Читать книгу Contingencias del lenguaje - Hernán Ferney Rodríguez García - Страница 8
ОглавлениеEl lenguaje, en sus generalidades comunicativas, puede definirse inicialmente como la combinación de palabras y métodos usados y entendidos por una comunidad. El lenguaje es universal y vital para la comunicación entre individuos y, a su vez, expresa los cambios en la cultura, pues en él se vive y solo a través suyo se logra metafóricamente vivir el significado y sentido de la vida y la existencia.
Sin embargo, el lenguaje requiere de un acercamiento teórico y práctico para comprender su alcance y significado en los cambios culturales y políticos de la cultura occidental. Tal acercamiento revela que el lenguaje posibilita una descripción y comprensión de los fenómenos de la realidad a través de la pregunta por su significado y sentido. Algunas de las preguntas endémicas al lenguaje mismo remontan ciertamente a preguntas filosóficas y a cuestiones de la filosofía del lenguaje: ¿qué hace que una palabra tenga sentido?, ¿cómo las palabras obtienen el significado que poseen?, ¿cómo entendemos un enunciado?, ¿cómo es posible que las palabras tengan acceso público a su significado?
Estas preguntas constituyen, sin lugar a dudas, una guía que permite acercarse a las cuestiones esenciales de los planteamientos del lenguaje y a las consecuencias que traen para comprender la realidad. No obstante, al ser preguntas perennes de la filosofía, sus respuestas son más que enunciados que dan acceso a la realidad. Desde luego, las respuestas a estas preguntas son constitutivas de la realidad; es decir, el significado y sentido de las respuestas construyen, elaboran y forman parte de la realidad.
Preguntarse por el significado y sentido del lenguaje sitúa el análisis en la metafísica y la epistemología, por cuanto aquel describe la esencia de las cosas en sí mismas y concede acceso a su entendimiento. Sin embargo, afirmar que el lenguaje, su sentido y significado son constitutivos de la realidad trae consigo ciertos problemas endémicos a su naturaleza y esencia. El primer problema o dificultad es la conexión entre lenguaje y pensamiento, que a su vez deriva en dificultades de este tipo: ¿qué es un pensamiento? (que, por definición, es privado y no se encuentra en el espacio público), ¿cómo es posible que una frase —un cordel de sonidos/gestos/marcas— pueda expresar un pensamiento?, ¿cómo es posible la comunicación? El segundo problema o dificultad atañe a la relación entre las palabras y las cosas, pues las cosas que están y son de acceso público requieren, para su comprensión, de un significado colectivo.
De este modo, una aproximación inicial a la filosofía del lenguaje aboca no solo a cuestiones propias de la filosofía —por cuanto él nos acerca a la realidad—, sino que además sitúa el horizonte en la ética y política como individuos privados y públicos: el lenguaje, su significado, su sentido y alcance intervienen, teorizan y hacen posible tal acción en la realidad. En este horizonte, el lenguaje de la diferencia que se explora en este ensayo cuestiona la posibilidad de reconocer la necesidad de que el lenguaje sea también parte de la transición filosófica1 que se vive actualmente: de modernidad a posmodernidad. El lenguaje de la diferencia contribuye a construir cambios sociales e interdisciplinares que a su vez requieren de metodologías filosóficas que deslegitimen, descentren y abandonen los grandes relatos (Lyotard) que preservan la idea de una verdad absoluta y universal bajo los preceptos de la razón como concepto universal.
Cuestiones preliminares
Estos alcances teóricos y prácticos de la filosofía del lenguaje se remontan a los primeros estudios realizados por Gottlob Frege (1848-1925) en lógica y matemática, de donde se deriva su preocupación por el lenguaje y por el impacto que este tiene sobre la significancia y comportamiento de aquellas frases que, por un lado, describen y nombran y, por otro, simplemente anuncian un contenido. Esta preocupación llevó a Frege a argumentar que los términos del lenguaje tienen sentido y denotación, es decir, que se requiere un mínimo de relaciones semánticas para explicar su significado o importancia.
