Читать книгу Las formas del árbol - Hugo Traslaviña - Страница 5
ОглавлениеIntroducción
Este no es un texto dirigido a los expertos que acostumbran a confrontar sus trabajos en los gabinetes de la academia. Es un intento orientador focalizado en la ciudadana y el ciudadano común; en especial en los jóvenes. A partir de una recopilación de testimonios de protagonistas que han vivido en medio de la praxis política y, por lo tanto, han sido testigos de lo ocurrido en Chile en las últimas décadas, es el propio texto -centrado en hechos más que en juicios- el que intenta servir de referencia sobre los 30 años de democracia en Chile, que se cumplieron en marzo de 2020.
Tales testimonios pertenecen a representantes de distintos sectores del abanico ideológico, así como a diversas profesiones y oficios, quienes llegaron a la política solo por vocación. Lo hicieron en medio de cambios progresivos y a veces turbulentos y por lo tanto aprendieron sobre la marcha a actuar en este complejo mundo.
Del otro lado están los otros protagonistas, la gente sencilla, la ciudadana y el ciudadano que se ocupan de otros oficios y que son los verdaderos depositarios de la acción política de aquéllos. Este enfoque práctico es un intento de refrendar el hecho de que los verdaderos actores de los procesos políticos y sociales no son los teóricos que estudian -ex post- los acontecimientos, sino la civilidad y sus dirigentes, quienes no necesariamente tienen que saber de teoría política para impulsar estos procesos. Sobre todo, en el marco de una auténtica democracia, los dirigentes tratan de ser intérpretes de las demandas más sentidas de sus dirigidos. En el lenguaje tradicional de los analistas políticos, la vanguardia que impulsa los cambios está representada por los líderes y sus seguidores, enfrentados permanentemente a la disyuntiva de responder a una ideología, o a improvisar los argumentos y las líneas de acción. Hay casos de teóricos que derivan hacia la acción política y viceversa, desde ésta hacia el trabajo teórico. Pero son los menos, ya que la mayoría de las veces los protagonistas de los procesos políticos son los ciudadanos comunes, así como sus dirigentes que están dotados de cierto liderazgo (natural o improvisado) y que se esfuerzan en representarlos.
El periodo de los testimonios abarca -como pretexto inspirador- el hecho simbólico de haberse cumplido tres décadas del retorno de Chile al sistema democrático, el cual entró en crisis (tal vez por agotamiento), paradójicamente a solo meses de cumplirse este aniversario. Al cabo de 30 años el sistema hizo crisis para entrar en un necesario periodo de ajuste, esta vez, en busca de una mayor representatividad de la ciudadanía no dirigente, puesto que meses después, el 25 de octubre de 2020, la ciudadanía respaldó de manera categórica, con el 78% de los votos, la redacción de una nueva Constitución Política. Y junto con ello determinó que este trabajo fuera realizado sólo por ciudadanos elegidos por voto popular, con este fin exclusivo. Concretamente, el 79% de los electores desechó la opción de que parlamentarios en ejercicio participaran en la Convención Constitucional.1
Varios de los testimonios que se entregan en este libro fueron recogidos antes del estallido social de octubre de 2019 y dado que este hito representa un punto de inflexión en el Chile contemporáneo, obligó a revisar numerosos pasajes de las entrevistas, como también a guardar una cautelosa espera, antes de que fraguaran mínimamente aquellos testimonios. Sin embargo, este ejercicio pudo haber resultado en vano, considerando que los procesos sociales y políticos nunca pueden declararse concluidos, ni tampoco darse como hechos superados, consolidados y perdurables por tiempo indefinido. Aunque parezca una tautología, la historia nos enseña que los procesos sociales y políticos son el resultado de la acción humana que cotidianamente lucha consigo misma y con su entorno para intentar clavar el statu quo y para resistir el paso del tiempo, pero también para impulsar cambios, enfrentar nuevos desafíos y vivir nuevas experiencias. Tales intentos son el resultado de una ontología dinámica, díscola, curiosa, intrépida, contradictoria, inconformista, imprecisa y errática. Esa naturaleza humana confronta su afán de permanencia y seguridad, matizada con una permanente búsqueda de lo nuevo, en medio de un mundo cambiante y no pocas veces hostil. Esa misma naturaleza que hace dos milenios y medio Heráclito la describió como un río para reflejar su realidad. Esto es, que nada es permanente y que todo se transforma. Por más que algunos se esfuercen en congelar la realidad y también conservar los sistemas sociales, basados en tal o cual institucionalidad, tarde o temprano terminan resistiendo los cambios, o subiéndose a ellos para adaptarse a los nuevos tiempos.
