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Del sueño francés a los reinados alemanes
DESAPARECIDO PEDRO EL GRANDE, su mujer Catalina, la «Livonia de baja extracción», le sucedió como él había deseado. En 1718, Pedro el Grande había prescindido del sistema sucesorio que aseguraba la estabilidad del poder en Rusia, destituyendo a su hijo y heredero Alexis y designando como heredero al hijo de Catalina, Pedro, de dos años. Muerto este al año siguiente, el único heredero varón era el hijo de Alexis, llamado también Pedro, al que rechazaba el zar. Aunque ninguna mujer hubiera subido en al trono en Rusia, los pensamientos del soberano se volvieron entonces a Catalina. Él había suprimido por un ucase de febrero de 1722 las reglas tradicionales de sucesión en uso en Rusia —de padre a hijo, de hermano mayor a hermano menor—, en beneficio de una elección de heredero por parte del soberano. Esta elección se expresaba en el ucase de 19 de noviembre de 1723 anunciando su intención de coronar a Catalina que ya tenía, aunque fuese por mera cortesía, el título de emperatriz. La coronación tuvo lugar el 7 de mayo de 1724. A la hora en que desaparecía Pedro el Grande, una camarilla de favoritos declaró que Catalina debía ser proclamada emperatriz. El príncipe Dimitri Galitzin intentó oponerse, preservar el uso, y propuso que Catalina asegurase la regencia durante la minoría del hijo de Alexis, nieto del zar difunto. El Senado rechazó esta solución y llevó a Catalina, convertida en Catalina I, al trono.
Apenas entronizada, la emperatriz declaró que iba a proseguir la obra de Pedro el Grande, respetar sus decisiones y proyectos. Como la alianza con Francia figuraba en buen lugar entre las preocupaciones del emperador difunto, se hizo cargo y reunió un alto comité de ministros, que proclamó la urgencia de relanzarla. Sabiendo que la participación inglesa en la alianza había hecho fracasar el proyecto, la emperatriz declaró que ella la aceptaba de entrada; Campredon, siempre presente en la capital rusa, fue enseguida informado de estas disposiciones. Las circunstancias parecían favorecer una nueva negociación.
Por lo demás, se acababa de saber que el matrimonio de Luis XV con la infanta de España no iba por buen camino. Enseguida Catalina, fiel a los proyectos de su esposo difunto, implicó a Campredon en el matrimonio de Isabel. En el curso de las negociaciones anteriores, la parte francesa había objetado que un príncipe católico no podía casar con una cismática. Que no se preocupen por eso, arguyó la emperatriz, Isabel está dispuesta a convertirse a la fe romana. La candidatura de Isabel no levantaba apenas entusiasmo. Catalina concentró su atención en el trono de Polonia. Y tan inventiva como Pedro el Grande, sugirió una nueva combinación matrimonial. Esta vez, el duque de Borbón sería el candidato ruso-francés al trono de Polonia, con otra esposa, María Leszczyńska. Claro que la futura esposa no era rusa, pero Rusia llevaría a la pareja al trono. Y la candidatura del duque sería favorecida por el hecho de que el padre de María, Estanislao, había sido elegido rey de Polonia por voluntad de Carlos XII en 1705. Ciertamente, había abdicado, pero seguía siendo una especie de candidato permanente para este tan disputado trono. El apoyo ruso sería decisivo en la materia, y favorecería a un príncipe francés.
Catalina pidió a Campredon que convenciera a su gobierno del interés de esta propuesta que desembocaría en una gran alianza entre los dos países. Rusia proponía también poner al servicio de las ambiciones francesas sus fuerzas militares. El proyecto de Catalina preveía una negociación en dos etapas, primero la firma de un pacto bilateral, extendido a Inglaterra en un segundo momento.
Los acontecimientos parecían favorecer a Catalina I. Después del matrimonio roto, la devolución de la infanta indignó al rey de España, que mezcló a Francia e Inglaterra en una misma detestación. Y Carlos VI vino a alimentar la querella. Catalina lo aprovechó. ¿Por qué no buscaba Francia un apoyo del lado ruso? Para dar fuerza a este argumento, decidió tomar parte en la querella al lado de los adversarios de Francia, a fin de que este país comprenda por fin el interés de una alianza rusa.