En su texto “Sobre sentido y referencia”, Frege (1973) distingue entre el valor cognoscitivo y el valor veritativo de un enunciado o pensamiento, aun cuando ambos sean esenciales para el entendimiento. Empero, tal afirmación conlleva una incoherencia puesto que el valor cognoscitivo es distinto del sentido del enunciado; o sea, el pensamiento expresado en él no entra menos en consideración que su referencia, es decir, su valor veritativo. Para enfrentar tales dificultades, Frege se enfrentó Mill y a Husserl, pensadores que rechazaban todo conocimiento a priori, incluyendo el concepto de número, pues las leyes de la matemática se derivan deductivamente y las imágenes de los objetos que abstraemos son primeramente subjetivas y luego se objetivan.
Según Frege, tal abstracción —entendida como una dificultad endémica a la relación entre la trivialidad y la informatividad de un enunciado— es razón suficiente para diferenciar entre la referencia a una expresión y el sentido de esta, y al mismo tiempo para reconocer la diferencia entre dar información acerca del mundo y hacerlo frente al uso del lenguaje en este proceso. El uso del lenguaje es, entonces, la necesidad de reconocer el sentido de una expresión y su relación con el valor cognoscitivo.
Para suplir tal necesidad, Frege introduce la propiedad semántica de sentido. El sentido de una expresión supone un modo de presentación o un modo de determinación —por lo general intuitivo— de cómo el referente es presentado a quien habla. El sentido de una expresión es entonces el modo de presentación, que está obligatoriamente relacionado con la expresión que el hablante asocia para que pueda llegar a ser comprendido como entendimiento. En otras palabras, entender una expresión es comprender su sentido y, a la vez, reconocer que adquiere sentido porque este, de hecho, se ha establecido previamente. Los términos del lenguaje tienen sentido y lo denotan solo si las relaciones semánticas son requisitos mínimos para explicar su significado. Sin embargo, Frege distingue entre los diferentes sentidos de una expresión y las ideas. Esta distinción supera las diferencias lingüísticas desde el valor cognoscitivo y el valor veritativo, para situar el sentido en los espacios públicos y privados de la comunicación.
Ahora bien, surge el siguiente problema: uno de los avances simbólicos más importantes de Frege consiste en haber eliminado del lenguaje lógico de las matemáticas las nociones de sujeto y predicado propias del lenguaje natural. Frege reemplaza el par sujeto-predicado por el par argumento-función. Esta sustitución permite una explicación más precisa y amplía la cuantificación en el lenguaje, esto es, la formalización y, por tanto, la posibilidad de representar las relaciones lógicas entre frases a través de varios cuantificadores.
Dicho de otro modo, en el lenguaje natural —u ordinario— la fuerza afirmativa recae exclusivamente en los predicados, lo que a su vez reitera el significado del signo lingüístico desde una perspectiva referencialista. Lo anterior se expresa en la siguiente proposición de Frege (1973):
La forma lingüística de las ecuaciones es una oración afirmativa. Una oración de esta especie contiene como sentido un pensamiento —o pretende al menos contenerlo— y este pensamiento es en general verdadero o falso; es decir, tiene un valor de verdad que debe ser concebido como la denotación de la oración, tal como el número 4 es la denotación de la expresión “2+2” o como “Londres” es la denotación de la capital de Inglaterra. (p. 33)
En otras palabras, cuando el individuo asevera algo, es el predicado el que denota algo acerca del sujeto con tal rigurosidad que permite determinar la veracidad o falsedad de la proposición en relación con el mundo. Y es el verbo el que media y hace posible una comprensión del valor veritativo de lo que se afirma, convirtiendo la propiedad indicada por el predicado en verdad. Así, entonces, Frege (1973) introduce un nuevo simbolismo, una notación conceptual —un signo de aserción2— que se antepone a los signos proposicionales, lo que le permite “ser verdadera”. Asimismo, este filósofo-matemático introdujo su distinción “sentido-referencia”, a partir de la cual la noción de contenido juzgable de una expresión (una oración) quedó reemplazada por la idea de nombre complejo, y este último, por ser un nombre, tiene también tanto un sentido como una referencia. Precisamente, decir que una oración (nombre complejo) tiene tanto un sentido como una referencia es afirmar que posee un contenido juzgable.
Del anterior planteamiento derivan varias dificultades. Una de ellas es que no solo los nombres complejos tienen sentido y referencia, sino también las funciones y los nombres. Por consiguiente, el mero par ordenado “sentido-referencia” no basta para esclarecer lo que es el contenido juzgable, puesto que expresiones que carecen de él tienen igualmente ambos atributos. Esta manera de focalizar el análisis de las oraciones afirmativas en el lenguaje ordinario sin determinar sus dimensiones asertivas reconoce que una expresión está determinada por su función dentro de la proposición y, por ende, se ve privilegiada por el contexto configurado.
