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ОглавлениеFuente: fotografía tomada por Marta Reina y Humberto Rojas (2006).
MODELO PARA ARMAR: ENSAMBLAJE TEÓRICO PARA EL ANÁLISIS MULTINIVEL DE CONFLICTOS COMPLEJOS
Las múltiples aristas de la intratabilidad del conflicto ambiental en los Cerros Orientales y San Isidro Patios
Son muchas las problemáticas y los conflictos presentes y relacionados con la gestión y conservación de los Cerros Orientales de Bogotá; sus retos y desafíos, causas e interrelaciones a lo largo del tiempo han sido analizadas por muchas disciplinas y campos de estudio, en distintos niveles y con diferentes herramientas.1
Uno de los fenómenos más visibles corresponde al gradual, pero continuado, proceso de urbanización ilegal de predios afectados por la declaración de la Reserva. Se ha dicho que solo los más pobres o los más ricos y poderosos se han aventurado a hacerlo.
En efecto, desde comienzos de siglo XX a lo largo de los Cerros Orientales se fueron asentando los grupos más pobres de la población, luego, con el rápido proceso de llegada y crecimiento de la población experimentado en los años sesenta y setenta, los barrios informales, ante la limitada oferta institucional, no tuvieron más alternativa que gestionar y autoproducir su hábitat. El fenómeno de la urbanización ilegal, clandestina, subnormal, pirata o progresiva, entre otras denominaciones, fue extensivamente estudiado durante los años setenta y ochenta en Colombia y Latinoamérica, pero fue abandonado con la llegada de temas como el ambiental, en los noventa, y los derechos humanos y el conflicto, a comienzos del nuevo milenio.
El conflicto generado por la dinámica de loteo ilegal presente en San Isidro Patios conecta numerosos elementos y tensiones que entrecruzan nuestros tiempos, como el dilema de la conservación y el uso sostenible de los recursos naturales frente a la realidad de las presiones y dinámicas socioeconómicas, institucionales y políticas; el tema humanitario, la pobreza urbana y el derecho a un techo en la ciudad, y, por último, los efectos del Antropoceno sobre el soporte de la vida como la conocemos en el planeta, y por ende la complejidad, recurrencia e intensidad de los conflictos que involucran los recursos naturales.
Las aristas de este conflicto actúan sobre la población y se interceptan en distintos niveles y dimensiones del territorio. Lo local y la vida cotidiana con la pobreza y la lucha por satisfacer necesidades básicas y configuración de los medios de vida; lo institucional con el papel del Estado en clave de mecanismos de seguridad, de policía y jurídicos, que conforman la gubernamentalidad,2 y lo cultural, como nivel intangible, pero quizá una de las formas más potentes de ejercicio del poder en clave de habitus,3 discursos de verdad y poder simbólico.4
A continuación, se presentarán algunas de las formas como se han entretejido los ingredientes conflictivos en San Isidro Patios. Comenzaremos con algunos datos importantes sobre el Distrito Capital. Este abarca un territorio total de 163 659 ha, que está dividido en dos grandes categorías: un área urbana (41 388 ha) y un área rural (122 271 ha). Es decir que el 60,46 % del área de la ciudad se identifica como rural y apenas un 39,54 % del área total, como urbana. Dentro de estas dos grandes categorías existen dos subcategorías de uso de protección del suelo: suelo de protección urbano y suelo de protección rural, cuya extensión total es de 77 873 ha.
Esto significa que el 47,58 % del total de la superficie del Distrito Capital se ha destinado a la protección (Secretaría Distrital de Planeación, 2009), lo que implica enormes retos para la gestión, en particular para la planificación, el manejo y la conservación, pero sobre todo para que haya un comando y un control coordinado, máxime cuando estas competencias recaen en un mosaico de instituciones que conforman una gubernamentalidad fragmentada, que actúa bajo diferentes lógicas y que abarca los niveles nacional, regional y local.
Desde la dimensión ecológica, la Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá es albergue de una importante diversidad biológica, se constituye en el principal pulmón de la ciudad y es pieza fundamental del sistema hídrico, al conectar la cuenca del río Teusacá con el río Bogotá, la cual abastece al 35 % de la población. Se trata de un ecosistema estratégico por las funciones que cumple en el ciclo del agua, desde la producción y recarga de acuíferos, hasta la regulación del balance hídrico. Adicionalmente, tiene un gran valor simbólico, estético, recreativo y tutelar para la ciudadanía, como telón de fondo y referente paisajístico. Desde la perspectiva identitaria, es importante recordar que para los indígenas muiscas los Cerros Orientales constituían un lugar sagrado de pagamento, por ser el lugar de nacimiento del agua, el referente de la aparición del Sol día tras día y el símbolo de la eterna lucha entre la luz y la oscuridad (Palacio, 2008).
Desde la perspectiva institucional, la gestión, planeación, restauración, valoración, apropiación social, conocimiento, cuidado y protección de la Reserva genera importantes y numerosos retos si se tiene en cuenta la magnitud de las fuerzas que ejerce una metrópoli con casi nueve millones de habitantes; las numerosas presiones ejercidas sobre sus recursos (suelo, bosque, agua, biodiversidad, paisaje, etc.), agudizadas por motores como el crecimiento natural de la población, el desplazamiento forzado y la migración voluntaria, y entrecruzadas por factores casi estructurales, como la constante reestructuración de las entidades distritales, la corrupción, la débil coordinación institucional, la prevalencia de intereses económicos de corto plazo, así como la proliferación, el desconocimiento e incumplimiento sistemático de los instrumentos de planeación y las normas urbanísticas y ambientales, entre otros.
Desde la perspectiva de la propiedad del suelo, de acuerdo con Maldonado (2005), dos terceras partes de los predios afectados por la declaración de la Reserva son propiedad privada, por esta razón los cerros son intervenidos de manera incesante, mientras se elaboran numerosos planes de manejo que nunca son implementados. El Plan de Ordenamiento y Manejo de los Cerros Orientales —en adelante, POMCO—, por ejemplo, identificó y caracterizó once sistemas de alteridad presentes en los Cerros Orientales; es decir, dinámicas mediante las cuales gradualmente los cerros son intervenidos, transformados y deteriorados en sus valores ecológicos. Estos sistemas son: desarrollo progresivo de vivienda, desarrollo planificado de vivienda, minería, centros educativos, comercio formal, telecomunicaciones, finca campesina, finca encargada, desarrollo de vivienda suburbana, áreas privadas en conservación y predios sin construir. Sin embargo, los posibles instrumentos para controlar o al menos modificar o intervenir estos sistemas de alteridad nunca fueron puestos en marcha.
A pesar de que el proceso de planificación urbanística y ordenamiento del suelo de la ciudad ha sido muy ambicioso, al haber destinado una importante proporción del suelo distrital a la protección (casi el 50 % del total), no se ha logrado garantizar de manera mínima su restauración y conservación, ni siquiera un mantenimiento libre de ocupación o de procesos extractivos o de contaminación; esto en virtud de la débil capacidad institucional, la estructura de la propiedad, la elevada presión urbanizadora, la dinámica de la inmigración del campo a la ciudad y los fenómenos de urbanización ilegal, asociados a redes clientelistas, entre otros factores.
El caso de San Isidro Patios
En el curso de más de dos siglos, los Cerros Orientales de Bogotá han sido un territorio que ha estado sometido a repetidos ciclos y dinámicas de apropiación, extracción de materiales para la construcción de la ciudad, numerosos usos e intervenciones productivas y reproductivas, así como institucionales, al tiempo que ha sido progresivamente habitado y reclamado por comunidades tanto rurales como urbanas con diferentes grados de poder.5
En el año 1976, el Ministerio de Agricultura, a través del Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente —en adelante, Inderena—, mediante el Acuerdo 30, declaró la Reserva Bosque Oriental de Bogotá y la alinderó en la cuenca alta del río Bogotá —incluyendo el primer barrio construido en San Isidro Patios, denominado Caja Agraria—. En principio, la Reserva debería ser administrada durante cinco años por la CAR.
En 1985, a raíz del conflicto generado por haber incluido el barrio en la Reserva, la CAR, “mediante Resolución 2337, sustrajo una parte y reconoció a San Isidro, dando inició así ‘semi oficialmente’ a lo que supondría un proceso de incorporación al perímetro urbano de la ciudad” (Toro, 2005, p. 103). Cito el término semioficialmente en cursivas porque se ha incurrido, desde la declaración misma de la Reserva, en varios errores de procedimiento que han dado origen a sinnúmero de pleitos y querellas que no han permitido, desde esa época, legalizar los barrios (véase Gómez-Lee, 2011 y Maldonado, 2005). Quizá el más grave fue la no inscripción en su momento de la Reserva en la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos, y, en consecuencia, la ausencia de afectación legal de los predios cobijados por la declaración, lo que permitió todo tipo de transacciones con los predios hasta el año 2005, cuando finalmente se realizó la afectación en el marco de la acción popular interpuesta en el mismo año para oponerse a la creación de una franja de adecuación.
A pesar de su declaración en el año 1976 como reserva forestal de orden nacional, las presiones extractivas, productivas y urbanizadoras no han cedido, y, de hecho, en las últimas dos décadas se han acentuado, lo que ha generado distintos procesos de degradación y transformación ambiental, y en particular agudas dinámicas de urbanización planificada y no planificada, así como de gentrificación (es decir, el progresivo reemplazo de barrios de raigambre popular, como Calderón de Tejada, Pardo Rubio, San Martín y Los Olivos, entre otros, por viviendas dirigidas a estratos socioeconómicos medios-altos y altos, desplazando a sus poblaciones hacia otros bordes de la ciudad).
La dinámica de la urbanización ilegal de predios del territorio de la Reserva no ha sucedido exclusivamente en el área de San Isidro Patios actualmente configurada. Según datos de la Mesa Ambiental de los Cerros (2008), para ese año, en los Cerros Orientales había 64 barrios informales o de origen informal, que acogían aproximadamente a 74 720 habitantes en el territorio de la Reserva. Tan solo en la porción de los cerros que corresponde a la localidad de Chapinero habitaban cerca de 24 834 personas.6 Las últimas cifras disponibles, recopiladas por la Secretaría Distrital del Hábitat y la Dirección de Legalización y Mejoramiento Integral de Barrios (Secretaría Distrital del Hábitat, Secretaría Distrital de Planeación y Secretaría Distrital de Ambiente, 2014), estimaban en 91 174 personas la población que habitaba los Cerros de manera informal en barrios autoproducidos. Es claro que esta dinámica de ocupación no se ha detenido.
De manera similar a lo ocurrido en otros barrios de los Cerros Orientales, los barrios que hoy conforman a San Isidro Patios han ido creciendo y densificándose desde los años setenta hasta llegar a configurar la Unidad de Planeación Zonal Distrital 89 —en adelante, UPZ 89—, que agrupaba en el 2008 cerca de 5000 viviendas, enclavadas en alturas entre 2900 y 3300 m s. n. m., y que ocupaban en ese entonces alrededor de 170 ha en los límites urbanos de las localidades de Chapinero y Usaquén, en el nororiente de Bogotá, D. C. (figura 1).7
Los barrios, por su condición de ilegalidad, no han sido objeto de inversiones por parte de la administración distrital para su mejoramiento integral. Esta es una de las principales contradicciones presentes en el conflicto, y la lucha por un techo en la ciudad, por equipamientos, por infraestructura y servicios de transporte y domiciliarios describen necesidades básicas insatisfechas.