El cambio social, fenómeno del cual se hacen cargo la sociología y la ciencia política con moldes tomados del pasado, obliga a sobrellevar un estado de incertidumbre asumida sobre el futuro, que permite de paso evitar la desazón y -cuando es posible- prevenir el caos, dos ingredientes propicios para poner en riesgo los tinglados institucionales. Estas obras humanas llamadas instituciones, que dan forma y contienen a las relaciones sociales (cualquiera sea su tipo), siempre son inacabadas y están en permanente construcción. Por lo tanto, la inestabilidad es propia de los sistemas sociales, en rigor conocidos como sistemas sociales complejos, cuyas características más relevantes son la autonomía de sus integrantes, la imprevisibilidad y la irrupción de los llamados fenómenos emergentes, que se producen por la acumulación de autonomías, tanto de individuos como de organizaciones.2 Bauman habló de la sociedad líquida,3aludiendo análogamente al agua contenida en un recipiente, pero sometida a la agitación mientras es transportada de un lado a otro.
La sucesión de cambios inesperados da cuenta de que la especie humana se debate entre dos ethos: el ser social y el ser individual. En ambas dimensiones operan fuerzas autónomas de seres que sienten, anhelan, aman, piensan, construyen, creen, odian y destruyen. Con tales atributos, no parece tarea fácil manejar sociedades humanas, mucho menos estados y países. Por eso los dirigentes políticos ejercen una noble función, muchas veces incomprendida, sea porque fallan o porque ellos mismos contribuyen a su desprestigio.
Los pilares más sólidos para mantener estables las organizaciones políticas son las instituciones y las leyes, de las cuales se valen los gobernantes. Además, los democráticos se apoyan en la autoridad otorgada por la ciudadanía la cual, transfiere legitimidad para el uso de la fuerza, policial y militar, con el propósito de cautelar la seguridad de las personas y de la sociedad en su conjunto. Así, dependiendo del tipo de instituciones y de la calidad de éstas, los Estados logran permanecer en pie, independientemente del tipo de instituciones que adopten. Así, por ejemplo, los resultados que se observan al norte y al sur de la frontera de las dos Corea, están directamente relacionados con el tipo de instituciones que cada gobierno quiso construir en su país. El territorio y la geografía que habitan en el sudeste asiático las dos Corea son similares, así como el origen étnico, el idioma, la cultura y la historia que les dio origen. Lo único que diferencia a estos dos países son sus instituciones, construidas sobre la base dos sistemas ideológicos antagónicos. O sea, cada uno con su propio software político, al norte y al sur de aquella península. Otro ejemplo sobre la importancia de las instituciones en la construcción social lo entregan Acemoglu y Robinson, en el libro Por qué fracasan los países, citando el caso de una misma ciudad, Nogales, divida en dos por la frontera de México con Estados Unidos.4 En este caso los resultados, sobre todo económicos y sociales, son claramente divergentes.
Es muy riesgoso atreverse a pronosticar con alguna certeza en qué momento los sistemas políticos y sociales van a entrar en crisis y cuánto van a durar éstas, ya que dependen de múltiples factores y de innumerables individuos, por lo general impredecibles. De allí entonces que la principal herramienta para enfrentar la inestabilidad y la incertidumbre es el orden institucional y junto con ello la voluntad de las personas para someterse a este orden. Del mismo modo que nadie predijo cómo a fines de 1989 el sistema soviético comenzaría a derrumbarse como castillo de naipes, no es posible asegurar hoy que algún país no vaya a sufrir una crisis política, en algún momento. La misma imprevisión se ha dado a lo largo de la historia, cuándo se derrumbaron estructuras mayores, desde el Imperio Romano hasta los regímenes absolutistas europeos, a partir del siglo XVIII.
Las últimas cinco décadas en Chile han sido turbulentas en los dos extremos, al inicio y al final de este periodo. Primero fue el desenlace trágico del experimento socialista que lideró el Presidente Salvador Allende (1970-1973), pasando por el negro periodo de la dictadura encabezada por el general Pinochet, hasta el estallido social del 18 de octubre de 2019, que dio inicio a un nuevo ciclo de cambios profundos, acompañado por un proceso constituyente que, en buena hora, se aprecia como una vía de redireccionamiento democrático de aquella rebelión social.