Es este el resultado de la respuesta que dio Gottlob Frege a una carta de Bertrand Russell donde explicaba la contradicción acerca de los predicados. Este último filósofo cuestionaba la veracidad de la expresión “un predicado es un predicado de sí mismo”, para así identificar la necesidad de evadir la paradoja a la que nos lleva el modo de determinación de un enunciado o el sentido de la expresión. Frege responde a Russell diciendo que de manera particular una noción es un predicado de su propia extensión; es decir, Frege recae sobre el concepto de función como criterio de análisis de sentido.
Las frases tienen valor en la medida en que su función es el resultado de reconocer que su significado es el sentido y sus expresiones relacionales: toda expresión tiene significado en la medida en que su sentido posibilita relaciones, es decir, contribuye al fortalecimiento y ampliación del espacio comunicativo. Esta comprensión de la función sugiere que el sentido de una expresión permite a su vez una transición de lo privado a lo público, e igualmente es posible afirmar en primera instancia que el lenguaje, además de describir la realidad para los individuos, construye realidades desde el sentido y el significado como condiciones necesarias para su entendimiento.
A pesar de las críticas contemporáneas a los alcances teóricos y prácticos del sistema lógico propuesto por Frege —especialmente las de Wittgenstein, que cuestionó y rechazó el uso del verbo como criterio para la veracidad de un enunciado—, es necesario rescatar la sustitución del par “sujeto-predicado” por el de “argumento-función”, ya que sitúa la veracidad de un enunciado en sus relaciones con otros enunciados.
Ahora bien, Wittgenstein acepta el carácter práctico del lenguaje, lo que lo lleva a reconocer que este último tiene un efecto sobre el comportamiento de quienes lo usan: el significado de las palabras y el sentido de los enunciados están en la función y el uso del lenguaje. Dado que los usos son muchos, tanto Wittgenstein como Frege están de acuerdo con que el lenguaje no comparte una esencia común, pero tiene un parecido familiar, colectivo. En su texto Aforismos. Cultura y valor, Wittgenstein (1996) argumenta que las significaciones que constituyen los límites de nuestro entendimiento del mundo se revelan en la comunicación y el hacer dentro de la cultura. El lenguaje como tal es el medio de expresar la significación y es un instrumento que dinamiza la cultura, pues es determinante a la forma de interacción y vida de los individuos3.
La anterior afirmación colige hacer un acercamiento a la cultura no desde los valores y comportamientos que un colectivo comparte, sino desde la función subjetiva que trae el lenguaje y sus significados. En esa medida, los conceptos y su sentido no son meras abstracciones de objetos que existen en la realidad, sino que tienen una conciencia intencional. El anterior análisis de los alcances de Frege y Wittgenstein conducen a confirmar que existe una relación entre la filosofía del lenguaje y la realidad social y política; es decir, el lenguaje está siempre situado en una realidad que deviene de las implicaciones, condiciones y cambios culturales que lo determinan.
El lenguaje y el giro lingüístico
Frente a esta confirmación, el reto principal que nos interpela es la aparente neutralidad del lenguaje que intenta generalizar el significado que provee a la realidad. La interacción social endémica a la configuración del significado del lenguaje supera cualquier intento de lograr una expresión desde este que se denomine universal, a pesar de ser vehículo genérico para la interacción entre los individuos que componen un colectivo.
El trabajo de Kristeva (1997), “Bajtín, la palabra, el diálogo y la novela”, sobre la semiótica y la crítica al desarrollo del estructuralismo y el pensamiento posestructuralista, concede un primer acercamiento al lenguaje de la diferencia4, en la medida en que recuerda que todo texto como productividad, desplazamiento y escritura implica, al mismo tiempo, al productor y al receptor en la construcción del sentido.
La intertextualidad fue utilizada por Kristeva (1997) como una noción frente al modo de estructurar la totalidad de la realidad: “Todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto. En lugar de la noción de intersubjetividad, se instala la de intertextualidad, y el lenguaje poético se lee, al menos, como doble” (p. 3). El concepto de intertextualidad disuelve la idea del texto como una unidad cerrada y establece la noción de que este último siempre está en relación con otros. Esta clase de semiótica tiende a superar los defectos inherentes al estructuralismo —estatismo y no historicismo—, con lo cual se inicia un cambio metodológico que potencia el trabajo filosófico de análisis del lenguaje.