En cuanto a las protestas y movimientos asociados al conflicto en San Isidro Patios, a finales de los años ochenta los habitantes de los barrios tuvieron confrontaciones con la Policía y con la CAR, por haber construido sus viviendas en la zona de la Reserva. Sin embargo, no hay registros hasta la fecha de que el conflicto haya escalado a enfrentamientos violentos. A pesar de su aparente ilegalidad, estos barrios han sido reconocidos como unidad de planificación, identificada por la administración distrital como UPZ 89 y definida como de tipo 1: residencial de urbanización incompleta, que “corresponde a sectores periféricos no consolidados, en estratos 1 y 2, de uso residencial predominante con deficiencias en su infraestructura, accesibilidad, equipamientos y espacio público” (Alcaldía Mayor de Bogotá, 28 de julio de 2000).
La UPZ 89 está conformada actualmente por los barrios La Esperanza Nororiental, La Sureña, San Isidro I y II, San Luis Altos del Cabo. Esta UPZ presenta numerosas falencias, entre otras cosas, debido al hecho de que sus barrios están construidos sobre predios loteados ilegalmente por sus propietarios y afectados por la declaración de la Reserva; concurren además los riesgos por remoción en masa e inundación, que complican los procesos de regularización y que hace que no sean objeto de inversión pública, expresada en servicios públicos estatales. Sin embargo, sí pagan impuestos y son objeto de algunos programas de asistencia social distrital y por parte de organizaciones no gubernamentales —en adelante, ONG— de distintos niveles por su situación de vulnerabilidad social y precariedad económica.
Figura 1. Localización de San Isidro Patios
Fuente: elaborado por Nicolás Vargas Ramírez (2014).
Las dinámicas de aumento poblacional, urbanización acelerada y deterioro ambiental de la Reserva en esta área son notorias: el territorio urbanizado ha venido aumentando progresivamente, en el año 2006 se contaron 3412 viviendas, y en 2009 habían aumentado a 4385; el número de hogares para las mismas fechas pasó de 3738 a 4785, es decir que en tres años se conformaron en la UPZ 89 (San Isidro Patios) 1047 hogares, el valor más elevado de las tres UPZ pertenecientes a la localidad de Chapinero. En la actualidad, se calcula su población en cerca de 25 000 habitantes,8 a pesar de que no existe un censo reciente, sino tan solo proyecciones de la Secretaría del Hábitat.
El crecimiento de la demanda de servicios básicos, la imposibilidad de ampliar las coberturas por medio de inversión pública, la creciente producción de desechos sólidos, vertimientos y aguas servidas asociadas a la urbanización ha deteriorado notablemente la calidad y la cantidad de los recursos naturales en este sector de la Reserva; en particular el recurso hídrico, conformado por las nueve quebradas que se encontraban en la zona, y que desde los años ochenta han mostrado señales de desaparición por causa de distintos tipos de intervenciones, entre ellas la contaminación, la desecación, el taponamiento y la desviación (Alcaldía Mayor de Bogotá et al., 2010).
Ante el problema de abastecimiento de agua potable, en 1982 la comunidad agenció un acueducto comunitario para satisfacer sus necesidades de agua, y poco a poco fue ampliando su cobertura hasta llegar a construir un modesto sistema de alcantarillado, que solo conduce sus aguas residuales y sin tratar al río canalizado de Molinos, el cual corre de oriente a occidente de la ciudad y transporta las aguas residuales de los barrios que se ubican cuenca abajo, de modo que afecta a los barrios circundantes.
Se puede decir que, dada la dinámica de densificación y crecimiento de estos barrios, la ausencia de un servicio de acueducto y alcantarillado óptimo que cubra al 100 % de la población; la falta de un sistema integral de recolección, manejo y tratamiento de aguas residuales y residuos sólidos, y la creciente demanda por el recurso hídrico han conspirado para que, al conflicto de uso del suelo, se sumen otros conflictos ambientales en torno a la disponibilidad de agua, el acceso a espacio público y equipamiento urbano, el abandono de mascotas, etc. Ante la evasión y desatención del conflicto generado por la urbanización ilegal de predios, este sigue creciendo, escalando, y el número de actores afectados es cada vez mayor.
A pesar de la condición de “ilegalidad”, los barrios cuentan con un precario equipamiento colectivo, agenciado enteramente por las organizaciones comunitarias con participación de varias ONG y algunas entidades estatales que prestan servicios de educación y salud (un puesto de salud), y poseen un precario espacio público, con vías en su mayoría autoconstruidas y con insatisfactorias condiciones de seguridad y de alumbrado público. En el año 2009, por ejemplo, se contaba con 18 instituciones de Bienestar Social “que centran su intervención en la prevención y asistencia a los grupos de población más vulnerables y que viven en condiciones de pobreza y miseria” (Secretaría Distrital de Planeación, 2009, p. 38).
Existe una gran variedad de actores institucionales, privados y de la sociedad civil, etc., involucrados en este conflicto, en especial las autoridades ambientales del nivel nacional (el MMA), regional (la CAR de Cundinamarca), distrital y local (la Secretaría de Medio Ambiente, Catastro, Planeación Distrital, la Dirección de Prevención y Atención de Desastres [DPAE], la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá —en adelante, EAAB— y las empresas prestadoras de servicios públicos, entre muchas otras). También concurren en él el Cantón Norte; propietarios de canteras y areneras; talladores de piedra; propietarios de los predios rurales afectados por la declaración de la Reserva (grandes, medianos y pequeños), con distintos intereses y proyecciones sobre sus propiedades; habitantes de estratos altos residentes en condominios vecinos, y habitantes de los cinco barrios que conforman San Isidro Patios, de estrato 1 y 2, y sus distintas organizaciones, con características de autogestión y un fuerte sentido de pertenencia, grupos de jóvenes, JAC y Acualcos (el acueducto comunitario).
Desde lo institucional, se presentan elementos de contexto problemáticos, tales como: 1) la intermitencia de las intervenciones estatales, que muestran lógicas contradictorias que oscilan entre el asistencialismo paternalista y el segregacionismo; 2) un enorme cuerpo normativo y regulatorio en varios niveles, desarticulado y confuso, caracterizado por la falta de claridad administrativa (funciones, competencias, jurisdicción, responsabilidades, lógicas, etc.) y limbos jurídicos (véase anexo 1); 3) la ausencia de instrumentos eficientes de comando y control de los usos del suelo; 4) la baja capacidad de intervención estatal coordinada, y 5) el clientelismo, la impunidad y la corrupción.
En cuanto a la construcción de clientelas y las prácticas de subalternidad, en los Cerros Orientales persiste la práctica de comercializar lotes dentro de la Reserva, ya sea motu proprio o utilizando urbanizadores ilegales (tierreros), patrones y “caciques” políticos, que incorporan a los pobladores de estos barrios a sus clientelas con la promesa de legalización, acceso a servicios o infraestructura urbana, lo que alimenta prácticas políticas de patronaje y formación de redes clientelistas. Una gran cantidad de los barrios hoy legalizados en los Cerros Orientales han seguido este proceso (como Juan XXIII, Pardo Rubio, El Paraíso, Los Olivos, Cerro Norte, El Codito, San Martín, etc.) (Camargo, 2001, 2005b).
Adicionalmente, la urbanización ilegal es una actividad muy rentable: quienes lotean y venden no realizan sesiones de los predios, no pagan impuestos, ni tramitan licencias, utilizan suelo no apto para la urbanización y, una vez que las familias construyen sus viviendas, se tornan en una clientela que solicita la asistencia estatal, la cual, a su vez, debe entrar, con enormes costos para el erario, a corregir todas las irregularidades e impactos ocasionados por los urbanizadores y el desarrollo progresivo de los barrios: reasentar población en riesgo, proveer servicios básicos y espacio público, construir infraestructura social, vías de acceso y equipamiento urbano, entre otros. En los últimos años se ha generado un proceso de gentrificación de los barrios, que son comprados por grandes consorcios económicos para construir proyectos urbanos para grupos con mayor poder adquisitivo, en especial en la localidad de Chapinero.
La legalización de los barrios abriría, en principio, la posibilidad de que el Distrito pudiera invertir en obras y programas para elevar la calidad y cobertura de los servicios públicos, del transporte, del espacio público, etc., como es el caso del Programa de Mejoramiento Integral de Barrios. Sin embargo, dada la indefinición jurídica en la que se encuentran los barrios de San Isidro y el hecho de que la Reserva sea un área protegida de carácter nacional, se requiere de un proceso de concertación y acuerdo entre entidades en todos los niveles: el MMA, la CAR y la Secretaría de Medio Ambiente, para poder realizar la sustracción y realinderación, así como generar las pautas para su restauración ecológica, su conservación y su manejo, lo que hasta el momento no ha sido posible.
Esta situación desemboca en un alto costo de transformación del conflicto y del agenciamiento de diferentes tácticas para la autoproducción del hábitat. Han sido muchos los intentos de transformar el conflicto por las vías formales (normativa y judicial): entre 1974 y 2006 se produjeron cerca de cuarenta normas (véase anexo 1). Esta larga secuencia de normas y pleitos legales ha contribuido a fortalecer la percepción de intratabilidad, dado que el conflicto no ha sido atendido adecuadamente y se ha mantenido y complejizado, al involucrar cada vez a un mayor número de contradicciones y actores.
Esta situación también ha contribuido a fortalecer entre los actores involucrados la percepción de que los costos de transformación son muy altos, ya que algunos de los actores institucionales sostienen que la única forma efectiva de evitar la urbanización de los cerros es prohibir la extensión de suscripciones de servicios de acueducto y alcantarillado, así como evitar que se establezcan precedentes por medio de la legalización de los barrios, por lo cual se rehúsan a dar curso al proceso, a pesar de que los barrios se han ido consolidando desde hace casi cuarenta años.
Se asume que cualquier señal de legalización podría disparar la urbanización ilegal de los cerros, al percibirse como una ventana a la urbanización ilegal o apropiación de un suelo que presenta una fuerte demanda y, por lo mismo, un elevado precio en el mercado inmobiliario del área de los Cerros Orientales en la parte norte de la ciudad.
Es notable que, a pesar del déficit en el suministro de agua y de servicios como alcantarillado, la comunidad residente en los barrios haya mantenido una actitud relativamente pasiva frente a la escasez del recurso, y no se hayan registrado conflictos violentos. Sin embargo, podría decirse que la comunidad ha mantenido una actitud de resistencia al permanecer y agenciar su sustento en el área utilizando distintas tácticas —dentro de las cuales la más importante es la autoorganización—, al tiempo que ha buscado las vías formales y legales de resolución —por medio de tutelas, derechos de petición y acciones de cumplimiento—, que han obtenido muy pocos resultados.
En lo que respecta a los primeros rasgos reseñados: la larga duración, la recurrencia y los repetidos fracasos de numerosos intentos de resolución, en este libro nos referiremos al hito quizá más importante y reciente intento de transformación, conocido por el público a través de los medios de comunicación. Este evento, data del año 2005, fecha en que la CAR y el Ministerio del Medio Ambiente —en adelante, MMA— emitieron la Resolución 463, del mismo año, por medio de la cual redelimitaban la Reserva y creaban una franja de adecuación.
En principio, la creación de esta franja permitiría sentar las bases para legalizar los barrios de origen informal construidos dentro del borde urbano rural de la Reserva y en apariencia solucionar mediante la regularización situaciones de facto. Sin embargo, en el mes de abril del 2005 fue interpuesta en su contra una acción popular que contó con dos fallos, uno en el año 2006 por parte del Tribunal Administrativo de Cundinamarca (TAC) —que fue apelado en 16 oportunidades— y un fallo final, pronunciado, luego de más de ocho años de disputas legales, en el mes de noviembre del 2013 por parte del Consejo de Estado (CE).
