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Capítulo II

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Las penurias de mi infancia. Variedades de indigestión. Sufro de un eritema local. Circunstancia de la generosidad paterna. Dificultad frente a la selección de un segundo padrino. Solución inesperada al problema. Ceremonia de mi bautizo. Huida por los pelos. ¿Fue una negligencia culpable? Mi padre transfiere su visita semanal al templo a Santiago el Más Menor, en Peckham Rye.

No me propongo abordar en detalle la porción de mi vida que transcurre desde mi nacimiento hasta mi bautizo, debido a limitaciones de espacio. Quizá constituya un consuelo para los sufridores más débiles el saber que, desde el principio, la mala salud que me ha convertido en un mártir de por vida desempeñó un papel esencial en la configuración de mi fuerza de voluntad y mi carácter. Singularmente bien formado, de tez sanguínea y casi dos kilogramos de peso, la Providencia consideró que debía purgarme casi inmediatamente sin ayuda medicinal. Nunca quedó claro si se debió, como mi padre argumentó con vehemencia, con el permiso de la Supervisión Divina, a excesos dietéticos o falta de discreción por parte de mi madre. Pero el hecho es que, durante varias semanas, sufrí de indigestión en las dos direcciones principales.

Por dos veces, así pues, hubo que retrasar mi bautizo debido a cuestiones de salud. Me han relatado que durante horas yacía boca arriba, con las rodillas encogidas y los puños apretados, en un angustioso intento por suprimir los gemidos que estaba demasiado débil como para contener. Una y otra vez, la madre de mi madre, la tía que había estado a su lado al pie de la escalera y otras hermanas de mi madre recomendaban formas alternativas de alimentación. Pero aunque intentaban todas y cada una de estas formas, según los deseos de mi padre, no fue hasta dos meses después, y tras someterme a un cruel periodo de inanición, cuando mi estado mejoró, aunque posteriormente siempre me he visto sujeto al peligro de volver a caer en dicha aflicción en cualquier momento de excitación indebida.

Sin embargo, castigado como estaba en mi interior, no pude escapar al castigo exterior. Tan pronto como empecé, en muy pequeña medida, a asimilar alimentos, me convertí en la víctima de un desafortunado mal cutáneo, conocido como eritema, según me han informado. Felizmente, fue un fenómeno local, pero dio lugar a una profunda irritación, que demostró tener un carácter peculiarmente obstinado, según me ha asegurado mi padre en numerosas ocasiones. Naturalmente tímidos, debido al lugar de la inflamación, mis padres se resistían a revelárselo ni siquiera al médico de la familia, de modo que agotaron hasta el último remedio que conocían sin procurarme el más mínimo alivio. Aunque rezaban noche tras noche, mis dolores eran tremendos, y me han contado que incluso extremos; casi cada hora, desde la cena hasta el desayuno a la mañana siguiente, mis gritos quebraban la oscuridad.

Por fin, a causa de su gran sensibilidad, e incapaz de seguir siendo testigo mudo de mi agonía durante un día más, mi padre se sintió obligado a trasladarse a una habitación más alejada, aunque lo hizo con la mayor renuencia. Pero fue en este gesto de generosidad casi quijotesco donde brilló, si cabe, con mayor fulgor. Desde el día en que contrajo matrimonio hasta el día de mi nacimiento, y tan pronto como el médico permitió a mi madre que abandonara el reposo, mi padre se había acostumbrado a recibir cada día, a primera hora, una taza de té. Para ello, despertaba a mi madre unos cinco minutos antes de las seis de la mañana. Sin embargo, ahora que ocupaba un dormitorio distinto y que mi madre se pasaba casi toda la noche en vela cuidándome, mi padre fue tan generoso que excusó a su esposa de su obligación diaria, si por casualidad ella estaba durmiendo a esa hora. Huelga decir que se trata de una sugerencia que mi madre se negó a aceptar, y en verdad creo que, en el fondo de su corazón, eso era lo que mi padre esperaba de ella. Incluso he llegado a considerar dicho incidente, en tiempos recientes, como un ejemplo de cierta debilidad de carácter por parte de mi progenitor. Pero jamás he sido capaz de pensar en ese detalle sin sentir afecto por él, ni de dejar de mencionarlo en ciertas ocasiones.

