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Pedro el Grande. La ventana abierta a Europa… y Francia

CON PEDRO EL GRANDE, CUYO REINADO va a cambiar radicalmente la imagen de Rusia en Europa y la relación de este país con la mayor parte de las potencias del continente, comienza otra época, marcada por dos figuras reales excepcionales: Luis XIV en Francia, Pedro el Grande en Rusia. Estos dos personajes van a dominar la escena política europea y, sin embargo, nunca se reunirían.

En 1689, un joven de diecisiete años sube al trono ruso: Pedro Alexeiévich Romanov. El poder no le interesa aún, se apasiona por el arte militar y los barcos. Maneja primero pequeños navíos en los lagos de sus tierras. Pero operar con armas ficticias y navíos en miniatura le cansa rápidamente. Quiere afrontar una verdadera guerra y dos enemigos de su país se le presentan, Suecia y el Imperio otomano. Elige el segundo, el turco, el musulmán aliado de los tártaros que han dominado Rusia y que el primer Romanov, Miguel, había soñado vencer. Con apenas veintidós años, sin otra experiencia que sus juegos de niño, se lanza a la conquista de Azov. Y la consigue. La toma de Azov, en 1696, es el símbolo del renacimiento de Rusia liberada de los tártaros y más aún del porvenir de potencia que se le ofrece por la apertura hacia el mar Negro. Rusia ha estado hasta entonces encerrada en un espacio continental; llegando al mar, tiene la posibilidad de convertirse en una potencia naval. Pedro realizó así el primero de sus sueños.

Pero no se detiene ahí. Apenas vuelve a Moscú, el pueblo ruso conoce el extraordinario proyecto del joven soberano. Envía a Europa una gran embajada, compuesta de doscientas cincuenta personas, para descubrir ese mundo lejano, tan diferente, y para arrancarle los secretos de su potencia y su esplendor. Esta noticia se acompaña de un rumor increíble: el zar tendría la intención de tomar parte en esta gran embajada y lo haría no como soberano ruso, sino con nombre supuesto. ¿Cómo imaginar que este gigante de dos metros de altura pudiese desplazarse de incógnito? ¿Y cómo imaginar que el zar de Rusia, tierra de todos los complots, él mismo ha sido ya víctima de algunos, pueda dejar su país durante un tiempo tan largo, pues se anuncia de dieciocho meses?

Y, sin embargo, tal era el proyecto de Pedro el Grande, que puso en ejecución al día siguiente del triunfo de Azov. Tenía para justificarlo una razón indiscutible. Tras alcanzar la victoria sobre el Imperio otomano, era preciso consolidarla. Rusia necesitaba alianzas contra los turcos. Había que aprender también de Europa las técnicas, las ideas que habían asegurado su progreso. E importar en Rusia hombres capaces de enseñarlas. En definitiva, la gran embajada será para el zar de veinticuatro años la culminación de su educación y la oportunidad de conseguir la aceptación de Rusia por Europa.

El 20 de marzo de 1697, la gran embajada deja la capital con un cortejo de doscientas cincuenta personas e innumerables trineos y furgones de equipaje llenos de suntuosos ropajes —pieles de marta cibelina, sedas bordadas con perlas y piedras preciosas— para las recepciones, y regalos. El zar perdido en esta multitud de viajeros se impone sin embargo a la atención y su anonimato desaparecerá pronto, pero será respetado por todos los soberanos que le acogen. Pedro recorre Europa, Alemania, Holanda, Inglaterra, acogido y festejado en todas partes, descubriendo y aprendiendo algo en cada una según había deseado. Pero en este viaje, le faltó un país: Francia. Saint-Simon dio la explicación, el rey Luis XIV le habría desanimado. La razón invocada por Saint-Simon es más que verosímil. Luis XIV domina entonces toda Europa, por su gloria y su potencia, es el hombre más influyente del continente. Para él, el Imperio de los zares no pertenece al mundo moderno, que es el suyo, como mucho, se ha detenido en la Edad Media. Por lo demás, Luis XIV no ha podido alegrarse de las victorias alcanzadas por Pedro el Grande sobre el Imperio otomano. Atacar a uno de los pilares del sistema francés es poner en causa su autoridad, un crimen de «leso sol».

