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INTRODUCCIÓN

1. El mensaje y praxis centrales de Schoenstatt y de Kentenich es que la fe no es ante todo conocimiento de la fe, vale decir, conocimiento transmitido mediante la catequesis y la proclamación de la “palabra”. Más bien se trata ante todo de detectar a Dios en la época, en la vida diaria y en las correspondientes reacciones del alma, y experimentar allí su llamado, saludo y mensaje.

Sobre este fundamento se asienta la vida, el vivir y amar concretos del Movimiento de Schoenstatt. Todo transparenta al Dios omnipresente y omnipotente. Pero además Dios es experimentado concretamente como un Dios que actúa, interviene, habla. Naturalmente ambas realidades están íntimamente entrelazadas, pero se las puede diferenciar. “Dios nos está esperando detrás de cada cosa”, se lee en un folleto.

La cuestión de dónde actúa Dios, o bien la convicción de que él actúa, nos hace estar alertas y percibir una y otra vez manifestaciones sorpresivas de su “presencia para mí”. Así pues se rastrea la acción de Dios sobre todo al repasar el día. Las manifestaciones del Dios de la vida es también el tema más importante de la meditación, constituye un método propio de meditación. En los últimos años, en el Movimiento de Schoenstatt esta convicción se ha plasmado en una forma concreta: la búsqueda de las huellas de Dios en nuestra vida (cf. www.spurensuche.de).

Se trata pues de contemplar la propia vida a la luz de Dios, y descubrir en la propia biografía (elaborar la historia de nuestra vida desde la fe) la intervención divina puntual o extendida a lo largo del tiempo, rememorarla y rumiarla. Este procedimiento es una parte en la formación que se imparte en las distintas comunidades de Schoenstatt.

Consecuentemente el término “historia” es especialmente frecuente en el vocabulario kentenijiano. Muy en la línea de las distinciones que hoy se hacen, expresa, por un lado, lo “pasado”, pero también, y aún más, lo fáctico, lo inderivable, particular, concreto. Este término aparece especialmente en relación con la acción de Dios: Dios irrumpe en la historia, genera nuevos hechos históricos, cosas históricamente nuevas. Antes de que “historia” (historia salvífica) fuese un concepto central en la teología, lo era ya en el P. Kentenich.

Como en relación con todo, también en el caso del desarrollo de este concepto el P. Kentenich se funda en su propia experiencia y en la experiencia de la historia de Schoenstatt protagonizada por él. El P. Kentenich experimentó la “irrupción” - ésa es la palabra que emplea - de lo divino en diferentes oportunidades. Y ello de manera especial. La historia de Schoenstatt es para él historia salvífica en cuanto que es un reflejo, un revivir, una actualización de la historia salvífica bíblica. Sobre este trasfondo contempla la historia personal y la historia de grupos y comunidades como una historia de Dios. Cuando a los schoenstattianos se les pregunta sobre Schoenstatt, por lo común relatan en primer lugar una historia. Vale decir, estamos ante una espiritualidad y teología netamente narrativas.

Así pues al P. Kentenich le interesa despertar y desarrollar el “sentido para la historia”.

Se trata pues del sentido para percibir los acontecimientos históricos, el sentido para interpretarlos con adecuación a su significación y esencia. Un sentido para lo que es responsabilidad histórica y para una misión decididamente histórica.5

El P. Kentenich designa su concepción de la historia como “creativamente teísta”. Y con ella toma distancia de toda concepción de historia unilateralmente activa o pasiva. Su espiritualidad se puede caracterizar muy bien como “espiritualidad de colaboración con Dios” (1 Co 3, 9). Capital importancia reviste en su pensamiento la cuestión del sentido no sólo escatológico sino profano de la historia.

2. El ejemplo de Juan Pablo II. Experimentar a Dios hoy como lo experimentaron Moisés y los profetas. Juan Pablo II en el monasterio de santa Catalina, al pie del monte Sinaí, según descripción de Andreas Englisch:6

“A pesar de la sombra que daban los raquíticos olivos, ya a media mañana hacía gran calor en el soto junto al monasterio. No soplaba viento alguno en el estrecho valle, no había nubes en el cielo, el aire era como vaharada de horno. Sólo habían llegado hasta ahí unos trescientos fieles (…) Yo aguardaba con expectación lo que el Papa les diría: Quizás el Sinaí era el lugar correcto para agradecer a Dios por haberse revelado a los hombres, por no haberse quedado en sí mismo sino mostrado a los hombres. Pero me equivoqué por completo. Juan Pablo II no vino con una respuesta, sino con una pregunta: “Dios enigmático… ¿quién eres tú?” El Papa que tantas veces no había hallado a su Dios, venía al Sinaí porque ahí, en el lugar en el que Dios se había manifestado en la historia tres veces a los hombres, quería preguntar él mismo: “¿Por qué te escondes?”

Ese día yo estaba sentado en un banco de madera, a dos metros del Papa. El banco había sido reservado para la prensa. Lo miré a los ojos, semiabiertos y de un azul resplandeciente. No se contentó con leer sencillamente su homilía. Esa vez sus palabras no estaban destinadas a los hombres que soportaban el calor y escuchaban. El Papa le habló a su Creador: “Es el Dios que viene a nuestro encuentro, pero a quien no se puede poseer. Es el Dios que lleva en sí el ser. Es el ‘Yo soy el que soy’. Tiene un nombre que no es un nombre´. Ante tal misterio, cuando nos dice que nos descalcemos, ¿hemos de dudar en quitarnos las sandalias ante tal misterio y adorarlo en ese lugar santo?” Y vuelve a preguntar: “¿Quién eres tú, Dios de Israel?” Y reflexionando sobre la enigmática naturaleza de Dios: “Él es a la vez lejano y cercano, está en el mundo y sin embargo no es de este mundo.”

Hablaba lentamente, en voz baja. Al concluir la ceremonia unió sus manos y calló. La gente esperaba la bendición final, pero él se quedó sentado allí, en silencio. Elevó los ojos hacia la montaña de Moisés y contempló el cielo. Lo miré, pero no comprendí lo que estaba ocurriendo. Finalmente lo entendí: Esperaba una señal. Estaba absolutamente seguro de que Dios le daría una respuesta a todas las preguntas planteadas en su homilía, a la pregunta principal: “¿Quién eres tú?” Había peregrinado hacia ese lugar santo; era el primer Papa en hacerlo, y estaba seguro de que Dios no dejaría de tomar contacto con él. Lo miré a los ojos. Vi cuán inquietos estaban, y comprendí repentinamente lo que se estaba preguntando: ¿Cómo? ¿Cómo se le manifestaría Dios en ese lugar en el que se había manifestado a Moisés en forma de zarza ardiente?

