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3.

Isabel I. Una elección francesa

UN MANIFIESTO ANUNCIÓ AL PAÍS que Isabel era la emperatriz y estaba en el trono. La Chétardie envió enseguida a Francia una traducción bajo el título Relation de la revolution arrivée en Russie le 6 décembre 1741[1] (“Relación de la revolución ocurrida en Rusia el 6 de diciembre de 1741”).

Por otro manifiesto fechado el 28 de noviembre, la emperatriz Ana había expuesto a su pueblo que, habiendo renunciado al matrimonio y a la maternidad, designaba como sucesor al hijo de su hermana mayor, Pedro de Holstein-Gottorp, recuperando así un deseo de Catalina I que, en un primer momento, había pensado transmitir el trono al nieto de Pedro el Grande.

Al comprometerse en el complot, Isabel había jurado no derramar sangre. Ahora se planteaba una cuestión apremiante, ¿qué suerte reservar a Iván VI? La Chétardie le había repetido muchas veces que mientras viviese este príncipe su corona estaría en peligro; ella debía suprimir todo rastro de su existencia. Isabel se negó a eso. Después de un tiempo de andanzas por diversos lugares alejados de la capital, será finalmente encerrado en la fortaleza de Schlüsselburg donde, como un fantasma, hará pesar una amenaza constante sobre las dos soberanas que se sucederán en el trono. En la noche que siguió al golpe de Estado, una comisión se encargó de decidir la suerte de los ministros. Se pronunció con un rigor extremado. Osterman fue condenado a la rueda, Münnich a ser descuartizado, otros a la decapitación. Magnánima, Isabel conmutó todas las penas por el exilio perpetuo.

Para algunos historiadores, este golpe de Estado fue obra de La Chétardie, o al menos la culminación de una conjura propiamente francesa. Este juicio se apoya sobre un hecho, el comportamiento de La Chétardie en los primeros tiempos del reinado, muy seguro de sí, arrogante, sugiriendo que él era el único o el primer consejero de la emperatriz. Pero en poco tiempo, este estatuto cambió con la aparición al lado de la emperatriz de un gran ministro, Bestujev. Alexis Bestujev Riumine, a quien la emperatriz colmó de beneficios (le confirió la orden de San Andrés y los títulos de vicecanciller y de conde), iba a reponer en honor la política tradicional de Rusia.

Desde que fue nombrado, Bestujev afirmó su voluntad de proseguir la obra de Pedro el Grande y de inscribirse en su continuidad. Y enseguida esta ambición chocó con los intereses franceses.

El primer problema al que Bestujev tuvo que hacer frente fue la guerra con Suecia que Versalles había alentado. El mismo día en que Isabel subía al trono, La Chétardie, quizá a petición de ella, había obtenido de los suecos una tregua provisional en los combates. Su ministro desaprobó su gestión, pues, aunque se alegraban en Versalles del cambio de soberano en Rusia, no se podía olvidar al aliado sueco, y se esperaba que el golpe de Estado traería consigo una cierta desorganización que favoreciera su situación militar. No hubo nada de eso. Los combates recomenzaron después de la tregua negociada por La Chétardie, los suecos se encontraron en dificultad, y Francia propuso su mediación. Las conversaciones se iniciaron en Petersburgo en marzo de 1742. A pesar de los reveses sufridos, los suecos exigían, apoyados por Francia, recibir en compensación Vyborg y su región. Bestujev, furioso, esgrimió el Tratado de Nystad, afirmando que Rusia no prescindirá de él nunca. Desde el comienzo del reinado se produjo una doble desilusión, para Versalles y Petersburgo. Francia había deseado desde tiempo atrás un golpe de Estado, pero no por eso la visión del rey y de Fleury había cambiado. Rusia era un país bárbaro y debía seguir siéndolo. Cualquiera fuese el soberano, Rusia no sería nunca un aliado. Mientras que Suecia era y seguía siendo un pilar de un sistema de alianzas. Como Rusia dominaba a Suecia, había que recurrir a los medios tradicionales de aliviar al aliado. Es decir, suscitar otros adversarios a Rusia. Dinamarca y la Puerta fueron elegidos por la diplomacia francesa para interpretar este papel. Y en Constantinopla, el marqués de Castellane se activó para convencer a la Puerta de intervenir militarmente contra Rusia. Aunque no lo consiguió, obtuvo al menos del poder otomano una ayuda financiera para Suecia.

A pesar de los esfuerzos franceses, Suecia se hundía. Las tropas rusas habían ocupado toda Finlandia y tuvo que capitular. El congreso de la paz reunido en Abo preparó el tratado que se firmaría en 1743. Suecia

abandonó todas sus pretensiones. Rusia obtuvo una parte de Finlandia. Francia, apartada de la negociación, no había podido defender a su aliada. Las relaciones entre Versalles y Petersburgo no mejoraron. La Chétardie, que había terminado por exasperar a Isabel, aunque Versalles le consideraba demasiado atento a los intereses rusos, será llamado y reemplazado por Luis d’Alion. Aunque la partida de La Chétardie alegró a Bestujev, este ignoraba que era en realidad una falsa salida y que, ese que él tenía por un enemigo declarado, iba a reaparecer algunos meses más tarde con la intención de vengarse de él.

Conseguida la paz, Bestujev tenía por fin las manos libres para hacer prevalecer sus planes. En primer lugar, le preocupaba el aumento de poder de Prusia que pretendía frenar. Por el contrario, Inglaterra era a sus ojos un socio con el que Rusia podría entenderse para mantener un equilibrio en Europa e impedir las ambiciones excesivas de cualquier otra potencia. Al final, sus simpatías iban para Austria. Tal era la visión que propondría a la emperatriz e importaba hacerlo rápidamente, pues la guerra de sucesión de Austria imponía que Rusia tomase postura.

Las concepciones de Bestujev iban en contra de las de Francia. ¿Cómo capear esta dificultad? se preguntaba Versalles. Surgió la idea de intervenir una vez más en la política rusa eliminando a Bestujev. Él tenía la confianza de la emperatriz, será por ella por donde pasará esta operación. En 1743, el representante francés Luis d’Alion acusó a su colega austriaco Botta de conspirar con los grandes nombres de la aristocracia rusa cercanos a Bestujev para derrocar a la emperatriz y sustituirla por Iván VI. Los conjurados fueron detenidos, exiliados a Siberia, Iván VI sometido a un régimen de encierro más riguroso que antes, pero Bestujev escapó a la venganza imperial. La reina de Hungría juró que ella ignoraba todo lo de este complot y entregó a Botta a Isabel. Un misterio subsistía, ¿qué papel había jugado Prusia? En efecto, a la hora en que se descubría el complot, el ministro austriaco que se consideraba su alma se encontraba en Berlín. ¿Para concertarse con los prusianos? ¿Para quitar sospechas?