En el momento mismo en que Catalina I intentaba concluir su proyecto francés, surgieron dos obstáculos. En primer lugar, en Francia, donde habiendo renunciado el rey al matrimonio español anunció de repente que casaría con María Leszczyńska, noticia que dejó estupefacto y decepcionado a su país. Para la corte, era una mala alianza. Para Rusia, era una grave ofensa. Que el rey de Francia hubiese preferido a una oscura princesa, hija de un efímero rey de Polonia, a la hija del gran emperador ruso era un insulto. Además, Francia daba muestras con eso a Catalina de que su intervención eventual en los asuntos de Polonia no tenía ya razón de ser. Esta no fue la única decepción matrimonial de la emperatriz de Rusia. La primera hija de Pedro el Grande había casado en 1725 con el duque de Holstein-Gottorp, al que Catalina I protegía y que ella hizo entrar en su Consejo privado supremo. Pero el duque pretendía recuperar el Schleswig, conquistado por Dinamarca en 1721, conquista que Francia e Inglaterra garantizaban. Apoyándose en el acuerdo firmado por estas dos potencias, Catalina les pidió que compensaran a su yerno por la pérdida del Schleswig, lo que le fue negado. Inglaterra lo hizo brutalmente, mientras que Luis XV ordenó a Campredon cesar en las negociaciones con Petersburgo.
Aunque la política de Catalina I estaba marcada por su voluntad de seguir siendo fiel a las intenciones de Pedro el Grande, sufrió también la influencia de quien iba a dominar en adelante la política extranjera rusa, Osterman. Hijo de un pastor de Westfalia, Osterman había entrado en el séquito del zar en 1708. En el Congreso de Nystad, estaba a su lado con el título de especialista reconocido de los «asuntos del norte», y a su muerte fue llamado a sentarse en el Consejo privado supremo. Osterman había sido un decidido partidario de la alianza francesa en los años anteriores al Tratado de Nystad. Pero, en 1725, su juicio se hizo más matizado. Constata que Francia no muestra apenas deseo de suscribir el proyecto ruso en Polonia, que defiende tibiamente a Rusia en Estocolmo, y rechaza tomar posición en los conflictos entre Petersburgo y la Puerta. También, cuando en 1725 Francia, Prusia e Inglaterra, enfrentadas a la coalición austro-española, piden a Rusia que las apoye, Osterman se pregunta sobre la respuesta que cabe dar. Además, en el mismo momento Austria, que no teme ya la venganza de Pedro el Grande, constata que sus intereses y los de Rusia están próximos y encarga entonces a su representante en Petersburgo, el conde Rabutin, que negocie un acuerdo diplomático y militar. La propuesta seduce al punto a Menchikov, el antiguo favorito de Pedro el Grande que tiene una influencia real sobre Catalina. Osterman expresa al principio sus reservas. Pero una alianza con Austria había tentado a Pedro el Grande a lo largo de todo su reinado. Por eso, después de un tiempo de vacilación, Osterman expuso en un informe al Consejo privado supremo que, no habiendo Francia respondido a ninguna de las propuestas rusas, él postulaba que Rusia se volviese hacia Austria primero, y luego hacia Inglaterra, Prusia y Dinamarca. Su propuesta se aprobó. Un tratado de amistad ruso-austriaco se firmará el 6 de agosto de 1726 en Viena, que llevará consigo toda una serie de acuerdos. El emperador de Austria se sumará a la alianza ruso-sueca de 1724 y Rusia hará lo mismo en el tratado hispano-austriaco de 1725. El tratado ruso-austriaco, que determinará la política extranjera rusa durante los quince años siguientes, satisfacía todos los deseos rusos. Traía una garantía militar importante, cada parte contratante se comprometía, en el caso en que la otra fuese agredida, a socorrerla con una fuerza de treinta mil hombres. De la cuestión de la compensación del duque de Holstein se hacía cargo Viena. Y un artículo secreto estipulaba que, en caso de agresión otomana contra Rusia, el emperador se comprometería a su lado.
Osterman consideraba que este tratado tenía una finalidad puramente defensiva, no entendía que pudiese arrastrar a Rusia en una guerra europea. Pero su adhesión al tratado no estaba libre de preocupaciones. A la larga quería facilitar un acercamiento con Francia, pero también reducir su influencia en Europa. Y ante todo quería asegurar una paz estable a lo largo de las fronteras rusas. La cuestión polaca estaba en el centro de sus preocupaciones. Para Osterman, la sucesión de Augusto II, cuando se plantease, no debía en ningún caso dejar lugar a la influencia y menos aún a la intervención de Francia, de Suecia o de la Puerta. Se verá más adelante que consiguió imponer sus propósitos.