La gente comenzó a inquietarse. No soplaba ni la menor brisa, el sol quemaba y él seguía allí sentado y en silencio. Lo miré. Durante varios minutos no pasó nada. Luego observé cómo unía sus manos, cerraba sus ojos y sonreía silenciosamente. Yo miraba, fascinado, cómo se encontraba allí sentado, ensimismado. Era como si su alma hubiera sido tocada, no delicada sino fuertemente, como por un rayo. Finalmente abrió sus ojos. Se lo veía muy feliz y golpeteaba rítmicamente con su mano el apoyabrazos de su sillón, un gesto que siempre reitera cuando hay algo que celebrar. Nos guiñó el ojo y comprendí su mensaje: “¿Ven? Está aquí. Vino realmente aquí, está aquí. Lo puedo percibir clarísimamente, siento fuertemente su presencia.” Hizo una señal: “Miren”. En el cielo, de un azul resplandeciente, habían aparecido repentinamente grandes nubes blancas. A la vez comenzó a soplar una brisa que estremeció las hojas del bosquecillo de olivos. Alegre y con una sonrisa, Juan Pablo II impartió la bendición final.

Entonces volví a recordar que en el Sinaí Dios se había aparecido tres veces a los hombres. A Moisés, en forma de zarza, pero también en forma de nube (Ex 19, 9), a Elías como dulce brisa (1 Re 19, 12). Quedé conmovido. El Papa, ¿se imaginaba a Dios de manera tan concreta? A la mayoría de la gente no le había pasado nada en el Sinaí. Habían aparecido algunas nubes. Algo quizás inusual en el desierto del Sinaí, pero que de hecho sucedía. Y que repentinamente soplase una brisa por el valle, eso no era otra cosa que un fenómeno atmosférico. No obstante el Papa experimentaba a Dios, íntima y naturalmente, pero de modo tan concreto y fuerte que resultaba conmovedor ser testigo de ello. Su sorpresa, su espanto, pero también su alegría, eran tan auténticos, como si junto a él hubiese habido una persona que habló con él, que lo tocó. Así parecía. Esa manera concreta de buscar una y otra vez a su Dios y experimentarlo tan hondamente, debió haberle dado la fuerza para el maratón que se había impuesto. Yo había asistido ya a algo similar en él. Fue hace algunos años y en un lugar muy distinto, pero lo recordé: Cuba.

Esa pregunta conmovía hondamente al Papa. ¿Estaba a punto de tener una vivencia que constituía el enigma más grande del mundo? ¿Que un ser inconcebible, oculto detrás de la combinación de letras Y-a-h-v-e, surja de la inconcebible hondura del espacio y del inconcebible enigma del tiempo, tome contacto con él, Juan Pablo II, y se manifieste a los cubanos?” (236)

“Para Karol Wojtyla no existe ni la mínima duda de que Dios envía señales a los hombres, frecuente y directamente. Desde la enigmática profundidad del tiempo y del espacio, Dios procura establecer contacto directo con los hombres. (…) Para Juan Pablo II nada tiene importancia mayor que los momentos en los que él pudo estar seguro de que Dios se dirigía directamente a él, que le enviaba una señal para infundirle ánimo.” (311)

***

Sea cual fuere la opinión que se tenga sobre tal interpretación, ésta reproduce de todas maneras, y con gran exactitud, lo que el P. Kentenich experimentó en abundancia en su vida y obra, y lo que él quiere transmitirnos como su mensaje. Con el texto citado más arriba queda claro, y con exactitud, la intención y contenido del presente tomo de la colección.

3. Originalidad del cristianismo. Con su doctrina de la fe práctica en la divina Providencia, el P.: Kentenich contribuye a la renovación, actualización y revitalización de la verdadera originalidad del cristianismo. Una y otra vez lamenta que el cristianismo haya sido proyectado excesiva y unilateralmente al plano de las ideas.7

Desde su punto de vista existencial/histórico, el P. Kentenich entiende también lo que Dios realiza en la “gran” historia bíblica de su autocomunicación. En la historia concreta de sus propias fundaciones entendió y ejercitó un pensamiento bíblico e histórico-salvífico.

Hemos designado a nuestra historia como una especie de Sagrada Escritura. Ahora bien, si ustedes lo piensan cabalmente, en todas partes ocurre así. Dios escribe ahora no a través de los evangelistas, mediante palabras, sino que responde a través de la vida misma. No sólo hay palabras de Dios escritas sino también encarnadas. Tengan siempre presente esta realidad. Observen que si la Familia de Schoenstatt ha surgido así, entonces resulta claro que nuestra historia es una especie de Sagrada Escritura; así como, por lo común, toda historia, contemplada desde Dios, es, según la intención divina, una historia sagrada.8

Desde este punto de vista podemos releer también los diferentes fenómenos de las comunicaciones de Dios en la historia. No siempre se ha tratado de visiones o apariciones en sentido estricto. Especialmente revelador es, en este sentido, el “Relato del peregrino” de san Ignacio de Loyola.

La concepción de Dios que sustenta el P. Kentenich es “típicamente” cristiana, y lo es de manera decidida. Porque contempla un Dios que se comunica y está dispuesto a dialogar. En la elaboración de esta concepción, nuestra teología debe mucho al teólogo Hans Urs von Balthasar.

“Si se quiere tener un panorama sobre la obra teológica [de von Balthasar], se recomienda repasar la “trilogía”, en la que convergen las intenciones teológicas de Balthasar. A diferencia del “motor inmóvil” de Aristóteles que no puede ser movido por el mundo; a diferencia del Uno divino de Plotino que se derrama en la pluralidad del mundo; en suma: a diferencia del dios de los filósofos, lo propio del Dios bíblico es que éste se muestra, actúa, habla. En estos tres modos de expresión de la autorrevelación de Dios, que Balthasar relaciona con los trascendentales de lo hermoso, lo bueno y lo verdadero, se halla la célula germinal de su trilogía. La estética rastrea y examina la manifestación de Dios; la teodramática, su acción; la teológica, su palabra (cf. Petri Henrici: Die Trilogie Hans Urs von Balthasars, en: Internationale Katholische Zeitschrift Communio 34, 2005, 117-127)”. 9

Cf. Hans Urs von Balthasar: Theologie der Geschichte. Johannes Verlag 1959.

Cf. Magnus Löhrer: Dogmatische Bemerkungen zur Frage der Eigenschaften und Verhaltensweisen Gottes. En: Feiner/Löhrer (Hrsg.): Mysterium Salutis, II, 291-314.

La realidad de ser cristiano considerada como un estar en camino. Por su origen mismo, el cristianismo tiene como fundamento no un programa sistemático sino más bien tres “historias” importantes de peregrinaciones y viajes. El libro de la primera alianza (Antiguo Testamento) es un libro de muchas peregrinaciones. Abraham abandona su tierra, Israel surge lejos de sus verdaderas raíces, y al cabo de una larga travesía por el desierto entra en una tierra prometida ardientemente anhelada. En el Nuevo Testamento tenemos a Jesús, que en la fase más importante de su vida no reside en un lugar fijo sino que está continuamente en camino. Pablo, auténtico discípulo suyo, es un hombre de viajes y de muchos lugares de residencia. Así pues el libro fundamental de nuestra religión - y también de nuestra cultura - el Nuevo Testamento, es un libro de caminantes, de estar en camino.