Francia rencontró entonces su sitio en las simpatías de Isabel. ¿Acaso no era gracias a su intervención, a la de d’Alion, como se había descubierto el complot? Una única sombra en el tablero, Bestujev conservaba su puesto. Y sobre todo el escándalo La Chétardie, algunos meses más tarde, arruinará esta visión de los hechos. Volvió triunfante a Rusia, pero en la primavera de 1744, gracias a Bestujev que le había sometido a una vigilancia particularmente estrecha, la policía consiguió un golpe notable. Se hizo con el cifrado de la correspondencia de La Chétardie con Versalles, y Bestujev pudo entregar a la emperatriz los despachos descodificados que trataban de la vida del Imperio, su política, y «la emperatriz descubierta». Estos despachos trazaban un retrato poco favorable de la emperatriz a la que describían frívola, perezosa, más ocupada de su persona que de los asuntos del Estado; abundaban en detalles sobre su vida íntima y ponían al desnudo la venalidad de la Corte, su corrupción e incluso el montante de los sobornos, no faltaba nada. ¡Isabel nunca hubiese imaginado tal hostilidad a su persona! La Chétardie fue interpelado en su domicilio, informado de que disponía de veinticuatro horas para dejar Rusia para siempre. Le pidieron que devolviese a la emperatriz la placa de diamantes de la orden de San Andrés y el retrato que ella le había regalado en un pasado ya olvidado. La investigación ordenada por Isabel reveló que la princesa d’Anhalt-Zerbst, madre de Catalina, la joven esposa del heredero, habría estado en el origen de muchas de las indiscreciones sobre la vida privada de la emperatriz. También le pidieron que abandonase Rusia y eso contribuyó a envenenar las relaciones entre Isabel y la joven Corte.

Francia se guardó mucho de pedir explicaciones por la expulsión de La Chétardie. ¿Pero cómo restablecer, después de este escándalo, relaciones pacíficas con Rusia? El asunto llegaba en un mal momento. El ministro de Asuntos Exteriores, Amelot, se acababa de retirar, y el rey dirigía solo por un tiempo los asuntos de Francia. Luego, en el invierno de 1744, nombró al marqués d’Argenson a la cabeza de Asuntos Exteriores. Próximo a Voltaire, al menos eso decía él, d’Argenson no era a priori favorable a la alianza rusa, pero era consciente de la potencia de este país y decidió restablecer con él relaciones diplomáticas normales. ¿Qué sucesor tendría La Chétardie? En la urgencia, optó por una solución sencilla, d’Alion volvería a Petersburgo como ministro plenipotenciario, encargándose de ver si y cómo se podrían reanudar unas relaciones tan alteradas. Al constatar d’Alion en Petersburgo que el humor de sus interlocutores era muy antifrancés, el rey decidió para reconciliarse con Isabel hacer un gesto protocolario, reconocerle al fin el título imperial. Francia se había mostrado siempre reticente a hacerlo, lo que expresaba el estatuto inferior que atribuía a Rusia. Este título fue acompañado de un regalo real, un buró de maderas preciosas. La emperatriz no le manifestó un gran agradecimiento.

Otro problema protocolario enfrentaba a Petersburgo con Versalles, el de la elección de un representante francés. En París, Heinrich Gross, un súbdito de Wurtemberg, ingresado en el servicio diplomático ruso en tiempos de la emperatriz Ana, había sucedido al príncipe Kantemir. ¿A quién nombrar en Rusia? Dos nombres surgieron, los del conde de Saint-Severin y el mariscal de Belle-Île. El primero no podía convenir, expuso Gross a d’Argenson, pues durante su estancia en Suecia que coincidió con la última guerra ruso-sueca, había sostenido una viva campaña antirrusa, lo que le desacreditaba en Rusia. En cuanto al mariscal de Belle-Île, se pensaba en Versalles que era más oportuno emplearlo en los campos de batalla que en una embajada. Antes de buscar otro candidato, d’Argeson expresó el deseo de que Petersburgo designase también un nuevo embajador. Isabel se negó, confirmó que mantenía a Gross en Francia, pero al mismo tiempo le daba como único título el de ministro y no ya el de plenipotenciario. ¡Qué ofensa para el rey! Además de ignorar su deseo de ver en Francia un nuevo representante de Rusia, la emperatriz había impuesto a uno cuya presencia se juzgaba inoportuna y con un estatuto degradado. La respuesta del rey no se hizo esperar: en ese caso, mantendría a d’Alion en Rusia.

A las vejaciones recíprocas se añadiría pronto un verdadero tema de confrontación. Carlos VII murió en enero de 1745, había que elegir un nuevo emperador. Ciertamente, Rusia no participaba en su elección, pero no pensaba permanecer al margen de los juegos de influencia que iban a determinar el equilibrio europeo. Y ella será animada por Francia, que quiso aprovechar la ocasión para debilitar la alianza ruso-austriaca. El rey sugirió a la emperatriz apoyar la candidatura del elector de Sajonia, Augusto III, contra la de Francisco de Lorena, esposo de la emperatriz de Austria. Si Isabel hubiera seguido esta sugerencia, ¡qué ofensa hubiese sido para su aliada! Además, apoyando al elector de Sajonia, Rusia correría el riesgo de reunir las tres coronas Prusia-Sajonia-Austria, cosa contraria a toda su política. Isabel rechazó de plano la sugerencia del rey, tanto peor recibida porque el aliado prusiano de Francia, Federico II, iba también a abandonar la propuesta francesa. Federico había elegido antes como candidato a Maximiliano José, elector de Baviera, quien, poco convencido por la aventura, desistió muy pronto y anunció su apoyo a Francisco de Lorena, que fue elegido sin dificultad.

Sin desanimarse por este fracaso, d’Argenson se esforzaba al mismo tiempo en convencer al embajador ruso de urgencia para reunir en una alianza a Francia, Rusia, Suecia y Prusia; alianza que completaría un tratado de comercio franco-ruso, para hacer contrapeso a la poderosa pareja austro-inglesa. D’Alion, encargado de defender este proyecto ante Bestujev, le envió incluso en apoyo de su petición una importante suma que el intratable canciller rechazó.

