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I. EL EROTISMO Y EL AMOR COMO PRINCIPALES FUERZAS GENERADORAS DE LA NOVELA DEL ENCANTO DE LA INTERIORIDAD

En este capítulo me propongo llegar a varias posibles definiciones (como todas las definiciones —en el campo de las ciencias humanas y sobre todo en el arte y la literatura—, parciales, falibles, temporarias) de un tipo de novela que resolví designar como del encanto de la interioridad o, en su forma breve, del encanto (más adelante explicaré cómo he llegado a esta formulación), para oponerla a la novela radicalmente escéptica. Para precisar, para poner grandes puntos de referencia, me gustaría referirme a la novela de Gustave Flaubert La educación sentimental, ejemplo claro de novela radicalmente escéptica que el joven Lukács, todavía “metafísico” en su Teoría de la novela —escrita al principio de la Primera Guerra “Mundial” (entre 1914 y 1915)—, designaba como novela ejemplar del romanticismo de la desilusión (su tercer gran tipo del género novelesco, después de la novela del idealismo abstracto, ejemplificado por Don Quijote, y de la novela de educación —el Bildungsroman—, ilustrada por Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, de Goethe).

Como mi segundo gran punto de referencia estaría En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y sobre todo el último volumen de su larga obra, El tiempo recobrado, ejemplo claro, rotundo, de lo que considero una novela no escéptica, no flaubertiana, una novela del encanto de la interioridad. Los momentos perfectos, cuyo análisis es la meta de este último volumen de la obra de Proust, son un tipo de representación artísticamente lograda, perfecta también, del tipo de novela que trataré si no de definir, por lo menos de evocar con suficiente claridad.

La principal dificultad a la cual se enfrenta el relato, breve o largo (la novela), como también la condición humana (para usar la expresión de André Malraux) es, por supuesto, el tiempo, la duración, en el cual el carácter voluble del hombre se hace patente en figuras múltiples. Proust, obviamente, era extremadamente sensible al carácter voluble y destructor del paso del tiempo —es su problemática esencial—. En mi sentido, resolvió el problema objeto de este breve ensayo planteando la problemática de la ausencia histórica de valores —de todos los valores— en el primer tercio del siglo XX en Francia, en los siete tomos de su larga novela, siendo objetiva y detalladamente negativo, pero reservando para el último volumen las explosiones de los momentos perfectos. Los momentos perfectos son una suerte de diamantes, de joyas insertadas en el tejido banal de la vida, que constituyen lo que Alain Badiou (en Metafísica de la felicidad real [2015]) llama encuentros. Los momentos perfectos de Proust, o los encuentros de Badiou, transforman el individuo en sujeto, feliz, dichoso; el héroe de Proust (Marcel) experimenta la mágica eliminación del paso del tiempo destructivo, fuente de angustia por la anticipación inconsciente de la muerte, gracias a la conjunción extratemporal de dos momentos en el tiempo. El momento actual desencadena el mecanismo, maravilloso por su coincidencia —fuera del reino de la razón o la lógica—, automática, podría decirse, con un momento del pasado. El tiempo así abolido permite la vivencia de un momento perfecto bañado por una luz azul. Sin embargo, la vida no ofrece más que un número muy limitado de estos momentos perfectos, que son parte esencial pero muy escasa de la experiencia.

Para la crítica y la teoría literarias de final del siglo XX, el concepto de experiencia que aparece en la obra de Martin Jay, con el ejemplo de Cantos de experiencia ([2005] 2009), de Jacques Lacan (2005), con su concepto tardío del sinthome (véase Thurston [1996] 1997, 180-181), o en la obra de Julia Kristeva —así como la realidad que le corresponde, la vivencia— migra tardíamente, después de haber vencido el concepto de texto heredado de la preeminencia de la lingüística estructuralista formal como modelo para las ciencias humanas, entre las que se incluye el psicoanálisis lacaniano.1

La experiencia, por supuesto, puede ser vivida en distintas tonalidades, las unas violentas o negativas (el rojo, el negro), las otras soleadas (el naranja, el amarillo, el azul) y finalmente en tonos más neutros (el gris, el blanco). Optar por experiencias soleadas o azules es una opción, una toma de partido, cuyo origen, inconsciente o no consciente, puede ser muy difícil de descubrir. Por lo tanto, la novela del encanto de la interioridad tendría, en este momento, para mí, solo dos elementos firmes de definición.

Primero, este tipo de novela no es escéptico. Aquí, para explicar lo que entiendo por escepticismo recurro a la reflexión de Thomas Pavel en La pensée du roman (2003), publicado en español en 2005 con el título de Representar la experiencia. El pensamiento de la novela. Después de analizar la novela idealista premoderna —es decir, la novela bizantina, de caballerías, pastoril, entre otras— y moderna del siglo XVIII —como Pamela, de Samuel Richardson— y de recordar la existencia de una tradición escéptico-cómica en la antigüedad que luego vuelve a aparecer en el Renacimiento —con la obra de François Rabelais—, Pavel evoca brevemente en su libro el escepticismo radical de la novela de Flaubert. Pido, entonces, al lector apelar a sus recuerdos de las dos novelas centrales de Flaubert: Madame Bovary (1856) y La educación sentimental (1869), para entender la expresión de Pavel, que es realmente muy sencilla.

En Madame Bovary se expresa una concepción del hombre, de la vida, de la condición humana, muy sombría (calificada por Pavel de escéptica radical). Los personajes son todos, sin excepción, mediocres. Son seres ilusos, sin asomo de lucidez. Sus acciones, su vida entera, terminan en catástrofes (fracasos, suicidios, muertes tempranas). En La educación sentimental si bien las catástrofes son más medidas, menos radicales, son igualmente inevitables: el héroe central, Frédéric Moreau, enamorado durante toda su vida de una bella dama casada con quien se encuentra al principio de la novela, a los dieciocho años, al principio de su “educación sentimental”, sobre el barco que lo lleva a París, se espanta cuando la dama, veinte años después, viene a entregársele e imprudentemente suelta su cabellera ya totalmente blanca. Frédéric la rechaza y así culmina un “amor” de toda la vida. Hay otro final, igualmente patético y cruel, y que consiste en la evocación, entre Frédéric y su único amigo todavía vivo, de una aventura de su adolescencia, una incursión al prostíbulo de su pueblo natal. Frédéric, que llevaba el dinero necesario para entrar al lugar, se asusta y frustra la aventura. Lo que interesa aquí es el comentario de los dos amigos: esa aventura frustrada fue para ambos ¡lo mejor que les ofreció la vida! ¿Cómo calificar esta doble dimensión del desenlace? ¿Como escepticismo radical o como humor negro? En cualquier caso, la novela de Flaubert ofrece una visión muy poco amable, si no grotesca, de la vida, de la condición humana.