La emperatriz muere en 1727. Su heredero es muy joven, Pedro, nieto de Pedro el Grande. Este Pedro II se parece físicamente a su abuelo, es muy grande, como él, guapo y robusto, pero aquí se acaba la comparación. Contrariamente al gran zar, no es apenas curioso y le gusta más la diversión que la búsqueda del saber y la reflexión. Sus defectos tuvieron, sin embargo, poca incidencia en la política rusa porque, atacado de viruela, murió apenas dos años después de su accesión al trono. De nuevo se planteó el problema de la sucesión pues, desaparecido tan repentinamente, Pedro II no había podido —¿lo habría siquiera pensado?— poner en marcha el procedimiento imaginado por Pedro el Grande para designar su sucesor. Correspondía al Consejo privado supremo asegurar esta decisión. ¿Quién podía pretender suceder al efímero soberano? ¿Isabel, hija mayor de Pedro el Grande? ¡Cierto! Pero princesa desdeñada por Francia, también se la juzgó demasiado frívola. Otro descendiente de Pedro el Grande, hijo de una de sus hijas, de doce años, hubiese podido ser elegido. Pero esta competición sucesoria interesaba a clanes que pretendían asegurarse el poder designando un candidato que les fuese cercano.
La concurrencia de los clanes tuvo como consecuencia una elección inesperada, pues implicaba un cambio de linaje. Se volvió hacia la descendencia de Iván, un medio hermano de Pedro el Grande, que había compartido el trono con él durante la regencia de Sofía. Iván tenía dos hijas, una casada con el duque de Mecklemburg, la otra, Ana, viuda del duque de Curlandia. La elección recayó en esta, porque estaba libre, exilada en Curlandia, desconocida en Rusia. Se la consideró desasistida, dispuesta a aceptar la autoridad del Consejo que la había designado y se le impusieron exigencias draconianas: prohibición de volverse a casar, de designar un sucesor, de tomar cualquier decisión en política interior o exterior. Ella lo aceptó todo, sin pestañear, feliz de cambiar Curlandia por una corona y convencida de poder librarse de la trampa en que se la encerraba.
Lo demostró muy pronto, pues, apenas llegada a Rusia, supo ganarse para su causa a la Guardia y la pequeña nobleza y, fortalecida con su apoyo, rompió el acuerdo que se le había impuesto.
De su larga estancia en Curlandia, la emperatriz Ana guardaba un fuerte apego a todo lo alemán. Su gobierno fue dominado por tres alemanes: Osterman, que conservaba la política extranjera, Biron y el mariscal de Münnich que tomó la cabeza del ejército. En esta época, Osterman seguía siendo partidario de la alianza con Austria, pero quería completarla con un acercamiento a Inglaterra. La reconciliación con Inglaterra será su obra maestra. Por el tratado de comercio anglo-ruso firmado en 1734, los ingleses se comprometían a apoyar los intereses rusos en Polonia y se consideró por un momento una unión dinástica entre el príncipe Guillermo de Inglaterra y la joven duquesa Ana de Mecklemburg, sobrina y eventual heredera de la emperatriz. El proyecto de instalar a un príncipe inglés en el trono de los Romanov irá para largo, y entretanto Inglaterra no deseaba aliarse demasiado estrechamente con Rusia. ¿Cómo no advertir, ironía de la historia, que al principio este acercamiento fue favorecido por Francia, que llevará las propuestas rusas al rey Jorge II? Esta mediación era tanto más sorprendente porque, en los últimos meses de su ministerio, Osterman intentó constituir una coalición nórdica, hostil a los Borbones, uniendo a Inglaterra y a Rusia con Prusia, Dinamarca, Polonia y los Países Bajos. El proyecto no se consumó, pero desde 1730, Rusia se opuso a Francia con Austria. El sueño de una alianza franco-rusa es olvidado durante un largo tiempo, y las relaciones entre los dos países raramente han sido tan malas. Campredon fue reemplazado en Petersburgo por un encargado de asuntos que quedó desocupado. Fleury, que sucedió al duque de Borbón, no se interesa apenas por los problemas del norte de Europa, ni en particular por Rusia a la que considera un país corrupto y extranjero a la civilización.
