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ОглавлениеCapítulo 1
¿Por qué la política?
La política es un recurso indispensable de los seres humanos para sobrevivir, convivir y progresar. Sin política no hay organización social, por primitiva que ésta sea. La mayoría de las actividades humanas son impulsadas y/o convergen en alguna acción política. Es como un gran campo gravitacional en que tarde o temprano las acciones humanas son atraídas por la política, entendida primordialmente como una actividad que requiere de algún plan, tanto si se trata de un individuo, como de un grupo que necesita actuar de consuno para conseguir objetivos mayores.
La política es una actividad eminentemente humana que conlleva la participación de varios individuos, sea de manera deliberada o pasiva. Tratándose de organizaciones con objetivos de mayor alcance, la política puede contribuir al bien común y al desarrollo de las sociedades y de los países. Pero también -con afán autocrático- los gobernantes pueden oprimir, subyugar o reprimir a los ciudadanos. Cualquiera fuera el objetivo, la política requiere de medios de poder para ser ejercida, tanto físicos como inmateriales. En el lenguaje actual, la política requiere de software (ideas, planes, programas, creencias, leyes, instituciones, cultura) y de hardware (recursos físicos, herramientas).
Con tal grado de dispersión del concepto, las manifestaciones de la política abarcan desde la forma de operar de un dictador, hasta el modo de gobierno en un sistema democrático, que respeta las libertades y busca genuinamente el bien común. En ambos casos, la política lleva implícito el uso del poder para impulsar cambios que afectan en menor o mayor medida al individuo y a un conjunto de éstos. La diferencia fundamental entre uno y otro extremo de manifestación política radica en la forma en que se controla y ejerce el poder. Mientras en dictadura se concentran los poderes del Estado, en el caso de un gobierno democrático, estos se reparten entre varios actores, permitiendo una mayor participación y el control cruzado de los distintos organismos que lo ejercen. Subyace a estos poderes la presencia del soberano potencial que es el pueblo, el ciudadano que se hace representar a través del voto popular y de las distintas organizaciones e instituciones.
Weber circunscribe la política a “la dirección, o a la influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo, de un Estado”.10 Esta delimitación del concepto ayuda a entender que esta actividad humana alcanza su mayor trascendencia cuando está referida a los gobiernos de los países, ya que en la práctica abarca a un conjunto ilimitado de organizaciones -de todo tipo- las cuales de uno u otro modo hacen política. Incluyendo desde luego a los partidos y movimientos políticos. Con este enfoque macro quedamos advertidos de que la política es una actividad altamente compleja y que cuando falla, o tiene éxito, depende de decisiones humanas. No está demás aclarar que las personas que están a cargo de la dirección política no son dioses y que la ciudadanía debe esmerarse en tener a sus mejores representantes o líderes en el pináculo del poder.
En los sistemas democráticos la ciudadanía acepta de manera voluntaria la delegación del poder a ciertas personas que por este solo acto adquieren autoridad para gobernar. No es el caso de los regímenes dictatoriales y autocráticos, que también llaman a elecciones, pero bajo la condición de que el gobernante no pierda el control de los poderes clave: ejecutivo, legislativo, judicial, militar-policial y en los casos de las dictaduras más extremas, el poder económico. Los riesgos de la democracia son permanentes y como dice Stoker, si la política normal, ejercida en democracia, se viene abajo, “la política puede devenir en formas muy violentas y brutales”.11
Uno de los precursores de la democracia moderna fue John Locke, quien -en la segunda mitad del siglo XVII- reflexionó sobre la libertad e igualdad de las personas y contra el despotismo de la monarquía imperante. Fue uno de los primeros en hablar de un contrato social que las personas pueden convenir, de manera libre y voluntaria, para alcanzar una convivencia “cómoda, segura y pacífica”. En su Segundo tratado sobre el gobierno civil dice: “Los hombres son libres, iguales e independientes por naturaleza y ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al poder político de otros, sin que medie su consentimiento”. Conforme a ello concluye que tal consentimiento “se otorga mediante un convenio hecho con otros hombres para juntarse e integrarse en una comunidad destinada a permitirles una vida cómoda, segura y pacífica de unos con otros, en el tranquilo disfrute de sus bienes propios y una salvaguarda contra cualquiera que no pertenezca a esa comunidad”.12 Ferviente partidario de la lucha de los whigs (liberales) contra los tories (conservadores) y contra del despótico rey Jacobo II, Locke fue uno de los inspiradores de la Revolución Gloriosa en Inglaterra. De hecho, retornó de su exilio en Holanda, luego que el déspota fuese reemplazado por Guillermo de Orange (1689). Luego, las reflexiones de Locke formaron parte de las propuestas de los filósofos e intelectuales del continente europeo que en el siglo siguiente dieron paso al Siglo de las Luces y, desde luego, a los cambios políticos y sociales que se desataron a partir de entonces.