Y, segundo, el encanto de la interioridad, como una visión opuesta a la visión escéptica radical, se construye gracias a una decisión que tiene toda la apariencia de la espontaneidad, en la interioridad del novelista, como una suerte de mecanismo de defensa en contra de la proverbial “maldad del mundo”: el amor. André Comte-Sponville (2012) —en el aparte titulado “El amor y Dios” de su conclusión a la primera parte del libro, titulada “El amor”—, a pesar de declararse ateo, ve necesario dedicar dos páginas de su reflexión a la cercanía entre el amor y Dios, para concluir que

el amor […] no es Dios. Pero que lo hayan divinizado en la mayoría de las civilizaciones hasta hacer de Él el Dios único, en la nuestra, dice algo importante: que el amor es seguramente lo que, en el hombre, se parece más a Dios, lo que nos dio, tal vez, la idea de Dios y, para los ateos, lo que remplaza a Dios. (146; mi traducción)

Después de indicar otros límites que considera no pertinentes (el panteísmo, una religión, un humanismo), Comte-Sponville cierra este aparte retomando los tres elementos esenciales de la polisemia de la palabra amor en griego, sobre las cuales se centra el primer ensayo de su compilación:

Se trata de amar el amor, lo que no es sino un primer paso (amare amabam, nondum amabam [quería amar, aunque no amaba todavía], decía bellamente san Agustín), y luego de amar realmente: no se trata de gozar (eros), de regocijarse (philia) o de desprenderse (ágape). No se trata sino de amar y ser libre. (146)

Inmediatamente, Comte-Sponville se hace la pregunta que le han planteado con frecuencia: “¿De dónde viene el amor si no viene de Dios?” (146). Su respuesta es la siguiente:

Viene del sexo y de las mujeres. Viene del sexo (Freud: todo amor es sexual) pero sin reducirse a eso. Es lo que Freud llama la sublimación […]. Es porque el deseo se enfrenta a la prohibición, especialmente bajo la forma de la prohibición del incesto, que aquel se sublima, como dice Freud, en amor. Si no hubiera en nosotros esta pulsión sexual, si no hubiera en nosotros el deseo, no habría nunca amor. (107)

Entonces, el amor viene de la tensión conyugada del deseo, perteneciente al orden de la naturaleza y, por lo tanto, al orden universal, que se confronta a la ley de una cultura particular. A mí, sin embargo, el análisis de Comte-Sponville en este punto me parece incompleto, puesto que, en efecto, está comprobado que la ley de la prohibición del incesto existe en todas las culturas (para garantizar la exogamia, genética y económicamente ventajosa).

En todo caso, casi todos amamos el amor porque lo hemos “mamado” con la leche de la madre o su sustituto, lo que explica que el amor sea el valor supremo —como dice la canción de Edith Piaf, “sans amour on n’est rien du tout” (sin amor no somos nada)—. Pero la prohibición es también implacable: la frustración, la falta es insalvable. Freud afirma que el amor primigenio, el amor materno, está definitivamente en el pasado. Debemos, entonces, aprender a amar en otro lado, de otra manera.

Dice Julia Kristeva (1996) que se debe aceptar el duelo, la renuncia a ese amor primigenio, dador de vida, como una liberación que nos abre al ancho mundo:

Asumir el fracaso, levantar cabeza, abrir nuevas vías —eterno deslizamiento, salubre metonimia— y, siempre, alejándose del hogar natal, rehacer sin cesar, con nuevos objetos y signos insólitos, esta apuesta de amar-matar, que nos vuelve autónomos, culpables y pensantes. ¿Felices? En todo caso enamorados. (140; mi traducción)

Esta cita de Julia Kristeva es absolutamente extraordinaria y subraya no solo la necesidad de desprenderse del primer objeto de amor, la madre, sino la ambivalencia esencial de la afectividad humana, cuya aceptación significa la posibilidad del pensamiento, así como de la autonomía. El precio por pagar es la culpabilidad, que es inevitable. Vemos claramente indicada en el texto de Kristeva esa ambigüedad esencial del encanto. Entendemos también que la tentación de levantar barreras para proteger el tesoro es grande. La sabiduría popular dice: “Para vivir felices, vivamos ocultos”.

El encanto como posición caracteriza, en todo caso, una franja importante de la axiología2 de la narrativa burguesa en Europa en los siglos XVIII y XIX, durante el periodo máximo de la expansión burguesa, marcada entonces tanto por la ambivalencia como por una afirmación tan rotunda como prosaica: “Debemos cultivar nuestro jardín”, conclusión de Voltaire en su novela, escrita entre 1759 y 1760, Candide o el optimismo.

Solo quisiera dar tres ejemplos esenciales de esta axiología burguesa central: la novela de Voltaire, Candide, que acabo de mencionar, con su moraleja cultivemos nuestro jardín (¿moraleja cándida, también, si viene de un cortesano?, las contradicciones y las ambivalencias abundan en nuestra problemática, como ya lo vimos); la novela Middlemarch (escrita entre 1871 y 1872), de George Eliot, y, para terminar, en este capítulo, El tiempo recobrado, de Marcel Proust.

Middlemarch, de George Eliot: novela femenil y del encanto

La novela de George Eliot es, para nosotros, excepcionalmente interesante y se acompaña de un comentario de la autora que puede constituir la definición de un segundo tipo de encanto, después del encanto de Candide y antes del encanto de El tiempo recobrado. Permítanme, entonces, en primer lugar, un relativamente largo (y solo aparente) rodeo por algunos apartes de Middlemarch, novela que considero el centro del periodo tratado en este primer capítulo, así como de su axiología esencial. En realidad, se trata de definir una de las primeras etapas históricas de ese repliegue hacia el refugio de la interioridad que veo en la reflexión de George Eliot, en esta obra además claramente marcada por una posición femenil.3 Lo femenil, a pesar de la misoginia marcada de la ideología burguesa, empieza a penetrar esta axiología a partir de lo que Jacques Rancière llama el régimen estético. La claridad de mi texto exige aquí, antes del análisis de algunos apartes de Middlemarch, una breve exposición de este concepto de Rancière.

El filósofo y analista literario elabora esa concepción en su obra, breve pero revolucionaria, El inconsciente estético (2001). En los capítulos primero y tercero, Rancière ofrece una hipótesis esencial a mi planteamiento en este ensayo. En el primer capítulo, titulado “Del psicoanálisis del arte al inconsciente estético”, establece claramente la utilidad para el filósofo, el esteta (y no el psicoanalista), de la teoría psicoanalítica: no se trata “de la aplicación al campo estético de la teoría freudiana [o lacaniana] del inconsciente” (2001, 9; mi traducción); ni tampoco se trata de “psicoanalizar a Freud”. Le interesa “saber lo que [las figuras literarias y artísticas escogidas por Freud] prueban y lo que les permite probarlo” (10).