Si bien este trabajo investigativo se concentró en el análisis en profundidad de las dinámicas de autoproducción del hábitat a lo largo de más de cuarenta años utilizando el enfoque de los medios de vida, requirió, para abordar la intratabilidad de manera más comprensiva, involucrar en el análisis una cronología de las prácticas de ordenamiento del suelo en Bogotá, a manera de contexto, y el análisis de dos niveles complementarios (macro y meso), para abordar, en primer lugar, el papel desempeñado por el Estado en clave de gubernamentalidad en el conflicto y la configuración a lo largo del tiempo de un habitus proclive a este tipo de conflictos, así como, en segundo lugar, en el nivel denominado macro, analizar el papel que han cumplido los discursos hegemónicos que han orientado las prácticas de la gubernamentalidad y que han producido numerosos impactos no solo sobre este conflicto, sino sobre la mayoría de los conflictos que involucran los recursos naturales en el país.
Cuando se hace referencia al papel y las prácticas del Estado en clave de la gubernamentalidad y sus mecanismos, es importante resaltar la trayectoria y contexto general de debilidad de las instituciones distritales y las contradicciones de sus lógicas de actuación, así como también algunos fenómenos concomitantes, como el clientelismo en el sistema político, y, en últimas, la prevalencia de prácticas hondamente arraigadas —habitus, en términos de Bourdieu—, como la consuetudinaria corrupción, la captura de rentas y el patrimonialismo, heredadas desde tiempos coloniales y vigentes en la mayoría de las instituciones de los países del Sur (Acemoglu y Robinson, 2012; Azar, 1985; Garay, Salcedo, León y Guerrero, 2008; Gray, Coleman y Putnam, 2007; Kriesberg, Northrup y Thorson, 1989; Lewicki, Gray y Elliot, 2003).
En síntesis, este conflicto, cuya contradicción principal está definida por la urbanización ilegal por parte de los propietarios de predios afectados por la declaración de la Reserva, presenta todos los rasgos de intratabilidad referidos por la literatura e incluso algunos nuevos, en función de: 1) su larga duración; 2) la elusión de su resolución, es decir, la dificultad para encontrar una transformación positiva; 3) el gran número de intentos fallidos de transformación, el desgaste de la comunidad y la pérdida de confianza en los procesos; 4) el complejo entramado de normatividad (disposiciones, decretos y acuerdos) que en todos los niveles se ha producido para regular su manejo, conservación y restauración; 5) la cantidad y variedad de actores involucrados de distintas condiciones sociales y niveles (nacional, regional o local); 6) las percepciones de intratabilidad que los actores involucrados han venido construyendo y reforzando; 7) la percepción de los altos costos en todas las esferas de la transformación del conflicto, y 8) la resistencia relativamente pasiva de una comunidad pobre y vulnerable.
En virtud de todos los elementos expuestos, que intentan describir su grado de complejidad, este caso se constituye en un enorme reto académico que puede dar luces a futuro sobre cómo analizar este tipo de conflictos ambientales complejos.
Los conflictos ambientales y la intratabilidad
El objeto de este apartado teórico es presentar de qué modo se elaboró el ensamblaje conceptual para esta investigación, centrado en el uso de conceptos y enfoques que permiten analizar las relaciones de poder, para, fundamentalmente, describir cómo se construyó la categoría central de conflictos ambientales intratables. Para ello se tomó como punto de partida el conjunto de rasgos reseñados por la literatura, los cuales fueron ordenados y jerarquizados en tres niveles y subniveles, que van de los más abstracto a lo más concreto, y luego se seleccionaron y ensamblaron los conceptos que mejor podían describir los rasgos de intratabilidad en cada nivel. Debe anotarse que hay uno o varios conceptos que articulan los tres niveles de análisis (figura 2).
De manera general e introductoria, en la primera sección se presentan, para los neófitos, las definiciones más básicas de conflicto —sus componentes, dinámicas y función en el cambio social—, así como las diferencias entre las nociones de transformación y resolución.
En la siguiente sección se introduce una breve evolución de los grandes enfoques a partir de los cuales la academia se ha aproximado, desde las versiones más clásicas a las más críticas, a los conflictos por recursos naturales: la teoría económica, la ecología política y los estudios críticos al desarrollo.
Luego, se abordan los dos orígenes de la noción de intratabilidad y se presenta la forma como, para este trabajo, se sintetizan y complementan varios componentes provenientes de las escuelas europeas y norteamericanas, de manera específica la larga duración, la recurrencia, el fracaso de los intentos de resolución y el involucramiento de necesidades básicas, así como, de manera general, la “presencia de elementos estructurales y culturales”, que se llenan de sentido mediante el uso de los conceptos habitus, poder simbólico y discursos hegemónicos —aporte de las escuelas posestructuralistas francesas—.
Fuente: elaboración propia.
En consecuencia, se elaboró la noción central interdisciplinaria y multinivel de conflictos ambientales intratables. Posteriormente, se diseñó la estrategia metodológica de estudio en tres niveles interrelacionados utilizando instrumentos y conceptos de diferentes disciplinas y campos del conocimiento (tabla 1) para llevar a cabo el análisis en profundidad del caso de San Isidro Patios.
A continuación, se hace una breve referencia al análisis de los estudios sobre conflicto y desarrollo como un campo importante de estudio en Latinoamérica, que incorpora diferentes formas de aproximación conceptual y metodológica para analizar conflictos por recursos naturales generados por iniciativas de desarrollo centradas en la extracción de minerales e hidrocarburos, el cual es aplicable para el análisis de un importante y creciente grupo de conflictos socioambientales o redistributivos en los países del Sur.
Con el fin de precisar conceptos provenientes de la teoría urbana, se presentan la variedad y la evolución de los conceptos sobre la informalidad urbana, también denominada: urbanización no planificada, ilegal, clandestina, espontánea, incompleta o subnormal, entre otras.
A manera de cierre, en la tercera sección se presenta la estrategia metodológica diseñada para la investigación, los tres niveles de análisis seleccionados y las formas como se interrelacionan a través del uso de conceptos que permiten interconectarlos en cada nivel desde una perspectiva holística e interdisciplinar.
De modo general, para el análisis a nivel macro se utilizan fundamentalmente los conceptos de discursos hegemónicos, poder simbólico y habitus, con el fin de rastrear el papel que desempeñan las variables culturales en la intratabilidad; en particular, el influjo que tienen sobre los rasgos de larga duración, recurrencia y permanente fracaso de los intentos de transformación.
El habitus corresponde a conjuntos de prácticas culturales que responden a unas ciertas lógicas recurrentes y socialmente aceptadas respecto a las formas de regular el acceso, la apropiación y el control de recursos, por lo mismo, son naturalizadas. Es por esta razón que Bourdieu habla de estructuras estructurantes.
El poder simbólico, por su parte, es entendido como “la potestad para la construcción y escenificación de la realidad, imponiendo un orden gnoseológico que es invisible y genera ‘concensus’ (doxa) sobre el orden y sentido del mundo social” (Bourdieu, 2000, p. 25). En efecto, este concepto permite analizar desde la perspectiva cultural el papel y los efectos del ejercicio de esta poderosa forma de poder sobre los conflictos por recursos naturales, y específicamente sobre los rasgos de intratabilidad, expresados en su larga duración, recurrencia y fracaso continuado de los intentos de transformación o resolución.
Estos rasgos, como ya se anotó, tienen que ver con dos elementos comunes documentados por la literatura de los estudios de paz: el papel que desempeña el Estado en la generación de conflictos, así como, de una manera más vaga, las “pautas culturales” (Putnam y Wondolleck, 2003; Gray, Coleman y Putnam, 2007; Kriesberg, Northrup y Thorson, 1989; Lewicki, Gray y Elliot, 2003).
Vale la pena resaltar que el poder simbólico produce un “orden y sentido” determinado, es decir, “discursos de verdad”. Estos corresponden a la expresión de unas formas particulares de ver y entender el mundo, que con el tiempo, y por obra y gracia del habitus, se configuran como saberes hegemónicos, disciplinas del saber sancionadas socialmente como legítimas, amparadas en unas ciertas formas de representar y escenificar el mundo validadas por la doxa, es decir, por el consenso en la construcción de sentido.
Es importante tener en cuenta que los discursos de verdad orientan las prácticas y lógicas de actuación de los dispositivos de poder del Estado y sus mecanismos en un momento histórico determinado. Como se anotó, la gubernamentalidad, como tecnología de poder, está compuesta por mecanismos jurídicos, de policía y de seguridad; estos mecanismos, desde la perspectiva de Foucault (2000, 2006, 2007, 2008), se dirigen al gobierno del territorio, de la población y, en consecuencia, de los recursos naturales presentes en el territorio, y las formas como el dispositivo pretende ordenar y controlar las maneras cómo la población los debe valorar, representar, apropiar, acceder, asignar, etc.
Como es previsible, la puesta en marcha de estas tecnologías de poder, sus lógicas y mecanismos, propician la emergencia de conflictos, en especial cuando se enfrentan a formas diferentes de ver y comprender la realidad, y que, en consecuencia, sustentan las posiciones antagónicas de los actores involucrados, expresadas en sus posiciones en torno a la contradicción principal presente en el conflicto.
En este sentido la gubernamentalidad característica de los países del Sur, como tecnología de poder, sus particularidades históricas, y específicamente el acoplamiento de distintas racionalidades (colonial o liberal, soberana o moderna) y sus prácticas han tenido unos efectos claros en propiciar la emergencia de conflictos intratables en la medida en que algunas de sus prácticas de gobierno y control de recursos —como, por ejemplo, el ordenamiento del recurso suelo—, y específicamente la delimitación de áreas para la conservación, restringe el acceso, control, distribución y apropiación de recursos clave para la vida y para la satisfacción de necesidades básicas de los grupos sociales con menor poder.
Esto se realiza mediante la producción e imposición de mecanismos dirigidos al ordenamiento territorial y espacial desde una u otra lógica, amparada en la actualidad en discursos hegemónicos como el neoliberalismo, el desarrollo, el crecimiento económico, la competitividad, la conservación y el urbanismo, entre otros, los cuales tienen diversos efectos sobre cómo son representados, valorados, apropiados, distribuidos, concesionados y asignados los recursos naturales presentes en los territorios, de maneras que muy a menudo se contraponen las formas de vida, prácticas consuetudinarias y cosmovisiones de grupos con menor poder, por lo general considerados como pobres e ignorantes, no modernos, salvajes e incivilizados (mestizos, campesinos, indígenas, afro, etc.), lo que pone en peligro su subsistencia al transformar los modos como consuetudinariamente han agenciado sus medios de vida para satisfacer sus necesidades fundamentales.
Los dispositivos de poder, y en particular el poder simbólico, han construido unas ciertas formas de representar y escenificar los países del Sur, sus recursos naturales y pobladores, así como de producir ciertas disciplinas para “transformarlos”, de modo que devengan modernos y civilizados. Estas disciplinas, a través del ejercicio del poder simbólico, han justificado y legitimado la adopción de unas ciertas lógicas de apropiación, distribución y control los recursos naturales que producen despojos, dinámicas extractivas, deterioro ambiental y conflictos (Escobar, 1998, 2001, 2003; Shiva, 1993, 2002).
En el caso de la contradicción generada por la urbanización ilegal de predios destinados a la conservación, como corresponde a San Isidro Patios, las posiciones de los principales actores involucrados, Estado y pobladores de los barrios, sus prácticas y discursos, así como sus consecuencias, expresadas en los numerosos rasgos de intratabilidad acumulados e interceptados a lo largo del tiempo, ilustran claramente el papel que cumple el ejercicio del poder simbólico y los discursos hegemónicos (la conservación y el urbanismo) que amparan y justifican las prácticas del Estado, en contraposición a las tácticas, estrategias y prácticas cotidianas de resistencia adoptadas por las organizaciones comunitarias de los barrios y sus efectos sobre la permanencia irresuelta de este conflicto por más de cuarenta años y los numerosos impactos políticos, ecológicos, sociales, institucionales negativos de esta dinámica.
Así pues, el poder simbólico guía las lógicas y deber ser de la gubernamentalidad, mientras que el habitus guía las prácticas.