En Rusia, sin embargo, una evolución parecía posible. La presencia excesiva de los alemanes en el gobierno exaspera a la nobleza. Münnich, inquieto por las consecuencias políticas de este descontento, entrevé los beneficios de un acercamiento a Francia. Una negociación secreta se emprende entonces, primero entre Magnan, el encargado de asuntos que sucede al embajador Campredon, y Münnich, luego entre Magnan y la zarina. La emperatriz Ana quedó seducida por la idea de un cambio de alianzas, pero quería que fuese beneficioso para Rusia. Puso como condición que Francia apoyase su vuelta al mar Negro, la reconquista de Azov, y que se comprometa a no contrariar los proyectos rusos en Polonia, donde la sucesión, se sabe, está próxima a plantearse. El cardenal Fleury dudaba. Estaba tentado por la perspectiva de esta alianza, pero implicaba que Francia sacrificase a sus aliados tradicionales del norte y del este, que renuncie a su barrera oriental, mientras que Austria era aún tan poderosa. Se preguntaba también sobre la capacidad política de la emperatriz y sobre la potencia real de Rusia privada del genio de Pedro el Grande. Para terminar, el cardenal Fleury volvió a la táctica francesa al uso en las relaciones con Rusia, multiplicar las respuestas dilatorias, no decidir nada y dejar alargarse la negociación. Nada sorprende que esta tentativa de acercamiento fracasase. Por impopular que fuese ahora la alianza austriaca en Rusia, Viena sigue siendo el único aliado posible y Francia el enemigo, mientras se soñaba con hacer de ella un Estado amigo.
Este fracaso era tanto más enfadoso por cuanto Polonia volvía entonces al primer plano de las preocupaciones de los soberanos. El 1 de febrero de 1733, muere Augusto II, el trono de Polonia atrae candidatos, pues esta elección es para los miembros de las familias reinantes a quienes el principio hereditario prohíbe reinar en sus propios países, su única oportunidad de subir a un trono. En cabeza de los candidatos llega el propio hijo de Augusto II, Federico Augusto, elector de Sajonia. Y un candidato se destaca de los que proceden de la nobleza polaca: Estanislao Poniatowski. Francia es fiel a su protegido, Estanislao Leszczynski, abuelo del rey, que ya fuera elegido en el pasado rey de Polonia, gracias al apoyo de Carlos XII, antes de tener que renunciar al trono. Para defenderlo, Francia esgrime argumentos políticos, arguyendo que estando alejada geográficamente de Polonia no podría intervenir en sus asuntos. El apoyo francés a un candidato era por eso la garantía de la independencia de Polonia y de su futuro rey. Este apoyo era también financiero, el marqués de Monti, embajador de Francia en Polonia, distribuyó cerca de cuatro millones de francos entre todos los que podían pesar en la elección de la Dieta. Pero el asunto no era tan simple. En el año anterior, el emperador Carlos VI, la zarina y el rey de Prusia habían concluido el Pacto de las águilas negras, que excluía de la sucesión que vendría tanto al hijo de Augusto II como a Estanislao Leszczynski. Federico Augusto consiguió luego que se levantara la interdicción que pesaba sobre él, y Estanislao Leszczynski quedó como único excluido. Francia parecía haber perdido la partida. Su candidatura era además muy difícil de defender, pues él se resistía a presentarla argumentando que ya había sido elegido en el pasado rey de Polonia, él era naturalmente rey y no podía ser candidato. Rechazaba precipitarse en Polonia como le presionaba el embajador Monti. Este había obtenido, sin embargo, gracias a su activa campaña con la Dieta, que esta decidiese excluir de la competición a los candidatos extranjeros, lo cual condenaba la candidatura del elector de Sajonia y dejaba la vía libre a Estanislao. En Varsovia, Rusia tomó la iniciativa, enviando tropas al territorio polaco mientras la Dieta se disponía a votar. La elección tuvo lugar el 11 de septiembre. Estanislao Leszczynski fue elegido por unanimidad menos tres abstenciones, pero las tropas rusas llegaron en el mismo momento y dispersaron la Dieta. Federico Augusto fue proclamado rey el 5 de octubre con el título de Augusto III, mientras que Estanislao huyó a Dantzig donde esperó el socorro del rey de Francia.
Ante esta prueba de fuerza, la reacción francesa fue muy tímida, sobre todo respecto a Rusia, responsable de la derrota de Estanislao. El cardenal Fleury no se atrevió a atacar al país del que no había aceptado la alianza, se contentó con llamar al encargado de asuntos y prefirió tratar la cuestión a solas con Carlos VI. Pero había ante todo que pensar en socorrer a Estanislao asediado en Dantzig por los rusos. Una pequeña tropa, conducida por el conde de Plélo, embajador de Francia en Copenhague, se ocupó de eso. Fue una humillante derrota, el embajador Plélo encontró allí la muerte el 27 de mayo. La capitulación de Dantzig se firmó el 24 de junio y Estanislao huyó, una vez más, para salvar su cabeza, pues los rusos exigían como precio por la paz que les fuera entregado.