Rancière concluye que estas figuras

son los testimonios de la existencia de cierta relación entre el pensamiento y el no-pensamiento, de cierto modo de pensamiento en la materialidad sensible. De lo involuntario en el pensamiento consciente y del sentido en lo insignificante. […] si la teoría psicoanalítica del inconsciente es formulable “en cierto momento histórico” es porque existe ya, fuera del terreno propiamente clínico, cierta identificación de un modo inconsciente del pensamiento, y el terreno de las obras del arte y de la literatura se define como el campo de efectividad privilegiada de este inconsciente. (11)

Pero, para seguir con su reflexión, Rancière debe precisar lo que entiende por estética. No se trata de la “ciencia o la disciplina que se ocupa del arte”, como es el sentido tradicional, banal, de la palabra, sino de “un modo de pensamiento que se despliega a propósito de las cosas de pensamiento. […] es un régimen histórico específico de pensamiento del arte” (12). El filósofo subraya que este uso de la palabra estética es reciente y remite a la Estética de Baumgarten (publicada en 1750); esta palabra

designa el campo del conocimiento sensible, de este conocimiento claro, pero todavía confuso que se opone al conocimiento claro y distinto de la lógica […]. [La estética] es una configuración específica del campo del arte […], es una transformación del régimen de pensamiento del arte. (Rancière 2001, 12-14)

En el capítulo tercero, titulado “La revolución estética”, Rancière afirma que el régimen estético se constituye como una revolución en el campo de la literatura y de las artes, que reemplaza al régimen representativo (anterior a la segunda mitad del siglo XVIII), racional, aristotélico, del clasicismo francés (que se ubica entre 1650 y 1750, aproximadamente). En el régimen representativo, el pensamiento es la “acción que se impone a una materia pasiva” (25), y que obedece a reglas que trascienden la obra misma.

La revolución estética que da paso a un nuevo régimen, al régimen estético, es “la abolición de un conjunto ordenado de relaciones entre lo visible y lo decible, el saber y la acción, la actividad y la pasividad”. Este conjunto ordenado es remplazado por “cierto salvajismo existencial del pensamiento en donde el saber se define no como el acto subjetivo de captación de una idealidad objetiva, sino como cierta afección, una pasión y hasta una enfermedad de lo vivo” (26).

Por eso, este régimen se caracteriza por la “identidad de los contrarios [con la cual] la revolución estética define lo propio del arte […]. La obra depende de su propia ley de producción y es en sí misma su propia prueba”. Se trata de “una producción no condicionada” y que, sin embargo, es de una “absoluta pasividad” (27). Reconocemos aquí las características principales del discurso romántico que surge de una interioridad, que no obedece a ninguna regla, ni de concepción ni de expresión, y que desembocará, en el siglo XX, en las obras de James Joyce, de Dadá y del surrealismo (con su característica escritura automática), con un discurso totalmente ajeno a una organización racional.

Después de esta aclaración acerca del régimen estético de Rancière, analicemos ciertos apartes de Middlemarch. En el “Preludio”, encontramos una introducción a la heroína —problemática, diría Lucien Goldmann, que actualiza así el metafísico concepto de héroe demónico del joven Lukács—, que vive en un periodo de expansión de la democracia inglesa, de los centros de poder hacia la provincia y la periferia, en las décadas de 1820 y 1830. Esta heroína, Dorothea Brooke, se define en contraste con santa Teresa de Ávila, la reformadora de los conventos de las Carmelitas en el siglo XVII en España, cuya vida es presentada aquí como heroica. Dice Eliot:

La naturaleza apasionada, focalizada en ideales elevados de Teresa, exigía una vida épica […]. Encontró su epos en la reforma de una orden religiosa […]. En los trescientos años siguientes, estos ideales épicos no desaparecieron y muchas Teresas nacieron, pero ya no encontraron ninguna vida épica posible […], tal vez solo una vida de errores, fruto de cierta grandeza espiritual inadecuada a la mediocridad de las oportunidades; tal vez un fracaso trágico que no encontró un poeta sagrado para ser contado y se hundió sin lágrimas, en el olvido. ([1871-1872] 1992, 1-2; mi traducción)

En efecto, para “estas Teresas nacidas muy tardíamente, no hubo la ayuda de un orden social coherente que pudiera cumplir la función de conocimiento para un alma ardiendo de voluntad” (2). Y por eso, así concluye George Eliot el “Preludio”, “se dieron vidas llenas de errores, debido a la indefinición muy inconveniente con la cual el poder supremo diseñó las naturalezas de las mujeres”. Desafortunadamente, si bien “aquí y allá un polluelo de cisne es arreado, con malestar, dentro del grupo de paticos sobre el lago oscuro […], nunca encuentra la corriente viva de compañerismo con su propia clase de patas palmadas” (2).

Sin embargo, esta visión desesperada de la condición de los idealistas que, como el personaje Dorothea, viven en una sociedad banal, en la cual se ausentan cada vez más los altos ideales, se matiza en el “Final”. Allí, George Eliot afirma que

los actos que determinaron su vida no habían sido idealmente bellos. Eran el resultado mezclado de un joven y noble impulso que luchaba dentro de las condiciones de un medio social imperfecto, en el cual los sentimientos elevados tienen con frecuencia la apariencia del error, y una gran fe, el aspecto de una ilusión […]. Una nueva Teresa ciertamente no tendría la oportunidad de reformar la vida de un convento, y tampoco una nueva Antígona de usar su heroica piedad para enfrentarse a todo para dar un funeral a su hermano: el medio en el cual sus hechos ardientes tomaron forma se fue para siempre. Su naturaleza plena […] se regó en canales que no tienen grandes prestigios en la tierra. Pero el efecto de su ser sobre las personas que la rodearon se difundió de manera incalculable: la expansión del bien en el mundo depende parcialmente de actos no históricos; y si las cosas no van tan mal para usted y para mí como pudieran haberlo hecho es en parte gracias a la gente que vivió con fe una vida oculta y que descansa en tumbas que nadie visita. (760-766)

Tenemos aquí, en este final, el planteamiento medido y sutil de una axiología burguesa decimonónica de lo que llamo encanto: el ideal de una vida discreta, oculta, pero satisfactoria para el ser y beneficiosa para la sociedad y el mundo.

Esta posición definía ya a la novela Candide o el optimismo, de Voltaire (1759-1760), obviamente con matices diferentes. Tenemos así dos textos, uno inglés y otro francés, característicos de la ficción en la modernidad europea, con una concepción amable de la condición humana. Esto no quiere decir que no hay, al lado de esta concepción relativamente amable, en su conclusión, un juicio más negativo de la condición humana, sino que nuestra reflexión se sitúa en oposición a la reflexión de la novela radicalmente escéptica (el modelo aquí, recordémoslo, es la novela de Flaubert). Esta reflexión analiza una novela que llamo del encanto, a sabiendas de que entre los dos extremos posibles están todas las obras que Thomas Pavel (2005) llama de síntesis y de que no hay obra literaria (y tampoco condición humana) totalmente positiva, ni siquiera en la posición del idilio, que es radicalmente idealista.