Los problemas que aborda la política son de alta complejidad, puesto que trata con personas, con seres humanos, que de suyo son complejos, autónomos e impredecibles. Los seres humanos dependen unos de otros y en su natural estado de convivencia construyen estructuras que a su vez dan origen a sistemas, cuya estabilidad depende del control de los movimientos y/o cambios que surgen de una infinidad de organismos que operan como islas en medio de un todo. Esto es, de la totalidad del sistema social.13 Tal como ocurre con cualquier sistema, físico u orgánico, aquí todas y cada una de las partes y piezas contribuyen al todo y son corresponsables de la estabilidad y el equilibrio.
Por lo tanto, el campo de la política está sujeto a diversas fuerzas que pugnan por el poder, tanto para respetar el orden institucional y buscar el equilibrio, como para poner éstas en tensión y/o simplemente para tratar de derribarlo. De este modo, la política debe lidiar permanentemente con el conflicto y con el cambio social. A todo esto se suman otros desafíos que transcurren en democracia: la necesidad de garantizar las libertades individuales, la tolerancia y el respecto a la diversidad. Es precisamente esta última característica -que impone su propio ritmo dialéctico- la que a su vez permite avanzar de manera más dinámica hacia el desarrollo humano. Ello, en contraste con las sociedades cerradas que imponen barreras a la diversidad, sobre todo de tipo religioso, ideológico, cultural y racial. En los estados totalitarios se castiga la diversidad y se prohíbe el disenso, provocando el estancamiento y a la larga el fracaso de los sistemas. A modo de ejemplo, William Pfaff hace una comparación entre los caminos divergentes que tomaron las civilizaciones árabe y occidental, a partir del Renacimiento. “La civilización islámica poseía una rica literatura, filosofía y una desarrollada ciencia teórica. Dominaba la alta tecnología de la época, con una organización militar más avanzada que la Europa medieval”. Sin embargo, agrega que la verdadera razón para el éxito de Occidente y la victoria sobre el islam no fue el poderío militar, sino la capacidad para absorber los cambios que trajo el Renacimiento, y luego en la Ilustración. Esto, la capacidad para cuestionar y/o revisar “los fundamentos de su religión y civilización a la luz del pensamiento de la antigüedad pagana y de un racionalismo filosófico y científico”.14 En cambio, parte de la civilización islámica se aferró al fundamentalismo religioso, hasta estos días.
Si bien la acción política es precedida por un discurso o argumento, que en palabras de Sartori alude al homo loquax,15 donde primero se determina el propósito y luego se define el sentido, la dirección o camino a seguir y los medios para alcanzar el objetivo. En cada uno de estos pasos está implícita la voluntad de poder. No necesariamente en el sentido nietzscheano del poder, sino simplemente en función de contar con algún recurso, físico o intelectual, para lograr un objetivo, o para influir en otros.16 Esta forma elemental de raciocinio aleja al ser humano de la simple pulsión animal en que predomina el instinto por sobre la razón, y lo convierte en un animal político (Aristóteles).