Para el análisis meso se utiliza la noción de gubernamentalidad, que como dispositivo de poder incorpora como sus principales componentes mecanismos de seguridad (dirigidos a garantizar la supervivencia de la población), de policía (dirigidos al castigo, el control y la vigilancia) y jurídicos (dirigidos a instaurar normas y regulaciones).
El concepto de gubernamentalidad se escogió para analizar otro rasgo importante reseñado por la literatura: el “papel del Estado” en los conflictos por recursos naturales. Dado que los mecanismos de la gubernamentalidad desde diferentes lógicas convergen o divergen en sus funciones de regulación del acceso de la población a los distintos tipos de recursos presentes en el territorio bajo los principios y postulados de saberes y discursos (nivel macro) que orientan sus prácticas, en este caso dichos mecanismos corresponden principalmente a la conservación, el urbanismo y el ordenamiento territorial. Ahora, el concepto de territorio es muy útil, por configurarse como un resultado “acumulado” de agenciamientos, estrategias, prácticas y tácticas puestas en marcha por parte de la población y los dispositivos de poder de la gubernamentalidad, que conforman un juego de poder, para privilegiar unas u otras formas de agenciar los recursos del territorio y configurarlo de una cierta manera.
A nivel micro se utilizaron como conceptos centrales, en orden descendente: autoproducción del hábitat, agenciamiento y medios de vida, prácticas, tácticas y estrategias, para las formas como son agenciados los medios de vida en la lucha por las necesidades fundamentales y describir sus efectos acumulados sobre la configuración del territorio. Es decir, los procesos con que la población con menor acceso a assets/capitales/activos/recursos9 agencia los que encuentra disponibles para autoproducir su hábitat y sobrevivir a la escasa provisión de bienestar brindada por parte de la gubernamentalidad a causa del rótulo de ilegalidad, que limita la provisión regular de mecanismos de seguridad (como salud, educación, infraestructura de servicios, transporte, etc.).
El ABC del conflicto: definiciones, funciones e intratabilidad
La presente sección introduce los conceptos básicos sobre conflicto, sus definiciones, formas de análisis y funciones. Se encuentra dividida en tres partes, que buscan familiarizar al lector con los abordajes del conflicto hechos desde sus dos escuelas fundacionales de origen eurocéntrico: la escuela de estudios de paz (EEP) y la escuela de resolución de conflictos (ERC).
Definiciones de conflicto
El término conflicto proviene del latín conflictus, que significa ‘choque’. En el nivel más básico, el conflicto hace referencia a una situación de diferencia, disputa u oposición; un actor se enfrenta a otro, o a otros, por perseguir objetivos contrarios, o que son percibidos como tales, lo que los sitúa en extremos antagónicos en una situación de confrontación, que en últimas puede ser resuelta dependiendo de las formas que asuman las relaciones de poder en las que están inmersos. Los conflictos, por lo general, están imbuidos de las formas como son establecidas y ejercidas las relaciones de poder. Sin embargo, las diferentes disciplinas del conocimiento abordan el análisis de dichas relaciones como problema desde diferentes enfoques y lugares de enunciación.
Los enfoques considerados clásicos, que son los que primero se presentan en este documento e irán siendo complementados con otros propios de otras tradiciones disciplinarias, provienen de la diplomacia y las relaciones internacionales; luego fueron enriquecidos con aportes de la sociología y de los estudios estructuralistas, a los que, a propósito del caso de estudio, este libro complementa con algunos otros aportes posestructuralistas y provenientes de los estudios culturales.
Los conflictos involucran componentes tanto objetivos como subjetivos, los cuales se encuentran en permanente dinamismo, por lo que no son estáticos; emergen y se adaptan permanentemente a los contextos en los que se desenvuelven, surgen de múltiples causas o de combinaciones de ellas e incorporan en su dinámica (latencia, escalada o enfrentamiento abierto) elementos concretos —como los comportamientos, los intereses o las necesidades— y abstractos —como las actitudes de los actores involucrados— (Galtung, 1969).
Asimismo, los conflictos son consecuencia de las maneras como son establecidas y ejercidas las relaciones de poder (Lederach, 2000). La eventual victoria se obtiene por la fuerza o la intimidación (la manera realista) (Morgenthau, 1986); por vía de las normas, las regulaciones y los acuerdos (arbitraje) (Lederach, 1990); a través de la colaboración, la cooperación y la negociación (Fisher, 2001; Fisher, Abdi, Ludin, Smith, Williams y Williams, 2000), o finalmente por medio de la dominación cultural, vista como la aceptación de que una forma de ver el mundo (ontología) es superior a otra (Escobar, 2003).
Las disciplinas y campos de estudio que abordan los estudios sobre los conflictos han producido distintas definiciones que enriquecen o enfatizan algunos de sus componentes y características. Para unos, se tratan de “una lucha expresada entre por lo menos dos partes, quienes perciben sus metas como incompatibles, una escasez de recursos e interferencia por el otro en el alcance de sus metas” (Wilmot y Hocker, 1994, citado por Lederach, 2000, p. 57). Para otros, son “una situación social en la que participan al menos dos actores, que luchan para obtener en el mismo momento un conjunto disponible de recursos escasos” (Wallensteen, 2002, p. 13).
Como se puede observar, cada definición enfatiza en una u otra área del conocimiento, tipos de tensiones, diferencias o enfrentamientos. En el caso de la intratabilidad, como veremos, un elemento ilustrativo que la concreta es la percepción de la mutua exclusión de los objetivos perseguidos por los actores enfrentados y el convencimiento de estos de la imposibilidad de resolver la contradicción que da origen al conflicto.
Un ejemplo clásico es la clara incompatibilidad entre conservar un bosque y llevar a cabo minería a cielo abierto, o, por ejemplo, los choques entre quienes ven el aborto como un derecho y quienes lo ven como un asesinato, o quienes son partidarios de las uniones del mismo sexo y quienes ven esto como algo contra natura. Sin embargo, más allá de discusiones éticas o morales, issues, en estos enfrentamientos subyacen relaciones de poder asimétricas que con el tiempo han sido naturalizadas. Un bosque o un río no pueden defenderse por sí mismos en la sociedad; no obstante, los grupos indígenas hablan de los derechos de los ríos, de los bosques, de la fauna, incluso de las rocas y del territorio en su conjunto como de una entidad mucho más compleja que un espacio geográfico conquistado y ordenado de una cierta manera, bajo unos ciertos principios, intereses y posiciones.
Algunos autores resaltan justamente estas diferencias como un desafío, ya sea para acercarse a otras maneras de ver el mundo (pluriverso versus universo) (Escobar, 2014) o como oportunidad para incluir y ampliar las visiones imperantes o hegemónicas —lo que Gramsci definió como el sentido común o Bourdieu como consenso—, expresadas en lo que el mismo Bourdieu definió como poder simbólico; en esta dirección el conflicto puede catalogarse como “una intensa experiencia de comunicación e interacción con potencial transformador” (Buckles, 1999).
En cuanto a las relaciones de poder, el conflicto emerge, por lo general, como consecuencia de las injusticias o desigualdades extremas en distribución de recursos, derechos, titularidades, por lo cual es inherente a la lucha por el cambio social (Escobar, 1998).
El conflicto es un aspecto intrínseco e inevitable del cambio social. Es expresión de la heterogeneidad de intereses, valores, creencias que surgen del choque entre las formaciones nuevas que emergen de los cambios sociales frente a las limitaciones heredadas. Pero la forma como lidiamos con el conflicto es cuestión de hábitos y decisiones. Es posible cambiar las respuestas habituales y hacer el ejercicio de tomar decisiones inteligentes. (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 5)
En síntesis, la mayoría de los autores coincide en que el conflicto: 1) emerge como efecto de las relaciones asimétricas de poder; 2) tiene que ver con elementos subjetivos, tales como las percepciones de los actores, sus posiciones, valores, creencias, actitudes, etc., que muchas veces son naturalizadas por los actores enfrentados como “el deber ser”, “el orden de las cosas”, “lo natural” —a estos elementos algunos autores los denominan “ingredientes culturales”—; 3) convergen elementos objetivos claros, identificables y mensurables, tales como los intereses, los beneficios de un grupo frente a otro, las formas como se reparten costos y beneficios, el reconocimiento, el logro, etc.; 4) se cumplen ciertas funciones sociales claves, como la cohesión, la movilización, la concientización en torno a una idea, principio o derecho, y 5) por lo general, requiere para su resolución del cambio social, el reconocimiento de las otredades y de sus derechos y, por consiguiente, la transformación de las relaciones asimétricas de poder (Coser, 1956).
Actitudes, comportamiento y contradicción
Galtung (1969, 2010), desde la teoría ya clásica de la escuela europea, estableció que los conflictos tienen tres componentes fundamentales: a) las actitudes, b) el comportamiento (behavior) y c) la contradicción, a los cuales representó en el triángulo del ABC, por sus iniciales en inglés (figura 3).
Desde su perspectiva, Galtung planteaba que las posiciones, intereses y necesidades de los actores enfrentados son elementos que afectan en diferentes grados y momentos las actitudes y comportamientos, así como las formas como los involucrados perciben la contradicción y sus causas.
Figura 3. Triángulo de Galtung
Fuente: Galtung (2010, p. 27).
De modo que la contradicción corresponde al objeto de la disputa, se habla de cuestiones (issues) como aquello que está en juego y que origina el enfrentamiento entre las partes (Galtung, 1969). Identificar o definir la contradicción no es fácil, y al hacerlo se debe buscar que no se involucren juicios de valor; por esta razón muchas veces las contradicciones se formulan de manera sesgada. En el caso que nos atañe, por ejemplo, se puede ver cuando se habla de asentamientos ilegales, clandestinos, marginales, periféricos, subnormales, etc., denominaciones que tienen una carga de valor negativa.
Las actitudes, por ser subjetivas, están ligadas a los pensamientos, sentimientos, emociones y valores; influyen en los comportamientos (pero no los determinan); son adquiridas durante las etapas de aprendizaje con la experiencia vital y el trato social; están relacionadas con la percepción que cada parte ha construido de la otra y con las pautas sociales; incluyen elementos subjetivos (como la emotividad [sentimientos]), cognitivos (como los valores y las creencias) y afirmativos (ego, voluntad, ambiciones y deseos). Están, además, relacionadas con la orientación de los sujetos en relación con sus cosmovisiones, modos de construir, articular y percibir al mundo, con las maneras de “enmarcarlo o referenciarlo” (framing). Es decir que, desde la perspectiva posestructuralista actual, se encuentran estrechamente relacionadas con el poder simbólico, con el habitus y con las formas como los actores, a través de las pautas culturales, perciben y ordenan el mundo de una cierta manera y refieren su vivencia a una forma particular de ver, comprender el mundo y aprenderlo desde unas formas “legítimas”, “civilizadas” y “modernas” de conocimiento, bajo la forma de disciplinas y saberes, impuestos y validados por el statu quo.
En el caso de estudio, la contradicción principal corresponde a la autoproducción del hábitat y la configuración urbana no planificada de predios afectados por la declaración de la Reserva Forestal Cerros Orientales. La contradicción no es la urbanización ilegal o clandestina, o “la invasión de los cerros”, como aparece erróneamente en los medios de comunicación. En este conflicto, las actitudes y comportamientos10 de los actores expresan claramente las tensiones entre las bases epistemológicas sobre las que se ha construido el deber ser de la ciudad, determinado por la gubernamentalidad; por discursos y saberes como la conservación, el urbanismo y la planeación del desarrollo urbano, y por sus mecanismos jurídicos, policivos y de seguridad, que condenan a los barrios populares y generan una atmósfera hostil y una percepción sesgada de estos, criminalizándolos.
Una vez se investiga el proceso de urbanización, se puede constatar que las personas han comprado los lotes y los han pagado a sus propietarios, quienes han loteado y urbanizado ilegalmente los predios afectados por la declaración de la Reserva. Es por esta razón que antes de formular la contradicción es necesario estudiar en profundidad cada caso, de manera que su identificación y formulación sea en sí mismo un resultado valioso y punto de partida del proceso investigativo y analítico.
