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Capítulo IV

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Posteriores años de adolescencia y cruces adicionales. Progreso en mis estudios y en la música. Destaco en un juego en el mes de mayo. Destinado al internado Hopkinson. La Providencia vuelve a intervenir. Me convierto en una víctima de la dermatofitosis. Efectos devastadores de una pomada. El señor Balfour Whey y sus hijos. Un juez de paz brutal. Mi padre obtiene daños y perjuicios.

A pesar de quedar físicamente destrozado por el ataque que había sufrido mi persona a manos de Desmond O’Flaherty, las consecuencias espirituales y mentales de dicho ataque fueron aún más graves y prolongadas. Consciente por primera vez de la existencia en mi época de una depravación que hasta entonces ignoraba, durante varias semanas me resultó imposible recuperar mi anterior compostura o, de hecho, aventurarme sin compañía más allá del jardín de la casa. Tampoco podía, ni siquiera, contemplar la posibilidad de la llegada de una sucesora de la señora O’Flaherty.

Por ese motivo, aunque mi salud seguía debilitada, mi madre se vio obligada a retomar sus antiguas obligaciones, mientras que mi padre se reafirmó en su decisión de posponer mi escolarización durante otros tres o cuatro años. Previamente ya se inclinaba por esa opción, en parte debido a las protestas que yo me había obligado a hacerle y en parte por su deseo de ayudarme el máximo posible a soportar las cruces con las que la Providencia me había obligado a cargar. Muy por encima de la media en peso y número, ahora comprendo, por supuesto, que esas cruces eran un privilegio. Pero en los primeros días de mi niñez, pusieron a prueba mi fe hasta el límite.

Muchas veces, por ejemplo, después de una larga mañana de estudio solamente interrumpida por una ocasional taza de chocolate, me lanzaba con avidez a una sencilla pero abundante comida de cerdo asado y tarta de mermelada sólo para encontrarme, una o dos horas más tarde, retorciéndome de agonía en el sofá o incluso en algunas ocasiones viéndome llamado a que la comida volviera a salir por donde había entrado. Esta fue, quizá, la lección más dura de todas. Pero me hace feliz decir que al final la aprendí. Y todavía recuerdo el orgullo con el que mi padre, que se apresuraba a volver al salón con el receptáculo adecuado, me encontró por primera vez consolándome con algunos versículos apropiados de uno de los primeros capítulos del Libro de Job.

Ese solo incidente, como solía decir mi padre, era justificación más que suficiente de su decisión de posponer mi escolarización; y estoy bastante seguro de que si me hubiera visto expuesto a la propincuidad de muchachos de hechuras más duras, jamás habría sobrevivido para prestar servicio, como adulto, a los hombres y mujeres de mi tiempo. Ni tampoco, estoy seguro, habría alcanzado el nivel de desarrollo intelectual que logré entre mi sexto y mi undécimo cumpleaños. No solamente me había familiarizado de cabo a rabo con la Biblia, sino también con los evangelios apócrifos; era diestro en las divisiones simples y conocía la geografía de las Islas Británicas. También había terminado la lectura de la historia de Inglaterra hasta la era de la Reina Ana. Sentía una devota pasión por la música y de forma autodidacta había aprendido a tocar, de memoria, un buen número de tonadas e himnos conocidos, incluyendo algunas de las melodías más rápidas y sincopadas, de los fallecidos Moody y Sankey.3 Bajo la sabia guía de mi padre, también me deleitaba como corresponde a un niño con literatura ligera. Por ejemplo, pronto fui capaz de recitar de memoria algunas de las obras del poeta Longfellow, y aún recuerdo el goce que sentía al leer una obrita de ficción en la que Martín Lutero era uno de los personajes principales.

A pesar de lo feliz que era con algún volumen como los mencionados, con una libra o dos de chocolate y mi conejo Isaías, o bien dedicando una larga tarde de verano a leer el Libro de Himnos que acompañaba al Libro de Oración Común,4 también me gustaba salir a dar una caminata junto a mi padre, o incluso ejercitarme más enérgicamente con camaradas más jóvenes y apropiados a tal efecto. Emily Smith, la nieta de la señora Emily Smith, tía de mi madre, era una de esas compañías: una criatura amable, desafortunadamente albina, pero dotada de una naturaleza profundamente religiosa y compasiva.