Una tal actitud nos interpela hondamente a nosotros, hombres de hoy. Un tal sentimiento de vida puede ser arrollador, incluso peligroso. Un sentimiento de desarraigo y nomadismo aflora una y otra vez en muchos de nuestros conciudadanos, no permitiéndoles establecerse cabalmente en un punto fijo. También en la Iglesia hablamos mucho de estar en camino, hablamos mucho del pueblo peregrino de Dios. También eso es expresión de un sentimiento de vida. Irse de vacaciones lo más lejos posible de casa, estar de viaje. Y ello una y otra vez como símbolo de un sentimiento vital de derrelicción, de no pertenencia, de miedo a la cercanía y la vinculación. Y sin embargo sintiendo simultáneamente un hondo anhelo de todo eso.

¿Cómo son las biografías de hoy? “Antaño” - y los mayores de entre nosotros nos hemos criado todavía en esa tradición “de antaño” o bien en sus “huellas”- se sabía con bastante exactitud todo lo que sucedería a lo largo de la vida. Que un matrimonio pudiera fracasar era algo que apenas se tenía en cuenta. Para muchos el lugar en el que habían aprendido su oficio era también el lugar seguro del trabajo que realizarían durante toda su vida. Ciertamente los niños recibían menos atención de la que se les dispensa hoy, pero vivían en un espacio estable y seguro. Así pues no afloraba el miedo, por ejemplo, de ser abandonado por uno de los padres. La cultura de antaño era, en general, una cultura más cosmocéntrica. Los ciclos regulares de la vida, especialmente de la vida en la naturaleza, pero también de la vida de la tradición social y orientadora fijada de antemano, determinaban el ritmo fundamental de la gente y las comunidades.

Fue fundamentalmente en mi generación cuando se produjo ese pasaje de una situación de seguridades tradicionales a un mundo dinámico-inseguro. El entorno más bien aldeano y pueblerino del cual procedemos una gran parte de nosotros, cultivó las tradiciones durante más tiempo que en el caso de las grandes ciudades.

Frente a ese mundo que adhería a tradiciones, nuestra cultura actual es una cultura del hombre libre y de sus proyectos y obras, del hombre demasiado (?) libre, del hombre desarraigado; una cultura antropocéntrica y, con ello, una cultura de lo histórico. De muchas maneras experimentamos - en nosotros mismos y en las personas ligadas a nosotros -, que ya no existen más aquellos caminos “derechos”; que se podría hablar de que hacen falta muchos caminos “falsos”: caminos de exploración de los que no siempre se obtienen resultados útiles. Rodeos. Cambios frecuentes de domicilio, de lugar de trabajo. Hacer permanentemente cursos de perfeccionamiento para poder seguir compitiendo, para no estancarse. En tales situaciones experimentamos lo frágil y azaroso de nuestro proyecto de vida. Y con ello también la tentación de experimentar alguna vez algo totalmente distinto.

Advertimos con claridad cómo la sociedad y también la Iglesia abandonan cada vez más la orilla antigua y están en camino de la nueva, o bien ya han arribado a ella. ¿En qué medida hemos llegado ya a ella? ¿Hasta qué punto nos hemos establecido íntimamente en ella? Desplegar allí la importante tarea de hacer habitable esas nuevas tierras…y reconocer también los peligros que existen en ellas, aprender de tales peligros y superarlos.

Nuestro Dios, el Dios cristiano, habrá de ser entonces mucho más un Dios de la historia y de la vida que un Dios de la naturaleza y de los órdenes perpetuos. Es el Dios de las Sagradas Escrituras, el que se manifiesta una y otra vez de manera sorprendente. Así pues se plantea la cuestión candente de cómo reconocerlo. Hoy podemos y tenemos que descubrir a Dios con mayor radicalidad aún de lo que era habitual en generaciones anteriores. Y con ello tenemos también la posibilidad de hallar al Dios típicamente bíblico, una posibilidad mayor de la que tenían las generaciones precedentes.

4. Dificultades. En todas las épocas no fue fácil creer en la Divina Providencia en medio de tantas contradicciones y del sufrimiento humano de personas y pueblos enteros que clamaban cielo. No obstante esa fe se mantuvo siempre firme en el “pueblo” cristiano. Por decirlo así, la gente no se animaba a negarla. Se era capaz de aceptar y someterse. Muy a menudo se la concebía como castigo y se decía entonces que era un castigo justo; o bien se hallaba consolación pensando en la vida eterna. No se hacía crítica alguna a Dios. Con el advenimiento de la cosmovisión antropocéntrica se comenzó a poner en tela de juicio y negar la providencia concreta de Dios no sólo en ocasión del sufrimiento, sino que se descartó radicalmente su influjo sobre el destino de los hombres (deísmo). El siguiente testimonio de D. F. Strauss nos introduce en la época en la que tuvo lugar este fenómeno:

“La desaparición de la fe en la Divina Providencia es parte de las pérdidas más notorias ligadas al abandono de la fe cristiana. El hombre se ve indefenso y desvalido, colocado dentro de la tremenda maquinaria del mundo con sus engranajes que giran sin cesar, con sus pesados martillos y pisones que machacan con ruido ensordecedor. Sufre minuto a minuto la amenaza de ser triturado por uno de dichos martillos o pisones. Ese sentimiento de estar librado al azar es realmente espantoso. No nos hagamos ilusiones: nuestros deseos no cambian la realidad, nuestra razón nos indica que existe tal maquinaria”.10 En la medida en que el ser humano toma conciencia de sí mismo, ya no acepta sin más ni más una tal teoría, y lo fundamenta también desde la filosofía y teología.

Por naturaleza un proceso de estas características se decanta sólo de modo lento e irregular. En el pueblo fiel, la fe en la providencia especial de Dios continúa siendo el cimiento más profundo. El P. Kentenich lo toma en consideración y construye sobre él. No obstante percibe que ya hay cosas que se han “desgranado”, se han perdido. Así lo apreciamos claramente en el siguiente testimonio de 1955. Allí habla de “retractaciones”, de “cambios de opinión”:

A la agobiante inseguridad de la situación se agrega hoy - como ya lo señalé - el atormentador aislamiento en que se ve quien cree en la Divina Providencia. Me refiero a la situación de creciente descristianización de la sociedad. Consecuencia de esa descristianización es la fuerte disolución y desaparición de la fe práctica en la Divina Providencia en todos los ámbitos cristianos, a lo largo y ancho del mundo. Por eso en el mundo de hoy los auténticos creyentes en la Divina Providencia se han convertido en ermitaños, en el pleno sentido del término. Descuellan, solitarios, en medio de su entorno. Sus contemporáneos prácticamente no los entienden. El mundo que los rodea muchas veces es para ellos un libro cerrado con siete sellos y, a veces, una especie de infierno. Las contradicciones entre ambos mundos son como fosos, hondos como abismos. Quien no vea con claridad este estado de cosas, se engañará a la hora de juzgar la situación del mundo en cuanto al espíritu y las ideas reinantes en él. Y sin saberlo ni quererlo, estará haciendo una política de avestruz y su actividad a la larga no reportará fruto alguno…

Si tuviera que escribir ahora mis “confesiones”, tendría que introducir un capítulo titulado: “retractationes”, vale decir, retractaciones, cambios de opinión. Su contenido principal sería el diagnóstico sobre esta época desde el punto de vista de la fe práctica en la Divina Providencia. Lo que yo antaño decía y enseñaba sobre este tema ha perdido hoy su vigencia. Lo que no quiere decir que el diagnóstico hecho por entonces no fuera el adecuado para aquellos tiempos. De ninguna manera. Por entonces la situación imperante era efectivamente tal cual yo la veía y exponía. Pero entre tanto se ha producido un cambio radical. Y ello aconteció en pocos años y de una manera difícil de entender.