Pero también los viajeros venidos de Rusia tienen mala reputación en Francia. Son arrogantes, puntillosos en cuestiones de protocolo, quizá para compensar la conciencia de sus insuficiencias, rehúsan plegarse a los usos occidentales. Francia ya tuvo experiencia de eso en 1687, cuando la regente Sofía, medio hermana de Pedro, había enviado una delegación a Holanda, España y Francia. En Francia, esta expedición, dirigida por el príncipe Jacob Dolgoruki, se saldó en un desastre, tan pronto como cruzó la frontera. Para hacer frente a dificultades financieras, los delegados vendían en la plaza pública las cibelinas traídas para regalos. Fue un buen escándalo. Luego, al recibirlos el rey en Versalles, de un modo muy generoso, se incrustaron, negándose a marcharse. Finalmente, al volver a su casa, se quejaron de ser acogidos de manera indigna, maltratados y despreciados. El ruido provocado en torno a esta delegación querellosa, poco educada, contribuyó a envenenar las relaciones entre Francia y Rusia, y el recuerdo seguía aún vivo cuando se anunció la de Pedro el Grande.

A la explicación de Saint-Simon se puede añadir que probablemente el mismo Pedro no desearía una etapa francesa. Había retenido del episodio de Dolgoruki una versión muy hostil a Francia, la que le trasladaron los enviados, subrayando el desprecio y el maltrato sufridos durante su viaje. Por lo demás, si Luis XIV deploraba que el zar hubiera hecho guerra a Turquía, Pedro, por su parte, estaba indignado por el apoyo que Francia había prestado a su adversario, apoyo tanto más sorprendente a sus ojos pues consagraba la alianza de un soberano cristiano con un Estado musulmán contra otro Estado cristiano. En el siglo XVII, una tal alianza era difícil de concebir para Rusia, que se decía heredera de Bizancio.

La relación con Francia, después de la fallida entrevista de la gran embajada, no iba a mejorar, puesto que en cuanto volvió, Pedro iba a entrar en conflicto con otro pilar del sistema francés, Suecia, nuevo desafío lanzado al Gran Rey.

Las relaciones entre Rusia y Suecia eran detestables desde hacía varios siglos, pues estaban en rivalidad por la posesión de las costas del golfo de Finlandia. Para Rusia, esta cuestión era crucial, era la llave de su acceso al mar Báltico. Había perdido en el siglo XIII la Carelia y la Ingria en beneficio de Suecia. El zar Alexis, el padre de Pedro, había intentado recuperarlas, pero estando entonces en guerra con Polonia, no había podido combatir dos países a la vez. Para Pedro, los datos de este problema de acceso al mar Báltico estaban claros: las provincias perdidas eran tierras rusas, había que reconquistarlas. En 1700, el soberano de Suecia, Carlos XII, era un joven de dieciocho años, casi un adolescente, sin experiencia. Pedro concluyó que había llegado la hora de recuperar las tierras perdidas. Esta fue la guerra del Norte. Si los comienzos habían sido favorables a Carlos XII que se impuso contra los rusos en la batalla de Narva, Pedro supo preparar pacientemente lo que vino después. Desde 1703, aprovechando las ambiciones de su adversario en Polonia, donde Carlos XII pretendía destronar al rey Augusto, Pedro consiguió recuperar Ingria e instalarse en las costas del Báltico. A pesar de los esfuerzos que desplegará para reconquistar estos territorios —rusos, decía Pedro—, Carlos XII no lo conseguirá. El zar marcará su triunfo decidiendo edificar su capital cerca del Báltico, a las puertas de Europa. Esa fue una inmensa y larga empresa. Había que construir una ciudad sobre terreno pantanoso, sin disponer en las proximidades de materiales —piedra o madera— y trasladar por su autoridad a una población apegada a la vida moscovita. Pero, en algunos años, San Petersburgo, la ciudad de Pedro, surgirá del paisaje desolado e inhóspito que se había creído destinado para siempre al desierto.