Era uno o dos años mayor que yo y vivía con su abuela en New Cross, y junto a ella y algunos de sus compañeros de escuela, dedicaba mi tiempo a juegos sanos que llenaban nuestras tardes de alborozo. Uno de nuestros pasatiempos favoritos, según recuerdo, era el juego del escondite, que combinaba esfuerzos físicos y mentales a un tiempo; el otro, que nos gustaba mucho menos, era conocido como «Nueces en mayo».

El juego empezaba formando dos equipos iguales, y los miembros de cada equipo se quedaban uno al lado del otro, encarados en la misma dirección y sosteniendo las manos del otro. Los dos grupos se disponían, uno frente al otro, alegremente preparados para el juego, dejando suficiente espacio entre ambos para avanzar y retirarse. El equipo que resultara previamente escogido empezaba a aproximarse al otro, cantando al unísono una melodía ya establecida, con los siguientes e incongruentes versos:

Vamos a buscar nueces en mayo,

En mayo nueces, nueces en mayo

Vamos a buscar nueces en mayo

Una helada y fría mañana, vamos.

Estaba claro que no íbamos a buscar nueces en mayo; eso era obvio. Pero la risa inocente que esas palabras nos arrancaban era suficiente, en mi opinión y la de mis camaradas, para eliminar cualquier semblanza de mentira deliberada. Entonces, le tocaba el turno al equipo que había guardado silencio y que no se había movido: avanzaban al son de la segunda estrofa, preguntando festivamente cuál de ellos sería el escogido como el símbolo de las nueces de mayo. El primer grupo respondía designando al miembro elegido del segundo equipo, y estos procedían a inquirir, muy pertinentemente, mientras seguían avanzando:

¿A quién mandaréis a buscarla (o buscarlo, si fuera yo),

A buscarla (o buscarlo, si fuera yo), a buscarla (o buscarlo, si fuera yo)?

¿A quién mandaréis a buscarla (o buscarlo, si fuera yo),

A buscarla (o buscarlo, si fuera yo), una helada y fría mañana, a quién?

Entonces, los miembros del primer equipo seleccionaban a uno de sus camaradas para que fuera el emisario del mensaje, y con la misma melodía y gesto similar, anunciaban su elección al otro equipo. Se procedía a doblar por la mitad un pañuelo, para situarlo en la hierba, en paralelo y a medio camino de los dos equipos de jugadores, alegres y expectantes. Así, la nuez simbólica y su designado buscador tenían que enfrentarse el uno al otro a ambos lados del pañuelo extendido, agarrarse de las manos y pugnar por hacer que el contrincante cruzara el límite que marcaba el pedazo de tela. El ganador resultante se «quedaba con la nuez», jugador que pasaba a formar parte del equipo victorioso, y el juego seguía así con jolgorio renovado.

Al final lo que solía suceder era que uno de los equipos absorbía por completo al otro, y como yo solía estar en el bando de los que absorbían, mis servicios se solicitaban con gran frecuencia. Pronto descubrí, de hecho, que a pesar de mi mala salud, el juego de las nueces se me daba especialmente bien. Puesto que había heredado en gran medida la poderosa y sonora voz de mi padre, lograba imprimir un efecto dominador en los intercambios vocales preliminares, mientras que mi físico resultaba de notable ayuda en los estadios finales del juego. Pues aunque no era alto, tenía los brazos singularmente esbeltos, mi abdomen era grande y estaba bien protegido; mientras que mis pies, de longitud y anchura excepcionales, y arcos casi imperceptibles, me permitían conservar un tenaz control de la firmeza de mi postura cuando se trataba de derribar al oponente más allá del pañuelo.