No obstante, como es previsible a medida que se profundiza en la indagación, esta contradicción incorpora tensiones más profundas y de larga data, que han sido el resultado del peso de la historia y de la evolución de la sociedad colombiana, como corresponde a la lógica extractiva y depredadora del territorio y sus recursos, imperante desde la Conquista; la imposición de instituciones, saberes y nociones de raza que han promovido la segregación social, y una cierta división del trabajo, entre otras cosas (Mejía Pavony, 2012; Quijano, 2000; Zambrano et al., 2000).
El acelerado crecimiento urbano, desde finales del siglo XIX y la mayor parte del siglo XX en Bogotá, está vinculado a distintas dinámicas de migración voluntaria y a los efectos del prolongado conflicto armado y del desplazamiento forzado (Aprile, 1991, 1992; Sánchez Steiner, 2007, 2008). Sin embargo, los barrios autoproducidos han sido rotulados por el urbanismo como subnormales, clandestinos, espontáneos, incompletos, ilegales, progresivos o marginales, entre otros términos; definiciones que desde la perspectiva del poder simbólico y del habitus legitiman el ejercicio de lo que Bourdieu denominó violencia simbólica y Galtung, violencia estructural, por limitar el acceso al bienestar, es decir, a recursos claves para agenciar los medios de vida; marginalizar, por la vía de negar a grupos específicos el reconocimiento, la legitimidad y la participación como ciudadanos con plenos derechos, y segregar, por “apartar” unos grupos de otros (Galtung, 1990), como sucede en las diferencias de equipamiento e inversión entre la población del norte y la del sur de Bogotá.
Los comportamientos de los actores en los conflictos, por su parte, son dinámicos, están permanentemente cambiando y siendo influenciados; pueden verse como una respuesta a una situación en un momento dado, que puede dirigirse hacia la cooperación, la coerción, la violencia, la adopción de gestos conciliadores o la hostilidad. De acuerdo con Galtung, “estos elementos son dinámicos y sujetos a acciones y reacciones a lo largo de las fases del conflicto” (Galtung, citado por Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 14).
El conflicto, como es apenas lógico, está mediado por las relaciones de poder, y se puede traducir, desde la perspectiva de la sociología de la vida cotidiana, en el uso de tácticas o estrategias. De acuerdo con Michel de Certeau (1996), se habla de estrategias cuando se detenta el poder, o de tácticas cuando se carece de él; entonces se busca el reconocimiento y la obtención de derechos o titularidades por parte de quienes lo detentan. Como lo explica Santiago Castro-Gómez, citando a De Certeau:
La estrategia se refiere a la manipulación de las relaciones de fuerza que se hace posible desde un sujeto de voluntad y de poder (una empresa, un ejército, una ciudad, una institución) […]; postula un lugar susceptible de ser circunscrito como algo propio y ser la base [desde] donde administrar relaciones con una exterioridad de metas o de amenazas […]; son prácticas calculadas, conscientes e interesadas hechas desde una posición de poder (social, científico, político, militar). […] Las tácticas, por el contrario, “son prácticas realizadas desde una posición desventajosa en las relaciones de poder. Son acciones de resistencia por parte del subalterno que buscan volver favorable una situación desfavorable, pero jugando con las mismas reglas establecidas por el poder hegemónico. Además: “debe actuar en el “terreno impuesto”, “en el interior del campo de visión del enemigo y dentro de un espacio controlado por él. La táctica necesita utilizar vigilante, las fallas y coyunturas del poder. Crea sorpresas. […] En suma, la táctica es un arte débil. (Castro-Gómez, 2005, p. 90)
Tácticas y estrategias, como dos variantes del comportamiento, no son estáticas, se adaptan a las dinámicas relacionales y a los balances de poder; este dinamismo se mantiene incluso en los momentos en que la tensión disminuye y las partes deciden negociar, evadir, cooperar, convenir o acomodar, o, por el contrario, competir o utilizar distintas formas de violencia: el chantaje, la coerción, la amenaza, la violencia física, alianzas estratégicas, etc.
En el caso de San Isidro, los comportamientos de los distintos actores involucrados han estado mediados por las formas diferenciales (positivas y negativas) que pueden adoptar las prácticas, tácticas y estrategias de los actores, las cuales, dependiendo de su grado de poder, es posible medir, ya sea por el nivel de apropiación, control y acceso a los recursos del territorio o por su influencia y capacidad para relacionarse/acoplarse a los mecanismos de la gubernamentalidad, como, por ejemplo, incidir en la promulgación de normas y regulaciones (mecanismos jurídicos), constituirse en beneficiarios de proyectos y programas (mecanismos de seguridad, biopolíticos) o mantenerse impunes ante el incumplimiento de normas (mecanismos de policía).
También se pueden adoptar diferentes tácticas y estrategias en función del grado de poder de cada actor. En el caso de los mas débiles, pueden participar en mecanismos de policía a través de veedurías, vigilancia y control, o mediante la táctica de la conformación de las JAC, para incidir en la forma como se ponen en marcha los mecanismos de seguridad distrital; también pueden acceder a los espacios institucionalizados de participación y constituirse como beneficiarios de iniciativas o, en otros casos, hacer parte de redes clientelistas y patrimonialistas del sistema político mediante la maximización de los beneficios individuales, la búsqueda o acaparamiento de programas de corte asistencialista o la conformación de “carteles de participación”, para la búsqueda y captura de rentas o para garantizar la conformación de fidelidades y clientelas, entre muchos otros mecanismos (Garay et al., 2008).
Posiciones, intereses y necesidades
Desde la perspectiva de la resolución de conflictos, es de vital importancia distinguir claramente entre las posiciones, intereses y necesidades de las partes, con el fin de identificar vías para su resolución en función de los intereses de los actores involucrados, como puede verse en la figura 4.
Figura 4. Posiciones, intereses y necesidades
Fuente: elaboración propia, con base en Ramsbotham, Woodhouse y Miall (2005).
Los intereses compartidos, desde la perpsectiva de la resolución, son la vía más expedita para solucionar los conflictos, por ser más reconciliables que las posiciones y contener elementos objetivos que pueden acordarse. Las posiciones, por otra parte, son más complejas y pueden estar mediadas por diferentes elementos de carácter subjetivo, como las creencias y los valores o marcos —que aparentemente son objetivos o que, por lo general, se han naturalizado como tales por parte de los actores enfrentados—. Algo similar sucede con las posiciones institucionales, ligadas a mecanismos jurídicos, normas y reglas “que no se pueden negociar” y que en otros casos están teñidas por los deseos y las aspiraciones de los actores enfrentados; todos los casos anteriores requieren de mayores esfuerzos para transformarse.
Las posiciones de los actores, en el caso que nos ocupa, están asociadas a la adhesión incondicional —por ejemplo, por parte de la gubernamentalidad— a discursos hegemónicos, saberes disciplinarios modernos y “el deber ser” en relación con la conservación, el urbanismo y la planeación del desarrollo urbano. Mientras que en el caso de los propietarios de los predios afectados por la declaración de la Reserva, estas posiciones tienen que ver más con su interés y sus expectativas de obtener provecho económico de sus propiedades. Por otra parte, en el caso de las comunidades pobres, sus discursos no están orientados por posiciones o siquiera intereses, sino que están centrados en la subsistencia, en la necesidad de tener un techo en la ciudad y de agenciar sus medios de vida. Es por esta razón que, en este conflicto de larga data, los actores institucionales y los grandes y medianos propietarios, en virtud de su mayor poder y capacidad de resistencia, despliegan estrategias de mediano y largo plazo, mientras que los actores comunitarios ponen en marcha tácticas de corto plazo, como, por ejemplo, maximizar su capital social, agenciar prácticas de supervivencia o articularse con actores mas poderosos, como las redes clientelistas, las iglesias, las fundaciones y las ONG, entre otros.
Las necesidades son claves en los conflictos con rasgos de intratabilidad, y así se han citado por la literatura clásica (Azar, 1985, 1986, 1990, 1991, 2002), pues corresponden al mínimo que cada actor debe obtener. Con necesidades fundamentales, como identidad, seguridad y supervivencia, no se debe, ni se puede, negociar. De hecho, el satisfacerlas debe ser el objetivo del manejo del conflicto, así como también suavizar o transformar las posiciones de los actores a través del diálogo de saberes y, en definitiva, la interculturalidad.
El conflicto solo es resuelto cuando todas las partes satisfacen sus necesidades; cuando esto no sucede de manera simultánea y acordada, los conflictos tienden a la intratabilidad, se tornan de larga duración, se hacen recurrentes y de difícil transformación.
Por otro lado, cuando la parte más vulnerable ignora y pasa por encima de sus propias necesidades (acomodación), presionada por el poder ejercido por parte de los actores más poderosos o por la actuación de dispositivos y estructuras sociales —como resultado, por ejemplo, de las distintas formas de violencia ejercidas consuetudinariamente, habitus, como la violencia cultural o simbólica—, el conflicto tiende a aplazarse o evadirse, pero nunca a resolverse o transformarse. Esta situación ocurre en virtud de la reproducción histórica de las asimetrías de poder, por lo cual la parte más débil tiende a ceder sobre temas que, en principio, no debería ni podría ceder, lo que hace que el conflicto no se transforme, sino que se posponga, se complejice, se aplace o se evada, con graves consecuencias y costos crecientes a futuro.
En los conflictos en los que las partes tienen poderes relativamente simétricos, la contradicción se define en gran medida por la oposición entre los objetivos que cada una persigue. En una relación asimétrica de poder, como corresponde al caso de estudio, la contradicción es definida no solo por los intereses de cada parte, sino por el tipo de relacionamiento que existe entre ellas y por el conflicto de intereses que es inherente a las características de estas relaciones (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, pp. 58-222).
El conflicto como motor del cambio social: relaciones entre agenciamiento y estructura
Mientras las escuelas europeas que estudian el conflicto se concentran en la necesidad de transformar las estructuras sociales y las relaciones de poder, las norteamericanas —desde una perspectiva más pragmática e instrumental— plantean la resolución, es decir que a medida que se va desenvolviendo el conflicto es necesario gestionarlo con los instrumentos adecuados para prevenir su potencial destructivo y, principalmente, el desencadenamiento de la violencia.
Bajo el contexto de Guerra Fría en que emergieron las escuelas de estudios de paz, los estudiosos centraron sus esfuerzos en utilizar métodos estadísticos y modelamiento dinámico con el fin de predecir las posibles dinámicas de los conflictos y, sobre todo, calcular su potencial destructivo mediante el uso de distintos tipos de variables. Se construyeron plataformas de información que permitieron contar con estadísticas y modelos matemáticos experimentales y cuasiexperimentales, así como predecir y evaluar tanto la gravedad como la magnitud y resonancias e implicaciones geopolíticas de acciones consideradas amenazantes a lo largo de las dinámicas de desenvolvimiento de los conflictos armados, además de las implicaciones y el cálculo de los costos estimados de su desatención, tanto en vidas como económicos.
El uso de nociones como resolución —por parte de las escuelas norteamericanas, centrada en el uso de técnicas pragmáticas de resolución (Lewicki et al., 2003)— o transformación —por parte de las escuelas europeas, centrada en la transformación de las estructuras sociales para generar cambio sociales (Galtung, 1998)— está claramente determinado por el alcance previsto para las intervenciones.