El lenguaje supera así las perspectivas tradicionales que lo enmarcan como condición originaria necesaria para la apropiación de la realidad. Desde varios marcos de referencia, se plantea el interrogante que a su vez sirve de elemento convergente entre los diferentes temas: ¿cómo supera el lenguaje sus límites en tanto lenguaje? La idea que afirma que este codifica una visión del mundo neutral y homogénea se adscribe a la certeza de que está situado en una serie de relaciones de poder. La tradición de la filosofía del lenguaje defiende que todo lenguaje en cuanto fenómeno tiene como tema central el uso que de él se da; y ello implica concebir sus propiedades estructurales y constitutivas de la conciencia, así como una estructura lingüística que revela el sistema de patrones objetivos con valores específicos en la producción social de significado, desplazando así la idea de que existe un universo objetivo e independiente.
El giro lingüístico —the linguistic turn— tuvo inicio con los trabajos de Frege y su exploración por la identidad de una proposición numérica a partir de los cuestionamientos de Russell. Sin embargo, fue Wittgenstein el que inauguró en la tradición filosófica el estudio del lenguaje como estructurante de la realidad, en lugar de concebirlo como simples etiquetas ligadas a conceptos. El giro lingüístico propuesto por la filosofía continental demostró que el lenguaje constituye la realidad; no obstante, esa realidad está compuesta y definida por las diferencias entre los objetos que nos rodean. En otras palabras, los conceptos de algo no pueden existir sin ser nombrados, pues son las diferencias las que estructuran nuestra percepción, lo cual tiene lugar en el momento en que los símbolos nos conceden las características propias de un objeto cualquiera. El sistema simbólico del lenguaje es reconocido entonces como condición necesaria para concebir y comprender la realidad, pues los símbolos tienen significado y estos son estructurados por el lenguaje.
Por otro lado, Butler (2004), en Lenguaje, poder e identidad, aborda la cuestión performativa del lenguaje desde varios escenarios políticos donde es posible reconocer la “vulnerabilidad lingüística”, y de este modo desarrolla su postura principal: “El que habla está siempre de algún modo fuera de control” (p. 36). Esta vulnerabilidad lingüística cuestiona la eficacia del lenguaje y abre la posibilidad de que sus propósitos originales produzcan una inversión en sus efectos; es decir, desactivar el contralenguaje y su fuerza para demostrar la posibilidad de agencia del lenguaje, pues todo acto tiene una consecuencia política.
Para llegar a tal punto, Butler retoma la teoría de los actos de habla de Austin y la reformulación crítica del performativo en Bourdieu, a partir de lo cual logra examinar el performativo del habla como conducta. El trabajo de la filósofa posestructuralista contribuye a percibir el lenguaje como una herramienta cultural situada en una especificidad que supera la universalidad, y desde donde es posible explicar que los cambios culturales que ocurren a través del lenguaje logran sustentar derechos políticos y sociales. Cuando hablar es actuar, de manera inmediata el significado del lenguaje conlleva una subordinación de la persona a quien se dirige: la pornografía, el racismo, el odio tienen un poder performativo como condición lingüística y reafirman que los seres humanos, en cuanto seres lingüísticos, se constituyen en seres políticos (Aristóteles, 2007; Arendt, 2007).
El poder performativo del lenguaje es una condición para la ciudadanía desde el punto de vista político; sin embargo, el sentido de igualdad entre los participantes no logra que los seres sean políticos en su totalidad. Dicho de otro modo, como condición necesaria, el poder performativo no puede quedar subordinado a una mera descripción de la realidad, ya que su función es la de proveer agencia política a los individuos, pues estos son actos en sí mismos.
De este modo, el lenguaje de la diferencia supera al lenguaje de la igualdad, pues la claridad terminológica produce un uso común del significado de los términos en cuestión. Butler entiende el género como un “estilo corpóreo”, un acto que representa una ideología y una historia que existe más allá del sujeto que promulga alguna convención. En consecuencia, el género no es una construcción natural, concepción que permite luchar por los derechos de identidades oprimidas gobernadas por la normatividad heterosexual. Dado que estas normas son históricas y construidas socialmente, pueden ser retadas y transformadas a través de los actos performativos del lenguaje.