En el otoño de 1745, las tropas francesas habían vencido en Fontenoy y ocupaban una parte del territorio austriaco. En revancha, Austria había ganado una victoria política con la conquista del título imperial por el príncipe Francisco. Los dos consejeros de política extranjera de Isabel estaban en desacuerdo sobre las consecuencias que vendrían. Para el canciller Bestujev, es la potencia y agresividad Prusiana lo que debería determinar la actitud rusa. Como Federico II había atacado al elector de Sajonia, rey de Polonia, Rusia debía reaccionar apoyando políticamente a Austria y uniéndose a las potencias ligadas por la convención de Varsovia —Inglaterra, Países Bajos, Sajonia, Austria—, convención firmada en enero de 1745 para frenar a Prusia. Por el contrario, el vicecanciller Vorontsov tomaba parte por la contención y por una simple ayuda financiera a Sajonia. Isabel dudaba, dividida entre su hostilidad a Prusia y la desconfianza que le inspiraba María Teresa. Finalmente optó por una solución de fuerza, la intervención militar en Sajonia programada para la primavera siguiente. Y para prepararla, Rusia comenzó a retirar sus tropas de Curlandia. Alarmado por estos movimientos de tropas, Federico prefirió concluir una paz separada con Sajonia y Austria y firmó el tratado de Dresde en diciembre de 1745. Bestujev había convencido a Isabel de frenar las ambiciones prusianas, le quedaba asegurar un verdadero acercamiento a Austria. Lo consiguió también, pues el tratado de alianza defensiva ruso-austriaco de 1726 fue renovado el 22 de mayo para una duración de veinte años. Los dos países se comprometían a poner en pie un ejército de treinta mil hombres contra un eventual agresor, que era evidentemente Prusia. El tratado estipulaba también que, además de la ayuda recíproca que se aseguraban las dos potencias en caso de agresión, toda paz separada quedaba excluida.

Francia reaccionó ante esta alianza, que asumía buscando los medios de estrechar sus vínculos con Polonia y Suecia. El proyecto de casar al delfín Luis, viudo en esta época, con María José de Sajonia forma parte de esta búsqueda de alianzas. El matrimonio tendrá lugar el 10 de enero de 1747, y hace esperar a Francia que no solo confirma la amistad franco-polaca, sino que contribuye a guardar a Polonia de la influencia rusa. El 6 de junio, un tratado firmado en Estocolmo renueva la alianza y la convención de ayudas entre Francia y Suecia. Estos acuerdos han sido obra del marqués de Puisaye, que ha sustituido en enero de 1747 a d’Argenson, a quien se tiene por responsable de las debilidades de la diplomacia francesa, en el Ministerio de Asuntos Exteriores. El marqués de Puisaye ha logrado también el acercamiento entre Prusia y Suecia, lo que confirma el tratado que firman el 18 de mayo de 1747. Así se pone en marcha una respuesta al tratado ruso-austriaco. Para Rusia, sigue habiendo un problema crucial, el de los medios financieros necesarios para encaminar el proyecto militar del canciller. Este «nervio de la guerra», es Inglaterra la que puede aportarlo. Bestujev siempre apostó por dos aliados: Austria e Inglaterra. Pero Inglaterra se resiste ante las demandas rusas que estima excesivas. Además, Francia ha declarado la guerra a Holanda en abril, y los ingleses esperan de Rusia que envíe tropas para combatir a las de Francia. El 12 de junio, por fin, se firma una convención de ayudas ruso-inglesa. Rusia puede poner sus tropas en movimiento. Un ejército al mando del príncipe Repnin penetra en Alemania, y avanza en dirección al Rin. Desde otra parte, las tropas rusas que van a socorrer a los aliados angloholandeses son transportadas por el Báltico hacia los Países Bajos. Finalmente, tropas rusas avanzan también hacia Alsacia.

Francia puede entonces comprobar lo poco respetuosos que son de sus obligaciones sus aliados. Polonia ha dejado pasar a las tropas rusas, Suecia no se mueve y Federico II hace lo mismo, a pesar del tratado de alianza que le liga a Suecia y que Francia había alentado. Por suerte para Francia en tan lamentable postura, los ruidos de botas tienen el mismo efecto en 1748 que en 1745, convencerán a los beligerantes a poner fin a las hostilidades. El tratado de paz de Aix-la-Chapelle se firmará el 18 de octubre de 1748 tras una negociación de varios meses. Este tratado pone fin a la guerra de sucesión de Austria. Rusia no fue signataria. Al comienzo de las negociaciones, había enviado a Aix-la-Chapelle al conde Golovkin para representarla, pero Francia y Prusia objetaron que siendo Rusia «extranjera a la guerra», no podía tomar parte en la negociación.

El tratado confirmó la Pragmática Sanción de Carlos VI y los derechos de la emperatriz al trono. Silesia devino posesión prusiana. Francia devolvió a Austria los territorios neerlandeses que había ocupado, conceder a Inglaterra Madras y posesiones en América, y aceptar la destrucción de las fortificaciones de Dunkerque.

¿Qué balance podía hacer Rusia de una guerra en que sus movimientos de tropas habían contribuido en buena medida a la paz? Aunque se sumaba al proyecto de Bestujev de «mantener un equilibrio europeo de paz duradera» —y la paz «entre dos guerras» va a durar en efecto ocho años—, las consecuencias de esta paz no eran muy favorables para ella. Las relaciones con Francia están rotas duraderamente, y Francia, con su aliado prusiano que Rusia considera su principal enemigo, va a dedicarse a debilitarla en Estocolmo, en Varsovia, en Constantinopla.

La relación directa entre Versalles y Petersburgo no existe, y todos los conflictos se agravarán. La ruptura entre las dos capitales tuvo lugar desde Aix-la-Chapelle. D’Alion deja Petersburgo sin que la emperatriz le haya concedido ni siquiera la tradicional audiencia de partida; le tocará al cónsul Saint-Sauver, por un cierto tiempo, cubrir su ínterin. Luego llamarán a Francia a Saint-Sauveur en junio, mientras que Gross dejaba París por Berlín, y los dos países no tuvieron ya representantes. Gracias a Austria, una solución bastarda se puso en marcha. Al tener Viena que designar un representante en Francia, el primero después de la guerra, Bestujev obtuvo que este embajador, el conde de Kaunitz, lleve de adjunto al príncipe Golitsin, quien asegura así una cierta presencia rusa en París.

La paz firmada no bastó para garantizar un clima diplomático pacificado. Bestujev, siempre poderoso, se inquietaba por la amenaza prusiana, «la vecina peligrosa», y obtuvo de la emperatriz que reforzase sus medios militares, pues Suecia, o mejor la Suecia «aconsejada» por Federico II, molesta a Rusia. Federico II ha casado a su hermana con el príncipe de Holstein elegido sucesor del rey. Y el partido franco-prusiano, influyente en Estocolmo, preconiza un cambio del sistema institucional a la muerte del rey. Panin, que representa entonces a Rusia en Estocolmo, se opone en nombre de la «defensa de las libertades suecas» y advierte que Rusia respondería a tal cambio con el envío de tropas a Finlandia. La amenaza bastó para matar el proyecto y Adolfo Federico, al subir al trono de Suecia, anunció enseguida que no modificaría el sistema político.

En Varsovia, donde reina Augusto III de quien se anuncia siempre la muerte próxima, Francia busca preparar una sucesión que eliminaría a Rusia. Envía allí como embajador al conde de Broglie, encargado de reunir al Partido francés y preparar la candidatura al trono del príncipe de Conti. Pero este último designio se reveló pronto irrealizable por la oposición austro-rusa. El conde de Broglie prevé entonces otro candidato, el príncipe Mauricio de Sajonia, que no conviene demasiado a Rusia; Federico II también se opone y amenaza, si Francia persiste, con no renovar su alianza con ella.