Por otra parte, el uso y definición del concepto de estructura, así como la noción de agenciamiento —vista por algunos como su opuesto— ha sido fuente de numerosas discusiones y elucubraciones para las ciencias sociales, en particular desde las disciplinas de la antropología, por Levi-Strauss, y de la sociología, por Bourdieu (1977, 2000) y Giddens (1979, 1981), algunos de los autores más conocidos. Sin embargo, es preciso resaltar que sobre el concepto de estructura no existe un completo acuerdo, por lo que es percibido como ambiguo y difícil de definir o explicar; por ello, en este trabajo se prefiere trabajar con la noción de dispositivo de poder, aunque al citar algunos autores —como, por ejemplo, Giddens— tengamos que referirnos a estructuras, dado que el concepto de dispositivo data de los años ochenta, por lo que es mucho más reciente.
Giddens señaló en sus textos la necesidad de tener en cuenta el carácter interdependiente de las estructuras —de la misma manera lo presentó luego Bourdieu (2000) como una relación dialéctica—, al ser “medio y resultado de las prácticas que constituyen los sistemas sociales” (Giddens, 1981, p. 27). Al respecto, Sewell (1992) afirma que las estructuras o dispositivos limitan o expanden el acceso a los recursos de la sociedad y, en consecuencia, la posibilidad de agenciarlos mediante un conjunto de prácticas; al tiempo, estas están restringidas por los dispositivos, los cuales determinan las condiciones de posibilidad de su agenciamiento bajo la forma de prácticas, por ejemplo. Los agenciamientos, vistos como conjuntos de prácticas que responden a una lógica particular, están embebidos de las posibilidades que ofrecen las estructuras; de hecho, se presuponen unas a otras, agenciamiento y dispositivos son parte de una misma unidad dialéctica.
Los dispositivos no solo limitan los agenciamientos en términos de regular el acceso a los recursos, sino que a la vez legitiman y determinan los niveles de acceso a estos entre los grupos que componen una sociedad, lo que tiene una relación directa con la noción de clases sociales; en este sentido, las clases privilegiadas dispondrían de mayores y mejores recursos que las menos privilegiadas y, por tanto, de mayor capacidad de agenciamiento. A pesar de esto, en este trabajo no se utilizará el concepto de clase social. En cada sociedad las características, los componentes y las lógicas de los dispositivos con funciones de control o regulación social, cultural, económica, política, etc., actúan a través de distintos mecanismos con lógicas predefinidas que legitiman el acceso a los recursos con que cuenta una sociedad. Es importante no olvidar que estos pueden ser de carácter material o inmaterial; pueden ser incluso derechos, titularidades, reconocimiento social, redes, prestigio o distinción, como planteó Bourdieu (2000).
En efecto, en este orden del discurso, por ejemplo, las pautas culturales vistas como dispositivos de poder, tal como corresponde al poder simbólico, así como los mecanismos que componen la gubernamentalidad, tienen como función regular la apropiación, el acceso, la regulación y la distribución de los recursos disponibles para que los agentes los agencien. En consecuencia, como se ha planteado dialécticamente, los recursos son parte de los dispositivos, así como vehículos para su transformación.
En momentos particulares de conflicto, inflexión o crisis, los dispositivos son forzados, por las dinámicas de revoluciones sociales, movilizaciones y acciones colectivas, a dar paso a transformaciones en la totalidad o en parte de sus componentes, un ejemplo de ello son las llamadas revoluciones científicas (como la de Newton), técnicas, económicas (industrial, posindustrial) y políticas (Revolución francesa) (Kuhn, 1962).
El concepto de agenciamiento, ligado al de capacidades (Nussbaum, 2011), se considera teoréticamente más neutro que otros, como intencionalidad o racionalidad, aunque, por lo mismo, es percibido como un tanto más vago. Sin embargo, para facilitar su comprensión, para esta investigación se ha definido como “la capacidad de un agente para actuar en el mundo”. Por su parte, Barandiaran, Di Paolo y Rohde (2009) lo definieron más específicamente como “la organización autónoma que adaptativamente regula sus asociaciones con el medio ambiente de manera que en consecuencia contribuya a su propio sostenimiento” (Barandiaran, Di Paolo y Rohde, 2009, p. 367). Esta definición es importante porque lleva implícitos y se articula muy bien con dos enfoques: el de territorio, para el análisis a nivel meso, como veremos más adelante, y el de medios de vida, el cual se seleccionó como enfoque y método central para el análisis a nivel micro.
En síntesis, los niveles de acceso, control y distribución de recursos generan, en función del grado de acceso que tengan los individuos o grupos de individuos, las condiciones para poner en marcha conjuntos de prácticas para su agenciamiento, con el fin, por ejemplo, de configurar su sustento, como en el caso de la forma más básica y simple de agencia: la supervivencia.
En el caso de estudio, a nivel micro, las comunidades, dada su condición nominativa de ilegalidad, han debido organizarse, ya sea para resistir, exigir titularidades o, en un caso específico como el del agua, agenciar sus limitados recursos para materializar el acueducto comunitario. Es así como también han autogestionado, o cogestionado —muchas veces a través de redes clientelistas, pero también con la ayuda de la institucionalidad distrital (como la Secretaría de Salud y la Fundación Santa Fe)—, guarderías, transporte, centros educativos, energía eléctrica, telefonía, etc., como veremos en detalle.
La forma integral de gestionar los conflictos es la transformación no solo de las causas objetivas, sino también de las subjetivas, evidenciadas, por ejemplo, en las percepciones de causas subjetivas (pautas culturales, poder simbólico, entre otras) que los actores enfrentados han construido sobre sí mismos y sobre los otros a lo largo del conflicto, y que con el transcurso del tiempo han sido naturalizadas. Por ello, es necesario generar nuevas situaciones de balance en los niveles de apropiación, control, acceso y distribución de recursos, lo que solo es sostenible mediante la trasformación de los dispositivos que regulan su posibilidad de agenciamiento, que por lo regular son el origen de los enfrentamientos, es decir que se debe actuar sobre las causas estructurales del conflicto y no sobre sus efectos.
En este trabajo se privilegia el enfoque y la visión de la función del conflicto como fuerza transformadora de las relaciones sociales. El conflicto puede ser una fuerza destructora o creadora de un nuevo orden social, para cubrir las necesidades de grupos cada vez mayores de población y generar oportunidades nuevas, así como también para estimularnos a crear y generar capacidades e instrumentos que permitan comprenderlos y transformarlos en aras del bienestar colectivo. En la figura 5 se presenta un esquema de Francis que busca sintetizar las vías de transformación en los conflictos.
Figura 5. Transformando conflictos asimétricos
Fuente: Ramsbotham, Woodhouse y Miall (2005, p. 27).
No obstante, como corresponde al caso en cuestión, los dispositivos de poder así como las prácticas culturales no son fácilmente transformables, por estar hondamente instaurados en la sociedad, cuyas raíces se remontan a la historia, la formación de la cultura y sus estructuras sociales: la identidad, el habitus y el poder simbólico, así como sus efectos en la configuración del territorio, visto este como resultado de unas ciertas maneras de apropiar, percibir, gestionar, distribuir y acceder a los recursos presentes en él. Lo que a la postre se traduce en gobierno, instituciones, normas, regulaciones y pautas de orientación de la conducta, que en los conflictos se manifiestan en tres de los principales rasgos de intratabilidad: larga duración, recurrencia y fracaso o elusión de los repetidos intentos de transformación.
Los procesos de cambio social o cultural toman décadas o siglos de reconocimiento y enfrentamiento, para dar curso a cambios cualitativos o cuantitativos en las relaciones sociales que luego puedan ser amparadas y legitimadas por los distintos dispositivos de poder, en particular por los jurídicos, de modo que se resignifiquen las formas de ver, conocer e identificar el mundo (poder simbólico) y se construyan nuevas formas de percibirlo, por medio de la incorporación de las visiones, necesidades e intereses de grupos tradicionalmente segregados, excluidos o marginados.
Tal ha sido el caso de la construcción de nociones teóricas contrahegemónicas, como la autoproducción del hábitat, el derecho a la ciudad, el buen vivir y, en general, los procesos dirigidos a cambiar los patrones inadecuados de asignación de los recursos naturales.
Quizás, como resultado y consecuencia de las permanentes luchas y las protestas por un techo en las grandes ciudades del Sur, o frente a declaratorias de numerosas áreas de conservación sin consulta alguna con los actores involucrados, se han dado cambios generados en las formas de declarar las áreas protegidas, así como en las estrategias para conservarlas y gestionarlas. Lo mismo ha sucedido con las prácticas dirigidas a regularizar los asentamientos informales, permitiendo una mayor participación de la población local y de los denominados beneficiarios; incluso han cambiado las formas como son concebidas las prácticas mismas de normalización de los barrios informales. Ejemplos de estas luchas son los movimientos brasileños Sin Techo o Sin Tierra, las luchas de numerosas comunidades étnicas de los países del Sur y las propuestas y apuestas discursivas alternativas al desarrollo, pluriversos, nuevas ontologías, epistemologías del Sur, etc., como exponen en sus textos Escobar y Porto-Gonçalves, entre otros.
En las últimas décadas, los conflictos alrededor de los recursos naturales en los países del Sur se han ampliado y agudizado como consecuencia, por una parte, de la intensificación del uso de los recursos naturales por presiones de orden económico y demográfico, lo que ha generado variados tipos de problemas ambientales, y, por otra, de los efectos del poderoso discurso neoliberal.
La adopción de medidas de ajuste estructural y la creciente dinámica de mercantilización de todas las esferas de la acción humana, apoyada en una estrategia de apertura de los mercados e inversiones externas dirigidas a explotar a las personas y los recursos naturales intensivamente, se han convertido en un eficiente mecanismo de integración de territorios a la esfera económica mundial globalizada y a sus dinámicas de acumulación de riqueza y crecimiento económico (Serje, 2005). Esto ha generado inequidades en la distribución de los costos y los beneficios y ha arrasado con los recursos naturales de los países del Sur; además ha limitado las posibilidades de los grupos menos poderosos de la sociedad para día a día configurar su sustento, generando dinámicas de pobreza y elevando su vulnerabilidad, lo que ha propiciado, a fin de cuentas, la emergencia de distintos tipos de enfrentamientos por recursos naturales y ha configurado numerosos conflictos ambientales con diferentes grados de intratabilidad, como veremos a continuación.
Los conflictos por recursos naturales vistos desde distintas disciplinas y campos de estudio
Las dinámicas actuales de continuado e intensivo uso de los recursos naturales y su deterioro inciden de manera negativa en la calidad de vida de amplios grupos de la sociedad. Esto genera grandes desafíos tanto para el mantenimiento del bienestar de la población como para el mantenimiento de sus actividades productivas y reproductivas y, en últimas, para la sostenibilidad.
Los conflictos ambientales emergen cuando los problemas ambientales se tornan en motivo de preocupación para grupos específicos, lo que origina disputas, entre al menos uno o más actores; estas disputas están asociadas al papel que desempeñan la estructuras sociales en las formas como se valoran, apropian, asignan, usan, distribuyen y controlan los recursos naturales (Valencia, 2007).
En las dinámicas y formas de valoración y de uso de los recursos naturales, es importante resaltar la diferencia entre los países del Norte y los del Sur, y en particular las prioridades de unos y otros en su asignación. En los países del Sur persisten y se han intensificado las prácticas neoextractivistas, hoy prioridad de la mayoría de los Gobiernos, lo que se evidencia en los discursos alrededor del crecimiento económico, la competitividad y las locomotoras de crecimiento económico. Prácticas de gobierno expresadas en políticas y grandes proyectos que se enfrentan a la protección y la garantía del acceso a recursos naturales claves para agenciar el sustento —como son el agua y el suelo, etc.— y determinantes en la configuración de los medios de vida de los pobladores locales, y a la posibilidad real de agenciarlos, por lo que se generan graves conflictos redistributivos (Ulloa, 2017).