El idilio es una posición incompatible con la posición del encanto, justamente por su idealismo extremo: la posición del encanto se define tanto por el rechazo del mundo como por la posibilidad (que no es garantía) de la felicidad. Esta felicidad es consecuencia de una organización de la vida en un espacio propio, de dimensiones reducidas, lejos del mundanal ruido, según la feliz expresión de fray Luis de León, poeta del siglo XVI español, y que sirve de título en español para la cuarta novela de Thomas Hardy: Far from the Madding Crowd (1874). En esta novela, la multitud del mundo es evocada como enloquecedora: estar lejos de esta multitud, en un lugar cerrado, limitado, pequeño, privado, es el ideal. El poema de Alphonse de Lamartine de 1820 titulado “El vallecito” (“Le vallon”) es el ejemplo perfecto, la encarnación pura, del lugar ideal en este tipo de visión de mundo, característica del primer romanticismo europeo.

La novela de Hardy es una referencia contemporánea de Middlemarch, de Eliot. Aunque su mensaje es bastante diferente del mensaje de la novela de Eliot, vemos en ella los grandes rasgos de la axiología burguesa de un periodo intermedio, marcado por una ideología romántica, en Europa occidental (Inglaterra y Francia, principalmente). Este periodo es ampliamente definido por una frontera superior y una frontera inferior: 1750 y 1930, respectivamente; es decir que se ubica entre la modernidad temprana (16001750) y la modernidad tardía (1930-hoy).4

Estos son los rasgos, a su vez, del género dominante en este amplio lapso: la novela. Este género toma formas muy diversas y, entre estas, señalo un tipo específico, a su vez múltiple, cuya dimensión afirmativa, positiva, y cuyo origen en un tipo particular de erotismo son característicos: la novela que se aparta del escepticismo radical flaubertiano, la novela del encanto de la interioridad.

La axiología burguesa en Candide o el optimismo, de Voltaire

La novela Middlemarch, ya presentada en su axiología esencial, se sitúa, aproximadamente en el centro de la modernidad burguesa (1750-1930). Me centraré ahora, para precisar las características del periodo, en un breve análisis de Candide o el optimismo, de Voltaire, publicado por primera vez en 1759, con adiciones posteriores. Candide tiene, de manera clara y muy afirmativa, una axiológica sencilla y positiva relacionada con el pensamiento (burgués de segunda o tercera generación) de su autor, Voltaire (1694-1778): no preocuparse de asuntos “metafísicos”, no meterse con los asuntos de los poderosos (lo que trae grandes desgracias), contentarse con un trabajo modesto, cultivar nuestro jardín. En la “Conclusión” (capítulo 30) de la obra, los tres héroes (el filósofo metafísico Pangloss, el héroe ingenuo y pasivo Candide y Martin el hombre promedio) “se encontraron con un buen viejo que tomaba el fresco frente a su puerta, bajo un techo de naranjales” (Voltaire [1759] 1861, 153; mi traducción). El anciano y su familia, dos hijos y dos hijas, en perfecta simetría, representan en esa conclusión de la novela el modelo de la sabiduría y del buen vivir, que consiste en no ocuparse de los asuntos ajenos y mucho menos de los asuntos de los poderosos. A Pangloss, quien, curioso como siempre, le pregunta acerca de un muftí, un privilegiado, que acaba de ser ahorcado por una turba popular en Constantinopla, el anciano le contesta:

Ignoro totalmente la aventura de la cual me está hablando; en general presumo que los que se ocupan de los asuntos públicos acaban a veces miserablemente; pero nunca me informo de lo que se hace en Constantinopla; me contento con mandar vender allí los frutos del jardín que cultivo. (153)

Este anciano les ofrece a los paseantes sorbetes de su fabricación, una abundancia de frutas, exóticas para sus invitados franceses (naranjas, limones, piñas, pistachos), y café moca. Después, “las dos hijas de este buen musulmán perfumaron las barbas de Candide, de Pangloss y de Martin” (154). Candide le pregunta al turco acerca de sus tierras, que presume vastas y magníficas. El anciano contesta que no tiene sino veinte arpendes (medida mínima de tierra, muy modesta) y que los cultiva con sus hijos. Finalmente enuncia el meollo de su sabiduría (y la receta de la felicidad): “El trabajo aleja de nosotros tres grandes males: el aburrimiento, el vicio y la necesidad” (ibíd.). Enseguida los tres amigos sacan conclusiones del discurso del anciano. Los dos sabios (Pangloss no puede evitar caer en el discurso vacío) resumen los implícitos de las afirmaciones del turco. Para Candide son dos verdades. Le parece, en primer lugar, que “este buen anciano se ha labrado una suerte mucho mejor que la de los seis reyes con los cuales hemos tenido el honor de cenar”; y, en segundo lugar, formula la moral de la historia: “Debemos cultivar nuestro jardín”. Martin, el hombre común, enuncia la regla de vida esencial: “Trabajemos sin razonar, es la única manera de hacer soportable la vida”.

Finalmente, todo termina bien: la receta de Martin (meollo de la sabiduría burguesa, centrada en el trabajo) se pone en práctica entre el grupo de amigos:

Toda la pequeña sociedad abrazó este loable propósito; cada uno empezó a ejercer sus talentos. El pequeño terreno produjo mucho. Cunégonde era en verdad muy fea; pero resultó ser una excelente pastelera; Paquette bordaba; la vieja se ocupaba de la ropa. (Ibíd.)

Candide corta la palabra a Pangloss, especialista de los discursos metafísicos y verbosos, reiterando: “Debemos cultivar nuestro jardín”. Es decir, debemos sacar todo el provecho posible de nuestro pequeño espacio propio: allí está la felicidad posible y la medida justa de la satisfacción que se puede lograr en la tierra.

Esta fórmula es el meollo del tipo central de la axiología de la burguesía triunfante en el centro de Europa, entre 1750 y, como lo dije, 1930. Para terminar y justificar este límite inferior del periodo dibujado, señalaré aquí una última variante histórica de la forma del encanto, en donde el novelista mismo se propone, en su texto, descubrir y analizar el origen íntimo de esta forma. Esta variante se encuentra en El tiempo recobrado, último momento de la larga obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, publicada entre 1913 y 1927.

Los momentos perfectos en El tiempo recobrado, de Marcel Proust

Proust se refiere a su experiencia íntima esencial, la experiencia que da sentido a su vida y a su obra, como a momentos perfectos. Estos momentos y su amplia descripción y análisis son el objeto no solo de El tiempo recobrado, sino la meta de toda la novela: son el modo de recobrar el tiempo. Si bien los volúmenes anteriores de En busca del tiempo perdido son novelas críticas que muestran que en el mundo el amor verdadero no existe (Un amor de Swann) y tampoco la amistad ni, en general, ningún sentimiento genuino; si bien los momentos perfectos son pocos y no duran (están fuera del tiempo), para Proust, estos justifican la vida y producen una felicidad absoluta y una plenitud sin falla. A su vez, el análisis y la explicación de estos momentos perfectos, en El tiempo recobrado, son la dimensión propiamente estética de la obra: tenemos aquí un cuestionamiento del realismo en la novela o, mejor, una ilustración de la oposición establecida por Jacques Rancière, a nivel conceptual, entre un régimen mimético (racionalista, realista) y un régimen estético (cuya ilustración y explicación se encuentra, de manera muy amplia, magnífica, insuperable, aquí, en el texto de Proust). Voy a tratar de sintetizar este texto magistral, que no se presta realmente a la síntesis. Pero por su brevedad, este ensayo, sin embargo, exige la síntesis.