Por entonces yo enseñaba que la sustancia religiosa de los pueblos cristianos se había condensado prácticamente en la fe en la Divina Providencia. Y ello a modo de una fortaleza inexpugnable, segura, bien resguardada. De ahí que una de las tareas más importantes de la pastoral fuese el cultivo cuidadoso de ese sumo bien. Sobre esta base puse de relieve tanto el mensaje schoen-stattiano de la fe práctica en la Divina Providencia como también - enfáticamente - la gracia especial de peregrinación del mismo nombre. Y ambas cosas a la luz de la gran misión que tiene Schoenstatt para la época.

Pero hoy debemos decir que eso era así en el pasado… Hoy en muy breves espacios de tiempo tienen lugar derrumbes y catástrofes que por lo común necesitaban siglos para consumarse. Colapsos y calamidades que de un día para otro afectan a todo el mundo, resquebrajando costumbres y estado de cosas tradicionales. Reitero que quien no tenga conciencia de ello, quien no lo tome en consideración, hablará en el vacío y no debe esperar eco positivo alguno.11

No obstante, en años posteriores el P. Kentenich hablará de la importancia del punto de enlace de la fe práctica en la Divina Providencia, vale decir, de la experiencia de Dios, del “rastreo”. Ahora bien, una y otra vez resulta difícil seguir al P. Kentenich en sus declaraciones a menudo muy contradictorias. Pero a pesar de ello hay que contar con que ambos puntos de vista son correctos. Porque precisamente la realidad misma es muy contradictoria. Así pues me animo a decir que el texto aducido aquí es el más orientador, y que nuestras Iglesias deberían esforzarse en transmitir no tanto conocimiento dogmático o ética, sino justamente el anuncio del Dios de la vida, del Dios que se presenta en este tomo. Muchas veces la gente se asombra cuando se les habla del Dios de la vida. Y dice: “Pero yo también tengo esa fe…”

Pero también el hecho de que esa fe en la Divina Providencia vive aún en lo más profundo del creyente. Si preguntan a la gente que de alguna manera se ha mantenido cristiana, o bien a los que siguen siendo totalmente cristianos, constatarán siempre la misma realidad: La sustancia esencial de la fe se ha proyectado siempre y sigue proyectándose también hoy, como fe en la Divina Providencia. Basta observar la vida.12

5. Misión del cristianismo de hoy. Cuanto más percibe el P. Kentenich las dificultades, tanto más siente y reconoce que allí está la misión central del cristianismo de hoy. Él mismo con su Movimiento se sabe llamado especialmente a esa labor. De ahí que la “fe práctica en la Divina Providencia” represente algo así como el fundamento, patrón o guión de su pensamiento y acción. En 1944, y en el infierno de un campo de concentración, escribe lo siguiente:

Pareciera que Dios nos ha llamado a acoger, por entero y de manera ejemplar, las fuerzas fundamentales del cristianismo y hacerlas cimiento de nuestra vida y aspiraciones, a fin de que vuelvan a ser, más y más, patrimonio común de toda la cristiandad. Y parte de esas fuerzas fundamentales son, en primer lugar, la fe en la Divina Providencia y la fe en la misión capaces de asumir el mundo y la vida. Ambas reciben hoy, diariamente, nueva alimentación, y nos alegramos de corazón por todas estas confirmaciones que Dios nos ha dado en los últimos años a través de la historia de nuestra Familia, cuajada de vicisitudes. Dios fue quien utilizó a nuestros enemigos para ayudar a nuestra Familia a obtener una victoria patente. Por eso nuestro sentido para la fe jamás se cansará de captar todas las manifestaciones, pequeñas y grandes, de la guías y providencias divinas, de atenerse a ellas y meditarlas. Dios es un Dios de fidelidad, y no romperá la Alianza de Amor que sellara con nosotros hace treinta años. Por nuestra parte, basta esforzarnos continuamente por guardarle la misma fidelidad, con fe y docilidad. Por esa vía nuestra historia se convertirá, más de lo que lo ha sido hasta ahora, en una incomparable y grande marcha triunfal del poder, bondad y fidelidad divinos.13

6. Teología del Dios de la vida. El P. Kentenich opina asimismo que en este punto la teología tiene aún una importante tarea por delante. Una y otra vez señaló la necesidad de que surgiera “una teología que considerase como su tarea fundamental anunciar la Divina Providencia de manera teológicamente exacta y en aplicación a la historia de la época y del mundo, y no en último lugar a la historia de nuestra Familia”. A continuación esbozaré algunos aspectos clave de dicha teología. Cf. también la bibliografía.

a. Perspectiva de la teología de la creación: Dios es omnipresente y actúa en todas partes. Permanente acción creadora de Dios. El credo del deísmo dice que Dios creó sólo al principio. Y ésa es también una muy difundida opinión entre cristianos. Dios se halla como creador al comienzo de una cadena de causalidades. Esta visión de las cosas parte de la premisa de que todo tiene una causa y de que debe haber una primerísima causa ubicada en el tiempo. Tal argumento reviste una cierta evidencia y se recurre mucho a él. Por cierto es correcto, pero una tal interpretación no permite ciertamente ver a Dios en todo.

Para poder ver a Dios en todo hemos de entender la creación de Dios como algo más continuo. En todo momento Dios crea todo de la nada y lo sostiene y a la vez lo desarrolla. Dios está en todo y por encima de todo. En su discurso en el ágora de Atenas, san Pablo (Hch 17, 28), citando a un filósofo, dice que en Dios vivimos, nos movemos y somos. Y a la pregunta: ¿Dónde está Dios?, respondemos: “Está en todas partes”.

Aquí tiene también su lugar la fe cristiana en la Divina Providencia. Hasta hoy, en los libros doctrinales clásicos de la dogmática, la doctrina de la Divina Providencia se halla en el tratado sobre la creación. Y también ocurre así en el catecismo para adultos de las diócesis alemanas.

La creación es rastro e imagen de Dios. Desde la época de los Padres de la Iglesia, Dios es visto como arquetipo de la creación y, en el lenguaje filosófico-teológico, como su causa ejemplar. De ahí también la expresión “ejemplarismo cristiano”. Telón de fondo son los versículos del Génesis: “Y dijo Dios: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra… Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó” (Gn 1, 26.a.27). Se afirma pues una similitud entre la creación y Dios, si bien naturalmente en distintos grados.

En su acción Dios se vale de causas segundas. En relación con su creación, Dios actúa siempre mediante causas segundas. A la hora de las acciones de Dios, es importante ver a tales causas segundas de tal modo que su valor propio no sólo se mantenga sino que incluso se fortalezca en virtud de la creación permanente de Dios. Dios las crea como causas; son causas auténticas. Dios es la causa de todo, pero no la única. Es causa de tal manera que crea causas que actúan libremente y mantiene dichas causas continuamente (prosigue creándolas) en su ser, un ser que actúa por sí mismo y en libertad. Esto vale para las leyes naturales y especialmente para el libre albedrío del ser humano.