En línea con el homo loquax de Sartori, es el discurso inspirado por las ideas lo que impulsa los cambios políticos y construyen nuevas realidades sociales. De este modo, los grandes acontecimientos históricos han sido precedidos y/o impulsados por determinadas convicciones políticas, religiosas, ideológicas o filosóficas que blanden los sujetos que reflexionan sobre el poder y que luego hacen suya los líderes y sus seguidores. En el caso particular de Chile, basta mencionar como ejemplo la irrupción del grupo de intelectuales que a mediados del siglo XIX volvió de Europa y puso en marcha el llamado “48 chileno”,17 iniciando el proceso de secularización de la política chilena, proceso que en el siglo siguiente derivó en la llegada al poder de los gobiernos mesocráticos, encabezados por el Partido Radical. También cabe mencionar la nueva visión liberal -con una óptica social- de la derecha chilena que inauguró el Presidente Arturo Alessandri Palma, en 1920; la “Revolución en Libertad” del Presidente Frei Montalva, en 1964, que fue inspirada por las ideas socialcristianas de Jacques Maritain; el experimento socialista del Presidente Salvador Allende, entre 1970 y 1973, basado en el humanismo laico y la teoría marxista; y la implantación del modelo económico de libre mercado, durante la dictadura del General Pinochet, que fue importada por los economistas que estudiaron en la Universidad de Chicago.18
Cuatro décadas de programación económica
Mirada desde la óptica de la organización social, la política antecede a la economía y ésta tarde o temprano se debe someter a aquella. En situaciones extremas y críticas, tales como las guerras, las pandemias y las catástrofes naturales, tal aseveración recobra su máxima importancia. En el caso chileno, por más de cuatro décadas la programación económica (particularmente del modelo neoliberal), antecedió y condicionó a la institucionalidad política. Incluso moldeó a ésta. Sin embargo, desde el 18 de octubre de 2019 y por razones insospechadas, explicadas en parte por la teoría de los sistemas sociales y políticos complejos,19 el eje central de las decisiones de Estado comenzó a trasladarse desde la economía a la política. De pronto, millones de chilenos que eran clasificados como meros “consumidores” por el modelo económico y como “electores” por la institucionalidad política funcional a aquél (cuando eran convocados con cierta periodicidad para elegir autoridades), se levantaron de manera autónoma y espontánea y cambiaron el rumbo del país. Aquella masa de gente, aparentemente sin poder político, hizo sentir su presencia y empujó al gobierno y a los partidos a modificar la agenda política y también la programación económica. En el primer caso, fijando un itinerario para un cambio en la base de la institucionalidad, esto es, la Constitución Política de la República; y en el segundo, provocando un viraje económico para tratar de responder a las demandas sociales más urgentes y de este modo bajarle presión a la caldera. Este proceso se produjo en el lapso de cinco meses y por tratarse de un giro tan violento e inesperado, cae en la categoría de revolución social.
El fenómeno se agudizó con la crisis sanitaria del Covid-19, que completó la tormenta perfecta, a partir de abril de 2020. Durante ese año la pandemia del Covid-19 paralizó la mayor parte del sistema productivo y nuevamente las urgencias sanitaria y social obligaron a la economía a capitular en favor de la política, obligando a cambiar el enfoque y las prioridades del gobierno del presidente Sebastián Piñera, como también de todos los partidos que suscribieron el acuerdo por la paz el 15 de noviembre de 2019. A partir de esta fecha Chile inició una nueva fase histórica, de la mano del proceso constituyente que tendría como propósito aprobar un nuevo contrato social, esta vez redactado por una Convención Constitucional, compuesta íntegramente por ciudadanos elegidos democráticamente con este propósito.
Este proceso implicó un punto de inflexión en la historia contemporánea chilena y sus efectos de corto y mediano plazos debieran tender a disiparse junto con el proceso de aprendizaje colectivo, asociado al ejercicio democrático de elaboración del nuevo contrato social. Todo este ciclo habrá sido fruto de una insospechada convulsión social, que prácticamente nadie previó que se desatara a partir de octubre de 2019.
Como suele ocurrir con los ciclos políticos y sociales, que pueden durar décadas, cuando se produce una sincronía de prioridades de las nuevas generaciones con las anteriores, es cuando los países logran estabilizarse. En ese momento sobreviene un nuevo ciclo que también puede durar algunas décadas. No está demás observar que el estallido social de octubre de 2019 fue impulsado por un cambio demográfico y liderado por las nuevas generaciones de chilenos, las cuales empujaron a los adultos a unirse al movimiento.20 O sea, las nuevas generaciones que no vivieron en dictadura y que no tuvieron protagonismo en las tres décadas de normalización democrática (1990-2020), fueron las que empujaron a los adultos a salir a la calle a protestar.