De esta triste aventura, y de la corona perdida dos veces por Estanislao, queda sobre todo que la batalla de Dantzig en 1733 sería la primera confrontación militar —limitada ciertamente— entre tropas francesas y rusas. Francia atacó a Austria para vengar la afrenta sufrida en Polonia. Levantó contra el emperador a los electores de Colonia, Maguncia, Baviera y el Palatinado; sus tropas vencieron en Kehl, Phillipsburg, en el ducado de Parma y el reino de Nápoles. Austria llamó a Rusia en su ayuda, esta no se apresuró a responder. La paz de Viena, firmada en 1735, puso fin al conflicto, consagrando la victoria francesa. Austria había perdido Lorena y una parte de Italia. Como Rusia no había tomado parte en el conflicto, no firmó nada, pero las relaciones diplomáticas con Francia no fueron restauradas.
Francia había perdido la partida política en Polonia, pero había ganado la paz y humillado a Austria. Estará aún mas contenta por el frente oriental donde su aliado otomano estaba amenazado por las tropas de la coalición austro-rusa, que invadieron su territorio. Mientras que, a pesar de todos los obstáculos, las tropas rusas acumulaban allí los éxitos, recuperando Azov, su eterno objetivo, cruzando el Prut —la revancha de Pedro el Grande— e instalándose en Moldavia, los austriacos multiplicaban las derrotas. Agotados, pidieron la paz, y Rusia quedó sola frente al Imperio otomano. En este momento del papel de Francia fue notable, compensando en cierta manera los fracasos sufridos en el frente sueco. El marqués de Villeneuve, embajador en Constantinopla y diplomático de excepcional habilidad, se ocupó de movilizar a los otomanos y de provocar la discordia entre los aliados austriacos y rusos. Fue él quien animó a los austriacos, desmoralizados por sus fracasos sucesivos, a deponer las armas y a pedir la paz. Logró también debilitar a Rusia, empujando a los suecos a lanzar contra ella una operación de diversión, y favoreciendo un tratado entre la Puerta y Estocolmo. Paralizada por estas iniciativas, Rusia puso fin a los combates y concluyó una paz contraria a sus intereses. Esta fue la paz de Belgrado, firmada el 21 de septiembre de 1739. Paz muy humillante, pues Rusia entregó a los turcos Serbia y Valaquia; tuvo que renunciar a fortificar Azov y no tenía el derecho de mantener navíos mercantes en el mar Negro. El desastre había costado a Rusia cien mil muertos. Francia, por su parte, salía bien del asunto y hacía pagar cara su acción mediadora. Ganó ahí, sin embargo, el reconocimiento de Rusia. La emperatriz testimonió su gratitud a Villeneuve enviándole la prestigiosa cruz de San Andrés, acompañada de una importante gratificación financiera, que el marqués rechazó. Las conclusiones sacadas por Petersburgo de este episodio eran sorprendentes. El príncipe Kantemir, a quien la zarina acababa de confiar la embajada rusa en París, declaró que «Rusia era la única potencia que pudo equilibrar la de Francia».
Por su lado, el mariscal Münnich confió a un oficial francés, M. de Tott, llegado para controlar la evacuación de las tropas rusas de Moldavia, este mensaje para el cardenal Fleury: «Nunca me ha parecido bien que Rusia se aliase con el emperador. La razón es que el emperador estaba más expuesto que nosotros a tener guerra, pero nosotros estábamos más expuestos que él a tener las cargas. Además, el emperador siempre ha tratado a los aliados como vasallos. Los ingleses y holandeses son testigos que lo han probado y como buenos políticos se han retirado de esta alianza… Ahora es el tiempo de hacer revivir nuestra alianza con Francia».
Evocando el caso de Suecia, Münnich añadió: «Francia puede ser amiga de Suecia con nosotros, le aconsejaría sin embargo hacer más caso de nuestra alianza que de la de Suecia. En Suecia, no hace falta más que una pistola para parar las deliberaciones, mientras que el gobierno ruso es despótico, y es de esas clases de gobierno del que se puede esperar un gran socorro».
Rusia ha tomado entonces la medida de lo que implicaba la intervención francesa. Francia la había detenido en el camino de Constantinopla, dando un golpe terrible a sus ambiciones. Este golpe confirmaba las aprensiones expresadas por el príncipe Kantemir. Francia no aceptaba el aumento en potencia de Rusia, y se opondría cada vez que la ocasión se presentara.