Me convertí en un especialista del juego, tanto así que cuando fui a la escuela descubrí con amarga decepción que mi pasatiempo favorito ni siquiera estaba incluido en el programa de clases. Más tarde he sabido de las críticas que recibe dicho juego, tanto por motivos morales como físicos, e incluso mi amigo el párroco reverendo Simeon Whey alberga graves dudas con respecto a su idoneidad. En muchas ocasiones, hemos pasado largas veladas debatiendo acerca de sus efectos en el carácter cristiano, lo confieso. Pero me regocija confirmar que ha llegado a aprobarlo, incluso frente a otros. En efecto, como más de una vez le he dicho, tomándole el pelo, sus objeciones reales a dicho juego proceden de un factor personal; esto es, la falta de destreza en su práctica, que han constituido el grueso de sus prejuicios al respecto. Aunque es un notable jugador en el juego de las corrientes, así como en los múltiples juegos de palabras disponibles para el entretenimiento, en el juego de las nueces rara vez ha logrado, si es que alguna vez lo ha conseguido, evitar que le derribaran más allá del pañuelo. Sin embargo, fruto de mi vehemente defensa, ha permitido que dicho juego constituya uno de los espectáculos más destacados de nuestras reuniones anuales de la Escuela Dominical. Creo, además, que muchas de nuestras maestras aceptarían ser testigo de que sigo conservando mi vieja habilidad en el juego de las nueces.

Así fue como llegué a mis doce años, y aunque albergaba notables dudas, mi padre por fin decidió mandarme a una institución educativa del vecindario. La escuela Hopkinson para Hijos de Caballeros se encontraba en Jasmine Grove, una ubicación muy conveniente, al sur de Camberwell, e incluía en su digno exterior elementos característicos de casi todos los estilos arquitectónicos. Envuelta en un camino semicircular de gravilla, con puertas de entrada y salida, estaba flanqueada a ambos lados, y aislada por detrás, por un patio asfaltado.

Frente a las escaleras de entrada, dos pilares de color chocolate soportaban un pórtico clásico, y las ventanas de las estancias del primer piso estaban rodeadas de molduras propias del gótico. Las ventanas del primer, segundo y tercer piso respondían a un estilo más sencillo de arquitectura georgiana; sin embargo, de las esquinas anteriores del techo se elevaban torreones normandos. Entre ambas torres, el conjunto de tejas isabelinas ofrecía un contraste agradable, y había dos chimeneas, cada una de ellas equipada con un pararrayos, decoradas con relieves moriscos.

El sucesor del señor Hopkinson, fundador original de la escuela, era el señor Septimus Lorton. Unos setenta u ochenta hijos de los caballeros de Peckham y Camberwell asistían a dicha institución. Tendré más que decir acerca del señor Lorton más adelante, pero justo una semana antes de lo que habría sido mi primer semestre allí, la tierna e inescrutable Providencia volvió a intervenir. El agente de la nueva aflicción fue un parásito comúnmente conocido como tiña, del cual, en un breve periodo de tiempo, se habían establecido en mi cabeza no menos de cuatro colonias. Siendo así, mi escolarización volvió a posponerse por segunda vez, y por añadidura me vi obligado a sacrificar, por orden del médico y para evaluar con más detalle la extensión de la enfermedad, la mayor parte de mi abundante y atractiva mata de cabello castaño. Me reconcilié fácilmente con la primera consecuencia de la enfermedad; pero a la segunda, lo confieso, no pude resignarme con igual soltura. Así, noche tras noche mojé mi almohada con las lágrimas que apenas lograba contener durante el día. Pero aún no había sucedido lo peor. Pues cuando surgió una quinta y rebelde colonia, el médico al frente del caso aprovechó la ocasión para recetarme una pomada totalmente injustificada. Acabó con los parásitos, es cierto. Pero tan salvaje fue el efecto del violento medicamento que, a resultas de la terrible angustia que sentí, todo mi pelo desapareció.