El hecho de que el temperamento de mi padre, por otra parte, fuese excepcionalmente imperturbable quedó corroborado por las circunstancias que rodearon la elección de mi segundo padrino. Como mi padre me ha contado varias veces, esto dio pie a un debate de lo más prolongado y angustioso, y conllevó enormes cantidades de correspondencia, algunas de cuyas cartas se han conservado en el archivo de la familia. Con determinación despiadada, la misma que yo más tarde heredaría, mi padre se dispuso a descubrir y denunciar cualquier tipo de acto reprobable; y debido a su inveterada costumbre de informar a las autoridades de cualquier abandono del deber en ellos y en sus subordinados, e impulsado por la pasión por la verdad que le empujaba, en cada ocasión, a corregir al instante lo que él consideraba contrario a lo recto, le quedó necesariamente poco tiempo para cultivar el fácil arte de la amistad. Entre sus conocidos, en efecto, había muy pocos que llegasen ni remotamente a aproximarse a su estándar de exigencia, y no había encontrado ninguno que, en conciencia, fuera apto para depositar en él su amistad personal.

Por esa razón, cuando llegó el momento de desposarse, prescindió de los servicios de un padrino de boda. Y aunque finalmente el vicario aceptó hacer las veces de padrino, llegó el momento en que era imperioso buscar un segundo padrino, hasta el punto en que la cuestión se convirtió en un problema casi insoluble. Era manifiestamente imposible esperar un candidato adecuado entre las personas que nos visitaban ocasionalmente, y el carácter de mi padre le había aislado hacía tiempo de sus parientes masculinos más cercanos, de modo que decidió apelar al sentido del deber público de los estamentos superiores de la Iglesia de Inglaterra.

El resultado no fue insatisfactorio, tal y como demuestran varias cartas que aún obran en mi poder. Todos respondieron a mi padre con la mayor de las cortesías, aunque ninguno de ellos pudo acceder a las peticiones que les formulaba, debido a un sinnúmero de compromisos previos y similares. Así, el deán de San Pablo nos mandó una nota de su puño y letra, deseándome lo mejor en la vida; el obispo de Londres confiaba en que las aspiraciones de mi padre para mi santidad personal se vieran satisfechas, mientras el arzobispo de Canterbury le ordenó a su secretario, en cambio, que expresara su agradecimiento frente al ofrecimiento de un honor que solamente las exigencias de su posición como primado de la Iglesia le impedían aceptar. Huelga decir que las personas del gobierno con las que mi padre se puso en contacto tuvieron una respuesta muy distinta. Ni el primer ministro ni el secretario de Interior consideraron necesario enviar ningún tipo de contestación, mientras que el presidente de la Cámara de Comercio se limitó a expresar que lamentaba declinar su petición. Y no obstante, al final, como suele suceder, la solución se demostró sencilla. Dice el poeta que basta con levantar una piedra para empezar a construir un edificio.1 Mi padre volvía preocupadísimo a casa una noche cuando, de repente, vio su reflejo en el escaparate de una tienda de quesos. Era como si la Providencia, según dijo, le hubiera posado la mano en el hombro. Por un momento, el sobresalto fue casi excesivo. Hasta el punto de que un miembro de las fuerzas policiales le pidió que siguiera andando y que no obstruyera la calzada. Pero la solución estaba ahí, mirándole de frente. Involuntariamente, levantó el borde de su sombrero. Él era la solución.

Junto a mi tía, la señora Emily Smith, que estaba encantada de ser mi madrina, todo parecía propicio para la feliz consumación de mi bautizo, y no se hubiera podido hallar un grupo más alegre y respetuoso en cualquier otro templo metropolitano. Al ser el párroco padrino, la ceremonia en sí la ejecutó el primer coadjutor, por sugerencia de mi padre, mientras que el segundo se situó a mano derecha del párroco, entre mi madre y mi padre, como deferencia hacia su condición de administrador adjunto de la parroquia.