Sin embargo, Rusia continuaba soñando en una alianza con este socio reticente. La zarina dio pruebas dirigiendo agradecimientos excepcionalmente calurosos al rey, y nombrando enseguida un representante en Francia. Una respuesta se imponía, el rey designó a su vez un representante en Rusia, este fue el marqués de La Chétardie, entonces ministro de Francia en Berlín donde acababa de pasar diez años.
Esta elección no era anodina, daba razón a Kantemir. Lo que deseaba Versalles no era un verdadero acercamiento, sino estar perfectamente informado del estado de Rusia y de sus proyectos. Al mismo tiempo que renueva los lazos diplomáticos con Petersburgo, Francia se acerca a los adversarios de Rusia, sus aliados de siempre. Firma un nuevo tratado de alianza defensiva con Suecia y renueva el pacto de capitulaciones con la Puerta. Y las instrucciones dadas a su nuevo embajador son de estudiar la situación en Rusia, evaluar el crédito de que goza la princesa Isabel y «todo lo que pueda anunciar la posibilidad de una revolución».
La Chétardie fue acogido en Rusia con un fasto excepcional. En las ciudades que atravesaba, los regimientos estaban formados en orden de batalla y los magistrados venían a saludarle. La zarina recibió a La Chétardie en presencia de la Corte al completo. Luego, sin esperar más, fue a casa de la princesa Isabel. Rendía homenaje a la hija del gran emperador, a su belleza. Pero esta gestión era ante todo política. La Chétardie sabía que, para muchos rusos, Isabel era la heredera legítima de Pedro el Grande. Lamentables maniobras la habían apartado del trono, pero sus partidarios querían devolverle el lugar que su nacimiento le reservaba. Y ella también soñaba con eso. Además, para los rusos exasperados por el «reinado alemán» de Ana, Isabel era la esperanza de una vuelta a la tradición nacional. Isabel era profundamente rusa, se expresaba perfectamente en francés y solo pasablemente en alemán. La Chétardie notó esta particularidad que podía indicar una preferencia por Francia. Sus instrucciones no eran ambiguas, él debía estudiar de cerca las posibilidades de la princesa de acceder al trono.
Su tercera visita fue para la gran duquesa Ana Leopoldovna, sobrina de la emperatriz que le tenía mucho cariño; estaba casada con el duque de Brunswick, y había decidido la emperatriz que el hijo de esta pareja sería su sucesor. Con todo lo seducido que había quedado La Chétardie por Isabel, tanto más le pareció insignificante Ana Leopoldovna.
Mientras que La Chétardie se familiarizaba con la sociedad rusa, el paisaje en las fronteras se ensombrecía. Un ruido de botas llegado de Finlandia indicaba que las tropas suecas se preparaban para alguna operación. Durante la guerra ruso-turca, Suecia que hubiese debido intervenir y poner en dificultad a los ejércitos rusos abriendo un segundo frente no lo había hecho y, al tiempo, no sacaba ninguna ventaja del fin del conflicto. Pero Rusia estaba aún debilitada por esta guerra, y Suecia decidió aprovecharse y, mediante un golpe de fuerza en Finlandia, recuperar las tierras conquistadas por Pedro el Grande. Inquieto por estos movimientos de tropas de los que comprendía las intenciones, Osterman esperaba de Francia que moderase a Estocolmo, pero no quería solicitar abiertamente su mediación. El asunto fue discretamente abordado entre las dos Cortes cuando sobrevino el acontecimiento que iba a trastornar la política rusa, la muerte de la zarina Ana en noviembre de 1740.
Para los rusos, esto debía ser el fin de la dominación alemana, y en primer lugar el de Biren, a quien el pueblo llamaba «maldito alemán». Biren, consciente del odio que suscitaba, había anticipado el evento. A petición suya, la emperatriz le había nombrado regente del pequeño príncipe Iván de Brunswick[1]. Ella estaba entonces muy enferma e influenciable, pero lo decidió la víspera de su muerte, firmando este nombramiento que, en cuanto fue conocido, levantó la indignación de todo el país. ¿Cómo aceptar una decisión que tendría como consecuencia perennizar el reinado de los alemanes y que el país fuese así entregado a un extranjero, además herético, despreciado por todos y al que relaciones inconfesables unían a la difunta emperatriz? Enseguida aparecieron nombres de los herederos que podían reivindicar una legitimidad. Isabel, ante todo, a la que se mencionaba por todas partes. Pero también, si se quería terminar con los reinados femeninos poco conformes con la tradición nacional, el nieto de Pedro el Grande, Pedro de Holstein. Por esto, la solución querida por la emperatriz difunta no la sobrevivió apenas. Un complot, en el que los jefes de fila eran además alemanes, con Osterman y Münnich en cabeza, estalló el 17 de noviembre. Biren, que no sospechaba nada, fue arrancado de su sueño, detenido y exiliado a Siberia. El testamento de la emperatriz Ana fue rasgado, y la gran duquesa Ana Leopoldovna se vio confiar la regencia. El príncipe de Brunswick era nombrado generalísimo, Münnich devino Primer Ministro y Osterman conservó su título de vicecanciller. Al conocer el golpe de fuerza, tres regimientos creyeron que se habría dado para llevar a Isabel al trono y se precipitaron hacia su palacio. Constatando su error, se volvieron a sus cuarteles, muy decepcionados, pero el episodio no fue sin consecuencias. La idea de una sucesión reglada en beneficio de Isabel estaba lanzada, siguió su camino, y Francia iba a tomar en esto una gran parte.