Dios está en todas partes. No sólo es una causa entre otras. No es el “tapagujeros” a quien se encuentra sobre todo o incluso sólo en lo desconocido, en lo no-podido. En el transcurso de la Modernidad Dios es desalojado cada vez más de áreas en las que permanecía porque no se habían descubierto todavía las leyes de las ciencias experimentales y el hombre no tenía aún suficiente conciencia de sus fuerzas y responsabilidad.

Este proceso no ha finalizado hoy. Sobre todo en el plano de la religiosidad común se está dispuesto enseguida, para afirmar la existencia y acción de Dios, a argumentar señalando que faltan conocimientos, que existen imposibilidades fundamentales de conocimiento en determinadas áreas en las que el ser humano experimenta su incapacidad y desvalimiento.

Inmanencia y trascendencia de Dios. Dios está por encima de todo. A eso lo llamamos trascendencia de Dios. Dios está también en todo: realidad que se designa con el concepto “inmanencia”. También siendo inmanente, Dios es trascendente. Y como Dios trascendente, es inmanente. Ambas cosas han de ser contempladas como simultáneas. Caso contrario, la trascendencia se convierte en algo que está más allá de la creación, y Dios no tendría entonces contacto con ella, porque entonces “se ensuciaría”, como dice Aristóteles en referencia al “primer motor”. Si por el contrario se lo ve unilateralmente como inmanente, entonces esa visión puede confundirse con panteísmo.

Esto no significa que no existan diferentes plasmaciones en cuanto a las experiencias concretas de la realidad trascendente-inmanente. Y así en las corrientes de espiritualidad a menudo se detecta una fuerte proclividad a la acentuación de la inmanencia de Dios. Por el contrario, la teología de hoy acentúa muy fuertemente la trascendencia de Dios.

Importante es también la correcta interpretación de la afirmación de que Dios es el Otro, el totalmente Otro. Pero si su otredad es interpretada unilateralmente como lejanía, inaccesibilidad e incomprensibilidad, la teología adquiere una gran cuota de agnosticismo. Ciertamente Dios es misterioso y por último ningún ser humano puede comprenderlo. Es parte de su esencia. Y en ciertas situaciones eso es experimentado con singular intensidad. Los esfuerzos humanos por comprender a Dios son siempre sólo aproximaciones. Pero realmente lo son.

Dios es un Dios cercano; también, y quizás más, justamente cuando no lo entendemos. Dios no sólo es el totalmente Otro en el sentido de su trascendencia, sino además en el sentido de su inmanencia. Él está cercano a nosotros también de manera distinta de la que nosotros podemos concebir tal cercanía. Más cerca de nosotros de lo que nosotros lo estamos de nosotros mismos (san Agustín). Así pues no es el totalmente otro en el sentido de su lejanía e incomprensibilidad, sino también de su proximidad, familiaridad e inmanencia.

Hallar a Dios en todo. Buscarlo y hallarlo en todo, tanto en las personas como en las cosas y acontecimientos: Así nos lo recuerda san Ignacio de Loyola. El P. Kentenich, a su vez, habla de vinculación “profética” a las cosas, al trabajo y al prójimo. Vale decir que todas las cosas y hombres son profetas, ángeles y mensajeros de Dios.

La creación, los hombres, los animales, las plantas y la materia transparentan a Dios. La creación transparenta a Dios. Por eso el ser humano puede hablar de Dios y darle nombres. Según san Agustín, el hombre puede incluso hablar de la Trinidad. Ciertamente se trata siempre de comparaciones lejanas. Sin embargo alcanzan la realidad que designan. Más allá de su valor propio, todo lo creado es como una ventana que, si bien pone límites al espacio, a la vez lo amplía porque permite mirar hacia afuera a través de ella.

b. Perspectiva de la teología de la gracia: Dios se manifiesta en lugares concretos. Dios está presente y operante en todas partes. Sin embargo la Sagrada Escritura nos pinta también otra imagen de Dios. Naturalmente para ella Dios es también el Dios presente y operante en todo. Pero es experimentado mucho más como un Dios que se manifiesta y actúa concretamente en la historia. Dios sale de sí. Hay puntos signados especialmente por Dios. Por cierto la acción de Dios en el campo de histórico se lleva a cabo también mediante causas segundas. Pero determinados puntos son elegidos, nombrados y elevados de manera especial: lugares, acontecimientos, personas. Sentimientos, ideas, en medio de la realidad contemplada en general como creación de Dios. Determinados puntos pasan a ser lugares de una intervención personal de Dios, sin que ellos cesen de ser creación de Dios en general y en sentido causal. La teología tradicional habla aquí de una “providencia especial" y "una providencia muy especial”, a diferencia de la “providencia general” del orden de la creación.

Aquí se revela el Dios-para mí, el Dios-aquí. Dios actúa y habla, ha actuado y hablado “ahora”, “por entonces”, “aquí”, “hoy”. Se puede establecer fecha y lugar. Así pues podemos hablar de una estructura puntual de la acción de Dios y observar centros de su actividad, en torno de los que todo gira y desde donde todo cobra finalmente su sentido.

Pero con ello se plantea la pregunta de por qué esto es así y no de otra manera. Aquí el ser humano puede y tiene que creer - no propiamente saber-, que Dios efectivamente puede ser experimentado de modo rigurosamente concreto, individual, subjetivo, porque él efectivamente se conduce así.

En este punto la espiritualidad del P. Kentenich coloca un claro acento. A menudo recurre a una expresión de san Agustín, “nutus Dei”, saludos o indicaciones de Dios. Dios me saluda, me hace una indicación, se hace notar, me asegura su presencia y su interés. Consuela, anima, amonesta, recuerda. Se trata de acontecimientos exteriores, pero a la vez se trata también, y en lo más profundo, de una experiencia interior de tales acontecimientos en los que Dios se brinda muy personalmente y sale de sí mismo.

La respuesta del ser humano es la gratitud, alegría, confianza, paz, súplica, y también arrepentimiento. Se trata del proceso muy simple de la mutua toma de contacto y no ante todo de comportamiento ético ni tampoco inspiración para decisiones pendientes.

Libertad. En este punto se pone de manifiesto la libertad del ser humano de una manera aún más radical de lo que ocurre en el caso del “Dios de todo el ser” que crea permanentemente al hombre como causa segunda libre y que se revela (indirecta-veladamente) en lo que ha creado. Dios se conduce, por decirlo así, “a modo de causa segunda”, como una causa segunda entre otras. Dios participa de la limitación y “desvalimiento” de la causa segunda. El hombre puede decirle “no” o “sí” a Dios. Más aún, Dios se adecua incluso a la libertad del ser humano. No sólo Dios, sino también el hombre es libre e inderivable en su acción; no es simplemente parte de un proceso.

Punto de vista cristológico y pneumatológico. Esta visión del hombre específicamente bíblico-histórica de la comunicación de Dios y de su experiencia, tiene su fundamento último en la autocomunicación de Dios en su encarnación en Jesucristo por el Espíritu Santo.

Algo similar acontece en los sacramentos, especialmente en la eucaristía. Las formas consagradas del pan y del vino siguen siendo pan y vino, pero a la vez cesan de serlo. Pasan a ser presencia de Cristo Resucitado. Puntos signados especialmente por Dios. Análogamente se habla también de una sacramentalidad del momento.

