Читать книгу Contingencias del lenguaje - Hernán Ferney Rodríguez García - Страница 12

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Dado que las actividades mentales se manifiestan a través del lenguaje, existe una clara necesidad de hablar, de comunicar, de transmitir en palabras. Empero, cuando hablamos del lenguaje del mal, dicha puesta en palabras no atiende un discurso lógico de verdad o falsedad, dado que simplemente se presenta como una correspondencia por asociación con la acción, se manifiesta en el silencio o en la omisión misma de la capacidad de pensar. En otras palabras, no resulta necesaria la complejidad misma de la gramática y la sintaxis del lenguaje humano, sino que aparece un juego de asociación entre el marco de referencia o de contexto, lo que es acometido y quien lo acomete; o se silencia toda opcionalidad del lenguaje; o se asume que el mal conlleva una ausencia del pensar que se contrarresta con la idea de que todo hombre como ser pensante se da a la tarea de comunicar sus pensamientos.

En ese sentido, valdría la pena distinguir si el mal se presenta en la soledad del individuo mismo con la aparición de su propia voz y, de ese modo, puede omitir la admisión de un oyente. Así también, qué sucede con la necesidad discursiva de la razón, a sabiendas, como afirma Kant (1991), de que esta no se adapta al aislamiento, sino a la comunicación. En últimas, es claro que el lenguaje del mal debe dotarse de un tipo de representación o alguna forma particular que ofrezca a la experiencia, más allá de un concepto, la posibilidad de figurárselo en nuevas formas de expresión y dejar de lado la idea de que los silencios son los más cercanos al lenguaje del mal.

Solo el hombre en su finitud y limitaciones es capaz de ser agente y enfrentarse con una experiencia del mal. El animal no puede hacerlo, y si lo hiciera, no cuenta con los códigos del lenguaje para expresarlo. De esta manera, si bien la relación existente entre el mal y el lenguaje aparece impensada, es necesario comprender y reivindicar la relación del mal con el hombre mediante los modos en que se expresa el lenguaje. No obstante, cabe advertir ciertos límites esenciales para el pensamiento que lo alejan en definitiva de toda determinación o formulación exacta, ya que las facultades de las que dispone el hombre siempre pueden ser puestas en tela de juicio.

El lugar de la negatividad como inversión de sentido1

El problema del lenguaje y el mal no podría postularse sin relacionarlo directamente con el lugar de lo negativo, ese espacio con el que se ha caracterizado la injusticia. En ese campo, el hombre se juega, en parte, la producción y el modelamiento de sus juicios, ya que estos pueden ser en sentido positivo o negativo (por cuanto suponen la exposición del mal). En dicha perspectiva, cabría entonces interrogarse por el lugar y la estructura misma de esa posibilidad de la negatividad, para así entrever por qué se convierte tanto en el factor constituyente como en el campo preferido para la enunciación del mal. Si la identificación del mal tiene que ver con la negatividad es porque se ha cosechado una serie de signos y estereotipos que corresponden a ciertas visiones reduccionistas y negativas con las cuales se trata de figurar en palabras la experiencia del pensar en el marco del mal.

Si existe la necesidad de la negatividad, es probable que sea propio remitirse a la instancia del discurso como un articulador del poder y la ideología, y asimismo, según dice Agamben (2008), intentar dar cuenta de la letra como negación y exclusión de la voz; es decir, hacer manifiesto eso del mal que se escribe, pero que no se dice. ¿Qué podría ser eso que, en la experiencia misma del acontecimiento del lenguaje, lleva a la negatividad o a hablar desde ella? ¿Dónde está el lenguaje del mal para que la tentativa de captar su lugar pueda advertir un poder nulificante? Habría que advertir que el lenguaje tiene un lugar que se capta en la instancia del discurso (sobre todo un discurso de poder)2. Allí la instancia de discurso se establece como un tener-lugar propio y se genera una relación existencial entre shifter y enunciación.

Podría ser un indicio que el mal, su lugar y su modo de ser enunciado debieran estar en el lugar de la negatividad. En aquel lugar se configuraría una relación existencial. Pareciera que se le ha dado un lugar al mal y a sus modos de ser indicado. La voz reafirma este lugar al dar cuenta de esa relación existencial. Según Agamben (2008), la voz profiere la posibilidad de identificación de la enunciación y la instancia del discurso, y, en línea con Benveniste (1966, 1979), así cobra sentido lo proferido, según la diversidad de las intenciones y de las situaciones en que se produce la enunciación.

El tratamiento de la voz debe ser parte de la acción (actio). La voz puede ser portadora de un significado desconocido, esto es, entenderse no como un mero sonido ni como una esfera de significado determinado, sino como portadora de un significado que responde a una intencionalidad y termina siendo enunciada en el plano de la negatividad. La voz se presenta en el marco de ese contexto con la pura intención de significar. Se presenta como un querer-decir que nace del yo profundo y pretende ser manifiesta. En ese algo que se enuncia, se da a entender, se muestra, sin que ello suponga aún la producción de un acontecimiento determinado por el significado.