Incluso en esta, probablemente la hora más negra de mi existencia, la Providencia había dispuesto un arcoíris en medio de la desesperación que desde entonces nunca ha dejado de reconfortarme. Herido en lo más profundo de su indignada paternidad, mi padre tomó medidas de inmediato contra dicho médico. Mientras, tanto la señora Emily Smith, abuela de mi pequeña camarada, y la tía que había permanecido al pie de las escaleras con la madre de mi madre, se ocuparon de cubrir mi lastimera cabeza con gorritas aterciopeladas, hábilmente bordadas con lirios.

No obstante, quizá el resultado más importante derivado de este episodio, aparte de los daños y perjuicios que mi padre logró arrancar al médico, fue la amistad de por vida que surgió entre nosotros y la familia Whey. El señor Balfour Whey era un compañero más joven de la congregación de mi padre en Santiago el Menor de Todos, además de un abogado de reputación creciente y padre de dos muchachos, Simeon y Silas. Al mayor ya me he referido como el párroco de la localidad en la que resido. Silas, en cambio, murió en circunstancias muy perturbadoras que explicaré cuando llegue el momento; era media hora más joven que Simeon, y por eso se les solía considerar prácticamente gemelos.

Ambos eran jóvenes cristianos de mi edad, y cada uno de ellos tenía problemas con el habla; los dos estaban destinados a ser ordenados miembros de la Iglesia de Inglaterra. Lo que nos unió en ese punto tan difícil de nuestras vidas fue el curioso hecho de que, además de otros problemas, también ellos sufrían de tiña. Habían recibido, para su fortuna, un tratamiento adecuado y por lo tanto habían conservado todo el cabello. Su padre comprendió al momento que este detalle constituiría un testimonio incontestable contra el execrable médico que habíamos decidido denunciar.

El señor Balfour Whey ya había aceptado ser el representante legal de mi padre, con la condición de que si el caso fracasaba su cliente quedaría exento del pago de costas, mientras que si ganaban se repartirían los daños y perjuicios en términos previamente acordados y equitativos. Se contrató a un abogado escocés para su asistencia, en condiciones similares, y jamás olvidaré la noble determinación de los dos devotos y dedicados caballeros. Con la asistencia del escocés, si bien algo cara, necesaria teniendo en cuenta las circunstancias, el equipo demostró ser demasiado potente para el médico, un joven que no contaba con abogados, e incluso para el juez del condado, un personaje de aspecto siniestro y claro adicto al alcohol. No obstante, fue un combate difícil; la parcialidad del juez se hizo patente desde el primer día. Una y otra vez, cuando mi padre se levantaba de su asiento para protestar, el juez le ordenaba que guardase silencio en un tono de voz que ningún caballero debería utilizar para dirigirse a otro. En otra ocasión, cuando la tía de mi madre, la señora Emily Smith, y la tía que había permanecido con la madre de mi madre al pie de las escaleras, se levantaron al unísono para gritar: «¡Oh, impúdica mentira!» tras una falsa afirmación del médico, el juez llegó a amenazar con expulsarlas de la sala.

Tampoco fue educado con las ocho hermanas de mi madre, una serie de esforzadas jóvenes que se traían sus labores a la sala, llegando a decir que si seguían haciendo ruido con sus agujas de tejer, también mandaría echarlas. Mi padre se levantó al instante para objetar ante ese tratamiento de las damas, con un discurso apasionado y rebosante de dignidad. El juez, ese hombre prepotente y presuntuoso, se ocupó de cerrarle la boca no sin dificultad. Incluso con Simeon y Silas Whey, que cubrieron su Biblia de besos, se comportó de tal manera que los pobres muchachos perdieron la natural alegría que sentían al subir al estrado de los testigos. Pues aunque era cierto que sus problemas de habla se multiplicaron a causa de su nerviosismo, algo perfectamente normal, no solamente optó por considerar sus testimonios irrelevantes sino que también les comunicó que no entendía nada de lo que decían. Por un instante se quedaron mudos. Pero luego, como una sola mujer, las ocho hermanas de mi madre se pusieron en pie, igual que la señora de Balfour Whey, la señora Emily Smith, y la tía que había permanecido con la madre de mi madre al pie de la escalera. Guiadas por mi padre, clamaron: «¡Qué vergüenza!», haciendo temblar hasta el techo, mientras el abogado escocés, en un gesto que jamás he vuelto a ver, arrojó al suelo los papeles que había en su escritorio y se hundió, sin decir palabra, en su sillón.