Las victorias de Pedro el Grande sobre el Imperio otomano y Suecia trastornaron el paisaje político europeo. Francia no pudo ya contar con Suecia para contener a Austria, mientras que la potencia de los Habsburgo no cesa de crecer. Hay que encontrar otro aliado que juegue este papel, ¿no será el momento de pensar en Rusia? En 1710, después de que la potencia sueca se rompiera en Poltava, de la que nunca se recuperará, el marqués de Torcy, entonces ministro de Asuntos Exteriores, intentó convencer a su rey que Francia debía volverse hacia Rusia, dejar de ignorarla para construir un nuevo sistema de alianza. Sugirió añadir en ese sistema a Rusia, a Polonia, Dinamarca y Brandeburgo. Pero el rey se muestra intratable, rechazando incluso la idea de examinar nuevas alianzas.

En septiembre de 1715, la muerte del gran rey abrió un nuevo periodo. La necesidad de repensar las relaciones con Rusia fue entonces admitida por todos, toda Europa volvió los ojos hacia este país tan largo tiempo despreciado. La alianza sugerida por el marqués de Torcy iba a tomar forma. El rey de Polonia, Augusto II, expulsado del trono por Carlos XII y que lo había recuperado gracias a la protección rusa, acudió al zar para renovar el tratado de alianza que unía a su país con Rusia. Dinamarca, en el mismo momento, se declaraba dispuesta a tomar las armas contra Suecia, y se mencionaba incluso un proyecto matrimonial entre una hija del emperador José y Alexis, el hijo del zar.

Consciente de las posibilidades que este nuevo clima político abría para Rusia, Pedro el Grande se lanzó a una verdadera ofensiva de encanto. Propuso que una alianza se negociase entre Francia y Rusia, y aseguró a sus interlocutores que él podría asociar también a Prusia y Polonia. Añadió que esta coalición no pondría en cuestión las relaciones franco-inglesas y franco-holandesas a las que estaba tan apegado Versalles. Ofreció también la garantía rusa para el Tratado de Utrecht. Finalmente, Pedro sugirió que una unión real entre Luis XV —de siete años— y su hija mayor Isabel, que tenía un año más, daría a la alianza una fuerza particular. La propuesta agradó al regente, pero tropezó con la hostilidad del cardenal Dubois que había negociado la nueva alianza con Inglaterra y temía que cualquier negociación con Rusia destruyese su obra. Escribió al regente: «Si estableciendo al zar expulsáis a los ingleses y holandeses de la costa del Báltico, seréis eternamente odioso para esas dos naciones». Y añadía que eso sería sacrificar a verdaderos y duraderos aliados a una alianza precaria, pues «el rey está mal de salud y su hijo es poco fiable».

Las vacilaciones francesas van a decidir al zar a venir en persona para negociar sus propuestas. Llega a Francia en mayo de 1717, viaje a un tiempo grandioso y decepcionante. Grandioso, pues el regente le prodigó todos los honores y atenciones que se deben a un soberano prestigioso. Pedro y su séquito de sesenta personas fueron suntuosamente recibidos, aunque el zar rechazó algunas disposiciones. Así, no quiso instalarse en los apartamentos del Louvre que se habían preparado para él, y prefirió alojarse en un hotel donde se sentiría más libre, y que sería más conforme con sus gustos austeros. Se encontró con todos los interlocutores que había deseado ver y visitó todos los lugares que le interesaban. Después de una primera entrevista con el regente, a los dos días de su lle­gada, el zar recibió la visita del rey-niño. El relato se ha hecho muchas veces, pero cómo no subrayar la intimidad que se estableció entre el gran soberano, gigante impresionante, que tomó paternalmente al niño en sus brazos, y el pequeño rey que, de ningún modo intimidado, le recitó el discurso preparado para la ocasión. Al día siguiente, el zar le visitó y la misma atmósfera cálida prevaleció entonces. Contando el acontecimiento en una carta a su esposa Catalina, el zar precisa: «El rey mide dos dedos más que nuestro enano de la corte. Es un niño en extremo agradable por la talla y el rostro, y bastante inteligente para su edad». El rey-niño de siete años que el zar califica también de «hombre poderoso» habrá sin duda seducido al soberano y animado su proyecto de anudar con él lazos familiares.