Separada de Francia, Rusia sigue considerando que su enemigo más temible, y más constante, es Prusia. Cuando en 1752 Federico II destapa sus pretensiones sobre Hanover, la emperatriz Isabel declara que, si persevera en esta ambición, ella enviará cincuenta mil hombres a la frontera prusiana. Federico II juzgó que la amenaza era lo bastante seria como para abandonar su proyecto. Conocía la fuerza de los sentimientos hostiles de la emperatriz para con él. Sentimientos que refuerzan otro episodio. Se anunció en Petersburgo el descubrimiento de un complot alentado por Prusia y que pretendía, una vez más, destronar a Isabel en beneficio de Iván VI. La emperatriz se tomó la noticia en serio, y decidió que este desgraciado príncipe, del que se había ocupado hasta entonces, sería definitivamente encerrado en un lugar inaccesible, la siniestra fortaleza de Schlüsselburg. Estará allí hasta su muerte. Federico comprendió, ante la reacción tan violenta de la emperatriz, que su hostilidad era contraria a los intereses de su país, e intentó por diversas gestiones apaciguarla. Todo fue en vano, Isabel le odiaba y se obstinaba en buscar una política de debilitamiento, es decir la ruina, de Prusia.

Por eso, Federico II debe ponerse a buscar nuevos aliados y se vuelve hacia Inglaterra. Proyecto difícil por la crisis que provocó su pretensión de quitarle el Hanover a Inglaterra. Difícil también por la amistad anglo-rusa que tenía una larga historia. Bestujev siempre había sido resuelto partidario de la alianza inglesa. Y los dos países mantenían intensas relaciones comerciales. Bestujev había aprovechado también el conflicto de Hanover para firmar con Inglaterra, el 30 de septiembre de 1755, el Tratado de San Petersburgo. En esta convención, Inglaterra se comprometía en caso de guerra a entregar a Rusia una subvención inmediata de quinientas mil libras, así como entregas anuales de cien mil libras. Rusia por su parte se comprometía a mantener una fuerza considerable, entre sesenta mil y ochenta mil hombres en Livonia, en Lituania y a enviarla al lado de las tropas del rey de Inglaterra si era agredido o uno de sus aliados lo era.

Federico II quedó aterrado por este acuerdo. Pero supo aprovecharse del retraso en ratificarlo para entenderse con Inglaterra y firmar el Tratado de Westminster el 19 de enero de 1756. Los dos países se comprometían a unir sus fuerzas para oponerse a toda agresión contra el territorio alemán. Federico II ganaba, creía haber apartado para siempre el peligro ruso y haber humillado a Austria. No midió cuán traicionada se sintió Francia, pues si su enemigo era Rusia, el de Inglaterra era por cierto Francia.

Para Inglaterra, el acuerdo había sido fácil de concluir. La oposición a Federico II se refería al Hanover, al renunciar él a su ambición sobre esta tierra, el entendimiento anglo-prusiano se imponía. Federico II encargó a su embajador, el barón Kniphausen, de tranquilizar a Versalles. «El acuerdo pruso-inglés no impedirá al rey de Prusia renovar el tratado defensivo con Francia y no modifica sus sentimientos respecto a Francia».

El Tratado de Westminster ponía también en cuestión el tratado anglo-ruso de 1755. Bestujev quería salvarlo, pero la Conferencia, creada por la emperatriz para tratar de la política extranjera, después de largos debates, concluyó el 14 de marzo que el acuerdo anglo-ruso no tenía ya razón de ser. Federico II había cometido un gran error. Creía en la perennidad de las alianzas, pero eran precarias, y todo sistema de alianzas podía cambiarse. Y eso fue lo que pasó con el Tratado de Westminster. Bestujev era el gran perdedor de este tratado, que tuvo como consecuencia la reconciliación de los Borbones con los Habsburgo. En cuanto tuvo conocimiento de las negociaciones que conducirían al tratado de Westminster, Luis XV informó a Viena de su deseo de reconciliación. El rumor llegó hasta Petersburgo. Starhemberg, embajador de Austria en Francia, dio parte a sus interlocutores de los deseos austriacos: que Francia les ayudase a recuperar Silesia y el condado de Glatz y participase en una operación militar contra Prusia. La negociación se atascó, chocando en las exigencias territoriales de las dos partes. Por ambos lados se preguntaban sobre la actitud de Rusia si estallaba la guerra. María Teresa creyó prudente informar a la emperatriz rusa de las conversaciones con Francia. Esta comunicación llegó en buen momento, pues Isabel deseaba terminar con el enemigo prusiano. Y buscaba con negociaciones secretas restablecer las relaciones diplomáticas con Versalles. La posición abierta de Rusia contribuyó a acelerar la negociación entre Versalles y Viena, terminando el 1 de marzo de 1756 con la firma de un tratado de neutralidad y defensa mutua. Pero este tratado ocultaba malentendidos. María Teresa quería recuperar Silesia, aun a riesgo de un conflicto generalizado, mientras que Luis XV deseaba sobre todo asegurar la paz. Y para conseguirlo, hacía falta que Francia pudiese contar con Rusia. Con las relaciones diplomáticas interrumpidas desde 1756, Versalles y Petersburgo tenían difícil abrir un diálogo. Es aquí donde intervienen actores de la vida internacional que no pertenecen al registro clásico de la diplomacia y cuyo papel en la difícil relación franco-rusa será considerable en esta época. En esta categoría de actores paralelos de la acción diplomática, el Secreto del Rey[2] ocupa un lugar central. Pero también se encuentran aquí una serie de agentes secretos. El primero de ellos habrá sido un cierto Michel, hijo de un negociante francés instalado en Rusia en el tiempo de Pedro el Grande. Michel nació en Rusia, vivía allí, pero circulaba sin cesar entre Francia y Rusia por sus negocios. Y, en la ocasión, llevaba mensajes o informaciones. En 1753, remitió así al ministro francés un mensaje secreto de la emperatriz, que expresaba su deseo de restablecer relaciones normales entre los dos países. Michel explicó a su interlocutor que la emperatriz estaba apoyada en esta idea por Vorontsov, pero que Bestujev se esforzaba en impedirle ponerla en práctica. Se decidió entonces en Francia aplazar, esperando ver qué tendencia ganaría. Esperar, pero obteniendo informaciones más completas sobre la situación política rusa. Este objetivo condujo a emplear a un nuevo intermediario, o informador, el caballero de Valcroissant, que era agregado de la embajada de Francia en Varsovia. Fue encargado de observar, bajo nombre supuesto, las fuerzas militares de Rusia y averiguar los proyectos de alianza. Su actividad fue notable, pero él fue detenido por espionaje. Interrogado sin miramientos, fue encerrado en la fortaleza de Schlüsselburg y su suerte obligó a Francia a buscar con prudencia un nuevo emisario secreto.