En las sociedades donde predomina el equilibrio entre los medios y los fines, la política recobra mayor importancia que la economía en el plano institucional, generando más representatividad en el abanico de expresiones sociales. A este equilibrio ayuda la democracia, aunque no es una condición suficiente, dado que existen numerosas experiencias (incluyendo la chilena) en que los países se declaran democráticos e incluso practican la democracia, pero las desigualdades y las injusticias son endémicas. Esto porque se mantiene el desequilibrio entre los medios y los fines y entre las estructuras económicas y los objetivos políticos. Cuando las bases materiales de la sociedad están en consonancia con los desafíos del bienestar de las mayorías, con mayor acceso a los derechos sociales de educación, salud, trabajo, pensiones vivienda y esparcimiento, entre los más relevantes y junto con ello se practican los valores democráticos, los países alcanzan un equilibrio institucional que a su vez garantiza estabilidad social. Además, en este tipo de sociedades basadas en el equilibrio entre los medios y los fines es posible encontrar una mayor provisión de recursos para satisfacer necesidades que alimentan el espíritu y se traducen en bienestar y felicidad, por sobre el mero desempeño productivo. No es casualidad que en los países de mayor desarrollo humano florecen masivamente el arte, la música, la ciencia, la religión, la literatura, el deporte y diversas manifestaciones culturales y sociales. La mayor parte de estas actividades no tiene como fin el rédito económico, sino la plenitud espiritual de sus mentores.
La acción política ha evolucionado desde la organización humana primordial, esto es de los primeros homínidos de la prehistoria, basada en el orden impuesto por el individuo más fuerte y astuto de la tribu (que lideraba la caza y/o la recolección de alimentos), hasta la compleja estructura institucional de los estados modernos. En este trayecto evolutivo la actividad humana se ha apoyado en la acción política de manera espontánea, combinando las diversas manifestaciones del poder: el instinto con la fuerza, el hacer con la inteligencia; la organización grupal con la sabiduría individual; las creencias religiosas con la razón; y la acumulación de recursos físicos con la contemplación. Curiosamente, todas estas manifestaciones del poder político se mantienen hasta nuestros días. Potencialmente, cualquier ser humano está dotado de poder y puede usarlo a su arbitrio, mas no todos están en condiciones de ejercer el poder político, dado que este implica la participación de otros seres humanos, sea por medios coercitivos o por simple adhesión voluntaria.
Por lo tanto, más allá del discurso, la política es reflejo del uso del poder por parte de un individuo, o por un conjunto de éstos, con el propósito de afectar la vida de otros. El devenir histórico revela que el poder político siempre ha sido ejercido por unos pocos individuos que se las ingenian para dominar a un conjunto mucho mayor de personas. Desde la antigüedad hasta muy avanzada la época contemporánea, la naturaleza de las organizaciones políticas y económicas han sido de tipo “extractivas”, concepto que alude a la dominación de ciertas clases privilegiadas sobre una mayoría desvalida de poder, que padece la exacción y/o explotación de aquéllas.21 Un caso prototípico del poder absoluto estuvo representado por el llamado “Rey Sol”, Luis XIV de Francia (1638-1715), quien declaraba que “el Estado soy yo” (L’ État c’est moi).
El recuento histórico revela que los sistemas políticos democráticos comenzaron a evolucionar muy lentamente desde la Revolución Gloriosa (1688) -que asentó la monarquía parlamentaria en Inglaterra- y con mayor fuerza desde segunda mitad del siglo XVIII (Revolución de la Independencia en Estados Unidos, en 1776 y Revolución Francesa, en 1789). Hasta un par de siglos antes, en la Baja Edad Media, la Iglesia Católica y los señores feudales concentraban la mayoría de los poderes: político, económico, militar, religioso, cultural y social, encargándose éste y/o sus protegidos de organizar el feudo y defenderlo mediante el uso de la fuerza. La estructura social era rígida, dominada por la nobleza, y el estamento más bajo, los campesinos o siervos de la gleba, estaban sometidos a una doble explotación, económica y moral. Económica porque debían entregar sus cosechas y producción animal al señor feudal a cambio de ganar solo la subsistencia; y moral, porque si desobedecían les caía el castigo divino. “Toda la tierra pertenecía a Dios, que la había puesto bajo la custodia o bien de un hombre que era el rey por derecho divino, o bien de la Iglesia. No aceptar la autoridad de los superiores era oponerse a la voluntad de Dios, que les había entregado autoridad y poner en peligro la salvación en la otra vida”.22
Por derivación, una organización similar se observó en el periodo de los regímenes absolutistas, en que los feudos dieron paso a los imperios coloniales, generando estructuras aún más complejas, poderosas y extractivas. En ambos casos se trataba de dictaduras perfectas, con sistemas totalitarios que concentraron todos los poderes.