Asimismo, el lenguaje permite y autoriza fracturas sociales que inicialmente cuestionan la naturaleza predeterminante de las llamadas cualidades innatas y universales, y que posteriormente desmantelan las verdades generalizadas acerca de lo que significa ser sujeto político. Una vez las definiciones de hombre y mujer son liberadas de la predeterminación biológica, estas comienzan a designar posibilidades ontológicas que construyen un sujeto ya no desde la dicotomía “uno-otro”, sino a través del espacio “entre dos”.
En este punto resulta pertinente el texto de Irigaray (1992): Yo, tú, nosotras, donde se invita a tomar distancia ontológica de aquellos sistemas de pensamiento que construyen la identidad arbitrariamente:
Rechazar hoy día toda explicación de tipo biológico —porque la biología, paradójicamente, haya servido para explotar mujeres— es negar la clave interpretativa de la explotación misma. Ello significa también mantenerse en la ingenuidad cultural que se remonta al establecimiento del reino de los dioses-hombres. […] Así pues, para obtener un estatuto subjetivo equivalente al de los hombres, las mujeres deben hacer que se reconozca su diferencia. (p. 44)
El género —construcción social a partir del lenguaje— revela entonces los alcances interdisciplinarios del uso del lenguaje y sus significados. El uso de un lenguaje denotativo permite articular los alcances de un marco teórico desde el cual el concepto de diferencia comienza a reconstruir las bases de una democracia, sistema en el que los individuos superan las desigualdades de género y se adscriben a la diferencia como garante de derechos y responsabilidades.
De acuerdo con Irigaray, las mujeres no han logrado sus derechos políticos porque no han logrado tener pertenencia de sus cuerpos como medios para comunicarse en los espacios políticos democráticos; sus identidades todavía están enmarcadas en el lenguaje de la igualdad. La crítica de esta teórica a Lacan es el primer paso para lograr una reconstrucción de la democracia, y también logra revelar que la aparente neutralidad del orden masculino impide la creación y articulación de la diferencia. En este orden no es posible que las mujeres construyan su identidad, pues se les ubica como el “otro”; por consiguiente, el orden fálico de la tradición occidental obstaculiza cualquier intento de desarrollar un sujeto mujer que piense en su cuerpo desde un lenguaje de la diferencia, desde sí misma.
En este sentido, la autora propone un cambio marcado por el advenimiento de la “diferencia sexual”, lo que significa un lenguaje que constituye una manera diferente de habitar el espacio político y cultural y que va más allá de la idea de un feminismo de la igualdad. La diferencia sexual es posible al mantener la sexualidad en el lenguaje, mediante la búsqueda de palabras que así lo expresen, ya que estas sitúan a la mujer en la sociedad y la cultura y traen consigo una evolución subjetiva que les brinda visibilidad en los ámbitos sociales y políticos. El discurso masculino acerca del mundo es un conjunto de inanimados abstractos que representan una neutralidad fenomenológica y epistémica y que, en esencia, olvidan que la sexualidad está vinculada a la cultura y a sus lenguajes, pues es allí desde donde se construye la realidad.
El reconocimiento político y cultural desde el uso del lenguaje de la diferencia constituye una oportunidad para el reconocimiento de la multiplicidad de subjetividades. Allí se instala el deber del lenguaje, que a su vez denota significados situados culturalmente. Para que una sociedad interactúe desde el lenguaje de la diferencia, es necesario que la igualdad coexista con los constructos de la diferencia. En ese sentido, el lenguaje de la diferencia, más que un avance de la igualdad hacia la multiplicidad de narrativas, es el comienzo del desarrollo de posturas epistémicas y fenomenológicas que definen y construyen simbólicamente, en el imaginario social, los espacios para la diferencia masculina y femenina.
El lenguaje de la diferencia
Como se ha argumentado, es relevante considerar los alcances del lenguaje de la diferencia en la construcción de realidades y espacios políticos. Irigaray (2000), mediante el uso de la noción de “entre”, hace un énfasis en el aspecto espacial de la democracia y aboga por un punto intermedio: un lugar donde dos sujetos políticos completos puedan coexistir. La noción de “entre” en el pensamiento de la autora opera tanto en el plano de lo físico —relación del cuerpo en el mundo real— como de la ontología —la preocupación radica en la naturaleza del ser en el mundo—.