Las informaciones proporcionadas por Michel y Valcroissant habían despertado el interés de Versalles por Rusia, porque los dos espías insistían en la voluntad rusa de reanudar con Francia. ¿Pero a quién enviar a ese país sin levantar sospechas? El príncipe de Conti encontró al fin en su cortejo un candidato que le pareció apto para este papel tan difícil y peligroso, era el caballero Mackenzie Douglas, un gentilhombre escocés afín a la causa de los Estuardo, que se había exiliado en Francia. La misión confiada a Douglas era considerable. Debía informarse de las disposiciones de la zarina respecto a Francia, pero también del estado de Rusia, sus finanzas, su ejército, de los progresos de la negociación que conducía el caballero Williams, embajador de Inglaterra, que debía llevar a término el tratado de ayudas anglo-ruso, de la actividad rusa en Polonia… La lista de asuntos que el caballero Douglas debía tratar era interminable. A eso se añadía una misión propia del príncipe de Conti, que este le había confiado en secreto: trabajar por su candidatura al trono de Polonia, asegurándole en un primer momento el trono de Curlandia. Conti, que ambicionaba estos honores, deseaba también que el caballero Douglas le recomendase a la emperatriz para el mando del ejército ruso. Esta misión no era conocida, aparte del rey, más que de los iniciados, el príncipe Conti, el ministro de Estado encargado de los Asuntos Exteriores Tercier y Carlos Francisco de Broglie, director de la correspondencia real. La correspondencia debía realizarse en lenguaje codificado y debía tener el aire de no tratar más que del comercio de pieles. Bestujev sería llamado «el lobo negro», Williams «el zorro negro». Douglas había cumplido una primera misión en Rusia, en 1755, cuyo éxito fue relativo porque no consiguió encontrarse con la emperatriz. Su segunda misión, al año siguiente, fue más exitosa, pues, dotado esta vez con una carta de acreditación, representante oficial de Francia, fue recibido por Isabel. Ella, satisfecha de acoger a un enviado oficial del rey, decidió devolverle su cortesía y delegó a Versalles a un diplomático, Bekhteev. Como Douglas, no tenía estatuto definido y fue presentado al rey a título personal. En cuanto a Douglas, recibió pronto un colaborador para secundarle, el caballero d’Éon, que había sido iniciado, antes de su partida, en el Secreto del Rey por el príncipe de Conti. Este pequeño mundo de falsos diplomáticos, enviados sin título, espías, habrá jugado, sin embargo, en un periodo agitado, un papel importante en el acercamiento entre Versalles y Petersburgo. No deja de tener interés notar que el papel de Michel no desapareció con la entrada en escena del caballero Douglas, no cesó en sus desplazamientos entre los dos países, proporcionando siempre a Versalles informaciones.

Por su parte, Douglas continuó representando a Francia en espera del nombramiento de un embajador. Y debía contribuir a sellar la entente con Rusia. A este respecto, su misión era de las más complicadas. Estaba encargado de impulsar a Rusia a adherirse al Tratado de Versalles, pero este tratado especificaba en una cláusula secreta que los signatarios se comprometían a socorrer al que fuese agredido por Inglaterra o uno de sus aliados. Estando Rusia ligada a Inglaterra por el tratado defensivo del 12 de febrero de 1756, se encontraba ante un serio dilema. Se añadía otro problema referente a Polonia. Si Rusia tuviese que intervenir en el continente, sus tropas deberían atravesar Polonia, y Versalles no podía aceptar eso. ¿Y qué decir de Turquía, que Luis XV quería proteger y que Austria pretendía destruir? Estas distintas cuestiones explican la lentitud de una negociación con Petersburgo que Francia deseaba y de la que al mismo tiempo temía las consecuencias. El caballero Douglas tenía muy difícil elaborar una solución compatible con estas contradicciones.

En septiembre de 1756, el tiempo de las tergiversaciones había pasado. Una nueva guerra comenzó, que duraría siete años. Federico II tomó la iniciativa, lanzó a sus tropas contra Sajonia y sometió el principado a su autoridad. La red de alianzas puso a todos los soberanos ante sus responsabilidades. María Teresa debía defender a su aliado, el Tratado de Versalles imponía al rey de Francia intervenir y la emperatriz rusa, estando vinculada a Austria por el tratado de 1746, no podía quedar al margen del conflicto. Pero sus tropas, para llegar a Alemania, debían pasar por Varsovia. La guerra tuvo también por consecuencia poner fin a la interminable negociación para la adhesión de Rusia al Tratado de Versalles, que será firmado el 31 de diciembre por Douglas y el embajador de Austria Esterhazy. Esta negociación había sido complicada por la relación franco-turca. Isabel quería estar segura del apoyo de Francia en caso de que Turquía la atacase. El asunto era delicado. Francia había tenido ya que aceptar el paso de las tropas rusas por Polonia. Habiendo sacrificado a este aliado a las exigencias rusas, el rey no quería abandonarle a otro y Douglas recibió la instrucción de incluir en el acuerdo una excepción a favor de Constantinopla. La orden era formal, pero el embajador Esterhazy supo convencer al caballero Douglas de no retrasar la conclusión del acuerdo para arreglar un enfrentamiento hipotético. Y Douglas, aunque hizo incluir en el texto final la excepción exigida por Versalles, la añadió como una cláusula secreta, «secretissime», previendo que, en caso de guerra entre Rusia y la Puerta, Francia aportaría a su aliada un socorro material equivalente a veinticuatro mil hombres. A cambio, Isabel se comprometía a proporcionar la misma contribución a Francia si esta era atacada por Inglaterra, pero esta última hipótesis era poco probable. Cuando Luis XV tuvo conocimiento del acuerdo, se enfadó mucho, desgarró el texto secreto y se negó a ratificar el acuerdo. Pero después de reflexionar, el rey decidió evitar la ruptura y dirigió una carta personal a su «Augusta Hermana», explicándole que el caballero Douglas había sobrepasado sus competencias, que no tenía poder para tomar tales iniciativas y le pedía que anulase la cláusula secreta. Le anunció también que Douglas estaba dimitido y que iba a enviarle un embajador, el marqués de l’Hôpital. La gestión del rey agradó a la emperatriz por el respeto a Rusia que suponía. Ella aceptó olvidar el incidente y la adhesión rusa al Tratado de Versalles se produjo sin referencia al artículo secreto. La emperatriz firmó el 22 de enero de 1757 el tratado que la unía a la emperatriz de Austria. Las dos emperatrices se comprometían cada una a enviar ochenta mil hombres contra Prusia. Austria debía pagar un millón de rublos anuales hasta el fin de la guerra, lo que vendría bien a Rusia, pues su Tesoro estaba seco. Suecia se unió a la alianza el 21 de marzo. Las relaciones de Rusia con Inglaterra no se rompían por eso, pero esta nueva coalición implicaba el fin del sistema Bestujev, es decir, la prioridad dada hasta entonces a la orientación inglesa. Los vínculos comerciales entre Petersburgo y Westminster subsistían, pero Rusia no era ya la fiel aliada del pasado.