El análisis de los momentos perfectos, de la verdadera experiencia humana central y tema sustancial de una genuina creación estética, empieza en la página 219 de mi edición para concentrarse en las sesenta páginas siguientes: corazón y cerebro de En busca del tiempo perdido, en su conjunto, y, a la vez, su punto de llegada en El tiempo recobrado.

En primer lugar, el narrador en primera persona cuenta cómo llega en carruaje a una matinée musical, en la casa de la princesa de Guermantes, gran aristócrata parisiense. El narrador anota el primer elemento de su análisis: “El cansancio y este aburrimiento” que lo acompañaron, solo, en la víspera, en un viaje en tren de regreso a París; su esfuerzo de novelista potencial por fijar “la línea que, en uno de los campos considerados más bellos de Francia, separaba, sobre los árboles, la sombra de la luz” (Proust [1927] 1954, 219; mi traducción). Se trata del tipo de esfuerzo que Rancière señalaría como característico del régimen mimético o realista y que Proust, aquí, designa como si llevara a simples “conclusiones intelectuales”, poco reconfortantes e incluso deprimentes, mas no a la creación literaria, exaltante.

Al siguiente día, el de la matinée, con la expectativa de un momento de esparcimiento, en compañía de antiguas relaciones o amigos, el protagonista experimenta “un vivo placer”, pero no se hace ilusión: renuncia, después de la experiencia de la víspera, a ser un gran novelista o, simple-mente, un novelista. No le quedan, entonces, sino estos tipos de “placeres frívolos” de un mundano. Piensa que no hay razón para renunciar a estos, ya que él no sirve para algo más valioso, más elevado, como lo constató con una decepción mayúscula:

Tenía ya la prueba de que no servía para nada, que la literatura ya no podía causarme ninguna dicha, bien sea por mi culpa, porque no tenía talento, bien sea por la suya, si ella era mucho menos cargada de realidad de lo que había creído. (220)

El narrador concluye: “¡Qué poca dicha en esta lucidez estéril!”. Y sigue: “En cuanto a las dichas de la inteligencia, ¿podía llamar así estas frías constataciones que un ojo lúcido o mi razonamiento correcto producían sin ningún placer y se mantenían infecundas?” (220). Así, en este momento, se observa cómo está planteada la problemática: la dicha que procura la literatura en el creador no viene ni de la lucidez ni de la capacidad de un razonamiento correcto. Las frías constataciones no la generan.

Pero cuando todo parece perdido para él, casualmente, la puerta de la plenitud se abre: un movimiento reflejo para evadir un vehículo le procura una dicha que hace que se desvanezca instantáneamente el descorazonamiento que le embargaba por la constatación de la inutilidad de su vida. Ya había experimentado este tipo de dicha, en diversas épocas de su vida: con la vista de árboles que creyó reconocer durante un paseo en coche alrededor de la pequeña ciudad costera de Balbec; con la vista de los campanarios de otra localidad, Martinville; al probar el sabor de una magdalena mojada en una infusión. Y en muchas otras ocasiones, “como por encanto […], sin que haya hecho ningún razonamiento nuevo, encontrado argumento decisivo alguno, las dificultades, insolubles hace poco, habían perdido toda importancia […], toda inquietud acerca del porvenir, toda duda intelectual, se había desvanecido” (221).

Y así como en el pasado “había postergado la búsqueda de las causas profundas” de estas vivencias inesperadas de una dicha plena, total, ahora el narrador está “absolutamente decidido a no resignar[se] a ignorar por qué”. Pero antes de buscar la causa de esta dicha, precisa las sensaciones que la acompañan: “Un azul profundo embriagaba mis ojos, impresiones de frescura, de deslumbrante luz se arremolinaban alrededor mío” (220). Piensa que repitiendo el gesto que provocó las maravillosas sensaciones, focalizándose en estas sensaciones y no en el movimiento material que las disparó (se tropezó involuntariamente contra unos adoquines mal alineados en el patio del hotel particular de los Guermantes), la visión maravillosa se repetirá. Y así será, pero solo brevemente.

Lo que quiere es “resolver el enigma de felicidad”, planteada por la repetición de la emoción sentida en Venecia, cuando tropieza sobre unos adoquines desiguales del baptisterio de San Marcos y que le había dado una dicha semejante a una certeza y suficiente, sin más pruebas, “para hacer que la muerte me pareciera indiferente” (222). Esta vivencia, totalmente fortuita e inesperada, pertenece a lo que es fundamental y particular para el escritor, lo que justifica su obra y su existencia, aquello que las hace bellas y significativas, lo que las hace pertenecer al régimen estético (Rancière 1998).

Proust se declara resuelto a encontrar la solución al enigma que se le plantea nuevamente, luchando contra la tendencia común a “pasar el papel que representamos antes de la tarea interior que tenemos que hacer” (217). Felizmente el mismo tipo de dicha se repite muy pronto cuando un empleado de la princesa trata, infructuosamente, de no hacer sonar una cuchara contra un plato durante el concierto, produciendo un sonido idéntico al escuchado durante la parada del tren, la víspera, cuando el pretendiente a novelista se esforzaba por describir la línea de separación entre la luz y la sombra en una fila de árboles (esfuerzo en vano, puesto que el espectáculo es aburrido, así como su descripción por el novelista potencial).

Luego se multiplican los “signos” (223) del mecanismo, involuntario y misterioso, que lo llena de dicha: mientras sigue esperando en la biblioteca para no interrumpir el recital, el mayordomo de la princesa le trae una colación, acompañada de una servilleta almidonada, “que tiene exactamente el tipo de tiesura y de almidonado que la toalla” con la cual pudo, a duras penas, secarse a su llegada a Balbec, hace tiempo. Con esta coincidencia de sensaciones separadas por un largo periodo de tiempo, surge de nuevo la dicha:

Y no solo disfrutaba de estos colores, sino de todo un instante de mi vida que los sostenía y que, sin duda, había sido aspiración hacia ellos, pero que algún sentimiento de cansancio o de tristeza me había impedido disfrutar en Balbec, pero que ahora, limpiado de lo que hay de imperfecto en la percepción exterior, puro y desencarnado, me hinchaba de alegría. (224)

Finalmente, Proust llega a “la causa de esta felicidad, del carácter de certeza con el cual se imponía” (226). Permítanme citar el pasaje maravilloso en donde encuentra la causa de esta dicha, cuyo descubrimiento fue tan postergado, y que no es otra sino la abolición del tiempo, el tiempo recobrado:

En efecto, esta causa la adivinaba comparando estas diversas impresiones felices, que tenían en común que las experimentaba a la vez en el momento actual y en un momento alejado en el tiempo, de tal manera que el pasado traslapaba el presente y me hacía dudar en cuanto a en cuál de los dos me encontraba; de hecho, el ser en mí que disfrutaba de esta impresión, la disfrutaba en lo que tenía en común en un día antiguo y ahora, en lo que tenía de extratemporal, era un ser que no aparecía sino cuando, por una de estas identidades entre el presente y el pasado, podía encontrarse en el único medio en el cual pudiese vivir, disfrutar de la esencia de las cosas, es decir, fuera del tiempo. Esto explicaba que mis inquietudes acerca de mi muerte hubieran cesado en el instante mismo en el que había reconocido inconscientemente el gusto de la pequeña magdalena, ya que, en este momento, el ser que había sido era un ser extratemporal y, en consecuencia, no preocupado por las vicisitudes del porvenir. Este ser nunca había venido hacia mí, nunca se había manifestado sino fuera de la acción, fuera del disfrute inmediato, cada vez que el milagro de una analogía me había hecho escapar del presente. Solo él tenía el poder de hacerme recobrar los días antiguos, el tiempo perdido, ante el cual los esfuerzos de mi memoria y de mi inteligencia fracasaban siempre. (226-227)

Pero Proust quiere ir mucho más allá de la dicha, de la plenitud personal momentánea (aunque esta plenitud de los momentos perfectos es la única justificación, además del disfrute, de la vida y la única manera de evadir la angustia de la muerte) para plantear la problemática estética. En efecto, no se trata solo de revivir un momento del pasado, sino de

mucho más, tal vez; algo que, común al pasado y al presente, es mucho más esencial que ambos. Tantas veces, a lo largo de mi vida, la realidad me había decepcionado porque, en el momento en que la percibía, mi imaginación, que era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía aplicarse a ella, en virtud de la ley inevitable según la cual no se puede imaginar sino lo que está ausente. Y, de pronto, el efecto de esta dura ley se veía neutralizado, suspendido, por un expediente maravilloso de la naturaleza, que había hecho brillar una sensación —ruido del tenedor y del martillo, mismo título del libro, etc.— a la vez en el pasado, lo que permitía a mi imaginación disfrutar de ella, y en el presente en donde el estremecimiento efectivo de mis sentidos por el ruido, el contacto de la tela, etc., había agregado a los sueños de la imaginación aquello de lo cual están habitualmente desprovistos, la idea de existencia y, gracias a este subterfugio, había permitido a mi ser obtener, aislar, inmovilizar —la duración de un rayo— lo que nunca aprehenda: un poco de tiempo en estado puro. El ser que había renacido en mí, con semejante estremecimiento de dicha, cuando había oído […], ese ser no se nutre sino de la esencia de las cosas, solo en esta encuentra su subsistencia, sus delicias. Languidece en la observación del presente en donde los sentidos no pueden aportarle, en la consideración de un pasado que la inteligencia reseca, en la espera de un porvenir que la voluntad construye con fragmentos del presente y del pasado, a los cuales le quita todavía más de su realidad, no conservando de ellos sino lo que conviene al fin utilitario, estrechamente humano, que les asigna. Pero si un ruido, un olor, ya oído o respirado hace tiempo, vuelve a serlo, a la vez en el presente y en el pasado, reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, inmediatamente la esencia permanente y generalmente escondida de las cosas se ve liberada y nuestro verdadero yo, el cual parecía muerto, a veces desde hacía mucho tiempo, pero no lo era completamente, se despierta, se anima, recibiendo el celeste alimento que le llega. (228)

El texto de Proust no solo establece claramente, en un nivel filosófico, el aporte particular (estético) de la literatura, sino que subraya, como segundo punto, la dicha, la plenitud de felicidad, el disfrute absoluto que es susceptible de aportar al escritor (quien lo transmite al lector, de manera concreta). Adicionalmente, se propone, como tercer punto, profundizar en las múltiples relaciones que se establecen, en el proceso, entre disfrute y dolor; elementos opuestos, pero necesariamente interrelacionados de múltiples maneras. Estas relaciones, de carácter complejo, entre lo positivo y lo negativo son también relaciones entre lo masculino y lo femenino, no solo en el texto literario (lo estético), sino en el ser humano (lo ético). De esta manera, Proust se acerca así a las revelaciones de una nueva disciplina en pleno desarrollo, mientras él escribe su obra: el psicoanálisis.

Estoy sugiriendo así la existencia de una línea de novelas marcadas por la búsqueda del polo positivo en la experiencia del ser humano y en sus productos estéticos evocada, hasta ahora en mi propuesta, por Candide, de Voltaire (siglo XVIII); Middlemarch, de George Eliot (siglo XIX); Lejos del mundanal ruido, de Thomas Hardy (siglo XIX), y El tiempo recobrado, de Proust (durante el primer tercio del siglo XX), pero en la cual retrocederé más adelante, para evocar el arte de Henry James y seguir, cronológicamente, con las novelas de Virginia Woolf (La señora Dalloway, de 1930) y Marguerite Duras (El encanto de Lol V. Stein, de 1964). No quiero olvidar ni la experiencia de la dicha y la plenitud, ni la experiencia de la negatividad y el dolor, ni la dimensión estética, ni la mezcla entre lo masculino y lo femenino, solo temo el desarrollo incontrolable de la problemática, pero espero así renovar a mi manera, desde mi punto de vista particular (como mujer, francesa, relativamente arraigada en Colombia y con una larga experiencia), la reflexión sobre la novela, nutrida de las ideas del joven Lukács, de Theodor W. Adorno, de Lucien Goldmann, de Julia Kristeva, de Thomas Pavel, de Jacques Rancière y de Alain Badiou. Por lo pronto, en este capítulo, me falta evocar la reflexión de Proust sobre la función y el lugar del dolor y de la negatividad, en su novela.

En El tiempo recobrado, Proust se propone elaborar la manera como “la obra a la cual nuestras penas han colaborado puede ser interpretada […] a la vez como un signo nefasto de sufrimiento y como un signo feliz de consuelo” (266). Un ejemplo de este proceso, planteado en una nota de la página 268 y aparentemente alejado del texto, es, de hecho, absolutamente central para la obra. Se trata de lo que Proust llama “estos grandes dolores útiles”, que no faltan en la vida y que, por el dolor de los celos, por ejemplo, permiten acceder de “un insignificante deseo físico” a la plenitud, a la dicha del amor (por supuesto, hasta que, a través del matrimonio —Un amor de Swann— volvamos a la indiferencia inicial: hay mucho humor, si no mucho cinismo, o realismo, en la obra de Proust, también). Citemos la nota:

En amor, nuestro rival feliz, es decir, nuestro enemigo, es nuestro bienhechor. A un ser que no excitaba en nosotros sino un insignificante deseo físico agrega inmediatamente un valor inmenso ajeno a él, pero que confundimos con él. Si no tuviéramos rivales, el placer no se transformaría en amor. (268)

Más adelante, Proust afirma que:

Las ideas son los sucedáneos de las penas; en el momento en que estas últimas se transforman en ideas, pierden una parte de su acción nociva sobre nuestro corazón e incluso, en este primer instante, la transformación misma descarga súbitamente la dicha. (269)

Para precisar el mecanismo de la transformación de un afecto en otro y el paso, casi instantáneo, de la dicha a la desdicha (y viceversa), es decir, el carácter voluble del ser humano, cuando no es controlado, sometido, por las axiologías sociales, Proust agrega:

En cuanto a la felicidad, esta no tiene, casi, sino una utilidad: volver la desgracia posible. Es necesario que, en la felicidad, formemos lazos bien dulces y bien fuertes de confianza y cercanía para que su ruptura nos cause el desgarre tan valioso llamado desgracia. (271)

Una nueva definición del erotismo: “gozar del deseo”

Después de estos análisis de antecedentes históricos de formas particulares del encanto en la novela europea de los siglos XVIII y XIX, en donde la sistematización psicoanalítica de la problemática no surge todavía, vuelvo a considerar el planteamiento de André Comte-Sponville. Se trata del planteamiento de un filósofo contemporáneo particularmente sensible a las dos temáticas centrales del psicoanálisis: la sexualidad y el amor. De manera algo curiosa, cuando el filósofo decide el ordenamiento de los tres ensayos que componen su libro —“El amor”, “Ni el sexo ni la muerte (filosofía de la sexualidad)” y “Entre la pasión y la virtud (sobre la amistad y la pareja)”, además de dos apéndices muy sustanciales (uno sobre Blaise Pascal y otro sobre Simone Weil)— acerca de problemáticas, si bien divergentes, bastante complementarias, resuelve, en primer lugar, considerar no tanto la sexualidad, sino el erotismo y, en segundo lugar, empezar la reflexión con su compleja problemática del amor, en sus tres vertientes (eros, philia y ágape).

Lo aclaro, porque deseo ir directamente al punto del texto que me permite argumentar mi hipótesis propia acerca de las principales fuerzas generadoras de la novela del encanto de la interioridad. Ya hemos visto, a través de la reflexión de George Eliot, que la toma de posición de la novelista es el fruto de dos fuerzas opuestas: la fuerza de la axiología dominante de su época y la fuerza de la inconformidad en su personalidad, que tiende hacia el ideal y se constituye en un flujo de bondad, de positividad, susceptible de producir, a la larga y con otros flujos, cambios positivos tanto en seres humanos particulares como en conjuntos sociales. Volvamos ahora a la problemática del erotismo (y no de la sexualidad, ni del amor, ya lo he planteado brevemente) como fuerza generadora de la novela del encanto. Para esto, ya he recordado un aporte importante de Julia Kristeva ([1996] 1998), y que analizaré largamente más adelante. Por el momento, voy a seguir con la reflexión de Comte-Sponville de la segunda parte de su libro Ni el sexo ni la muerte. Tres ensayos sobre el amor y la sexualidad (2012). El segundo capítulo de este ensayo se refiere al discurso de algunos filósofos sobre la sexualidad: Platón, san Agustín, Montaigne, Schopenhauer, Feuerbach, Nietzsche, Kant. Pero no es la sexualidad la meta de su propuesta, ni siquiera la filosofía de la sexualidad, sino el erotismo (225-265).

Del erotismo no son tampoco las versiones negativas (la violación, la prostitución, la pornografía, el erotismo como transgresión, versiones evocadas entre las páginas 226 y 234) a las cuales quiere llegar. Comte-Sponville quiere llegar justamente a un punto de la problemática, cuya formulación me parece muy novedosa y plenamente satisfactoria, a la cual me adhiero totalmente, y a la cual quiero llegar también como la formulación más adecuada para definir la principal fuerza generadora de la novela del encanto. El término amor, en efecto, es demasiado vago, polisémico y usado sin reflexión en todos los contextos, como para ser susceptible de corresponder, para cada persona particular, a una experiencia propia, irrepetible, si no inefable.

Ese punto es el último del capítulo tercero, titulado “El erotismo”, de la segunda parte del libro, que se titula “Gozar de desear”. Comte-Sponville define el erotismo como

la actividad sexual de uno o varios seres humanos, en cuanto se toma a sí misma por meta, lo que significa que apunta a otra cosa que a la reproducción, obviamente, pero también a otra cosa que al goce del orgasmo (el cual marca su término, con frecuencia, pero no su meta). (237)

Y luego precisa:

El deseo de los amantes, en el erotismo en acto, o del lector-espectador, en el erotismo literario o cinematográfico, deviene a sí mismo su propio fin: tiende menos a su propia satisfacción (el orgasmo) que a su propia perpetuación, su propia exaltación, su propia degustación. Una relación sexual es erótica cuando los amantes hacen el amor por el placer de hacerlo, no para hacer niños. Pero se debe agregar: y no simplemente por amor (que puede existir también) ni por el placer (el orgasmo) […]. El erotismo es menos un arte de gozar que un arte de desear y de hacer de-sear, hasta gozar del deseo mismo —el de uno, el del otro—, para obtener una satisfacción más refinada o más durable. Es amarse uno deseado y el otro ¡tan deseable! (236)

Nos falta para terminar, en primer lugar, una breve confrontación con Freud y, en segundo lugar, una confrontación con Georges Bataille, cuyo nombre llega a la memoria tan pronto se habla de erotismo.

En cuanto al primer punto, la confrontación con Freud, dejémonos guiar por Comte-Sponville, quien conoce el tema a fondo y es muy pertinente. El filósofo propone, ya lo hemos visto, hablar de erotismo cuando “el deseo apunta a otra cosa que no sea su propio apaciguamiento” (238). Ya que el principio de placer freudiano tiende a la disminución de la tensión sexual, Comte-Sponville, consecuente con su definición y su descripción del goce, de la plenitud erótica, propone, en vez de “un principio de placer, un principio de deseo […], tendiente al mantenimiento o a la aumentación de esta tensión” (239). Y agrega:

Este no anula el principio de placer (el aflojamiento, es decir, el orgasmo o la muerte, tendrá la última palabra o el ultimo silencio), pero posterga voluptuosamente su aplicación. Es mantener el fuego en vez de tender a su extinción: gozar del deseo mismo, más y más largamente que del goce que lo extingue satisfaciéndolo. Sería como una excepción que confirma la regla: todo ser humano tiende a disfrutar lo más posible, a sufrir lo menos posible (principio de placer), incluso gozando —a veces hasta el dolor— de esta tendencia misma (principio de deseo o de inconstancia), que le parece entonces más valiosa que “el resultado final” al cual esta tendencia “lleva” (“más allá del principio de placer”, Freud). Desear gozar, en cuanto erotismo, es ya un goce —ciertamente menos álgido, pero a veces más delicioso, que la voluptuosidad misma—. (239)

El verso del poeta René Char, “el amor realizado del deseo que sigue siendo deseo” (que cita Comte-Sponville del poema “Solo ellos quedan”, 239), es, en opinión del filósofo-esteta “una de las caracterizaciones más evocadoras de la poesía”. También le parece cierta de todo arte esta caracterización por lo que, de esta manera, el erotismo sería un arte, o puede serlo, si es “la poesía de los cuerpos, en cuanto que son sexuados” (ibíd.). Esta reflexión de Comte-Sponville, me parece, señala una dimensión esencial de la novela del encanto, a partir de un enfoque, el enfoque psicoanalítico, que podría aparecer (en algunos textos de Freud) el menos adecuado.