Subyace en este trabajo el consenso general, predominante en la época contemporánea, de validación del sistema democrático como la mejor forma de gobernar. Este concepto fue acuñado hace 2.500 años en la antigua Grecia, pero aún no es posible consensuar su verdadero alcance práctico, con cierta precisión universalista. Hoy por hoy se habla de democracia con distintos apellidos: democracia liberal, democracia popular, democracia representativa, democracia profunda, democracia protegida, etc. “Habiendo aproximadamente un grupo de definiciones teóricas o del lenguaje político de relativa convergencia, el concepto ha admitido también significados distintos y subentendido que pueden chocar con cualquier unanimidad supuesta”, dice al respecto el historiador Joaquín Fermandois.5 Sin embargo, es posible distinguir a simple vista los gobiernos democráticos de los regímenes totalitarios y autocráticos. Así y todo, los países que practican la democracia se proponen un conjunto de objetivos que se pueden resumir en el bien común y en el ejercicio de las libertades individuales, desde la libre expresión de ideas, opiniones e intereses, hasta la libertad de desplazamiento y la elección de los representantes del pueblo por votación popular. Con este fin los sistemas políticos democráticos se valen de instrumentos funcionales, tales como normas, reglamentos, leyes y códigos basados en una carta fundamental o constitución política. Antes de su promulgación, en democracia se asume que el texto de la carta fundamental sea presentada y debatida con una amplia participación de la ciudadanía e, idealmente, que su redacción sea realizada por una Asamblea Constituyente, o bien por una Convención Constitucional, elegida por votación popular, tal como comenzó a ocurrir en Chile, a partir de mayo de 2021, cuando fueron electos los y las integrantes de esta Convención.
En los países democráticos las ideas y propuestas políticas son canalizadas por los partidos, los cuales también tratan de representar los intereses de la ciudadanía; aunque la mayor parte de las veces se da una situación al revés: los partidos tratan de persuadir a los potenciales votantes para que adhieran a sus propuestas e ideas preconcebidas.
La democracia necesita de una mínima formalidad de procedimientos y protocolos, incluso de solemnidad, para que sea respetada por todos los actores. De manera análoga a cómo se debe disputar un partido de fútbol, los procesos democráticos requieren de un reglamento que es conocido con antelación, de modo que los jugadores sepan a qué atenerse y para exigir que este se respete. Aquellas democracias que sufren la vulneración de los reglamentos y protocolos, y en caso peores de las normas constitucionales, tanto por parte de los ciudadanos como de sus protagonistas más prominentes (autoridades de gobierno, parlamentarios, partidos y dirigentes políticos, dirigentes gremiales, organizaciones sociales y religiosas, jueces, entidades policiales y las fuerzas armadas) entran en crisis. Así ocurrió en Chile, el 11 de septiembre de 1973, cuando se produjo el golpe militar que derrocó a Salvador Allende. Más allá de las razones que llevaron al golpe, el hecho concreto es que se produjo un quiebre institucional y murió la democracia.
La cultura democrática conlleva un conjunto de principios y valores que son compartidos por una mayoría y tienen como finalidad garantizar una sana convivencia entre los ciudadanos. Así lo describió John Locke, en 1689, cuando escribió sus ensayos sobre el gobierno civil. En su condición de personas y de sujetos racionales -dijo- los ciudadanos optan de manera libre y autónoma por compartir un espacio y objetivos comunes con otros individuos. Ello, con el fin de dotarse de un espacio de convivencia que les permita “una vida cómoda, segura y pacífica”.6
En democracia, las instituciones y las leyes tienen como propósito proteger a todos los ciudadanos, quienes cuentan con derechos individuales que son compatibles y/o concomitantes con los derechos colectivos. Pero también la democracia les exige el cumplimiento de deberes, dentro de los cuales destacan los vinculados con el respeto, la tolerancia y la solidaridad con otros conciudadanos, particularmente con aquellos que representan a las minorías; o los que tienen por finalidad proteger a los individuos más débiles y desvalidos (por ejemplo, niños y niñas, ancianos y discapacitados), como también a las especies animales y el medio ambiente.