La política como un medio de vasto alcance
Entendida en su dimensión práctica, la política es una actividad de naturaleza frágil y flexible, pero no efímera, porque se mantiene omnipresente, de una u otra forma, en una y otra mano. Por lo mismo, también es asequible y maleable. Como dice Sartori, “la política es el ‘hacer’ del hombre que, más que ningún otro, afecta e involucra a todos”.23 Sus resultados y/o efectividad dependen de quién esté al mando del timón y puede servir para fines diversos. Por eso es tan político un dictador como un demócrata, o un político honesto como un demagogo. Por lo tanto, desde el punto de vista práctico, la política es un instrumento propicio para atender a los objetivos que el político se proponga. Por eso los pensadores autónomos y menos comprometidos con el uso interesado del poder político, sugieren que el ejercicio de esta actividad debe estar acompañado por el respeto a normas éticas que prevengan, aíslen o anulen el despotismo y las injusticias; el nepotismo y la corrupción; el impulso irracional y la avaricia; el abuso y la vanidad; el populismo y la demagogia; y el usufructo exclusivamente individual o egoísta que pueda desvirtuar los nobles fines de la acción política. De manera análoga a como se rotulan algunas medicinas populares, la política es como “un remedio de aplicación tópica de amplio espectro”.
Sea cual fuere el uso que le den quienes recurren a ella, la política es una actividad esencial para los humanos, para las organizaciones de todo tipo, para las empresas; para las agrupaciones religiosas, sociales, deportivas y culturares; y para los países y los grupos de éstos. En el amplio sentido de su concepción práctica, la política es inherente a la organización social, porque es un medio para conseguir diversos propósitos, de dominación como de convivencia. De hecho, las organizaciones criminales también ejercen su poder valiéndose de una rudimentaria expresión de política despótica, en tanto cuentan con líderes o cabecillas que las guían para cumplir sus objetivos. O sea, se organizan para determinados propósitos delictivos y cuentan con jerarquías, reglas y medios -en su mayoría coercitivos- para alcanzar aquéllos. Por lo tanto, y aun con el inevitable rechazo moral que desata en la sociedad honesta la existencia de mafias, redes y grupos criminales, desde el punto de vista estrictamente práctico, ese tipo de organizaciones humanas también se valen de la política.
La realidad indica que la mayoría de las personas hacen política de modo espontáneo, sin que necesariamente hayan tenido formación para este fin. De otro modo no se explica que en todos los niveles de la sociedad haya dirigentes de base, al margen de los partidos, en los más diversos planos: vecinal, deportivo, sindical, cultural, social, estudiantil, etc. En algún momento estos actores, aparentemente apolíticos, hacen sentir su presencia de manera simultánea, como ocurrió en Chile el 18 de octubre de 2019 y en los días siguientes. Por lo tanto, también en la mayoría de los casos, hay un discurrir político previo, con una secuencia que parte con la identificación del problema a resolver, sigue con la formulación de un discurso (argumento) que inspira o motiva a estos actores y culmina con un plan de acción. Todo ello al margen de las élites políticas convencionales. En esta secuencia la clave del éxito está en la capacidad de los actores, particularmente de los dirigentes, para motivar con el discurso a una mayor cantidad de personas, elevando la política a la dimensión de un hecho público que le es propia.
La falta de un método para ejercer el poder se observa con frecuencia en los casos de políticos autodidactas, quienes proviniendo de distintas formaciones, oficios y profesiones expresan su quehacer sociopolítico del modo más apropiado que les parezca. En numerosos casos echando mano a la facilidad discursiva (locuacidad) y apoyados en algún sustrato ideológico para respaldar su accionar. En el peor de los casos, hay políticos fácticos que actúan según las circunstancias, como simple veletas, cayendo a veces en la tentación demagógica de hacer promesas irreales, con el fin de conquistar a los potenciales adherentes a su causa. O con visión de corto plazo. Lo verdaderamente difícil en la praxis política es el manejo racional del discurso, con visión de conjunto, optando los verdaderos líderes por exponer los problemas antes que prometer soluciones fáciles. Los aprendices de líderes identifican las necesidades más recurrentes de la gente y se valen del recurso emotivo para captar adhesión popular. Del mismo modo, los líderes tiránicos tratan de anestesiar mentalmente a la gente con una mezcla de discurso esperanzador y un despliegue de su poder represivo.