Antes de su llegada a París, el zar había expresado el deseo de visitar fuera de todo protocolo un gran número de lugares y personas. El regente había accedido, exigiendo por su seguridad que fuese escoltado por soldados de la guardia real. Las peticiones formuladas por el zar daban cuenta de su insaciable curiosidad. El Observatorio, el Jardín de Plantas —con más de dos mil quinientas especies—, atraían naturalmente. Quiso ver los modelos de fortalezas de Vauban, pero también la Moneda, donde se acuño ante él una pieza de oro. Fue recibido solemnemente en la Sorbona, donde se le entregó un proyecto de unión de las Iglesias de Oriente. Él lo pasó a sus obispos, rogándoles que lo examinaran. Pedro el Grande sentía poca atracción por los fastos de la Iglesia oriental, de los que deploraba su espíritu conservador, y se puede imaginar que este proyecto le interesase. Acudió a la Academia de las Ciencias, cuyos trabajos le eran familiares. Corrigió allí de su propia mano un mapa de sus Estados que le presentaron; sigue figurando en los archivos de la Academia, en el dossier de Pedro el Grande. Seis meses más tarde, tuvo la satisfacción de saber que había sido elegido miembro de esta ilustre Compañía. Visitaba también, al azar de sus paseos, tiendas de artesanos y, curioso de todo, les interrogaba largamente sobre sus técnicas y sus producciones. Todos los que le encontraban quedaban impresionados por su voluntad de aprender. Pero también tuvo encuentros memorables. El 3 de junio fue a Versalles, y durmió en el Trianon. Había deseado visitar a Mme de Maintenon quien, a la muerte de Luis XIV, se había retirado a un convento que ella había fundado en Saint Cyr. A sus huéspedes estupefactos de oír esta petición, les respondió: «Ella ha prestado grandes servicios al Rey y al país». Pedro el Grande había multiplicado los encuentros con los miembros de la familia real y la aristocracia. Así como con Madame, madre del Regente, que se declaró seducida por su visitante, al tiempo que confesaba que su conocimiento del alemán era bien pobre; y con la duquesa de Berry que le convidó al Luxemburgo. Pero a los encuentros que paralizaba la etiqueta, Pedro el Grande prefería las entrevistas con «personas de mérito», con quienes mencionaba su oficio y la vida cotidiana. Visitaba también los cuarteles, los hospitales, toda clase de instituciones donde pensaba poder aprender de sus interlocutores técnicas o medios de mejorar luego la vida de sus compatriotas. Tanto es así que antes de dejar la capital, siempre curioso, quiso asistir a una operación de catarata.

En el camino de vuelta se detuvo en Reims donde le mostraron el evangeliario redactado en eslavo, que la reina Ana había traído de Kiev cuando se casó. Desde entonces, los reyes de Francia, el día de su consagración, prestaban juramento sobre este precioso símbolo de la primera alianza entre Francia y Rusia.