Antes hay que considerar un acontecimiento que conmovió Europa y cambió una vez más el orden de las prioridades. Ocho días antes de que la emperatriz entregara el alma, el emperador se apagaba en Viena. Y un problema de sucesión se planteaba también allí. Por la Pragmática Sanción, el soberano había intentado garantizar los derechos de su hija, pero apenas desaparecido sus disposiciones fueron contestadas. El elector de Baviera reivindicaba la corona imperial y la totalidad de los Estados austriacos, el rey de Sajonia quería Bohemia y Federico de Prusia, no contento con exponer sus ambiciones, invadió Silesia sin declaración de guerra. El equilibrio de Europa, tal como había sido establecido por los tratados de Westfalia y Utrecht, se derrumbaría, salvo si las potencias intervenían, y estas potencias no eran otras que Francia y Rusia, garantes de la Pragmática Sanción. ¿Iban ellas a volar en socorro de María Teresa que acababa de tomar el título de reina de Hungría? ¿Iban a unirse para apoyar a María Teresa y salvar Austria? O, por el contrario, ¿se inclinarían ante las ambiciones de Federico II sacrificando así Austria? ¿Francia y Rusia no irían a darse la espalda y favorecer una a Viena y la otra a Berlín?
Desde el tiempo en que Richelieu la gobernaba, Francia había buscado siempre debilitar a la casa de Austria. Pero en 1740, la situación no era ya la misma. En España, los Borbones habían sustituido a los Habsburgo; en Oriente, Austria estaba de rodillas y Prusia era para ella un temible rival. ¿Tenía interés Francia en rebajar a esta potencia en declive? Un debate amortiguado se abrió. Fleury, consciente de estos nuevos equilibrios, aconsejaba al rey romper con la política anti-austriaca y apoyar a María Teresa. Esta elección presentaba según él dos ventajas. Francia podía ganar así los Países Bajos, y María Teresa lo daba a entender. Y detendría el aumento en potencia de Prusia. Podía, en fin, añadía Fleury, no suscitar la oposición rusa.
Pero el rey se dejó convencer, por jóvenes consejeros reunidos en torno al conde de Belle-Île, de que una política distinta permitiría debilitar a la casa de Austria. Había que apoyar las pretensiones del elector de Baviera al título imperial y aliarse con Federico II. Estas propuestas seducían al rey. Consciente del peligro, María Teresa se volvió hacia Rusia, pero su llamada no encontró allí eco. En primer lugar, porque Rusia estaba en una situación contradictoria, comprometida con los dos lados —con Viena por el tratado de 1726, y por la alianza firmada en tiempos de Pedro I con la casa de Brandeburgo y que acababa de ser renovada con Federico II—, ¿cuál de esas dos alianzas elegir? El clan alemán que rodeaba al indolente regente estaba dividido, el príncipe de Brunswick quería apoyar a la reina de Hungría mientras que Münnich, partidario de Federico II, preconizaba una cierta espera. Pero la hostilidad respecto a Münnich era tan violenta que prefirió dimitir. Así que el clan austriaco ganó en Petersburgo.
A consecuencia de la defección de Münnich, Austria recibió de Rusia una ayuda financiera y los treinta mil soldados previstos en el tratado de 1726. En el mismo momento, saliendo de su posición vacilante, Francia firmaba tratados de alianza con Prusia, Baviera y Sajonia. La esperanza de ver surgir una posición común franco-rusa para estabilizar Europa ya no existía. La ruptura sería agravada por la intervención de Inglaterra, que proponía a la casa de Brunswick garantizarle el trono de Rusia a cambio de su apoyo en la lucha contra Francia.