Ahora, ¿experienciar el lenguaje del mal resulta posible? Tal vez este interrogante suponga, como sostiene Gadamer (2010), eso del asombro que deja estupefacto o que termina por producir una muda admiración. Según este autor, el mal se nos puede presentar como un fenómeno que nos deja sin habla. “Y nos falta el lenguaje ante algo justamente por ser tan evidente su excesiva grandeza, ante nuestra mirada cada vez más penetrante, para que las palabras puedan agotarlo” (p. 182). Posiblemente, si comprendiéramos esta idea, no estaríamos cayendo en ese absurdo dogmatismo en el que unos y otros se empeñan por buscar fundamentos, categorías y conceptos ante algo que no debería más que suscitar mudez. “Pero cuando alguien se queda sin habla, significa que ese alguien quisiera decir tanto que no sabe por dónde empezar” (p. 182).

Para Gadamer (2000), el mismo fracaso del lenguaje aparece cuando este demuestra su capacidad de buscar expresión para todo, un lenguaje con el que un individuo no agota su discurso, sino que lo inicia. Y, tal vez, el lenguaje del mal se presenta como una ocultación en eso no dicho por el lenguaje que el ser humano no es capaz de desocultar: “Nos basta observar nuestras propias experiencias para encontrar una serie de aparentes ejemplos en contra que muestran cómo el comprender mudo, silente, es el modo supremo e íntimo de comprensión” (p. 181).

Lo indecible del lenguaje y la propensión al mal

Comprender la negatividad del todo resulta una difícil tarea para la razón. En ese lugar, la ciencia de la lógica pierde sustento, desborda su sentido, pues habría que confrontar la experiencia del mal con lo indecible: aquello que no posee códigos suficientes para ser expresado, tratado o representado por el razonamiento finito del hombre. El lenguaje del mal es celoso sin que ello lo convierta en un misterio. Siguiendo a Hegel (1986), lo que en este caso se convierte en indecible para el lenguaje no sería otra cosa que el mismo querer-decir, pero que no puede ser expresado, dado que no encuentra el medio para hacerlo efectivo.

Esto no-dicho se convierte simplemente en un negativo y un universal que se concibe en sí, pero al no ser transmitido y puesto en el plano de lo formal, difícilmente asume el juicio de ser verdadero o falso. El contenido de la experiencia del mal no se corresponde con la inmediatez y tampoco atiende dobles significaciones: acaece el mal o no acaece. En ese sentido, se configura una certidumbre inmediata. Ahora, el problema se origina si la medida de juicio resulta ser la inmediatez de los sentidos, porque estos podrían generar interpretaciones ambiguas. Aquí el resultado supone una turbiedad, un problema para caracterizar con precisión el contenido mismo.

En el caso tan nombrado de Eichmann en Jerusalén (Arendt, 2006)3 podría generarse el siguiente cuestionamiento al que se refieren Cornman, Pappas y Lehrer (2012): ¿nos es posible advertir el lenguaje del mal simplemente como un modo de justificación?, ¿resulta posible justificar dicho lenguaje con este carácter? No fue un instinto diabólico, ni siquiera la estupidez, lo que hizo a Eichmann convertirse, según Arendt (2007, 2012), en uno de los mayores criminales de su tiempo. Así, este lenguaje considera tener un tránsito aparente a la acción que acaece, y no en el acto mismo del pensar: no aparece, no está, no es enunciado de la manera tradicional, afloran particulares, se obvia la gesticulación y se posiciona lo accionado. En la circunstancia descrita no habría necesidad de la reflexión; como apunta Arendt (2007), es la suma de la pura y simple irreflexión. Para Bilbeny (1995), este mal —profundizado desde la irreflexión— supone una vaciedad y falta de sentido radical, y es contrario a la pertenencia misma de una especie dotada, una especie que todo lo busca filtrar por el entendimiento.

Este entendido de subjetividad participa o en parte es posible debido a una inclinación. Esta inclinación va a ser definida por Kant (2001) como una propensión al mal existente en la naturaleza humana. Allí existe un apetito habitual concupiscente que forja un camino propicio para que sean moduladas la contingente humanidad y su relación directa con el mal, y que dota del espacio propicio para su desarrollo. Kant (1992) ha sido claro en sostener que el mal habita en el corazón humano, allí ha asentado su dominio. En esta disposición, el hombre ha hecho visible el dominio que ejerce el mal sobre sí.

El dominio del mal posibilita una desviación de las máximas y, con ello, reafirma su propensión justo por tres razones: a) la debilidad del corazón en el seguimiento de las máximas adoptadas, es decir, la fragilidad con que se nos presenta la naturaleza humana; b) la propensión a mezclar motivos impulsores inmorales con los morales, esto es, la impureza; c) la propensión a la adopción de máximas malas, es decir, la malignidad de la naturaleza humana o del corazón humano.

A decir verdad, el lenguaje del mal aparece como justificación respecto de las acciones injustas4. En el primer apartado de la fragilidad que refiere Kant aparece la influencia de la letra como cierta, pero a la vez difícil de sobrellevar en la práctica, lo que bien supondría ese estar contrario en la forma en que se comunica el mal. En otras palabras, la misma representación es sensata, y puede ser y existir como ley que, se supone, es asumida por el individuo. Sin embargo, en el plano más práctico, la acción no se corresponde, lo cual significa que el lenguaje lógico de actuación contiene un motivo impulsor superable que implicaría la existencia de un lenguaje distinto, es decir, la aparición del lenguaje del mal y sus formas de hacerse manifiesto.

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