En su condición de ciudadanos y ciudadanas,7 en democracia las personas pueden ejercer todos sus derechos y con arreglo a la ética social de la política, los adultos, en la plenitud de sus facultades mentales, están en mejor posición para ayudar, asistir y proteger a los seres más débiles o vulnerables. Además, a medida que se detenta un mayor poder, político, económico o intelectual, el ciudadano adulto está llamado a actuar con mayor responsabilidad sobre otras personas o individuos que están en situación desvalida.
En la línea de tiempo de la política observamos que la mayor parte de su historia ha estado dominada por el uso de la fuerza y de la violencia, en que los más poderosos imponen su dominio sobre otros individuos. La motivación predominante ha sido la satisfacción de necesidades personales, familiares y grupales (tribales), o de relaciones de conveniencia - tanto parentales como dinásticas- con comunidades cercanas que sintonizan con los intereses económicos, religiosos, de casta, de clases, o de raza. La característica predominante de este enfoque del poder político es la exclusión de los grupos sociales que persiguen o se identifican con otros intereses u otras culturas. En ambos casos, predominan la intolerancia, la competencia por sobre la colaboración y los prejuicios por sobre el respeto de la diversidad.
El ejercicio de la política acompañada de un sistema de organización democrático, en su concepción moderna, a lo más tiene dos siglos y medio, mientras que la historia de las civilizaciones suma a lo menos 80 siglos. Así y todo, la organización política basada en la democracia sigue siendo un concepto relativo y vago, de modo, por ejemplo, que en pleno siglo XXI existen países con regímenes dictatoriales de partido único y sus gobernantes sostienen que allí se ejercita una verdadera democracia, basada en el poder popular. En Cuba, por ejemplo, los ciudadanos pueden votar regularmente, pero deben hacerlo por candidatos seleccionados previamente por el Partido Comunista. También pueden disentir, pero sin poner en cuestión la prevalencia del sistema socialista y tampoco el poder de ese partido, cuya supremacía está establecida en la Constitución.8
A diferencias de las autocracias y dictaduras que se valen de la fuerza para gobernar, los sistemas democráticos son de naturaleza frágil, porque depende de la libre voluntad de las personas. Más exactamente de un conjunto mayor de seres humanos, todos -como ya se dijo- autónomos, impredecibles y cambiantes. Unos más que otros, buscan su bienestar individual y familiar y luego piensan en la sociedad, que es la que al fin y al cabo contiene a los sistemas políticos. Dada esta fragilidad, no son pocos los casos de abuso del poder -en democracia- que han derivado en dictaduras de facto, o últimamente en autocracias populistas, de izquierda y de derecha.
Chile no está exento de los riesgos que acechan a la democracia. Aunque en 2020 se observaban claros síntomas de deterioro, la ciudadanía daba por sentado que esta seguía funcionando y que tal vez se mantenía estable dentro de su gravedad, aun cuando desde el año anterior había entrado en una profunda crisis.
Un síntoma de la crisis fue la deslucida celebración de los 30 años que cumplió la nueva democracia chilena el 11 de marzo de 2020. Aquel día el Presidente Sebastián Piñera recordó la fecha solo como el aniversario de su propio gobierno, mas no como un hito de tres décadas que debió enorgullecer a una mayoría ciudadana y frente a lo cual la autoridad con más poder debió tomar la iniciativa. En tanto, afuera del palacio de La Moneda, nadie celebró y quizás muy pocos chilenos recordaron siquiera el momento cuando el general Augusto Pinochet entregó el poder al Presidente Patricio Aylwin. Es cierto que no se dieron las condiciones de contexto para celebrar la democracia, dado que aún se percibían las secuelas de la explosión social ocurrida cinco meses antes y el país entraba en modo crítico para enfrentar la pandemia del Covid-19. Fue un hecho trascendente que pasó inadvertido. Junto con los cuidados que se merece, la democracia también necesita gestos de solemnidad que actúen como mensajes para refrendar sus valores, con especial cuidado de que estos sean recibidos por los niños y los jóvenes, con el fin de proyectarlos hacia el futuro.