El enfrentamiento es el elemento clave que diferencia un problema ambiental de un conflicto ambiental. El conflicto surge cuando se presentan tensiones, molestias e inconformidades respecto a las formas como se apropian, usan, controlan o distribuyen los recursos naturales entre diferentes actores, o como resultado de los daños ecológicos percibidos y sus causantes. El enfrentamiento puede escalar hasta llegar, en casos extremos, a generar violencia o, por lo menos, a causar antagonismos expresados socialmente de distintas maneras, como, por ejemplo, la puesta en marcha de movilizaciones, protestas, acciones colectivas, contiendas políticas, movilización de recursos o denuncias (Ramírez, 2009).
La disciplina económica y sus numerosas escuelas han estudiado ampliamente los conflictos que involucran los recursos naturales. Una de las explicaciones más aceptadas es la competencia entre distintos actores por la apropiación, distribución y control de recursos naturales, en función de su escasez, abundancia o valor. A continuación, se presentan los enfoques más importantes y se señalan los principales aportes de cada concepto y sus relaciones y paralelos con el caso en cuestión.
El conflicto visto como competencia por recursos naturales
La competencia por recursos naturales, valiosos, estratégicos, escasos o abundantes, ha sido identificada por la economía y los estudios sobre conflicto como una fuente recurrente de enfrentamientos que, incluso, ha llegado al uso de la violencia. Los actores se enfrentan por su apropiación, acceso, control o distribución, ya sea por considerarlos una fuente futura de riqueza, por su valor geoestratégico, de uso, por su futuro valor de cambio o, incluso, con el objeto de limitar su acceso al enemigo por la vía del sitio o el despojo; en los casos de posconflicto, con el fin de asegurar a futuro las mayores ganancias por su control, explotación y comercio. En este sentido, el control de los territorios se configura como una estrategia de poder y de control sobre todos los “recursos” presentes en ellos: imaginarios, redes, personas, instituciones, identidad y recursos naturales, entre muchos otros.
En la mayoría de los países independizados durante la segunda posguerra en Asia, África y algunas islas del Caribe, han sido comunes los enfrentamientos por la apropiación y control de los recursos naturales, los cuales han desempeñado un papel clave como motor del conflicto armado interno, ya sea como un recurso valioso en disputa, como fuente de financiación de la guerra o, en últimas, como víctima silenciosa, como le corresponde a la naturaleza (Homer-Dixon, 1994).
Los recursos naturales pueden convertirse en recursos estratégicos para la supervivencia: agua, cosechas, fuentes de energía, etc.; por ello son utilizados como botín estratégico de guerra o son destruidos y contaminados en la geopolítica de la guerra, ya sea para limitar los recursos del bando enfrentado y debilitarlo; obtener más recursos para la guerra, o garantizar futuras expectativas extractivas, productivas o reproductivas, legales o ilegales, tal como ha sido el caso del petróleo, los diamantes, la coca, el opio, el coltán y el oro, entre otros (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 96).
Sin embargo, en la actualidad, la disciplina económica ha explicado las causas del conflicto por recursos naturales y las formas de dirimirlos desde distintas perspectivas, las cuales veremos muy brevemente a continuación.
La economía ambiental, neoliberalismo y precio correcto
La economía ambiental, de origen neoclásico, bastante promovida por las entidades multilaterales desde los años ochenta, aborda la discusión sobre cómo proteger a la naturaleza al tiempo que se mantiene el crecimiento económico, desde la perspectiva del desarrollo sostenible y el paradigma neoliberal, que imponen al mercado como mediador absoluto de las relaciones hombre-naturaleza, así como entre hombres y mujeres e incluso entre unas sociedades y otras.
Desde este enfoque, la emergencia del conflicto es explicada como consecuencia de “las imperfecciones del modelo”, ilustrada por la ocurrencia de externalidades negativas, la presencia de fallas de mercado, las formas como los agentes toman sus decisiones dadas las asimetrías de la información con que cuentan, los efectos de sustitución y los costos de transacción, entre otros factores.
Su principal preocupación reside en contar con instrumentos económicos adecuados que corrijan dichas imperfecciones; además hace énfasis en el uso de indicadores y medidas de los costos ambientales para desarrollar incentivos o castigos que modifiquen la conducta negativa de los agentes, por ejemplo: el que contamina paga. Por lo tanto, se ha fijado como meta elaborar cuentas ambientales, determinar los precios de los servicios ambientales, identificar disponibilidades a pagar por los recursos naturales, diseñar tasas retributivas por su contaminación o uso, así como incentivos a la protección, incluido el pago de servicios ambientales, entre otros (Caicedo, 2009).
Desde este enfoque, es fundamental encontrar “el precio correcto” de los recursos naturales y los daños ambientales, con el fin de incluirlos en los costos económicos productivos y reproductivos, por ello se ocupa de producir modelos e indicadores que permitan valorarlos. Sus críticos, desde la economía ecológica, por ejemplo, aducen que los procesos de valoración son subjetivos y que están asociados a las pautas de valores y a los sistemas culturales y relaciones de poder presentes en cada sociedad, por lo que asignarle un valor a la naturaleza, o compensar un daño, se vuelve algo complejo. Estas valoraciones, desde luego, no son neutrales y propician la priorización de unos recursos naturales sobre otros, según los marcos valorativos involucrados (Martínez-Alier, 2004).
En esta dirección, los mecanismos económicos y jurídicos diseñados para abordar la problemática en la Reserva del Bosque Oriental de Bogotá, como el pago de servicios ambientales o compensaciones, han tenido poco éxito hasta ahora (véase Camargo, 2005a).
Desde esta perspectiva, y en lo que respecta, por ejemplo, a la urbanización informal, se ha propuesto, por una parte, el pago de incentivos a los propietarios de los predios en los Cerros Orientales para que los protejan; por otra, cobrar tasas retributivas a quienes los habitan por los servicios ambientales que disfrutan y reciben, es decir, mercantilizar los cerros y generar recursos a partir de la comercialización de su disfrute como “recurso productivo”.
En el caso del déficit de vivienda, se ha propuesto también crear incentivos privados para ampliar el mercado de vivienda de interés social —en adelante, VIS—, lo que, de paso, vale la pena afirmar, tampoco ha sido efectivo (Martínez, 2007).
Los críticos de este enfoque se preguntan qué sucedería en caso de que se aplicaran los pagos por cuidar de los recursos naturales y luego, por alguna razón, fueran suspendidos; así como qué sucedería si compitieran en el mercado distintos tipos de recursos, ¿cuál ganaría? En síntesis, la economía ambiental es criticada porque: 1) está sujeta al nivel de conocimiento, certezas y valoraciones sobre los “servicios” que presta la naturaleza; 2) establecería una “competencia” entre unos y otros ecosistemas, se pagaría por proteger a aquellos “que más servicios presten o mejor se valoren” sobre otros; 3) existe la posibilidad de que en el momento en que se deje de pagar por los servicios ambientales cese su protección y, en consecuencia, se destruyan o se sustituyan por otros “aparentemente más rentables” en el mercado, y 4) los sistemas culturales y las relaciones de poder limitan la efectividad del modelo (McCarthy y Prudham, 2004).
La economía de los recursos naturales, neoinstitucionalismo y recursos de uso común
Respecto a la compleja relación entre abundancia y conflicto violento en los países del Sur, algunos autores se han referido a la maldición de los recursos naturales y las posibles estrategias para superarla por medio del mejoramiento de la calidad de sus instituciones (Humphreys, Sachs y Stiglitz, 2007).
Esta rama económica se centra en las tendencias del uso, la apropiación y el control de los recursos de libre acceso y es denominada economía de los recursos naturales. Desde una aproximación neoinstitucionalista, vincula el conflicto con la apropiación privada y la depredación de ciertos tipos de recursos naturales con características de recursos de uso común —en adelante, RUC—.
Ostrom, Gardner y Walker (1994) identificaron las diferentes formas de apropiación entre varios tipos de recursos naturales teniendo como eje de análisis el libre acceso, la sustractibilidad y la posibilidad de exclusión (Ostrom, 2000). Esta perspectiva busca encontrar instrumentos para transformar conflictos que emergen por la competencia entre actores con asimetrías de poder para apropiarse, contaminar y agotar recursos de libre acceso, en principio los bienes públicos y los RUC (Ostrom et al., 1994; Ostrom, 2000).
Los bienes públicos son aquellos a los que no se puede restringir el acceso; por lo general, son percibidos como ilimitados (una señal de radio, el aire para respirar, la seguridad nacional, etc.), por lo tanto, el uso por parte de un agente, en principio, no limitaría su disponibilidad para los demás.
Los RUC, por su parte, aunque son de libre acceso, la utilización por parte de un agente restringe o limita su disponibilidad, uso o aprovechamiento por parte de otros agentes (como sucede con la pesca, la caza, el uso del espacio público, etc.). Sus características de propiedad indeterminada y de libre acceso permiten que sean apropiados por los actores más poderosos o que se depreden a causa de la ausencia de reglas consensuadas y operantes para su gobierno. Si cada unidad de recurso no es extraída cuando se tiene la oportunidad, es posible que que en el futuro no esté disponible por haber sido apropiada por otro agente, en consecuencia los agentes tienden a maximizar la utilidad individual extrayendo la mayor cantidad posible de unidades del recurso en el plazo inmediato. A este fenómeno se le denominó la tragedia de los comunes.11 Frente a esta problemática, Ostrom presenta como alternativa la acción colectiva dirigida a la protección y gobierno de los RUC y la aceptación de normas, reglas y castigos de manera consensuada entre los usuarios del recurso.
Ahora que el uso del concepto de RUC en el caso de los Cerros Orientales y sus recursos, si bien puede dar luz sobre instrumentos de política pública, presenta algunas limitaciones debido a que, por una parte, no hay completo libre acceso y, por otra, una tercera parte de los predios afectados por la declaración de la Reserva son de propiedad privada, por lo cual no se cumplirían la característica de recurso publico y de libre acceso (véase Camargo, 2005b; Maldonado, 2005).
No sobra tener en cuenta que un importante número de conflictos por recursos naturales están relacionados con la ausencia o bajo cumplimiento de normas para su gobierno, conservación y uso, o, por el contrario, por el exceso y superproducción de normas, situaciones que, a fin de cuentas, producen el mismo efecto. Sin embargo, y como ha planteado Ostrom (2000), un número importante de conflictos por recursos naturales con características de RUC han surgido, precisamente, como resultado de la imposición de procesos de nacionalización impuestos por los Estados nacionales (muchos poscoloniales) y la obligatoriedad de adoptar ciertos mecanismos de ordenamiento y control, o de instituir uno u otro sistema de gestión, mediante la promulgación de normas, instrumentos y procedimientos estandarizados, los cuales a menudo se enfrentan con las normas consuetudinarias y lógicas que han guiado las prácticas de gobierno de estos recursos por parte de los grupos conformados por sus usuarios tradicionales (indígenas, afrodescendientes, campesinos).
A este respecto, Ostrom, en sus investigaciones alrededor del mundo, encontró que los sistemas institucionalizados de gestión de los RUC: 1) no resultan adecuados a las características y complejidad de los recursos que pretenden regular; 2) no son lo suficientemente flexibles en relación con las fluctuaciones en las demandas y la disponibilidad de los recursos —estacionalidades o incertidumbre respecto a su abundancia o escasez (pesca, caza, entre otros)— y no son consecuentes con el contexto histórico y sociocultural de las comunidades que hacen uso de ellos, o 3) peor aún, no son reconocidos, ni valorados o percibidos por los usuarios del recurso como legítimos, elementos que por lo general resultan contraproducentes para el logro de sus objetivos, que consisten en garantizar la sostenibilidad del recurso y su provisión, así como en prevenir o dirimir los conflictos por su utilización o apropiación (Ostrom, 2000).
A lo anterior habría que agregar que, por lo general, se asume que las instituciones de gobierno cuentan con buena capacidad institucional, neutralidad y transparencia, pero esto es poco frecuente en las instituciones de los países poscoloniales, plagados de corrupción, clientelismo y patrimonialismo, donde los grupos con mayor poder tienden a capturar para su beneficio a las instituciones estatales (Acemoglu y Robinson, 2012).