Por lo tanto, es de alto impacto social el tipo del ejercicio del poder que conlleva la acción política. Los hechos indican que, a mayor poder, mayor es el grado de afectación social que tienen las decisiones políticas. Por lo mismo, a mayor poder, mayor es la responsabilidad de los dirigentes o autoridades hacia sus dirigidos. Así, comparativamente, es más influyente a nivel internacional lo que hagan (o dejen de hacer) los presidentes de dos países poderosos como Estados Unidos y China, en comparación con el alcance del gobernante de una pequeña nación del club de los países emergentes o subdesarrollados. Ambos tienen una responsabilidad directa con sus gobernados, pero los primeros tienen de suyo una responsabilidad mayor en el plano internacional.
En la escala del poder político y con estricto apego al rigor ético del concepto, este no se debe reducir a un simple instrumento que puede ser usado para fines diversos, incluyendo aquellos que resultan perjudiciales para otras personas, grupos o conglomerados humanos. A lo largo de la historia, la construcción social basada en la política se ha debatido -por una parte- entre lograr una sobrevivencia mínimamente segura y estable para proveer el bienestar general; y por otra, del uso el poder para servirse a sí mismo y abusar de otros, especialmente de los más débiles. A esto se agrega el hecho de que a mayor poder se da también acceso a una mayor cantidad de información, que es usada para retroalimentar ese poder. Ello, en desmedro de otros que están debajo y que pueden ser objeto de manipulación informativa. Esto se conoce como asimetría de información, en cuyos peores casos da origen a lo que Adam Smith catalogó como “riesgo moral”.24 Esto es, aquel fenómeno de abuso de posición dominante en que los que están más arriba en la escala del poder cometen desde errores hasta actos de corrupción y las consecuencias recaen sobre otras personas desinformadas, o un conjunto de éstas que no tienen responsabilidad de mando. Esto se da con frecuencia en el ámbito de las sociedades anónimas en que participan miles de accionistas, los cuales carecen de información oportuna y suficiente para contrarrestar el mayor poder decisorio de los que administran estas empresas. Dado que en este tipo de organizaciones está en juego lo que se denomina “fe pública”, el Estado, a través de las leyes provee regulaciones para la entrega de información con la máxima transparencia posible y sanciona los llamados actos de “uso (abuso) de información privilegiada”.
Dada la existencia de más y mejores medios de comunicación, en el siglo XXI, la política y los políticos están sometidos a un implacable escrutinio de la ciudadanía, especialmente en los regímenes democráticos en que existe libertad de información. Claramente, los partidos, los dirigentes y los propios gobiernos no estaban preparados para enfrentar la avalancha comunicacional, sobre todo de las llamadas redes sociales, que difunden datos de todo tipo, falsos, verdaderos y medias verdades. En la suma y resta se constata el desprestigio de la política y de los políticos. Lo que antes se ocultaba, o se manipulaba al arbitrio de los más poderosos, que de paso podían influir a los medios de comunicación tradicionales, en el siglo XXI ya no es posible. A raíz de este mismo fenómeno, acompañado por una creciente desafección de las ideologías que predominaron en el siglo anterior, se observa una mayor inestabilidad política y social, a veces con movimientos pendulares, que son propios de la sociedad líquida que describe Bauman.25 Esto equivale a un recipiente altamente voluble (el ordenamiento institucional), en cuyo interior el contenido (la sociedad) se agita fácilmente, dificultando su traslado con rumbo cierto.
Sin embargo, subyacen a esta realidad del siglo XXI los valores consuetudinarios de la política, desde que fuera identificada en la antigua Grecia como una actividad necesaria para garantizar la convivencia social. En palabras de Hannah Arendt, “lo que distinguía la convivencia humana en la polis de otras formas de convivencia humana que los griegos conocían muy bien era la libertad”,26característica altamente diferenciadora de esta civilización, en un contexto histórico en que otros pueblos vecinos vivían en la barbarie y donde predominaba la ley del más fuerte.
Con el enfoque del bien común, que va más allá de los individuos y de las organizaciones que persiguen fines particulares, parciales o corporativos, la POLÍTICA (así, con mayúsculas) adquiere su máxima relevancia y se transforma en una actividad vital para la sana convivencia social, para la democracia y el progreso de la humanidad. También en palabras de Arendt, “puesto que el hombre no es autárquico, sino que depende en su existencia de otros, el cuidado de ésta (la política) debe concernir a todos, sin lo cual la convivencia sería imposible”.27