Pedro dejó en Francia un recuerdo notable del que dice Saint-Simon: «No se acabaría de hablar de este zar tan íntima y verdaderamente grande, cuya singularidad y la rara variedad de tan grandes talentos y grandezas diversas le harán siempre un monarca digno de la mayor admiración hasta en la posteridad más lejana, a pesar de los grandes defectos de la barbarie de su origen, de su país y de su educación». Pero el asombro no fue solo para sus huéspedes. Atravesando el país, Pedro el Grande quedó estupefacto ante la pobreza de los campesinos, por el abismo que veía entre el lujo de la capital y la pobreza del pueblo. Y preguntó, en voz alta, cuánto tiempo podría durar un sistema parecido…

A su vuelta, se detuvo en Ámsterdam. Era ahí donde diplomáticos rusos y franceses iban a negociar los acuerdos políticos y comerciales entre los dos países. Una claúsula secreta del acuerdo político confiaba a Francia la responsabilidad de asegurar una mediación entre Rusia y Suecia y garantizar la paz entre ellas. El viaje del zar acababa en apariencia con un buen éxito diplomático cuyos efectos no tardarían en sentirse. A eso se añade que Pedro el Grande quedó muy decepcionado por el fracaso de un proyecto que le interesaba mucho. Al terminar este viaje, esperaba llevar a Rusia especialistas franceses en distintos campos. Dos decenios antes, la gran embajada le había permitido atraer a Rusia un gran número de alemanes y holandeses, que contribuyeron a su proyecto de modernización. Había esperado conseguir la misma operación durante su estancia en Francia, pero sus interlocutores fueron reticentes a eso, no comprendiendo el interés de establecer en Rusia una comunidad francesa que llevase allí su saber y sobre todo las ideas y el espíritu francés. No habrá pues barrio francés a imagen del barrio alemán, y la influencia francesa en Rusia lo padeció. Estas reservas quizá se explican por la voluntad de Francia de preservar sus lazos con Suecia y, más aún —es el corazón de la política de Dubois—, de manejar a Inglaterra. Poco diplomático, Saint-Simon comentará: «Tendremos luego un largo arrepentimiento por los funestos encantos de Inglaterra y el loco desprecio que le dimos a Rusia».

A pesar de las vacilaciones políticas de Versalles, las relaciones diplomáticas entre los dos países toman forma después de este viaje. Se intercambiaron embajadores. Kurakin, y luego Dolgoruki en París y Campredon en San Petersburgo.

Debían proseguir las negociaciones, pero la muerte de Carlos XII, durante la campaña de Noruega en 1718, lo trastornó todo. La guerra ruso-sueca se reanudó para acabar en 1721 con el triunfo de los ejércitos rusos. El apoyo que prestó la flota inglesa a los adversarios de Rusia no sirvió para nada. El Tratado de Nystad, firmado en 1721, aportó a Rusia Livonia, Estonia, Ingria y una parte de Finlandia y Carelia. Francia se convenció de que había servido a la paz y ayudado a Rusia en su papel de mediadora. Pero la realidad era que las adquisiciones del Tratado de Nystad no se debían más que a los éxitos militares de Pedro el Grande, y él lo sabía. El Tratado de Ámsterdam en 1717 y sobre todo el de Nystad indicaba la potencia de Rusia y su lugar incontestable en el sistema político europeo.