Según esta visión de las cosas, existen determinados puntos que han sido signados especialmente por Dios, similarmente a como ha sido signada especialmente por Dios la naturaleza humana de Jesucristo. Como lo hizo en Jesucristo, así se mezcla Dios entre los hombres, se hace uno de ellos. En tales puntos el ser humano se encuentra directamente con Dios, y Dios trata directamente con el hombre, indirecta-directamente.

Este tipo de encuentro está contemplado en los tratados teológicos clásicos sobre la doctrina de la gracia. Mediante la gracia participamos de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4). Y por ende, de la vida intertrinitaria de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por esa vía el hombre es “divinizado”, tal como se lo formula desde tiempos de los Padres de la Iglesia. Esto es lo que la teología clásica designa como amistad con Dios, filialidad ante Dios y gracia santificante.

En la práctica tal realidad significa que también las actividades del ser humano, no sólo su ser sino también su pensamiento, amor y acción pueden ser signados directamente por Dios. Pero siempre como libre don de Dios, vale decir, por gracia. Y no sólo por la condición humana de ser creatura. Dicho en el lenguaje de esta aportación: por el hecho de que Dios se vuelve hacia el hombre en puntos sucesivos y sorprendentes. Ciertamente también aquí el encuentro con Dios está mediado por la creación (“causa segunda”). Pero a la vez se produce en algunos de esos puntos una inmediatez en el contacto con Dios que es expresión de la participación directa en la vida divina.

La doctrina cristiana de la gracia supo siempre del carácter histórico de la autocomunicación concreta de Dios. Así lo reconoce en la doctrina de la gracia actual que es regalada y experimentada como

gracia externa o

gracia interna,

como don libre e inmerecido de Dios.

En este sentido, desde el punto de vista teológico, el trato con el Dios de la historia y de la vida pertenece más a la doctrina de la gracia que a la de la creación. Esta última puede contribuir a renovar la doctrina de la gracia y personalizarla con mayor nitidez. Porque en muchos aspectos la gracia ha sido conceptualizada en exceso.

Unidad de comunicación indirecta y directa de Dios. Vale decir, podemos discernir, por una parte, la experiencia del Dios que se comunica concreta y directamente y, por otra, la experiencia del Dios que se comunica indirectamente, si bien es un Dios omnipresente y que opera en todo. Discernir no significa naturalmente separar. Tal como no se puede separar la gracia de la naturaleza. ¿Dónde estaría la gracia entonces? La realidad es sólo una.

Podríamos hacer la comparación con la vida en una gran urbe. En ella se ha provisto de todo (agua, corriente eléctrica, orden, escuela…). Pero el ciudadano no tiene una vinculación personal con las personas que están detrás de todo eso. Pero todo cobra un valor muy distinto cuando se establece un contacto personal o amistad con tales personas, o quizás incluso con el responsable último de dichos servicios.

Algo similar acontece respecto de la relación con la cantidad de personas con que tratamos en la vida cotidiana. Cuando se genera amistad con una persona concreta, o bien dos se enamoran, una tal relación discurre ciertamente por el cauce de leyes psicológicas de validez general. Pero no obstante es algo único. Por último se podría citar el ejemplo del papel. El papel cobra su sentido y dignidad por lo que se escribe en él. Pero a la vez no deja de ser papel.

La dimensión histórica en la teología. Con lo dicho queda caracterizado el punto a partir del cual puede desarrollarse el programa de una dimensión histórico-salvífica que es reclamada por muchos sectores.

c. Perspectiva antropológico-psicológica. Ese hablar de Dios tiene lugar -en definitiva y propiamente- en el espacio interno del espíritu y del alma del ser humano, aun cuando los procesos de vida del alma estén mediados por acontecimientos externos. No el sol como tal habla de Dios, sino la experiencia del sol, para mencionar un ejemplo.

Dios emplea las facultades del alma para manifestarse a través de ellas y en ellas: pensamiento, voluntad, imaginación, afectividad, recuerdos. Éstos no son lisa y llanamente idénticos con el habla de Dios. En ellos, en cada uno de ellos, Dios se hace presente en ese sentido “especial” expuesto más arriba, y “habla”.

No se trata sólo de la afirmación ontológico-teológica de que Dios habita en el alma y de que el hombre es templo de Dios. Dada por supuesta esta realidad, Dios actúa y habla en el interior del ser humano y se hace entender.

¿Dónde encuentro rastros de Dios en el alma? ¿Cuáles de los pensamientos o sentimientos del alma son voces de Dios en sentido estricto?

Subjetividad. La acentuación de lo interior nos refiere al ámbito de lo subjetivo y personal, al campo de las “declaraciones dirigidas a mí”. Si tengo que rendir cuenta teológica sobre mi interpretación del Dios de la vida y de la historia, un importante aspecto de tal interpretación será la puesta de relieve y la legitimación de la subjetividad.

Labor de discernimiento. Naturalmente se plantea la pregunta: ¿Qué hay de real manifestación de Dios en ello? ¿Qué es ideología, autoengaño, utilización de Dios para intenciones egoístas, para adquirir poder? ¿Usar en vano el nombre de Dios? ¿Cuándo se usa en vano la palabra “Dios”?

Hemos de tener siempre en claro que no podemos adquirir un conocimiento “químicamente puro” de Dios. Tampoco “objetivamente” como algo que está “arriba” o “afuera” o “ya dado”. Se entremezclan, necesariamente, cosas subjetivo-psicológico-humanas y objetivo-divinas.

Se trata pues de percibir y discernir la voz de Dios entre las voces interiores (y exteriores que han sido elaboradas interiormente). Esa voz de Dios no está junto a las otras voces. La voz de Dios se deja escuchar también en constantes y mociones del alma, y en ese sentido es transmitida por causas segundas. Sin embargo se presenta también como una voz especial, divina. Por lo tanto hay que realizar una labor de discernimiento de cuatro pasos.

Una labor psicológica: ¿Qué es simple idea peregrina o qué proviene de la totalidad del ser humano, tal como se expresa esa totalidad en el alma? ¿Qué es lo coherente?

Una ético-dogmática. Yo la designaría como “reserva moral-dogmática”. Lo motivado por el alma no debe contradecir las leyes éticas y la doctrina de fe de la Iglesia que rigen para todos. La conciencia tiene que dejarse normar. Y en este punto no se excluye conflictos de conciencia.

Una religiosa. Hoy esta labor resulta particularmente importante, en tiempos en los que se aprecia una variada influencia de pensamiento religioso de tinte irracional. Y es asimismo importante en relación con la imagen de Dios que se tiene. Una imagen de Dios signada por la angustia, por ejemplo, deformará la voz de Dios tanto como una imagen de Dios demasiado humana que no permita ningún desafío o exigencia de parte de Dios.

Y en cuarto lugar, una específicamente creyente. ¿Cuál es el punto donde puedo decir: “Esto puedo hacerlo, quiero hacerlo, me siento obligado a ello, me infunde alegría, me tranquiliza; si no lo hiciera me lo reprocharía después, por no haber obedecido a Dios, acatado su voz”? En medio de todo lo que aflora en el alma, incluso entre las diferentes voces ligadas a lo religioso, hay que escuchar la verdadera voz de Dios.

