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Alegróse Ciro de oír tales razones, que le parecieron muy oportunas, las encareció sobremanera, y mandó a sus guardias ejecutasen puntualmente lo que Creso le había indicado. Vuelto después a Creso, le dijo: —«Tus acciones y tus palabras se muestran dignas de un ánimo real; pídeme, pues, la gracia que quisieres, seguro de obtenerla al momento. —Yo, señor, respondió, te quedaré muy agradecido si me das tú permiso para que, regalando estos grillos al dios de los griegos, le pueda preguntar si le parece justo engañar a los que lo sirven, y burlarse de los que dedican ofrendas en su templo.» Ciro entonces quiso saber cuál era el motivo de sus quejas, y Creso le dio razón de sus designios, de la respuesta de los oráculos, y especialmente de sus magníficos regalos, y de que había hecho la guerra contra los persas inducido por predicciones lisonjeras; y volviendo a pedirle licencia para dar en rostro con sus desgracias al dios que las había causado, le dijo Ciro sonriéndose: —«Haz, Creso, lo que gustes, pues yo nada pienso negarte.» Con este permiso envió luego a Delfos algunos lidios, encargándoles pusiesen sus grillos en el umbral mismo del templo, y preguntasen a Apolo si no se avergonzaba de haberle inducido con sus oráculos a la guerra contra los persas, dándole a entender que con ella daría fin al imperio de Ciro; y que presentando después sus grillos como primicias de la guerra, le preguntasen también si los dioses griegos tenían por ley el ser desagradecidos.

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