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Capítulo V

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Primeras experiencias en la escuela Hopkinson. Espero encontrar compañeros espirituales entre los maestros. No es así. Disculpas del señor Muglington. Me golpea una pelota de fútbol. Posterior disculpa del señor Beerthorpe. Hábitos degenerados de mis compañeros de escuela. Terrible descubrimiento y secuelas. Asombrosa ineptitud del señor Lorton. Asalto coordinado contra mi persona. Me rescata mi padre, que obtiene una disculpa pública.

Debido a los retrasos sucesivos causados por mi mala salud, el ataque contra mi persona de Desmond O’Flaherty, la repentina invasión de tiña y la desnudez craneal que trajo consigo la pomada, tenía casi catorce años cuando por fin pude ir a la escuela. Incluso entonces, cabían dudas sobre si mi padre debió haber tomado aquella decisión. Pues aunque en ese tiempo mi salud era algo menos precaria, las penosas experiencias que había tenido que sufrir me habían elevado, de forma natural y prácticamente en todos los aspectos, por encima de la mayoría de mis contemporáneos. Y aunque era verdad, claro está, que Simeon y Silas Whey terminarían por convertirse en caros y estimados compañeros de mis aventuras, mi edad mental y espiritual era mucho más elevada que la de las personas que se habían cruzado en mi camino hasta entonces. Pensé que solamente entre los maestros y educadores de la escuela podría albergar la esperanza razonable de encontrar compañeros apropiados y a mi altura.

Por eso desde el principio decidí fomentar en mis tutores la percepción de que yo sería una conexión firme y valiosa, no sin poner mis servicios igualmente a disposición de mis compañeros de estudio. Durante los primeros días no fue tarea fácil, debido a la natural confusión que el incidente de mi entrada en la escuela había causado, y solamente después de proferir algunas observaciones informativas, logré difundir mis propósitos.

Por ejemplo, cuando nuestro tutor, el señor Muglington, me preguntó si sabía cuál era la capital de Bélgica, le respondí que pese a que no había tenido la fortuna de disfrutar de una visita en persona a dicha ciudad, me habían informado con cierta verosimilitud de que la urbe recibía el nombre de Bruselas, tan indisolublemente asociada con la conocida brassica.5 Aunque se trataba de un hombre de aspecto más bien repulsivo, adornado con un bigote de color jengibre, yo había acompañado mis palabras con una sonrisa amistosa. Pero él se limitó a mirarme fijamente, debo confesarlo, con expresión singularmente ruda y ofensiva.

—Veamos —dijo—. Creo que su nombre es Carp.

—Augustus Carp —repliqué— de Angela Gardens.

—Entonces tenga la bondad de recordar —respondió— que en el futuro debe limitarse a contestar la información que se requiera de usted, y nada más.

Se trataba, por supuesto, de la declaración de un hombre vengativo y de mente peculiarmente estrecha, hasta ahora instalado por azar en una posición de autoridad que evidentemente había alimentado sus inclinaciones más perniciosas. Pero como yo aún ignoraba hasta qué punto era un ejemplo deplorablemente típico de la clase a la que pertenecía, pasó una cantidad de tiempo considerable hasta que pude contener los sollozos que sus infamantes palabras habían causado en mi ánimo. Por supuesto, no perdió un momento y se aprovechó vilmente de mis emociones.

—Quizá —observó, con una burlona y malvada expresión— cuando haya terminado de meditar mi respuesta, será tan amable de enumerar las principales exportaciones de Finlandia.

Me alegra decir que, más tarde, gracias a la inmediata e imperativa exigencia de mi padre, se vio obligado a pedirme perdón en presencia de mi progenitor y del director de la escuela, el señor Septimus Lorton. Sin embargo, al instante comprendí que no era una disculpa basada en un arrepentimiento real y de corazón, y aunque le aseguré que en lo que a mí respectaba el incidente estaba cerrado, quedó claro que jamás podría concederle el privilegio de mi amistad.