Se trata por último de un progresar en una relación más directa con Dios, en la que la acción de Dios en puntos particulares, realizada a través de causas segundas, es puesta al servicio de su comunicación directa.

Dios puede también quebrantar lo que para el alma y la religión sería “coherente” e imponer y decir cosas que me resulten difíciles, que provoquen rechazo en mí. Cosas a las que, a veces al cabo de un largo proceso, debo y puedo darles un “sí” de corazón; cosas que, de no hacerlas, yo acabaría por considerarlo una infidelidad de mi parte. E igualmente Dios puede quebrantar lo que no sea “coherente” para el alma.

Aquí se trata, una y otra vez, de delimitar lo que llamamos ideología. Se puede lisa y llanamente dejar pasar de largo al Dios que se anuncia en el alma, no abrirle la puerta, porque se lo interpreta de manera excesivamente psicológica, vale decir, se teme demasiado que eso sea sólo ideología.

Permanente purificación del corazón. Se necesita una “purificación del corazón” a lo largo de toda la vida, tal como lo plantea la tradición espiritual del cristianismo.

La fe como audacia en la interpretación. La fe pasa a ser audacia: Por último tengo que creer en mis interpretaciones, decidirme por ellas. La audacia de la fe es audacia de la interpretación. Esa fe es decisión, “salto”, expresión de la voluntad. Pero no es algo unilateralmente irracional. Es suprarracional, se implanta en la totalidad irracional-racional del ser humano, y surge de esa totalidad. Aquí hay que utilizar las categorías de libertad, de lo existencial y de lo histórico-concreto.

Detrás de las interpretaciones del creyente está Dios que alivia al hombre, que puede integrar a su “plan” incluso interpretaciones erróneas, y escribir así derecho por renglones torcidos. Lamentablemente esto no siempre es fácilmente reconocible.

El encuentro del hombre con Dios en la eternidad consistirá, no por último, en repasar los caminos de Dios en nuestra historia y comprender su sentido.

7. Aprender a percibir la voz de Dios y diferenciarla de otras voces. Esto significa

“Aprender a diferenciar espíritu humano de espíritu divino; palabra humana de palabra divina.”14 La tradición y también el P. Kentenich mencionan al diablo como tercer factor.

Comunicación directa de Dios. En la experiencia de Dios, Dios me habla por último directamente. Que Dios me hable muy directamente es algo que acontece en el campo de la piedad personal. Al hecho de que Dios se haya hecho presente, que Dios me tenga en cuenta, respondo con gratitud, súplica, alabanza, alegría.

Comunicación indirecta de Dios. En relación con la vida (pastoral) cotidiana, no pensaré enseguida que Dios me haya hablado directamente en cosas concretas que hay que discernir. Más bien me detendré el mayor tiempo posible en el análisis de las causas segundas. Dios no es una causa mundana entre otras que me exima de la reflexión personal. Esto es algo que justamente acentúa la espiritualidad de Schoenstatt.

Y esto significa también ser fiel a mis propias opiniones, convicciones y decisiones, sin forzar demasiado a Dios. Vale decir, hablar en mi propio nombre y no en nombre de Dios. Para mis adentros puedo confiar ciertamente en que Dios así lo quiere y fundarme en esa fe. Pero tengo que esperar la confirmación de que realmente es así. Hasta que eso ocurra, estaré pendiente, atento. El 18 de octubre de 1914 José Kentenich estaba convencido de que Dios le había hablado. Pero dice “es como si Dios dijese”. Y actuó en consonancia con esa fe. Pero no habló de ello porque primero quiso obtener la correspondiente seguridad. Al cabo de cinco años le resultó claro que había sido así. Habló entonces de “resultante creadora”, concepto que el P. Kentenich siempre formulaba como ley particular, junto con la ley de la puerta abierta. No todas las decisiones son de tal envergadura. Y por eso eventualmente necesitan de menos confirmaciones. Pero la apertura radical a una confirmación posterior de lo que en un primer momento se hubo aceptado hipotéticamente, permite mayor margen de juego que en el caso de introducir la palabra “Dios” con excesiva rapidez. Porque entonces todo se hace demasiado absoluto. El peligro de confundir la opinión personal con la de Dios es demasiado grande. Aquí hay que tener muy presente el concepto de “sobriedad, austeridad” que el P. Kentenich adjunta al de “fe práctica en la Divina Providencia”.

Discernimiento. ¿Cuándo está Dios directamente en juego? ¿Cuáles son los criterios de discernimiento? Para el hombre realmente religioso Dios está detrás de todo. Pero… ¿cuándo acontece esto de modo directo y no sólo indirecto?

Por último se trata siempre de lo que tiene lugar en el fuero íntimo del ser humano. Más allá de la importancia que revistan los acontecimientos y hechos exteriores, en definitiva compete a la libertad y necesidad del hombre interpretarlos adecuadamente. Y en este punto cobra vigencia un elemento decididamente subjetivo. Porque por último la pregunta que se plantea es la siguiente: ¿Cómo diferencio en mi alma lo que es moción de Dios de lo que proviene de mí mismo? Puntos de vista tradicionales mencionaban al diablo como tercera fuerza. Vale decir, eventualmente en mi alma pueda hacerse perceptible la influencia de un espíritu maligno que puede presentarse incluso bajo el ropaje de lo bueno.

Criterios. Paso a mencionar brevemente algunos criterios importantes a la hora de juzgar si las “voces del alma” (tal el término empleado por el P. Kentenich) son correctas, verdaderas, si son queridas por Dios. En este sentido suele hablarse de “discernimiento de los espíritus”, por el cual se investiga de qué espíritu procede una u otra moción del alma.

Fidelidad a sí mismo, autenticidad, consonancia consigo mismo. Una voz, una moción del alma es correcta, es querida por Dios, cuando al escuchar con atención al alma experimento que dicha voz es coherente, se adecua a mí, está a mi altura, es “mía”, sencillamente estoy seguro de que es correcto que sea así; y si al pensar en la posibilidad de no acatar esa voz siento que acabaría avergonzándome o reprochándome algo.

Continuidad con la vida que se está llevando hasta el momento. Otro criterio es la fidelidad a las decisiones y realizaciones llevadas a cabo hasta ese momento. Si estoy casado, el hecho de enamorarme de otra persona no avala la posibilidad de contraer un nuevo matrimonio.

Escuchar el centro y hondura personales. Siempre es importante discernir entre mi yo superficial y sus diferentes planos y profundidades. En tales casos el P. Kentenich habla de las “finas ramificaciones del alma”. Éstas son los ideales personales escritos en el alma.

Reflexionar. Es importante que reflexione y no me deje lisa y llanamente arrastrar por la espontaneidad. La reflexión genera un cierto “enfriamiento”, apaciguamiento y relativización. Al reflexionar comparo situaciones internas concretas con otras ya vividas y de las que he cosechado experiencias.

Hablar con otra persona. Particularmente provechoso es la conversación con otra persona. Desahogarse, exponer a otro las propias mociones interiores significa ponerlas delante de mí y contemplarlas con mayor objetividad. En realidad la tarea del interlocutor estriba sólo en escuchar. Descubriré entonces, por mí mismo y con la seguridad necesaria, qué es lo que hay que hacer.