Así que a la izquierda del primer coadjutor se colocó mi padre, flanqueado sucesivamente a su izquierda por el sacristán. El círculo alrededor de la fuente se completaba con la señora Emily Smith, la madre y el padre de mi madre, sus ocho hermanas y la tía que se había quedado con la madre de mi madre al pie de la escalera. Una suave llovizna de abril refrescaba el exterior, y la primera parte del servicio había transcurrido sin sobresaltos cuando, de repente, sucedió algo que muy bien podría haber terminado en la más trágica e irreparable de las catástrofes. De repente, justo cuando me entregaban al primer coadjutor, se produjo una exacerbación espontánea de mi eritema tan violenta que hizo que, entre convulsiones, yo resbalara de sus manos.

Digo que resbalé pero, como mi padre tuvo buen cuidado de puntualizar inmediatamente después del fin del servicio, si yo hubiera sufrido el más mínimo y demostrable daño, sin duda habría puesto el asunto en manos de abogados. Lo que sucedió, sin embargo, fue que al caer de su abrazo me quedé en equilibrio en el extremo de la pila bautismal y luego caí hacia delante, en colisión con el párroco, que trastabilló hacia atrás en un esfuerzo por salvarme. Del balanceante cura salí disparado, lo que creo que es una expresión militar, hacia a los pies del segundo coadjutor, que se convirtió inesperadamente en un instrumento de la Providencia. Yo no practico, ni tampoco apruebo demasiado, ningún tipo de ejercicio atlético. No obstante, quizá fuera una suerte que ese coadjutor en concreto resultara ser un hábil jugador de cricket. Pues justo cuando mi cabeza estaba a unos centímetros del suelo, y todos los rostros habían empalidecido ante lo inevitable, lanzó su mano hacia delante y logró agarrarme por la parte que técnicamente se conoce como enaguas.

—¡Bien hecho, señor! —exclamó el coadjutor principal, y luego por unos momentos la emoción le embargó.

El párroco, aún blanco como una sábana, recuperó el equilibrio.

—Pobrecito Augustus —dijo mi madre—. Es su eritema.

Mi padre la miró, frunciendo el ceño.

—Eso no viene al caso —dijo. Entonces, durante poco más de medio minuto, hubo un silencio estentóreo, quebrado, según me han dicho, por mí mismo, cuando el segundo coadjutor me entregó al primero. Fue cuando mi padre intervino.

—No, no. Otra vez, no —dijo—. Nunca, nunca otra vez por nada del mundo.

Volvió a instalarse el silencio entre los presentes, y de nuevo fui yo quien lo rompió. Mi padre estaba de pie, sujetándome y temblando de emoción. El párroco inspiró profundamente.

—¿Se sigue adelante con el bautizo? —preguntó.

—Sin duda —confirmó mi padre—. Pero quedará en otras manos.

Fue otro detalle que revelaba su carácter dominante, y también su innato sentido de la justicia.

—No soy insensible a los servicios que ya nos ha prestado —le dijo al coadjutor principal—. Pero en interés de la vida de mi hijo, seguramente estará usted de acuerdo en que no puedo volver a entregarlo a su cuidado.

El coadjutor inclinó la cabeza, pero no articuló respuesta alguna. Mi padre me entregó a su segundo, una vez más. Por un instante, este vaciló, pero a petición del párroco, aceptó el privilegio de concluir mi bautizo. Más tarde hubo cierta discusión, según me cuentan, durante la cual mi padre se defendió más que galantemente y terminó por absolver al párroco de sus deberes de padrino y notificándole su decisión de elegir otro templo como destino de sus visitas dominicales.

Para un hombre de la posición de mi padre, se trataba de un paso muy grave, pero no dudó en darlo. Y en efecto, en un año —como siempre me enorgullezco de recordar— ya había alcanzado el puesto de administrador adjunto en las tareas de la parroquia de la iglesia de Santiago el Más Menor, en Peckham Rye.

Augustus Carp

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