Durante las grandiosas ceremonias organizadas en la capital rusa para festejar la victoria, Pedro el Grande mostró una atención particular al embajador de Francia. Había recibido a Campredon a su llegada a Cronstadt, le mantuvo a su lado durante toda la semana de las celebraciones, con sorpresa del diplomático francés. Pero, por halagadora que fuese, esta situación era también incómoda, porque Pedro el Grande no cesó de interrogar a su invitado. ¿Cuándo iba Francia a dar un contenido al tratado de comercio y amistad? ¿Qué continuidad se proponía dar a la propuesta de unión avanzada por el zar? En este capítulo, Pedro el Grande pudo constatar lo grandes que eran las reticencias francesas, el rumor le había explicado las razones. Dubois no quería oír hablar de una unión que hubiese molestado a Inglaterra. En cuanto a la familia real, estaba poco inclinada a desear acoger a una princesa de orígenes dudosos. Ciertamente, la princesa Isabel era hija del gran zar, pero también hija de una mujer de baja extracción y nacida de un matrimonio criticado. En ningún modo desanimado por estas reservas, Pedro el Grande imaginó otra unión dinástica ruso-francesa. Propuso que Isabel casara con otro príncipe de la casa de Francia —el duque de Chartres, hijo del regente— y que la pareja principesca fuese llevada por su mediación al trono de Polonia, lo que hubiese asegurado a Petersburgo y a Versalles el control definitivo de este difícil reino. La idea sedujo al regente que estaba apoyado por un partido pro ruso. Sin embargo, el plan chocó con un obstáculo práctico: el rey de Polonia, Augusto II, estaba vivo, parecía decidido a seguir viviendo, y Pedro el Grande no imaginaba eliminarlo por la fuerza. Sugirió que se celebrase el matrimonio sin esperar al momento en que el trono de Polonia estuviera vacante. Para Versalles, más valía esperar, la elección del duque debería preceder al matrimonio. Campredon defendía la tesis rusa, pero este proyecto tropezó finalmente con las objeciones de Inglaterra. Dubois retrasó la negociación, no respondiendo a los mensajes insistentes de Campredon antes de reconocer que, siendo Inglaterra contraria al proyecto, había que dejarlo esperar. El asunto se arrastró hasta 1723. Dubois y el regente murieron, y Luis XV subió al trono. El duque de Chartres acabó por casarse con una princesa alemana. En 1724, el duque de Borbón se convirtió en Primer ministro y Pedro el Grande, nunca corto de ideas, imaginó que podría ser el candidato tan buscado a la mano de Isabel y al trono de Polonia. Lo propuso al interesado, que invocó la existencia de una condición previa, la reconciliación ruso-inglesa. Esta se realizará después de la primera campaña de Pedro el Grande en el Cáucaso, en 1724. ¿No era la hora de tratar definitivamente con Francia? En un último esfuerzo, Pedro lo sugirió. Le respondieron que todo tratado firmado con Rusia debía incluir a Inglaterra. El zar no tuvo tiempo de reaccionar ante esta exigencia, pues murió en febrero de 1725. Lo que legó a su país fue considerable. La Moscovia se había convertido en el Imperio de Rusia, una de las principales potencias europeas. Pedro el Grande estableció el Imperio a orillas del Báltico. Pero fracasaría en dos ambiciones. Quería concluir una alianza con Francia y casar a sus hijas con príncipes de la casa real. El rechazo francés a considerar una tal alianza era particularmente penoso. La solución imaginada por Pedro el Grande, un rey de Polonia común a las dos dinastías hubiese tenido una doble ventaja. Habría consolidado la alianza ruso-francesa trasformando a un país aliado e instrumento de la política francesa en herramienta de una política común. Y la eterna cuestión de la sucesión polaca no volvería a ser ya la ocasión de un conflicto entre Francia y Rusia, sino la de una política concertada.

A la hora en que se acaba este reinado notable, la perspectiva de alianza con Francia parece condenada. ¿Cómo no constatar que Pedro el Grande nunca ahorró esfuerzos para lograrla y que frente a él la política francesa se caracterizó por una espera decepcionante, más aún por vejaciones? El título imperial que le concedió el Senado de acuerdo con el Santo Sínodo al día siguiente de la victoria de Poltava ilustra esta mala voluntad francesa. Ciertamente, este título fue difícilmente aceptado por los monarcas europeos, con excepción de los de Holanda y Prusia. Suecia se unió a ellos en 1723. El rey Jorge de Inglaterra se negó largo tiempo, y no lo reconoció hasta 1742, Francia esperó a 1745 y todavía este reconocimiento del título imperial ruso fue parcial. Una mezquindad que pesa sobre la relación de los dos países.

La muralla rusa

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