Hasta entonces Rusia había multiplicado las declaraciones de intención. No había tomado aún posición por Austria, contentándose con proclamar su respeto a los acuerdos y su voluntad de actuar para proteger un clima de paz.
En Versalles se comprende que la situación requiere iniciativa. Se sabe que es inútil intentar convencer a Petersburgo de abandonar a Viena. Los Brunswick ven en el apoyo de Austria el medio de asegurar la perennidad de su dinastía. Münnich ya no está allí para equilibrar la tentación austrófila, y Osterman, el hombre fuerte de la política extranjera rusa, declara: «El menor atentado contra territorios austriacos supondrá un golpe fatal para toda Europa». ¿Qué hacer para imponer a Rusia un cambio de orientación? Solución clásica, incitar a Suecia a abrir una crisis en las fronteras de Rusia. Estocolmo trepida de impaciencia y un estímulo, incluso muy discreto, bastó para desencadenar la acción. El 28 de julio de 1741, Suecia declara la guerra a Rusia con el pretexto de que «su ejército cruza la frontera para vengar las afrentas causadas al rey por los ministros exteriores que dominan Rusia y para liberar al pueblo».
Pero la intervención sueca no es más que uno de los aspectos de la respuesta imaginada en Versalles. El proyecto de derrocar a la pareja Brunswick y poner en el trono a la hija de Pedro el Grande se ha impuesto. La Chétardie, devenido su íntimo, asegura que ella es muy francófila y que este es el mejor medio de poner fin a la arrogancia de Rusia.
El complot fue sencillo de organizar. Los Brunswick son odiados, el equipo alemán no lo es menos y el país ha vuelto los ojos a la hija de Pedro el Grande. Además, Isabel se ha asegurado el apoyo del ejército, visitando los cuarteles, conversando con oficiales y soldados, se ha ganado muchos partidarios por su sencillez y su comportamiento cordial. Ciertamente, ella no tiene partido, pero tiene amigos, y sobre todo un médico de origen hanoveriano, Lestocq. Viendo que Isabel carecía de apoyos y dinero, él ha informado a La Chétardie que a su vez alertó a Versalles.
Pero la continuación fue a veces más complicada de poner en práctica. Suecia, favorable al proyecto, prometió su apoyo, pero pidió a cambio que Isabel se comprometiera a devolverle, una vez instalada en el trono, una parte de las provincias de orillas del Báltico conquistadas por Pedro el Grande. Francia apoyaba esta demanda. Fiel al recuerdo de su padre y comprometida con los intereses de su país, Isabel rechazó suscribir esta exigencia. Incluso se negó a dirigir por escrito una petición de ayuda al rey de Suecia como se le pedía, temiendo ser acusada de colusión con un país enemigo de siempre de Rusia. Se pueden comprender sus temores. Ella conocía la amenaza que pesaba sobre ella, el castigo tradicional aplicado a las princesas rebeldes o repudiadas, el convento de por vida. Isabel sabía que, si la regente descubría la conjura en curso, no dudaría en recurrir a eso y decidiría enclaustrarla para siempre. La Chétardie que la apremiaba a ceder a las exigencias suecas, agitaba también esta amenaza para convencerla de seguir sus consejos. En vano.
Los rumores de complot se iban extendiendo; los representantes austriacos e ingleses los hicieron llegar a la regente que convocó a Isabel. Un gran momento de hipocresía marcó el encuentro de las dos mujeres que se juraron mutuamente no tener ningún proyecto hostil a la otra. Pero ninguna de ellas se engañaba. La regente sabía que el tiempo apremiaba, que debía desembarazarse de Isabel cuanto antes para privar al complot de su razón de ser, e Isabel era consciente de ello. Todo se jugó en la noche del 24 al 25 de noviembre. Los ruidos de botas suecos en la frontera hacían suponer el envío de tropas, y en primer lugar la Guardia, contra ellos. Si la Guardia dejaba la capital, el golpe de Estado quedaría comprometido. Esa noche, pues, Isabel se dirigió al cuartel del regimiento Preobajenski, del que se había puesto el uniforme y, dirigiéndose a los guardias, proclamó: «¡Vosotros sabéis de quién soy hija!». Esta llamada bastó para levantar una tropa numerosa que la siguió al Palacio imperial. Rodeada de su tropa, sorprendió a la regente y su esposo acostados, los sacó de la cama y los hizo llevar con sus dos hijos en un trineo a un lugar secreto donde fueron puestos bajo buena guardia.
[1] Iván de Brunswick, quien será el zar Iván VI.