Esta conceptualización del espacio físico explica el deseo de Irigaray (2000) de encontrar un lugar dentro de un mundo existente y, al tiempo, crear un marco teórico en el horizonte del ser y la subjetividad. La introducción del libro define claramente su objetivo: el rechazo del marco teórico y práctico según el cual las mujeres “simplemente se modelarían a sí mismas en formas masculinas de ser y hacer” (p. 1). Esta resistencia a aceptar los estándares tradicionales mediante los cuales las mujeres se han definido política y culturalmente despliega un lenguaje centrado principalmente en el reconocimiento, mas no en la aceptación.
Refiere la filósofa que la aceptación como estándar patriarcal de las relaciones y la comunicación ha concedido un lugar en el que las mujeres reflejan y sirven exclusivamente a los deseos y las necesidades de los hombres. Repensar el modelo social para lograr la subjetividad es abandonar un modelo que siempre ha forzado a la sociedad a poseer al otro, en lugar de reconocerlo:
El otro se mueve dentro de un horizonte y construye un mundo que está más allá de nosotros. Si creemos que podemos hacerlos nuestros, nos estamos sacrificando a nosotros mismos y al otro (hombre o mujer) a un deseo ilusorio de posesión. (Irigaray, 2000, p. 7)
Se hace necesaria la articulación de un espacio para el hombre y la mujer donde el lenguaje de la diferencia se manifieste a través de un reconocimiento mutuo y formal del otro, algo que se podría llamar “una política de la diferencia sexual”. En otras palabras, una arena política que es capaz de albergar la vida de personas y sociedades privadas requiere cambios en términos de representación social y de derecho civil, a través del reconocimiento del modo en que se pueda proporcionar a ambos sexos una propia identidad política.
Este espacio político, conducente a la creación de la agencia social de las mujeres, exige el restablecimiento de una cultura democrática basada en el respeto. Y esta cultura democrática, permeada desde el lenguaje de la diferencia, facilita el respeto entre los individuos gobernados por ella, la “reorganización de su relación entre la sensibilidad y el intelecto, entre el cuerpo o las emociones y la existencia civil. También es una cuestión de repensar el amor y de refundar a la familia” (p. 5).
La especificidad de la relación entre géneros comienza con la elaboración de la noción de respeto como una categoría política que valida el valor para uno mismo y para los demás. Además, el replanteamiento de la subjetividad y la interacción con los demás y con el mundo están mediados por esta noción. El respeto está ligado a la obligación de las mujeres de exigir derechos que les sean apropiados dentro de las relaciones sociales y políticas. El derecho básico es el derecho de la mujer a su propia voz.
En línea con la propuesta política y social de Irigaray, el lenguaje de la diferencia se materializa en la medida en que propone nuevos lugares de enunciación y, por ende, hace posible nuevos espacios para la interacción de sujetos políticos a través del lenguaje y la acción. La noción de respeto plantea la posibilidad de interactuar con otros a través de su reconocimiento como sujetos, no como objetos. Para llevar a cabo esta tarea, la autora aboga por la articulación de una ley civil que sirva como garante de la relación con la naturaleza, la cultura y los otros. Esta ley civil no se limita únicamente a regular la interacción de las mujeres con el mundo, sino también la interacción entre otras mujeres. Tal reconocimiento requiere más que una ley cívica:
Cada hombre o mujer es fisiológicamente su sexo y la producción de ese sexo. Cada hombre o mujer es su género y es potencialmente un padre o una madre. Esta articulación de los dos dentro de él es contradictoria, pero requiere un método en el que uno no se reduzca al otro. (Irigaray, 1993, p. 139)
Este reconocimiento protegería universalmente la individualidad de los hombres y las mujeres y permitiría que la diferencia sexual confinara el sujeto a su género. Esta ley civil, resultado de la apropiación jurídica del lenguaje desde la diferencia, se convertiría en un bien político, un derecho liberador a la diferencia: “No se trata solamente del derecho a ser diferente-de, ya que se correría el riesgo de generar nuevos conflictos entre entidades y bloques, sino del derecho y del deber de ser diversos-entre” (Irigaray, 1993, p. 14). Lo anterior es posible al posicionar el deber y el derecho en el centro de la convivencia civil y entre la diferencia sexual.