Abordemos ahora, de la mano de Comte-Sponville, el cuestionamiento de la concepción negativa de Bataille (estoy hablando, por supuesto, de la dimensión, determinada históricamente y por el género del autor, de esta concepción). Les diré que Comte-Sponville, antes de la definición admirable que él, con modestia, considera simplemente “necesaria” y que sintetiza con la formula gozar de desear, evalúa, bajo el título de “Erotismo y transgresión”, la obra de Bataille: su primera novela Historia del ojo (1928) y su famosísimo libro sobre El erotismo, de 1957.

Comte-Sponville considera que Bataille esclarece un punto decisivo, el papel de la transgresión en el erotismo; punto que, si bien no es definitivo, debe ser considerado. Bataille, en efecto, afirma que “el erotismo es esencialmente transgresión […], infracción a la regla de las interdicciones” (citado en Comte-Sponville 2012, 233) morales y sociales. Comte-Sponville reconoce que las afirmaciones del escritor coinciden, hasta cierto punto, con nuestra experiencia, pero se rehúsa a seguir “las fantasías de Bataille, tal y como se dan a leer en sus novelas”, ya que, entonces, “nada sería más erótico que el asesinato y la tortura”. Para convencer a su lector, Comte-Sponville recuerda breve pero sustancialmente la intriga de la Historia del ojo, constituida de “transgresiones en cascada, todas extremas y que Bataille, si uno acepta los comentarios del narrador, parece encontrar formidablemente excitantes” (ibíd.).

En cuanto a él, Comte-Sponville afirma que “tiene todo el derecho, mientras no sea sino literatura”. Y concluye:

Pero imagino que no soy el único en juzgar estas escenas más bien repulsivas. Cualquier amante de literatura erótica podría citar mil textos mucho más eróticos que este, en donde la transgresión es infinitamente menor. ¿Qué se puede concluir si no es que la transgresión no puede, por sí sola, definir ni cuantificar el erotismo? Por otro lado, muchas transgresiones no tienen nada de erótico […] y muchas de nuestras noches más eróticas no tienen nada que ver con el asesinato, es obvio, pero tampoco, ni siquiera en la fantasía, con la violación, la violencia o cualquier transgresión extrema. Bataille, como Sade, se equivoca: la transgresión, si bien forma parte del erotismo, no sabría agotar ni su contenido ni sus encantos. Necesariamente, allí, hay otra cosa. (235)

Esta cosa es, ya lo hemos visto, otra definición del erotismo, afirmativa, apta para captar la naturaleza del goce, de la dicha y de la novela del encanto: gozar del deseo. Esta definición podría, también, vencer el poder simbólico (Bourdieu), disfrutado durante tanto tiempo por tantos partidarios de la negación, de la negatividad, por razones históricas susceptibles de ser analizadas, en cada caso.

1 Julia Kristeva teoriza, con algo de confusión (¿o de arrepentimiento?), ese paso del concepto de texto, lingüístico formal, al concepto de experiencia, impresionista, en su curso de 1994, publicado en 1996 con el título Sentido y sin sentido de la revuelta. Literatura y psicoanálisis. Kristeva dice: “Se trata de introducir otra apuesta de este curso. Una apuesta que consiste en superar la noción de texto, en cuya elaboración contribuí con tantos otros y que se transformó en una suerte de dogma en las mejores universidades francesas, sin hablar de los Estados Unidos y de otras más exóticas todavía. Trataré de introducir, en su lugar, la noción de experiencia que incluye el principio de placer, así como el de re-nacimiento del sentido para el otro” ([1996] 1998, 15; mi traducción).

2 Propongo aquí distinguir entre ideología (burguesa), en su sentido tradicional de falsa conciencia, y axiología, en el sentido sugerido por Mijaíl Bajtín (Valentín Volóshinov) en El marxismo y la filosofía del lenguaje de 1929 (1992), puesto que, para Bajtín, la dimensión ideológica (axiológica) es un sesgo inevitable de todo acto de lenguaje, de todo signo. En el primer capítulo titulado “El estudio de las ideologías y la filosofía del lenguaje”, los autores —así como Bajtín (Pável Medvédev) en El método formal en los estudios literarios. Introducción crítica a una poética sociológica ([1928] 2002)— subrayan cómo “todo lo ideológico posee una significación sígnica” (1992, 33) y viceversa, por supuesto. Pero si todo signo es ideológico, ninguno lo es, en el sentido que tiene la falsa conciencia, puesto que no puede haber una conciencia cierta, es decir, libre de ideología. Se ve así claramente que para no tener que limpiar siempre la palabra ideología de sus connotaciones negativas, polémicas, es prudente seleccionar una palabra más neutra, como axiología.

3 La palabra femenil, así como se dice varonil, connota la posición propia de una mujer que vive lucidamente su condición; aunque, por supuesto, las connotaciones de varonil suelen ser bien diferentes: el mito las informa en gran medida.

4 Soy plenamente consciente del hecho de que mi tesis entra en contradicción con la del filósofo e historiador René Girard, en su famosa obra de 1961, Mentira romántica, verdad novelesca. Aunque esta obra me parece convincente en muchos aspectos, no estoy convencida de la oposición radical establecida por Girard: no creo que la posición romántica, históricamente, pueda ser calificada de mentirosa. Cada momento histórico tiene su lucidez posible (Goldmann, que sigue a Marx, diría su conciencia posible, Zugerechte Bewusstsein, en alemán). Para valorar un momento histórico, hay que reconocer los límites de esta lucidez; es decir, reconocer qué cambios pueden producirse en la conciencia de los sujetos que existen en él, sin que estos modifiquen sus características esenciales. Para Girard, el Romanticismo produce obras ilusorias en la medida que estas solo se ocupan del deseo espontáneo y original; obras que al obviar el objeto que media en la producción del deseo, mistifican su verdad. En definitiva, Girard considera que el Romanticismo “no es un movimiento literario, sino una manera de engañar —y de autoengañarse—” (Pouliquen 1985, 23). Este juicio demuestra su falta de perspectiva histórica, en la medida en que omite la relevancia que tenían la vida interior, la subjetividad, la imaginación y la fantasía en el modo de expresión romántico. Además, “desde el punto de vista de la teoría literaria, su modo de oponer directamente, situándolos en un mismo plano, una forma, un género literario, la novela, y un lenguaje literario, el romanticismo, parece definitivamente incorrecto” (ibíd.).

La novela del encanto de la interioridad

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