Las generaciones de chilenos que llegaron a la adultez después de recuperada la democracia, en 1990, y también los que nacieron después de este año, solo conocen de oídas lo que es vivir en dictadura. Por lo mismo, están más propensos a suponer que la democracia es algo natural y que quizás no requiere de mayores cuidados. En cambio, las generaciones de chilenos que vivimos en dictadura sabemos muy bien lo que es perder la democracia. También sabemos que no es un don que se hereda, o un regalo del cielo, sino un sistema que requiere de la participación de toda la ciudadanía para construirla y cuidarla, aunque con distintos niveles de responsabilidad. El ciudadano de a pie cree tener a mano unos pocos medios para contribuir a la democracia, particularmente el derecho a voto. Pero potencialmente puede participar en varios otros estamentos, desde juntas de vecinos hasta en diversas organizaciones de base, y la noble democracia les garantiza la libertad para hacerlo.
Uno de los síntomas más visibles de la crisis de la democracia chilena es la bajísima participación de la ciudadanía en partidos políticos (menos del 10% del padrón electoral), aunque no es fácil explicar a qué se debe. En este caso, determinar el origen de la abulia para integrarse a estas agrupaciones. Aparentemente, se ha dicho, esto puede ser resultado del sesgo individualista que lleva consigo el modelo económico de libre mercado, aunque cabe señalar que este modelo es algo más antiguo que la joven democracia chilena y que el país donde surge la democracia en su versión moderna es Estados Unidos, el más capitalista del mundo.
Dado que el mismo modelo ha sido identificado como uno de los responsables de la gigantesca movilización ciudadana de octubre 2019 en Chile, este mismo fenómeno contradice el diagnóstico de la simple abulia ciudadana. Aun con la precariedad organizacional que le atribuyen algunos analistas al movimiento ciudadano, la gente que salió a la calle a protestar no parecía estar “alienada” o anestesiada por el modelo. Al contrario, parecía estar muy consciente de su demanda por cambiarlo. De hecho, no son pocos los grupos de ciudadanos movilizados que han pedido derechamente su abolición. Por lo tanto, de ser el modelo de libre mercado el principal responsable de la desidia ciudadana hacia la política, no hubiese ocurrido el estallido social. Esto porque el mismo modelo se habría encargado de frenar y hasta succionar el movimiento, por ejemplo, con más crecimiento, más empleo y más consumo.
Lo que sin duda ocurrió en octubre de 2019 fue un quiebre maestro en la forma de entender la política por parte de una gigantesca masa ciudadana, fenómeno que hasta estos días no ha sabido interpretar la llamada clase política tradicional. Una pista para comprender este fenómeno es la descripción -en las páginas siguientes- del quiebre de expectativas de la ciudadanía, con respecto a lo que ha sido capaz de concretar (sí, concretar más que ofrecer) la clase política encumbrada en los distintos poderes del Estado. De otra forma tampoco se explicaría la aplastante derrota que propinó la ciudadanía a los parlamentarios en ejercicio, en el plebiscito del 25 de octubre de 2020, ante la intención de éstos de formar parte de la Convención Constituyente. El 79% de los votantes dijo no a esta opción y prefirió elegir democráticamente a todos los constituyentes.
Lo que está ocurriendo en Chile en el plano político, y en buena hora, es un proceso de construcción colectiva de una nueva democracia. Esto es, una segunda transición a la democracia. Es probable que si este proceso culmina exitosamente hacia 2023, con la aprobación de una nueva carta fundamental, los ciudadanos que habrán participado en este proceso se sentirán fortalecidos y serán los principales celadores del edificio que se construya.
La democracia es como un árbol perenne que la sociedad entera debe cuidar, para que crezca firme, eche raíces, entregue frutos y su follaje siempre verde proyecte seguridad, altivez y cobijo para todos. De allí el título de este libro, Las formas del árbol. Es una figura conceptual que no pertenece a este autor, sino que fue aprendida de Aristóteles, el sabio de la antigua Grecia que enseñó tempranamente sobre el valor de la democracia en la Academia ateniense. Según el filósofo Estagirita, “cada hombre es como una rama de un gran árbol que es la polis y, por analogía, la ética individual, de cada hombre en particular, será una rama más del gran árbol de la ética de la comunidad”.9
La parte medular este trabajo consta de 10 entrevistas testimoniales a destacados representantes de la política chilena, y los capítulos complementarios Por qué la política, Por qué la economía y Por qué la democracia, tienen como propósito alumbrar al lector para sacar sus propias conclusiones sobre el valor de la democracia, como requisito indispensable para construir una sociedad más humana e igualitaria, justa, próspera y feliz.
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