Tampoco estaba en mi destino recibir una respuesta más satisfactoria a los siguientes avances que consideré mi deber emprender. Estaba excusado, por razones morales, del estudio del francés por petición expresa de mi padre, y en lugar de eso se me permitió recibir lecciones adicionales de alemán, impartidas por el señor Beerthorpe. Era un hombre de complexión fornida y muy miope; para corregir ese defecto, llevaba unas gafas excepcionalmente gruesas. Al principio, su amistad me atrajo, pero pronto descubrí que su carácter no era más que espuria amabilidad. También me resultó embarazoso descubrir que casi todo el mundo se refería a él por la primera sílaba de su apellido, añadiéndole un apéndice vocal que le confería el mote de «El Cervezas».6

Si el interfecto lo sabía o no, eso yo lo ignoraba. Pero opté por distanciarme de dicha práctica a la menor oportunidad, como un acto de bondad y justicia hacia mi persona. Así, un día en que actuaba de árbitro de un partido de fútbol, me acerqué y posé mi mano en su codo, diciéndole que me gustaría intercambiar algunas palabras con él.

—¿Eh? ¿Qué? —dijo—. ¡Falta!

Y soltó un pitido tremendo con un diminuto silbato. Me pilló desprevenido y no pude evitar sobresaltarme, tapándome los oídos.

—Bueno, ¿qué pasa? ¿Cuál es el problema? —preguntó.

—Quizá podríamos buscar un lugar más tranquilo para hablar.

—Pero bueno, ¿qué pasa? —exclamó y añadió—: ¡Cuidado!

Se apartó bruscamente para dejar pasar un balón. Al perder el muro de contención del señor Beerthorpe, yo no fui tan afortunado y recibí el impacto del proyectil aéreo en la parte superior de mi cuello y mi oreja izquierda. Durante unos instantes fui incapaz de seguir hablando. Si la pelota hubiera tenido una forma más cónica, parecida a un huevo, de esas que tan habitualmente se utilizan para el mismo tipo de celebraciones bárbaras, el golpe habría tenido consecuencias más graves e incluso fatales. Cuando hube recuperado la capacidad de hablar, sentí una ligera decepción al ver que el señor Beerthorpe seguía soplando cruelmente con su silbato, en una lejana esquina del campo de deportes. En esas circunstancias, cualquier otro muchacho habría abandonado su propósito. Pero a pesar de lo que después siguió, siempre me enorgulleceré de no haberme dejado arredrar por el desafortunado principio de mi tarea. Acercándome por segunda vez, volví a tocarle el codo.

—Por el amor de Dios, ¿sigue ahí? —exclamó.

Naturalmente, parpadeé un poco ante su interjección, y le recordé que seguía pendiente mi comunicación.

—Está bien, está bien. Venga, vamos.

Le entregó el silbato a un muchacho que andaba cerca.

—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó.

Entramos en un aula vacía.

—Primero, me agradaría que aceptara esto —dije yo, entregándole una caja de media libra de chocolates, adornada con muy buen gusto con un lazo de color amarillo. Proseguí—: Es una pequeña muestra, aunque espero que aceptable, de mi deseo de inaugurar relaciones amistosas con su persona.

Se quedó mirándome con la boca abierta durante un instante, y luego se oyó un sonido gutural en la parte posterior de su garganta.

—Pero bueno, muchacho. ¿No pretenderá decirme que ha interrumpido un partido de fútbol para traerme aquí y darme media libra de chocolatinas, verdad?

—No del todo —dije—. No era esa mi intención primordial, aunque debo confesarle que me siento herido por el tono de su voz. También deseaba informarle de que es usted objeto de una continuada indignidad, con la que personalmente disiento sobremanera.

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué demonios quiere decir?

Volví a sobresaltarme por segunda vez, y en esta ocasión bajé mi voz.

—Pensé que debía saber que el resto de los alumnos se refieren a usted —confío en que sin la menor justificación— con el apodo de «El Cervezas».

