asegurado de pasar tiempo con ellos. Siempre he valorado y disfrutado de los parientes lejanos y esa sensación de haberlos decepcionado cuando habían venido desde tan lejos, de no haber hecho todo lo posible para tenerlos a mi lado, fue difícil para mí. Me sentía culpable y, aunque ahora sé que fue por la fiebre y por haber comprendido, por primera vez y probablemente de manera subconsciente, que perdería parte del control y de las decisiones que siempre había tenido en mi mano, fue un momento muy duro para mí. En el fondo, también sabía que, además de para verme, habían acudido para apoyar a mis padres y, aunque yo estuviera mal, podían seguir haciendo eso, pero no estaba acostumbrado a decepcionar a los demás; mis pensamientos en ese momento se volvieron tristes y turbulentos mientras sucumbía a la fiebre.

Cuando el antibiótico empezó a hacer efecto me bajó la temperatura, pero si no era una cosa, era otra, y el día que me cambiaron el ventilador fue brutal. Me había acostumbrado al que respiraba por mí, un objeto grande e inmóvil que silbaba y hacía ruido en el rincón, pero en caso de que tuvieran que cambiarme de habitación, tenían que ponerme uno más pequeño que pudiera moverse conmigo. Para empezar, no podía sincronizar mi respiración con él y estaba convencido de que trabajaba en mi contra, por lo que volví a entrar en pánico. Era como si algo me obstruyera la garganta, casi como si me estuviera ahogando en el mar otra vez. Fue horrible y tardé un tiempo en acostumbrarme, pero cuando lo conseguí, fue como si reviviera. No solo podía hablar casi con normalidad, sino que también estaba un paso más cerca de que me trasladaran al ala contigua.

Fue entonces cuando me dejaron ver a los amigos que habían estado de vacaciones conmigo en el momento del accidente. Marcus entró primero y fue una visita cargada de lágrimas. Mi madre lo había recogido en la estación y había intentado prepararlo para lo que estaba a punto de ver. Pero supongo que no había palabras para explicarlo. Mi movilidad física no había cambiado desde que me había visto por última vez en la playa, y estaba conectado a un montón de máquinas que me mantenían con vida. Mis amigos habían sufrido mucho por mi culpa y volver a verlos fue muy emotivo. No fui capaz de asimilar lo que había ocurrido en la playa después de que me fuera hasta más tarde, cuando ya podía hablar mejor y hacerme entender y tenía la mente más despejada. Noté que a Marcus todavía le preocupaba no haber sido capaz de venir conmigo en el helicóptero y haber tenido que pasar las primeras horas y la primera noche solo, pero le aseguré que me habían cuidado bien y que mis padres habían llegado al día siguiente. Ahora que lo pienso, mis amigos tuvieron que cargar con una responsabilidad muy grande. Éramos jóvenes y la mayoría no habíamos tenido que lidiar con sucesos que nos hubieran cambiado la vida. El apoyo que se dieron entre ellos, el de sus familias, nuestro colegio y el de mi familia los ayudó de verdad; he ahí otro ejemplo de lo fundamental que el apoyo puede ser en situaciones difíciles. También me conmovió enterarme de lo preocupados que habían estado los amigos portugueses de Marcus y Hugo y lo mucho que habían ayudado a la hora de localizarme una vez el helicóptero se marchó de la playa.

Mi estancia en la UCI fue una verdadera montaña rusa de emociones y cambios físicos. Las infecciones contra las que mi cuerpo tuvo que luchar me ponían más en peligro de lo que pensábamos y, tal y como nos dijeron mucho tiempo después, hubo momentos en los que a los médicos les preocupaba que no sobreviviera. Así que supongo que, sin saberlo, dedicaba parte de mi energía a sobrevivir. También luchaba contra una gama de emociones a las que nunca había tenido que hacer frente. Casi cada vez que alguien venía a visitarme, había lágrimas en algún momento y, como el típico chico duro loco por el deporte, nunca había expresado mis emociones tan abiertamente. Al principio fue difícil, sentía angustia e intentaba no llorar, pero, después de un tiempo, llorar se convirtió en algo tan sincero y natural que dejó de importarme. Enfrentarme a la oscuridad dejándome llevar por las emociones fue difícil, aunque purgante, y algo que hoy en día soy capaz de hacer mejor gracias a lo que me ocurrió.

Mientras me encontraba en la UCI, empecé a ser consciente de las postales y los mensajes que había empezado a recibir casi en cuanto mi accidente se hizo público. Cuando estaba en Portugal, los amigos y la familia habían escrito a mis padres a la dirección de mi casa, pero ahora que me encontraba en Stoke Mandeville, recibía la mayoría de las postales directamente en el hospital. Al principio, cuando todavía tenía que seguir tumbado de espaldas, no podía asimilar la gran cantidad de cartas que había, pero cuando me elevaron pude ver cómo se multiplicaban día tras día cuando mi familia las dejaba en las estanterías, por las paredes, en cualquier repisa o superficie. Me asombró que todas esas personas pensaran en mí. Y no solo que pensaran en mí, sino que se tomaran su tiempo para escribir, dibujar y enviarme regalos. El esfuerzo que dedicaban a ello me emocionó y cada carta parecía construirse sobre la emoción de la última.

Casi todas las cartas tenían un mensaje para mí, algunas incluían palabras de consuelo, esperanza o amor, y yo me las tomé muy en serio. La variedad de personas era asombrosa: me escribieron desde amigos y familiares, por supuesto, hasta amigos de amigos; profesores, padres y niños de mis colegios de primaria y secundaria, o miembros de mis antiguos equipos de rugby,

Las pequeñas grandes cosas

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