Esta articulación de la ley civil sugiere una defensa de una teoría ética capaz de afirmar el mismo valor tanto para el individuo como para el lugar que ocupa en la sociedad y el mundo. Irigaray (2000) mantiene un delicado equilibrio político entre el establecimiento de límites y las relaciones entre los géneros. En este sentido, es imperativo que la relación entre sujetos autoafirmados a través del lenguaje de la diferencia se establezca en una teoría y se defina simultáneamente en la práctica, dentro de una relación “dialéctica del devenir” que invite a una “conciencia de uno mismo como parte subjetiva y objetiva de la especie humana” (p. 15).
Al afirmar la necesidad de cultivar la ciudadanía entre dos en los planos de la teoría y la práctica, Irigaray (2000) afirma que “el proceso de composición con el otro género” requiere de “diferencia y negatividad”, lo cual obliga al discurso a adoptar y mantener el “proceso dialéctico y el grado de atención que es indispensable para que surja la dualidad dentro del respeto a la diferencia” (p. 17). Dada la demanda de una ley cívica capaz de proporcionar un espacio vinculante para la interacción entre sujetos, una formación transnacional y transcultural en ciudadanía es la primera y más esencial etapa para el desarrollo de una democracia entre dos. El llamado de esa filósofa a una redefinición de los derechos civiles basada en un lenguaje de la diferencia se convierte en el aspecto esencial y predominante del proceso para encontrar y construir un espacio entre dos.
La noción de entre es ahora el espacio y el lugar donde la dimensión civil de la mujer, a través del establecimiento de una ley civil, es reconocida como un derecho y aceptada como una responsabilidad. La meta de Irigaray (2000) de construir una dimensión civil está motivada en parte por la necesidad de enfrentar el “falso dilema” en el que ha caído el feminismo: “Sí, nosotras [las mujeres] estábamos allí [en el movimiento] en nombre de nuestro cuerpo femenino o como un resultado de un condicionamiento social” (p. 30). Lo más importante aquí es que el objetivo del discurso de Irigaray es reivindicar el impulso de un acontecimiento histórico en medio de un nuevo desafío político: la formación de la Comunidad Europea.
Independientemente del dilema, es comprensible que la autora se preocupe ante la visión de un movimiento político que aún no ha llegado al punto en que las mujeres y los hombres puedan coexistir democráticamente como individuos soberanos capaces de una madurez civil. Y esta falta de madurez es el resultado de aceptar como posibilidades viables la neutralidad de la sociedad entre los individuos y la idea de una comunidad asexual. Las mujeres aún no han obtenido los derechos políticos que les obligan a reclamar la propiedad de sus cuerpos, un lenguaje —el de la diferencia— que habla por y para la masa de mujeres, ni un espacio público democrático donde la mujer pueda configurar su identidad, ni una identidad femenina basada en la diferencia
Para Irigaray (2000), la madurez civil depende de alcanzar la realización del derecho a ser mujer. El derecho a representarse a sí mismas es el primer paso hacia la construcción de una dimensión civil para ellas. En suma, lograr un sistema de representaciones donde las mujeres ya no se ven forzadas a un “descondicionamiento que las despoja (mujeres) de su identidad femenina para alcanzar un estado no-diferenciado de una universalidad para ser compartida en un mundo masculino o neutral” (p. 37), manteniendo los límites y el espacio compartido que separa y unifica las diferencias sexuales entre mujeres y hombres. La diferencia sexual debe ser el “derecho a ser diferente”, ya que exige compartir la responsabilidad política en la medida en que el fundamento de la democracia requiere de dos identidades diferentes:
El derecho que debe establecerse o restablecerse como primera condición de un régimen democrático es el derecho a existir o ser uno mismo con soberanía. Tal derecho es, hasta ahora, inexistente para las mujeres, que, en el mejor de los casos, pueden presentarse como neutrales o asimilables a los hombres, como naturaleza reproductiva o como mano de obra productiva, en una comunidad donde, como mujeres, pasan desapercibidas. (p. 38)
Aunque el feminismo como movimiento cívico exigía confiar derechos y responsabilidades a todos los individuos en todos los aspectos del espacio democrático público, para así garantizar la posibilidad del derecho a la madurez civil, los derechos que las mujeres han ganado siguen atrapados dentro de los límites de un permiso otorgado por el pensamiento masculino y patriarcal. De acuerdo con la filósofa, la libertad de elección con respecto al cuerpo de las mujeres ha requerido la aprobación de una cultura que no las reconoce.