Durante lo que quizá fueron doce o trece segundos, el silencio solamente se rompía cuando los jugadores del partido que seguía en marcha gritaban. Pero observé que las mejillas del señor Beerthorpe se teñían, arreboladas, y que sus ojos miopes parecían salirse de sus órbitas. Era un espectáculo verdaderamente repulsivo, y entonces su verdadero carácter salió a relucir, igual que pasó con el señor Muglington. Igualmente embriagado con la mezquina autoridad que su posición le confería, su conducta general al igual que sus palabras, fueron aún más duras y viles.

—Mire, joven Como-se-llame, no me importa su apellido ni tampoco quiero saberlo. Pero si vuelve a soltarme una impertinencia como esa, informaré de su comportamiento al director. Y ahora, váyase de aquí, y llévese esas chocolatinas.

A pesar del terrible golpe que suponían sus palabras, y de las lágrimas que mojaban mis mejllas, reuní valor para levantar la mano.

—Un momento, señor —interrumpí—. Ha habido un malentendido, y quizá ha sido una estupidez por mi parte pensar que podría haber sido de otro modo. Pero debo aclararle, por mi bien y por el de la escuela a la que ambos pertenecemos, que seré yo quien me veré obligado a informar del lenguaje y las formas con que me ha tratado hoy usted.

Rojo hasta un punto que jamás he vuelto a presenciar, abrió su boca una o dos veces en silencio. Luego se limpió la frente con el dorso de la mano y dijo:

—Más bien diría que le he contestado con la mayor contención, teniendo en cuenta lo que me ha dicho.

—Al contrario —objeté—. Me veo en la obligación de recordarle que ha mentado por dos veces a Nuestro Señor.

—¡Por los clavos de Cristo! —balbuceó.

Abrí la puerta y declaré:

—Esa la tercera vez. Tendrá noticias mías.

Había logrado conservar mi autocontrol, pero supuso un esfuerzo tan grande, que quedé físicamente debilitado y destrozado, sufriendo una gastritis posterior que me privó de varios minutos de sueño, así como la mayoría de mis cenas. Sin embargo, gracias a una segunda y más tajante entrevista entre mi padre y el señor Lorton, durante la que se reveló que el señor Beerthorpe era el padre de cinco desafortunados hijos, él también se vio obligado a presentar sus excusas a mí y a mi padre, así como a jurar que dominaría su tendencia a la blasfemia. Tanto mi padre como yo estuvimos de acuerdo en que había proferido su disculpa con la mayor de las reticencias y, desde luego, no albergaba la menor esperanza de alcanzar la feliz comunión de mentes y espíritus entre el señor Beerthorpe y yo, que una vez había deseado con tanta ilusión.

Mientras tanto, no había desdeñado el cultivo de la camaradería con mis compañeros, por mucho que me resultaran insípidos, y más de una vez ofrecí mis servicios espirituales a algún alumno despistado o falto de experiencia. No sabría decir si mis ofrecimientos cayeron en saco roto. Pero no sería sorprendente, teniendo en cuenta el comportamiento estándar del profesorado, que el estado moral de los pupilos dejara mucho que desear. Por ejemplo, diariamente se violaba la regla que prohibía la ingesta de dulces durante las horas dedicadas al estudio, y no solamente la infringían los más jóvenes, sino muchos alumnos mayores que yo. Las exhibiciones de violencia eran de lo más común en la hora del patio, e incluso oía numerosas veces a los que se tenían por hijos de caballeros proferir la palabra «maldito».7

No fue hasta mitad del semestre, sin embargo, y en presencia del señor Lorton, a la hora más sagrada de la semana escolástica, cuando comprendí que existía un espíritu malvado, y ese instante de lucidez me dejó completamente paralizado. El señor Lorton, más dotado para la organización que para la erudición, más dueño que profesor, limitaba sus actividades pedagógicas a las lecturas y exposición de las Sagradas Escrituras. A tal efecto, visitaba cada clase una vez a la semana, en rotación, y empleaba como manual de texto la Biblia Escolar Lorton, publicada por su hermano, el señor Chrysostom Lorton. Recuerdo que habíamos estudiado el Segundo Libro de los Reyes y reflexionado acerca del malvado reinado de Pecajías, cuando el señor Lorton repentinamente le preguntó al delegado de la clase si podía decirle el nombre de su sucesor.