Probablemente nadie de los presentes había sido testigo de algo parecido, e incluso el juez se quedó ligeramente sorprendido ante el volumen del resentimiento que había suscitado. Finalmente, alterado y con un nítido temblor en la voz, ordenó que prosiguiera el juicio. Y cuando yo, en tanto que último testigo de la acusación, presté juramento enfundado en mi gorrita de terciopelo, su tez cambió de color tan acusadamente que fue objeto de comentario generalizado por parte de los asistentes.

Fijé la mirada en el juez, siguiendo el consejo de mis abogados, y permanecí erguido aunque no inconmovible, durante las observaciones preliminares de los mismos. «He aquí un muchacho», dijo con voz suave y vibrante del suplicante convencido y consumado, «el único muchacho, no, el único hijo, la esperanza solitaria de sus padres entregados. Con una salud delicada, demasiado como para asistir a la escuela hasta entonces —establecimiento de estudio al cual sus habilidades le tienen destinado— y que llevaba esperando ese momento con todo el fervor que Su Señoría puede ver grabado en su semblante, ese instante de formar parte de la academia del conocimiento, que debería haberse formalizado siete semanas antes del hecho. Pero, ¿qué sucede entonces? Su Señoría lo sabe. Su Señoría lo ha oído. Es el asunto que nos ocupa. Puesto que el tiempo es dinero, su carrera se ha visto mermada; pero no sólo eso, sino que se ha visto sujeto a una mutilación de su persona, cuyos efectos morales son imposibles de evaluar. Un día era un chico feliz, y podría añadirse sin retorcer indebidamente la verdad, feliz y atractivo, y al siguiente se ve reducido, bien por intenciones aviesas o por malévola negligencia, o incluso aún por falta de conocimientos, al espectáculo que el testigo ofrece a Su Señoría —si bien con todas las reticencias del mundo, que Su Señoría sabrá apreciar— para que inspeccione con detalle».

En este punto, una discreta oleada de compasión y horror recorrió al público presente; y quizá fue significativo el hecho, como el señor Whey hizo notar a mi padre, de que el juez no mandó callar a la concurrencia. Luego, tras unas breves preguntas, puesto que, como declaró mi abogado, no deseaba alargar mi tormento, me pidió que retirara mi gorrita y le mostrara a Su Señoría lo que había debajo. Fue un esfuerzo, pero lo logré, y el efecto sobre el juez fue instantáneo. A pesar de su palidez, hasta ese instante había conservado indicios de su grosero estilo de vida. Pero ahora, hasta el último vestigio de color le abandonó, e incluso pareció perder peso, contrajo las pupilas hasta que parecieron alfileres, fijándolas en mi cráneo con una mirada demacrada y aun así fascinada. Gotas de sudor brillaban en su frente. Luego, con una profunda exhalación como si fuera una rueda de bicicleta pinchada, se cubrió los ojos con la mano, y supe instintivamente, mientras volvía a ponerme la gorrita, que habíamos ganado el caso.

Por supuesto, hubo más debates e intercambios de información técnica, pero al público debieron parecerle una ristra de declaraciones sin la menor importancia. Pronto, mi padre y mis tías y tías abuelas me abrazaban, con la feliz conciencia de que había triunfado el bien. No terminó ahí la cosa. Pues gracias al dinero que recibimos por los daños y perjuicios, mi padre y yo pasamos un mes en Scarborough, mientras que una firma de crecepelos me pagó una notable suma por la copia de una fotografía de mi persona que mi padre, con buen tino, había tomado. Dos años más tarde, pagaron la misma suma por una fotografía de mi cabeza, ya cubierta de pelo, y reprodujeron ambas, con el nombre de otra persona y el intervalo de tiempo transcurrido menguado con objetivos comerciales, para ilustrar los efectos de una sustancia que, según tengo entendido, desde entonces se ha convertido en un producto de lo más rentable.

Augustus Carp

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