Entonces, ¿dónde comienza la democracia entre dos? No en igualdad de oportunidades, ya que esto se ha ofrecido, pero no se ha realizado. Según Irigaray (2000), la igualdad de oportunidades debe evocar un derecho a ser “idéntico para las mujeres y los hombres” (p. 144). El marco para la creación de la democracia ya no puede poner en mayor oposición el interés individual y la sociedad como un todo de reglas establecidas en un modelo económico que exige adaptación a la sociedad, en lugar del reconocimiento por parte de esta. No se puede simplemente tolerar que “un cierto número de mujeres ingresen al mundo de la producción tal como lo definen los hombres” (p. 147). Esta falta de reconocimiento se ejemplifica por la ausencia de objetivos y condiciones de trabajo adecuados para las mujeres.
Para la autora, la sociedad debería abrir nuevos espacios adecuados a los deseos, elecciones y posibilidades de las mujeres, que conduzcan a la revalorización económica y cultural de las profesiones masculina y femenina. Situado en el núcleo de esta contribución de Irigaray a la revalorización de la ubicación política, cultural y social de las mujeres, así como en el lenguaje de la diferencia, está el mandato que requiere que las mujeres solo puedan avanzar en la consecución de la madurez civil después de adquirir identidad femenina. Irigaray claramente no está comprometida con la igualdad perfecta en una democracia que comienza entre dos, pero argumenta que la situación actual es ineficiente, insuficiente e improductiva, y, en consecuencia, debería cambiar. La transformación comienza con un enfoque pedagógico: la educación en la diferencia, conducente a una afirmación del género a través del proceso político de ser sujeto acompañado del derecho a la diferencia.
La diferencia sexual otorga a mujeres y hombres la oportunidad de construir su subjetividad dentro de sus cualidades específicas y distintas. Además, un cambio en la perspectiva política y económica, a través del desarrollo de una educación civil, llevará al respeto de las mujeres como ciudadanas maduras y al enriquecimiento de la comunidad, con los valores que se necesitan para transcender hacia la igualdad y enunciarnos desde la diferencia.
Referencias
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Wittgenstein, L. (2005) Tractatus logico-philosophicus. Madrid: Alianza.
1 Para una discusión de la transición de la modernidad a la posmodernidad y al posmodernismo, y para una explicación clara de los diferentes abordajes conceptuales, véase Connor (2004), Norris (1990), Vattimo (1988) y Williams (1998).
2 Begriffsschrift, la justificación para la introducción del signo de aserción, es una distinción conceptual, a saber: la distinción entre un conglomerado de ideas que constituyen un todo juzgable y el asentimiento a dicho todo. Por ejemplo, una cosa es el complejo de ideas “París es la capital de Francia” y otro es la aseveración de dicho complejo. Dicho de otro modo, una cosa es un pensamiento “flotante” y otra muy distinta es ese mismo pensamiento hecho suyo por parte de alguien, o sea, ese pensamiento efectivamente aseverado, considerado como verdadero por parte del hablante.
3 El prólogo a la edición Espasa-Calpe de Aforismos. Cultura y valor de 1996, escrito por Javier Sádaba, además de situar el trabajo de Wittgenstein en la cultura judeo-vienesa, hace un riguroso recuento de la importancia del Tractatus y de su relevancia filosófica para la comprensión de la realidad. Allí se afirma que para que podamos hablar sobre el mundo, primero tenemos que nombrar sus objetos; estos no son nada hasta que son dichos y, por tanto, pueden entrar en la gran armonía universal tejida por el lenguaje. En consecuencia, es el nombre quien da vida al objeto.
4 El lenguaje de la diferencia se refiere al uso de la diferencia como concepto que adelanta el trabajo de “la igualdad” en los estudios de feminismo. Principalmente se hace referencia aquí a los estudios y escritos de Luce Irigaray, donde se ha propuesto una metodología fuera del orden falocéntrico masculino y, en simultáneo, se aboga por un cambio de época que dé cuenta de nuevos paradigmas en la forma de habitar el mundo y, por ende, de representarlo política y socialmente.