Era Pecaj, hijo de Remaliah, claro está. Yo estaba familiarizado con ambos desde hacía muchos años. Pero por desgracia, mi posición en el centro de la clase me impidió dar una respuesta inmediata. Sin embargo, me di cuenta al ver cómo, uno tras otro, todos los chicos revelaban con su silencio las simas de su ignorancia, de que probablemente la gracia de la Providencia me había escogido para ser el instrumento de su ilustración. Cuál fue mi horror cuando ese hermoso día de otoño, con el sol de noviembre entrando por la ventana, observé a Harold Harper, el chico que estaba a mi izquierda, y a Henry Hancock, a mi derecha, estudiando con ahínco el Segundo Libro de los Reyes bajo la protección que les conferían sus pupitres. A pesar de que conocía bien la calaña de aquellos chicos, jamás los habría imaginado capaces de tal felonía. Cuando Henry Hancock se puso en pie y sin vacilar dijo: «Pecaj, hijo de Remaliah», fue como si cada sílaba fuera un puñal clavado en lo más hondo de mis órganos vitales. Pálido de ira, me levanté de un salto.

—¡Señor! Henry Hancock le engaña. Ha leído la respuesta del libro abierto de las Escrituras.

Hubo una pausa mortal.

—Y no sólo eso: ¡Harold Harper estaba a punto de hacer lo mismo!

El señor Lorton se quitó las gafas.

—Hancock y Harper, en pie.

Así lo hicieron, con la mayor de las reticencias.

—Hancock y Harper, ¿es verdad eso? —exigió.

Guardaban silencio, pero sus rostros les traicionaron, igual que la indiscreta Biblia de Harper, que cayó al suelo con un golpe seco.

—Hancock y Harper —dijo el señor Lorton—. Me avergüenzo de vosotros. Copiaréis una frase de castigo cincuenta veces.

—¡Señor Lorton! —exclamé, destrozado—. ¡En nombre de la justicia para con mi persona, que sí conocía la respuesta correcta sin necesidad de mentir ni cometer sacrílega trampa, y también para con mis compañeros de estudio, por no decir nada de las propias Sagradas Escrituras, estos dos tramposos deberían recibir un castigo menos trivial y más severo!

El señor Lorton se puso las gafas, volvió a quitárselas y empezó a limpiar los lentes.

—Hanper y Harcock —dijo—. Quiero decir, Harcock y Hanper, tal y como Carp acaba de recordarnos, habéis cometido un grave pecado. Pero espero que la denuncia, em, pública de vuestra desfachatez, dejará honda huella en vuestros ánimos.

—Señor Lorton, ¡eso son sólo palabras! —protesté, cada vez más frustado.

—Pero muy serias, de lo más serias —aseguró—. Además, escribirán las cincuenta líneas de castigo. Y ahora, quizá Smith Major quiera decirnos quién era Argob.

Me quedé petrificado ante la levedad con la que el propio dueño de la escuela pudo soportar una denuncia tan clarificadora. Permanecí en pie varios segundos, totalmente incapaz de pronunciar ni una sílaba. Y cuando por fin me dejé caer en mi banco, asombrado y solo, fue como si me hubieran arrancado de una vez por todas de la niñez (y en efecto, así fue). Porque la cosa no acabó ahí. Cuando salimos a jugar al patio, me vi rodeado de una masa acosadora, evidentemente sobornada por Harper y Hancock, que se proponían atacarme y propinarme una paliza. A empujones, de un lado a otro, me arrancaron el cuello de la camisa, me dieron un puñado de bofetones y solamente gracias al ejercicio desaforado del poder de mis pulmones pude atraer la atención de un adulto. Incluso estoy casi seguro de que el señor Muglington y el señor Beerthorpe observaban la escena pasivamente tras una cortina, y no fue sino mi propio padre el que me apartó del camino de la tragedia.

Augustus Carp

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