Con todo, la guerra, que este acuerdo debía permitir comenzar, se retrasaba. Austria no tenía los medios de atacar a Federico II sin participación francesa, y las tropas rusas pisoteaban impacientes en la frontera occidental del país. Cuando el ejército austriaco estuvo al fin preparado, Rusia introdujo a su vez una extraña espera. Sus ejércitos los dirigía el mariscal de campo Apraxin, cuya actitud, difícil de comprender, dependía de la situación particular de la Corte de Rusia en esta época. La corte estaba de hecho dividida en dos, la Corte de la emperatriz que envejecía, en precaria salud y a menudo poco interesada en la vida del Estado que abandonaba a sus favoritos. A su lado, la joven Corte se caracterizaba por sus oposiciones. El heredero del trono, Pedro de Holstein-Gottorp, alimentaba una pasión abierta por Prusia y su soberano. El marqués de l’Hôpital lo presentaba así: «Es el mono del rey de Prusia que es su héroe». Al lado de este heredero del que era conocida la debilidad de carácter, su esposa Catalina d’Anhalt estaba por el contrario dotada de una fuerte personalidad. Muy inteligente, muy cultivada, había comprendido que debía disimular sus ambiciones y su apetito de poder a Isabel, a quien nunca inspiró confianza ni afecto. Y su autoridad en el seno de lo que se llamaba la joven Corte era considerable. Mantenía relaciones con varios embajadores, particularmente con los que tenían medios de proporcionar dinero, pues esta pareja estaba llena de deudas. Catalina d’Anhalt también se había hecho amiga de Bestujev, con quien compartía las concepciones de política extranjera. Catalina se había enamorado de Poniatowski, y a sus instancias él fue nombrado ministro de Polonia en Petersburgo. Pero la emperatriz desconfiaba de él, tanto por sus relaciones con el embajador de Inglaterra Williams, como por su influencia con la gran duquesa, y buscaba obtener su destitución. Por su parte, el marqués de l’Hôpital había comprendido que el favor de Catalina dependía de su apoyo a Poniatowski. Sabiendo que la falta de dinero acosaba a los herederos, los embajadores que podían trataban de ganar por este medio sus simpatías. Austria los subvencionaba abundantemente y el marqués de l’Hôpital había recibido consigna de seguir su ejemplo. La joven Corte mantenía relaciones estables con Apraxin, que pensaba en la sucesión. Y la joven Corte de Catalina no quería que empezasen los combates. Apraxin lo sabía. La emperatriz era por entonces víctima de varios accidentes de salud, tan graves que se pensó estaba en algún momento al borde de la muerte. Apraxin decidió demorarse. Durante este tiempo, Federico II devastaba Sajonia y Bohemia. Llegaba el invierno, Austria se indignaba: ¿cuándo se iba a comprometer en la guerra? Cuando se restableció, Isabel ordenó a Apraxin que se dispusiera al combate, pero el tardó aún unos meses a fin, decía él, de poner a sus tropas en orden de batalla. Finalmente, en verano de 1757, después de meses de espera, la guerra comenzó.

Las tropas rusas avanzaron hacia el Niemen. Es en este momento cuando se pudieron constatar las contradicciones de la política francesa. El conde de Broglie, que estaba hasta entonces de permiso, volvió a su puesto el 1 de julio de 1757, en el mismo momento en que comenzaba la guerra. Antes de su partida, el rey le había dado la orden de velar por los intereses de Polonia, y, si estuviesen en conflicto con los de Rusia, darles la prioridad. Estas instrucciones eran poco compatibles con las exigencias de la alianza franco-rusa y con el papel asignado a Rusia en esta guerra. Estas instrucciones estaban también en contradicción con las que él había recibido de Bernis, su ministro. Era el Secreto del Rey y la doble diplomacia. Broglie, que era naturalmente hostil a Rusia, decidió atenerse a las órdenes del rey. Su embajada se convirtió en el lugar de cita de todos los polacos que tenían de qué quejarse de los comportamientos rusos y sus excesos; Broglie suscitaba incluso esas quejas, las reportaba al rey y dirigía notas amenazadoras a Petersburgo. Conscientes del descontento que el embajador alimentaba y temiendo un levantamiento, las tropas rusas dieron prueba de una extremada prudencia y de un retraso que permitió a los prusianos organizarse. La doble diplomacia francesa estallaba así a la vista de todos. Broglie no se contentaba con reunir a los descontentos, preparaba a los nobles polacos para la sucesión, movilizándolos contra el supuesto candidato de Rusia y proponiéndoles otro candidato apoyado por Francia. Mientras que en principio la guerra era común a Francia y Rusia, las contradicciones de la diplomacia francesa debilitaban la alianza.

Informado del comportamiento de su embajador, Bernis le llamó al orden, de lo cual Broglie se quejó al rey que se guardó bien de tomar partido. Y Broglie continuó su juego antirruso, sobre todo obteniendo que Poniatowski fuese llamado a Polonia, lo que tuvo graves consecuencias. Catalina se disgustó y devino hostil a Francia. Se acercó a Bestujev y, juntos, no contentos con incitar a Apraxin a no apresurarse a intervenir, le impulsaron además luego a detener el combate.

Avanzando hacia Prusia oriental, Apraxin había finalmente encontrado a los prusianos. Tomó Memel, pero, en Gross-Jägersdorf, el cara a cara con el ejército prusiano fue para él terrible, no se salvó sino por la llegada de regimientos de granaderos que llegaron a socorrerle. La ruta de Königsberg se le abría. Sin embargo, se detuvo, luego rehízo el camino. El ejército ruso abandonaba así, sin razón aparente, el teatro de operaciones. Había, sin embargo, una explicación para la decisión de Apraxin, se decía que la emperatriz estaba a la muerte y él pensó que la hora de la sucesión había llegado. La emperatriz superó una vez más tan sombríos pronósticos y su venganza se aplicó. Apraxin fue juzgado por un tribunal militar, condenado por traición, pero murió muy oportunamente. Bestujev, alma del complot según la emperatriz, fue dimitido, acusado de crimen de lesa majestad y condenado al exilio en Siberia. El examen de los papeles de Apraxin proporcionó a la emperatriz muchas informaciones sobre sus lazos con la gran duquesa Catalina, y las relaciones entre las dos mujeres no mejoraron. Resucitada la emperatriz, había tomado en mano la situación militar. Para remplazar a Apraxin nombró a un hábil general en jefe, Villim Fermor, que poco antes había destacado en la batalla de Memel y había ordenado la ocupación de la Prusia oriental donde, durante la retirada decidida por Apraxin, las brutalidades y depredaciones del ejército ruso habían sobrepasado todos los horrores imaginados por los habitantes. Fermor volvió a poner las tropas en orden de batalla, tomó Königsberg, luego avanzó hacia Brandeburgo, y en el verano de 1758, Berlín parecía al alcance de los ejércitos rusos. Pero los prusianos no estaban aún vencidos. La perspectiva de perder la capital los electrizó, y Federico II seguía siendo el gran estratega al que nadie nunca había vencido. Rusos y prusianos se enfrentaron en Zorndorf el 25 de agosto. Aunque ganaban a los prusianos en número, los rusos fueron derrotados y sus pérdidas fueron considerables. Impulsado por esta victoria, Federico II batió a los franceses en Rossbach, y a los austriacos, un mes más tarde, en Leuthen. En todo caso, sus enemigos no habían tampoco perdido la partida.