Crisis. Tentación. A veces basta con tener presente categorías como crisis y “tentación”. Vale decir, que algo puede ser sencillamente una especie de prueba, un mal momento que hay que sobrellevar sin extraer consecuencias de él.

Criterio de realidad. Naturalmente un importante punto de vista es la realidad en la que vivo. Una tal realidad es, por ejemplo, la vocación o trabajo que se tiene. O simplemente mis obligaciones. Realidades son también los superiores, la familia, los hijos, el cónyuge, la madre enferma… Cuando se trataba de averiguar lo que Dios quería, para el P. Kentenich la máxima fue siempre: “Dios habla a través de las circunstancias”. Eventualmente el alma tendrá que volver a adaptarse a sus propias circunstancias. Porque no siempre le agrada la realidad que vive. De ahí que no se debe dar curso a esas voces de “liberación” que se escuchen en el alma. Aun cuando la realidad suscite una dolorosa resistencia en nosotros, esa realidad lleva en sí algo que aquieta, libera, algo que ordena al alma.

Reserva ética. Todo lo que dice el alma tiene que pasar, por decirlo así, por el tamiz de la ética que nos obliga a todos en general. La ética me dice lo que rige para todas las personas, y por lo tanto rige para mí también. En un determinado momento se lo puede olvidar. Entonces es bueno que desde afuera se le diga al alma “lo que es objetivamente correcto”. Aun cuando la adaptación al mandato ético resulte doloroso, el hombre ha de contar con que finalmente eso hace bien al alma, es congruente con ella. Las exigencias de la ley están ya “inscritas en nuestros corazones”.15

Examinarse ante Dios. Si reflexiono sobre una moción concreta del alma desde el punto de vista de que yo quiero cumplir la voluntad de Dios, entonces entra a tallar una instancia que examina al alma en cuanto a su pureza, generosidad y espíritu de sacrificio, exhortándola a dar lo mejor de sí, o en todo caso a no ser mezquina.

Escuchar la conciencia. La conciencia me dice lo que la ética exige y me advierte cuando no lo acato. Y me dice especialmente si tengo que pasar por encima de la aplicación normal de la ética haciéndome cargo de una aplicación personalísima, o cómo decidirme adecuadamente en un conflicto en torno de normas. Puede plantearse algo ine-ludible, inexorable, y la doctrina tradicional ha considerado siempre que en tales situaciones está operante la voz de Dios.

Mociones de la gracia. Los maestros de espiritualidad del pasado señalan que en el alma existen mociones que ciertamente pueden ser interpretadas psicológicamente pero que no pueden ser reducidas únicamente al plano psicológico. Porque proceden de manera particular de Dios, son mociones de su gracia, son mociones del alma operadas por el Espíritu. Lo que el P. Kentenich llama “voces del alma” es, en lo más hondo, idéntico a lo que en la tradición se conoce como “mociones de la gracia”. Tal moción de la gracia es de manera especial una iluminación del Espíritu Santo. Por último sólo es accesible para la fe. Más aún, para ello se necesita un peculiar “instinto de fe”, tal como lo formula el P. Kentenich con frecuencia.

Vocación. Algo similar se nos presente cuando se trata de seguir una vocación personal o camino personal. No se hace referencia aquí sólo a las grandes decisiones de la vida, sino a las “pequeñas” vocaciones o llamamientos que tienen lugar una y otra vez en el camino que una vez se emprendió.

Orar. Es importante también orar pidiendo iluminación. Y escuchar con atención lo que aflore en tal oración.

Audacia de la decisión. Tanto en grandes como en pequeñas cosas todo acatamiento de la voz divina en el alma supone una audacia. Es el precio de toda toma de conciencia y de los interrogantes concomitantes. He de asumir riesgos con audacia, ya que no tengo la plena seguridad. También en este punto la hondura del alma me confirmará que mi acción fue la correcta. Pero esto no excluye que a la vez existan algunas dudas.

Esta vez fue correcto; la próxima puedo volver a examinar el asunto. Si creo que Dios opera en mi vida - el Dios de la historia y de la vida -, puedo esperar entonces que una acción concreta que no me parezca correcta o se compruebe que es equivocada, tenga sin embargo un lugar en los planes de Dios. De tal modo que en esa oportunidad haber procedido así fue correcto, y en otra oportunidad puedo o debo hacer las cosas de otra manera.

Resultante creadora. La certeza de que una interpretación y acción fue la correcta se obtiene a menudo recién al cabo de cierto tiempo. Sobre todo en el caso de cuestiones importantes. En este contexto el P. Kentenich emplea el término “resultante creadora”.

Fruto del Espíritu. Desde el punto de vista bíblico, un criterio importante es el “fruto del Espíritu”. “El fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia” (Gal 5, 22).

Toda vida es única. Si bien se trata siempre de adecuarse a lo ya dado objetivamente y cumplir con los criterios correspondientes, no debe olvidarse que se está enfocando mi vida personal, personalísima. Por último ninguna persona ajena puede juzgarla. Incluso yo mismo debo dejar en manos de Dios la cuestión de si algo es o fue correcto. Sin embargo el camino del P. Kentenich nos alienta a creer en la rectitud de la propia vida y nos anima a ser personales y subjetivos. Se me permite no “delegarme” - por decirlo así - en nadie. Todo ser humano es la realización de un pensamiento muy original de Dios, es amado infinitamente por Dios, es objeto de la alegría de Dios.

Esto vale para mí mismo y también para los demás. También para mis colaboradores. Todos los criterios de reconocimiento de lo correcto enumerados en esta aportación se hallan bajo esta premisa.

A lo largo de toda la vida podemos y debemos no sólo aplicar una y otra vez los criterios mencionados, sino depurarlos de escorias, igualmente a lo largo de toda la vida. Escorias que nos dificultan o bien imposibilitan una cabal aplicación, porque arrastramos mucha falta de libertad, miedos, neurosis, rutinas, insuficiencias de nuestra educación y también, una y otra vez, el pecado. Hay que liberar el alma a lo largo de toda la vida para que se halle a sí misma. Anímate pues a ser tú mismo y serlo cada vez más. Pero eso no es posible sin audacia. Cada ser humano es, en lo más profundo, el único responsable de sí mismo.

“Fe práctica en la Divina Providencia sobria”. Cuando se trata de tomar decisiones no debo consultar a Dios como se consultaría, por decirlo así, un oráculo. Más bien se apunta a reflexionar con toda seriedad y abordar el asunto con sobriedad y practicidad. En el P. Kentenich aparece con extraordinaria frecuencia el término “sobrio” como atributo: Fe sobria y práctica en la Divina Providencia.

Sin embargo no siempre se trata de decisiones y resoluciones de gran envergadura. En tales casos puedo ser más generoso y espontáneo en cuanto a suponer que Dios se comunica conmigo, me saluda, me hace señas, me habla. Esto le infunde al todo un maravilloso aroma y despierta una gran alegría en la fe, hace a la religión interesante y viva. Por eso en caso de duda y en el caso normal, es mejor “exceso en lo bueno” que exceso de dudas atormentadoras.

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King Nº 7 El Dios de nuestra vida

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