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1.1 - La carrera por el poder
ОглавлениеLa principal potencia en la llamada «Revolución Industrial» de mediados del siglo XIX fue Gran Bretaña, que ascendió hasta convertirse en el mayor gigante industrial del mundo, llamado a menudo «el taller del mundo». Sin embargo, otras potencias europeas empezaron pronto a pisarle los talones, creando una cierta carrera por el poder y la riqueza. En la década de 1870, Alemania expandió rápidamente su industria y se convirtió en el principal productor de carbón, acero y hierro y para 1913 había sustituido a Gran Bretaña en su puesto de dominio industrial. Fuera de Europa, Estados Unidos tenía el título de mayor potencia industrial del planeta, sin discusión.
Sin embargo, se había creado un gran desequilibrio en Europa. Naciones más pequeñas luchaban por competir e igualar el rápido crecimiento de Alemania y este desequilibrio entre niveles de potencias iba a ser pronto demasiado grande como para enmendarse. Y fue esta enorme diferencia en los niveles de poder la que tendría posteriormente implicaciones muy graves y palpables.
El nacionalismo también creció en las últimas etapas del siglo XIX y posteriormente. Para los gobiernos de las principales potencias, esta era una manera segura de ganarse a los ciudadanos, asegurarse sus votos y guiar a las clases trabajadoras en una dirección patriótica. También era una manera segura de suavizar la creciente diferencia entre clases: una diferencia que estaba apareciendo en buena parte de Europa. Relacionaba eficientemente a todas las clases y las aunaba si la seguridad de su nación se ponía en peligro. Imperialismo, nacionalismo y patriotismo eran herramientas eficientes que aseguraban que incluso las clases más empobrecidas compartían los mismos intereses que la nación.
Durante buena parte del final del siglo XIX, las principales naciones de Europa lucharon por mantener un frágil equilibrio entre ellas. La lucha llevó a la creación de complejas y numerosas alianzas militares y acuerdos comerciales. El anciano canciller alemán, Otto von Bismarck, encabezando a la principal potencia, buscó mantener la paz manteniendo este equilibrio. También lo hizo controlando a todas las potencias en competencia: arbitró los acuerdos entre Rusia y Austria-Hungría y mantuvo aislada diplomáticamente a Francia, sin aliados importantes. Fue el creador de varios tratados y alianzas muy importantes e inteligentes, que beneficiaban tanto a Europa como a Alemania. Uno de ellos fue el Tratado de Reaseguro, en vigor desde 1887 a 1890, un acuerdo diplomático entre Rusia y Alemania, que garantizaba su neutralidad en caso de que alguna de ellas entrara en guerra con una gran potencia. El tratado fue tristemente una de las últimas garantías de paz en Europa: tan pronto como Bismarck dimitió de su cargo en 1890 sus políticas y obras desparecieron enseguida.
Se permitió casi inmediatamente que expirara el Tratado de Reaseguro y se convirtiera en superfluo y fue reemplazado por la Doble Alianza, un tratado defensivo entre Alemania y Austria-Hungría. Poco después, la alianza se expandió aún más y se incluyó a Italia en el tratado. Todo esto fue obra del inexperto sucesor de Bismarck, el nuevo canciller Leo von Caprivi, al que le faltaba la pericia diplomática y de dirección de la nación de su predecesor.
La verdad era que las potencias de Europa confiaban todas en una red de aliados, cuya alianza actuaba entonces como cierta «garantía» contra la guerra. Este hecho daba a Rusia la iniciativa para buscar un nuevo aliado, después de que Alemania optara por la nueva Triple Alianza. Esto generó la Alianza Franco-Rusa que duraría de 1891 a 1914. Esta alianza incluiría luego también a Gran Bretaña, formando la Triple Entente. Así se crearon todos bloques opuestos de alianzas, con aliados que se veían obligados a proporcionarse ayuda entre sí en caso de guerra. Y esa fue una de las mayores contribuciones a la guerra que estaba a punto de estallar.
Desde los últimos años del siglo XIX y llegando hasta el XX, la rivalidad entre Alemania y Gran Bretaña fue aumentando. La escalada en la carrera por el poder en Europa y el consiguiente deterioro de las relaciones bilaterales causó una carrera armamentística entre estas dos potencias. Esta carrera armamentística pronto se centró en su aspecto naval: En 1897, el almirante alemán Alfred von Tirpitz inició la carrera naval anglo-alemana con su plan para crear una formidable fuerza naval que desafiaría a Gran Bretaña y le obligaría a realizar concesiones diplomáticas. Pero en realidad esta armada alemana sería una «flota en espera», lo que significaba que era una flota para ejercer una influencia controladora solo mientras estaba en el puerto. La verdad que una flota así no podía estar segura de la victoria en caso de conflicto naval.
Tirpitz, el secretario de la armada del káiser Guillermo II, estaba convencido de que el dominio naval era la manera segura de poder ganar influencia sobre Gran Bretaña en la esfera política. Entusiasta de la expansión alemana ultramarina y el poder naval, el káiser aprobó el plan de Tirpitz y lo puso en marcha.
La Oficina de la Armada del Imperio Alemán empezó a aplicar un proceso a largo plazo de expandir la flota alemana, con el objetivo final de tener no menos de 60 grandes navíos de guerra. La nueva era de la guerra naval necesitaba una aproximación distinta hacia el conflicto marítimo: se daba énfasis al tonelaje, el tamaño y el armamento de gran calibre. La rapidez y los abordajes ya no eran importantes: por el contrario, se trataba de corpulencia y tamaño y de la capacidad de soportar el fuego enemigo tanto tiempo como fuera posible. En todo caso, no demasiado sorprendentemente, el nuevo programa de expansión naval generó mucha tensión sobre la economía y las infraestructuras de Alemania. En 1908, el parlamento alemán aprobó una cuarta ley naval, que aumentaba el ritmo de producción a cuatro navíos de guerra al año. Pero, tras el estallido de la crisis bosnia ese mismo año, la mayoría de los fondos alemanes se reasignaron al ejército. El canciller alemán, Bernhard von Bülow, llegó a la conclusión de que la nación podía tener al tiempo el mayor ejército de Europa y la mayor armada. Esto ponía en cuestión el plan original de Tirpitz.
Entretanto, el gobierno británico había ignorado en buena parte la construcción naval en Alemania, pero se iba advirtiendo cada vez más la amenaza potencial en los círculos internos políticos. Las tensiones crecían gradualmente y la expansión naval alemana llegó a la opinión pública, tras el informe de 1908 del agregado naval británico en Berlín que trataba el aumento del ritmo de construcción de navíos de guerra en Alemania. Esto acabó generando una amplia reclamación de construcción de más acorazados para la marina británica, tanto por la opinión pública como por parte del estado. Llegó hasta el punto de que, desde 1909, el primer ministro británico, Herbert Henry Asquith, propuso un acuerdo mediante el cual el año siguiente se iniciaría la construcción de cuatro acorazados anuales. La financiación de estos barcos acabó aprobándose con el llamado Presupuesto Popular, en 1910.
A largo plazo, la carrera armamentística no fue un éxito para Alemania y en 1914 aún se encontraba en inferioridad de tonelaje total en los barcos, disponiendo solo de 1.019.000 toneladas y 17 acorazados, comparados con los 29 navíos y 2.205.000 toneladas de Gran Bretaña.