La batalla de Rossbach tuvo en Francia un efecto devastador. Circulaban rumores que sugerían una paz separada franco-prusiana. Los rusos se alarmaron tanto que Bernis se ocupó de desmentirlos, recordando que la paz debía aceptarse por todos los Estados signatarios del Tratado de Versalles. Estos desmentidos no eran sinceros. Bernis sabía que Francia estaba agotada. Debía llevar una guerra en dos frentes, combatir contra Prusia mientras sostenía el combate emprendido contra Inglaterra en varios mares y continentes. Él sabía que Federico II estaba dispuesto a negociar a condición de que la integridad de sus territorios fuese preservada. Y que Austria estaba dispuesta a hacerlo, salvo si tuviese que renunciar a Silesia. La desconocida era Rusia, de la que Bernis temía la intransigencia. Se esforzó en convencer a María Teresa de la idea de la negociación, pero ella informó a Isabel que reaccionó vigorosamente, y las dos se entendieron para presionar a Francia e impedirle concluir una paz separada.

Al abrirse el año 1759, la política extranjera francesa conocía un cambio notable. Bernis dimitió y el conde Choiseul-Stainville, su adjunto, convertido en duque, fue nombrado en su lugar. El nuevo ministro, que era también primer ministro, había expresado muchas veces su convicción de que la guerra debía continuarse y que había que terminar con Federico II, en eso se oponía a Bernis. En cuanto a alianzas, era naturalmente partidario de la concluida con Austria, y consideraba que el apoyo de Rusia, de la que comprendía la importancia geográfica y estratégica, era necesario en la guerra. De un memorándum sobre las relaciones franco-rusas que le comunicó un primo suyo, el duque retuvo la reflexión sobre el interés para Francia de instaurar verdaderas y duraderas relaciones con Rusia, y de hacerlo tratando directamente con ella, y no uniéndose a tratados por medio de Viena. El duque de Choiseul resolvió entrar en relación más directa con la emperatriz, explicándole que Francia quería igual que ella destruir a su enemigo común, Prusia.

Choiseul, queriendo mejorar las relaciones con Rusia, sin pasar por Austria, tropezaba con las ideas de Luis XV. Él no conocía el Secreto del Rey.

En la primavera de 1759, franceses y rusos habían recomenzado la ofensiva. El mariscal de Broglie, vencedor en Bergen, avanzaba en dirección al Weser, mientras que las tropas rusas, dirigidas por Saltykov, sucesor de Fermor, se dirigían hacia el Oder. Estos avances separados no podían satisfacer a Choiseul, que consideraba que una acción común sería más útil, por lo que en 1759 quiso montar una operación franco-rusa de desembarco en Escocia. Voltaire calificó ese proyecto de «cuento de las Mil y Una Noches», y expertos han demostrado su imposibilidad, teniendo en cuenta los medios militares rusos.

En el verano de 1759, la suerte de las armas, largo tiempo favorable a Federico II, dio la vuelta. En Kunersdorf, no lejos de Francfort, Federico II se enfrentó a los rusos. Podía alinear cuarenta y ocho mil hombres frente a ochenta mil adversarios. Al principio, su genio le permitió desbordar a las tropas contrarias, y creyó en una victoria que anunció imprudentemente. Luego la suerte se invirtió, los rusos, cambiando de táctica, obligaron a retroceder a las tropas prusianas. Federico II huyó, abandonando Berlín. Pero rusos y austriacos no se pararon ahí, ocupando Silesia —eterna reivindicación de María Teresa— y Brandeburgo, y finalmente Berlín, que se rindió a las tropas rusas. Austriacos y rusos saquearon la ciudad, luego ante el anuncio del regreso reforzado de Federico II, cuya estrella, a pesar de las derrotas, brillaba aún, dejaron la ciudad. Rusia había conseguido muchas victorias, pero estaba arruinada, sin posibilidades de proseguir la guerra. Vorontsov, que había sucedido a Bestujev en la Cancillería, informó a sus aliados, que no estaban en mejores condiciones. Había que negociar la paz. Austria y Francia lo deseaban. Pero cuando Vorontsov mencionó la cuestión con la emperatriz, chocó con una violenta oposición. Ella quería destruir a Prusia y desembarazarse para siempre de su rey. Isabel se obstinó en proseguir la guerra hasta la victoria total y sus aliados debieron seguirla. Para Federico II que se había refugiado en Breslau, el combate estaba perdido. Su última esperanza estaba en que el sultán otomano interviniese contra Rusia, pues la situación caótica de Europa al final de la guerra de los Siete Años era favorable a su entrada en escena. Pero el sultán no hizo nada, abandonando al rey de Prusia a su suerte.

El destino justificó, sin embargo, la esperanza de Federico II. Iba a salvarle la muerte de la intratable soberana. Este evento, milagroso para Federico II, llegó el 25 de diciembre de 1761 cuando él parecía perdido. La paz ruso-prusiana se firmará el 13 de abril de 1762.

Esta paz tuvo una historia larga y difícil. En 1760, dos años antes de la muerte de Isabel, Francia quería ya poner fin a la guerra, o al menos salir de ella. Su nuevo embajador en Petersburgo, el barón de Breteuil, no cesaba de repetir a los responsables rusos que Francia quería hacer la paz. Voluntad que justificaban los deberes franceses en los teatros de operaciones americano e indio, pero también la ausencia de victorias significativas en el escenario europeo. El barón de Breteuil, tratando de convencer a la emperatriz de la inanidad de la continuación de los combates, pedía un refuerzo de los vínculos franco-rusos y el desarrollo del comercio entre los dos países, comercio hasta entonces monopolizado por Inglaterra. Para convencer a Federico II de negociar, había que privarle del concurso de Inglaterra que le era indispensable, y para eso era preciso tratar con Inglaterra. El rey de Francia consideraba que estaría mejor colocado para esta negociación apoyándose en España y los Países Bajos. Informada del proyecto francés, la emperatriz objetó que la paz no tenía solo por finalidad poner fin a la guerra, se necesitaba también que Prusia no fuese nunca más un peligro para sus vecinos y para la paz. De ahí la necesidad de combatir hasta romper definitivamente su potencia.

En París, el embajador Tchernychev daba incansablemente el mismo discurso a todos sus interlocutores. Mientras se proseguían estos intercambios, el proyecto de reunir un congreso de la paz tomaba cuerpo. Rusia, que seguía defendiendo la continuación del conflicto, no ponía objeción a esto, considerando que después de la guerra ella podría defender sus pretensiones territoriales. Y su prioridad no era obtener la Prusia oriental y Dantzig, sino una modificación de las fronteras en Ucrania, lo que hacía saltar a los polacos. Para alcanzar este objetivo, Rusia necesitaba el apoyo francés, de ahí la moderación que mostraba la emperatriz en las negociaciones de paz de Francia. Después de largos tratos con Inglaterra, Versalles admitió su fracaso, mientras que Choiseul se volvía hacia España para firmar con ella el pacto de familia de agosto de 1761.

Constatando los deberes franceses, Isabel propuso al rey concluir un tratado sin incluir a Austria, prometiendo pesar sobre Inglaterra para que atendiese los intereses franceses en las colonias. Como precio de este apoyo ruso, Rusia pedía el de Francia en su «reivindicación ucraniana». La propuesta convenía a Choiseul, pero tropezó con los deseos del rey que él ignoraba —¡siempre el Secreto!—, implicando una llamada a la prudencia. El rey recordaba que conceder a Rusia el derecho de expandirse en Ucrania suscitaría la hostilidad de Turquía y la inquietud de Polonia. El mensaje era claro, las relaciones con Rusia importaban menos al rey de Francia que las reacciones de sus aliados de siempre, Constantinopla y Varsovia. Aunque una verdadera alianza con Rusia no estaba pues a la orden del día, las relaciones comerciales entre los dos países se veían en revancha favorablemente. Aquí aún, lo que preocupaba al rey era menos la relación con Rusia que la voluntad de apartar a Inglaterra de una relación comercial en la que ella tenía un lugar muy importante. En la primavera de 1760, Petersburgo y Londres están implicados en una negociación destinada a concluir un nuevo tratado de comercio que Francia quiere impedir. Petersburgo pretende que el tratado ruso-inglés no impedirá la conclusión de un acuerdo semejante con Versalles. Choiseul decidió proseguir la negociación y, en invierno de 1761, el texto de un tratado estaba preparado, y se refería también a la libertad de circulación marítima. Este texto aguardaba la firma de la emperatriz, pero todo quedó en suspenso por su muerte.

Quedaba la cuestión de las operaciones militares que Francia esperaba evitar se reiniciaran en 1761. Pero Viena y Petersburgo insistían para acabar con Federico II, y Francia se sumó a su voluntad. Esta última campaña de la guerra de los Siete Años estuvo marcada por el comportamiento inesperado de todos los adversarios. Contrariamente a su costumbre, Federico II se mostró irresoluto, pero la actitud poco ofensiva de sus enemigos no era menos extraña. Burtulin y Laudon, los jefes de los ejércitos rusos y austriacos, lejos de aprovechar la actitud vacilante de Federico II, discutían la estrategia en lugar de ir a Berlín, lo que dejaba a los prusianos la posibilidad de buscar refugio en Breslau. Una vez más, la muerte de la emperatriz puso fin a todas las vacilaciones.

Esta muerte, esperada desde tan largo tiempo, modificó totalmente la situación. La emperatriz había siempre temido las decisiones que tomaría su heredero. Lo había visto claro. A su muerte, el problema no era militar, tampoco era ya el de las posiciones respectivas de cada ejército, era político y consistía en la personalidad de quien subía al trono de los Romanov.

La emperatriz había designado a su sobrino, Pedro de Holstein, como sucesor. Ella se había esforzado en prepararle para el papel que debería asumir, pero había entrevisto muy pronto que su elección era deplorable y no asumiría la continuación de su política. Pedro de Holstein era un admirador apasionado de Federico II. Además, no se veía como ruso, no amaba el país, ni su cultura, ni la religión que había tenido que abrazar. Esperaba estar en el trono para transformar Rusia y adaptarla a su pasión alemana. La emperatriz era consciente del divorcio existente entre la personalidad del futuro soberano y el país que debería gobernar. Conocía también sus debilidades, el gran duque estaba dotado de una inteligencia mediocre y era inmaduro. Lo contrario de su esposa. Isabel había también constatado que esta pareja era precaria. Pedro conocía la vida desordenada de Catalina, y se acomodaba, pero soñaba con deshacerse de esta fuerte personalidad. La tradición rusa de encerrar en un convento a las esposas molestas estaba presente en su espíritu. Isabel sabía pues que el porvenir era imprevisible. Ciertamente, al nacer Pablo, el hijo de la pareja, ella había deseado por un tiempo apartar a su favor a este deplorable Pedro y confiar la dirección del país a una regencia. Pero, en definitiva, renunció a eso. Y la inquietud la consumió hasta su último día.

Isabel se había comprometido en una guerra larga, impulsada por el odio que le tenía a Federico II, pero también por la consciencia del peligro que representaba, para el equilibrio de Europa y la seguridad de Rusia, la potencia creciente de Prusia. A este sentimiento antiprusiano y contra Federico que no la dejó nunca, se añadía en su visión política una atracción profunda por Francia. Le gustaba su lengua, la civilización, admiraba su estatuto internacional. Francia era la gran potencia de Europa, la que servía de modelo y dictaba las reglas. Ella tenía la convicción de que el interés nacional ruso coincidía con el de Francia. Se refería también a su padre que había querido fundamentar la amistad de los dos países, en un proyecto matrimonial; él fracasó porque, para Francia, la Rusia de aquel tiempo apenas contaba.

Isabel había querido resucitar el proyecto del gran emperador de acercar a los dos países y se había encontrado, como él, con la poca consideración que Francia concedía a Rusia. A pesar del aumento de su potencia, el Imperio Romanov contaba siempre menos a los ojos del rey de Francia que los aliados tradicionales, Polonia, Suecia, Turquía. Rusia no inquietaba a Francia, pero seguía siendo para ella un país extranjero al orden europeo, aunque las dos grandes guerras que, desde 1740, habían sacudido ese orden, la guerra de sucesión de Austria y la guerra de los Siete Años, hubiesen permitido a Rusia instalarse en el paisaje europeo. Este nuevo lugar de Rusia en Europa, debido a la obstinación de Isabel, no fue nunca plenamente comprendido ni aceptado por Versalles. Mantener a Rusia al margen de Europa será durante todo este periodo una constante de las concepciones y decisiones políticas de Francia, y una de las manchas atribuidas a esa extraña instancia que fue el Secreto del Rey.

[1] Al dirigirse a su gobierno, utilizaba el calendario gregoriano.

[2] Se trata de una red secreta de espías al servicio de Luis XV.

La muralla rusa

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