Desde una perspectiva crítica, la literatura producida con base en los estudios de caso analizados por Ostrom ha expuesto numerosos ejemplos que muestran cómo la depredación de los RUC es originada, precisamente, por la destrucción, erosión y deslegitimación de las formas consuetudinarias y arreglos tradicionales que han sido estipulados por las comunidades para su gobierno, y por la imposición de saberes modernos y gubernamentalizados de gestión de los RUC (Ostrom, 2000). En este sentido, se presenta a continuación una serie de posturas económicas críticas.
Tres visiones críticas: la ecología política, la economía ecológica y la economía política
Las tres visiones que a continuación son reseñadas se apartan de la disciplina económica ortodoxa; sus críticas y aportes están dirigidos a elevar la sustentabilidad y transformar los conflictos por recursos naturales, razones por las cuales son consideradas valiosas y sus aportes son estimados como esclarecedores para la construcción del ensamblaje teórico necesario para abordar los conflictos ambientales.
La perspectiva de la ecología política examina el metabolismo social, es decir, cómo se reparten las salidas y las entradas de los flujos de recursos. La economía local sería un sistema abierto a la entrada de energía y materiales, así como a la salida de residuos, lo que permitiría analizar los conflictos en función de la dirección que tomen los distintos tipos de flujos y hacia grupos, es decir, se establece quién pierde y quién gana con uno u otro proceso de apropiación, control, distribución o uso de los recursos naturales.
En la actualidad, de acuerdo con Ulloa (2001, p. 209), que cita estudios de Bryant y Bailey (1997), la ecología política se concentra en cinco temas de trabajo que cruzan distintas disciplinas y campos de estudio: 1) las transformaciones de los ecosistemas;12 2) el análisis de los discursos sobre el desarrollo, las políticas forestales, los peligros naturales y el desarrollo sostenible (Escobar, 1996; Moore, 1996; Peluso, 1995; Sachs, 1992; Yapa, 1996b; Zimmerer, 1996); 3) los análisis centrados en regiones geográficas específicas y en conflictos sobre acceso a los recursos ambientales (Collins, 1987; Moore, 1996); 4) los estudios de énfasis socioeconómico en clase, género y etnicidad (Bebbington y Tan, 1996; Colchester, 1993; Peluso, 1995), y 5) los estudios sobre los actores sociales y sus interrelaciones a través de su capacidad de acción (Bryant, 1992; Bryant y Bailey, 1997). Algunos investigadores, como Bebbington y Tan (1996), Escobar (1998) y Yapa (1996a), están desarrollando una perspectiva que se ocupa de las políticas y concepciones ambientales de los movimientos sociales.
De manera similar, la economía ecológica estudia las relaciones entre la economía y el medio ambiente, y los flujos de materia y energía. Sus orígenes se remontan a la primera ley de la termodinámica,13 en la que se basó el texto clásico y controversial de Meadows (Meadows, Randers y Behrens, 1972), que por medio de un experimento de modelamiento dinámico —Dynamo— puso en evidencia la incapacidad física del planeta para crecer indefinidamente. Desde esta perspectiva, también critica a la visión de la economía ambiental, al plantear que no existe en el mercado un precio correcto para los recursos naturales, ni una manera eficiente de asignar un valor o establecer una “disponibilidad a pagar” por los servicios que presta la naturaleza, porque, fundamentalmente, no se conoce con certeza el tipo, cantidad y complejidad de dichos servicios.
Algunos investigadores (Escobar, 1998; Yapa, 1996; Bebbington, 1996) “están desarrollando una perspectiva que se ocupa de las políticas y concepciones ambientales de los movimientos sociales” (Ulloa, 2001, p. 209).
El enfoque de la ecología política en Latinoamérica ha inspirado dos grandes vertientes de estudios muy relacionadas. La primera está asociada con los estudios críticos del desarrollo, la antropología y la sociología, que se ocupa de examinar las relaciones entre conflicto y desarrollo. La segunda vertiente, sumamente fértil en estudios en Perú, Chile y Bolivia, se encarga de estudiar el neoextractivismo y los conflictos generados por la extracción minera y de hidrocarburos en Latinoamérica (Fontaine, 2002, 2004; Gudynas, 2005, 2007; Ortiz, 1999; Sabatini, 1997a, 1997b; Sabatini, y Sepúlveda, 1997).
La mayoría de estos enfoques utilizan el concepto de conflictos socioambientales o redistributivos, y están orientados, por una parte, a medir cómo se reparten los costos y beneficios de estas actividades extractivas y sus relaciones con el conflicto, y, de otra, a documentar las acciones colectivas y los movimientos sociales que buscan resistir a proyectos de corte neoextractivista (Alimonda, 2002, 2011; Gudynas, 2007; Toro-Pérez, 2012).
Numerosos elementos considerados por los tres enfoques críticos, en particular en lo que se refiere a la perspectiva cultural, la producción de la pobreza y la distribución de costos y beneficios, han sido tenidos en cuenta en el enfoque elaborado para este trabajo y en la selección de los conceptos centrales, de acuerdo con su coherencia para cada nivel de análisis planteado, y sobre todo por sus relaciones con cada uno de los rasgos de intratabilidad identificados en cada nivel, como veremos en profundidad en la siguiente sección y en los capítulos de resultados, donde se evidencian las asimetrías en la repartición de costos y beneficios en las dinámicas de urbanización informal, autoproducción de hábitat, proyectos de mejoramiento integral de barrios y los subsecuentes procesos de gentrificación a nivel micro.
Las dos nociones de intratabilidad en los conflictos
La primera noción a reseñar en esta sección es la de protracted social conflicts —en adelante, PSC—, acuñada por los investigadores Azar, Jureidini y McLaurin (1978) y Azar (1980, 1985, 1991), investigadores adscritos a la escuela de los estudios de paz de corte estructuralista, también etiquetados como maximalistas. Este concepto surgió como resultado de un extenso trabajo de análisis de las causas, características y dinámicas de permanencia y recurrencia del conflicto armado palestino-israelí durante los años setenta.
La segunda noción, que incluye el adjetivo de intratabilidad, environmental intractable conflicts —en adelante, EIC—, o conflictos ambientales intratables, en castellano, fue acuñada por la escuela norteamericana de resolución de conflictos de corte funcionalista, y etiquetada como minimalista, la cual es utilizada por estudiosos como Bingham (1986), Crowfoot y Wondolleck (1990), Kriesberg et al. (1989) y Lewicki et al. (2003) para referirse a conflictos de larga duración y difíciles de resolver originados alrededor del uso, control o acceso a los recursos naturales.
A continuación, se examinarán los dos conceptos y sus orígenes, para establecer el hilo conductor teórico que alimentó la construcción de la noción de conflictos ambientales con rasgos de intratabilidad elaborada para esta investigación.
Los conflictos intratables (protracted social conflicts)
El adjetivo intratable no es determinista o fatalista, y desde luego no se refiere a la imposibilidad de resolver un conflicto, sino a su complejidad, debido, en primer lugar, a su larga permanencia como hecho irresuelto, su recurrencia, complejidad y numerosas e intrincadas interrelaciones, y, en consecuencia, a la dificultad para identificar una sola secuencia de acontecimientos, es decir, un solo rastro siguiendo las huellas y trayectoria de acontecimientos, ingredientes y actores de manera que permitan comprender sus componentes, desenvolvimiento, relaciones causa-efecto y posibles vías de transformación.
El concepto de PSC se ha traducido con poca fortuna al castellano como conflictos intratables. Sin embargo, el verbo en participio pasado tracted viene del sustantivo trak, que proviene del inglés medieval trak, el francés trac y el germánico antiguo traðk, que significa ‘surco, hilo, huella’. El prefijo pro tiene dos antecedentes, uno latino y otro griego. Pro en latín vulgar significa ‘provecho’, mientras que prode, del latín clásico prodest, significa ‘a quien es útil’; pro en latín también significa ‘hacia adelante, estar a la vista o estar a favor’, los dos vienen de la raíz indoeuropea per, que significa ‘conducir, encima de, contra y alrededor’ (Blánquez, 1954).
Como se puede inferir, las raíces etimológicas de protracted hacen referencia a las múltiples direcciones y orígenes de una huella, o a la incapacidad de saber de dónde proviene el hilo de las cosas, pero además involucran la incapacidad de saber exactamente quién se beneficia y a quién conviene, por lo que la imagen del palimpsesto es muy útil para darnos una idea de su complejidad. En síntesis, la palabra protracted, en inglés, busca describir la dificultad para establecer las razones, el origen, el orden y los hechos cronológicos asociados a un enfrentamiento, a sus causas y motivos, pero además a sus beneficiarios y al por qué; razón por la cual exige un análisis riguroso y detallado.
Edward Azar, a partir de un monumental trabajo de investigación del complejo y duradero conflicto palestino-israelí, definió los protacted conflicts como “luchas prolongadas y a menudo violentas en las que participan grupos comunales por la satisfacción de necesidades tan básicas como la seguridad, el reconocimiento, la aceptación o el justo acceso a las instituciones políticas y económicas” (Azar, 1991, p. 93).
Estos conflictos son complejos por involucrar necesidades fundamentales y componentes culturales y estructurales poderosos, que tienen una gran capacidad para mantenerse activos por largos periodos de tiempo, incluso luego de ser intervenidos a través de algún tipo de acuerdo, al punto de reemerger y tornarse crónicos. En ocasiones los procesos de negociación y acuerdos pueden alcanzar las más altas instancias jurídicas y legales hasta adquirir magnitud internacional sin lograr una salida acordada o una adecuada transformación de los elementos fundamentales que los originan. Se dice que se encuentran anclados a estructuras sociales —culturales, económicas o institucionales— poderosas (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005).
En este tipo de conflictos el Estado desempeña un papel importante por diferentes razones, debido, en primer lugar, a su limitada capacidad para prevenirlos o manejarlos, en virtud de su pobre reconocimiento y legitimidad, o, en segundo lugar, por ser él mismo parte inherente del conflicto, es decir, el agente que lo propicia o lo genera, ya sea por la vía de intereses directos en sus intervenciones, por ejemplo, por considerarlas de interés nacional, estratégico o económico, como desarrollo de la implementación de políticas o proyectos, entre muchos otros, o como efecto asociado a la producción de mecanismos jurídicos o de policía; en el caso que nos compete la sanción de normas de ordenamiento, leyes, reglamentaciones y regulaciones en distintos niveles.
En el caso de las características de las instituciones que conforman la parte visible de la gubernamentalidad en los países del Sur, y respecto a sus orígenes, lógicas de actuación y motivaciones finales de las intervenciones estatales y, en últimas, a sus relaciones con los rasgos de intratabilidad, Azar anotaba que “La autoridad política tiende a ser monopolizada por grupos de individuos o por coaliciones de grupos hegemónicos, que usan el Estado para maximizar sus intereses a expensas de los otros […]. Esta situación genera crisis de legitimidad” (Azar, 1990, p. 7).
En palabras de Ramsbotham, Woodhouse y Miall (2005), Azar logró relacionar lógicas, actuaciones y relaciones con los rasgos de intratabilidad, y en su momento consiguió
sintetizar los paradigmas realistas y estructuralistas en un marco pluralista más apropiado para explicar los patrones prevalentes de conflicto que otras alternativas muy limitadas ofrecían, [así] correlacionó desde distintas disciplinas y aproximaciones estadísticas sobre movimientos sociales, movimientos étnicos (homogeneidad o heterogeneidad), satisfacción de necesidades, niveles de Desarrollo Humano, indicadores de gobernabilidad (escalas de represión política) y grados de vinculación a la economía mundial (volúmenes de exportaciones e importaciones) para generar patrones de análisis. (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 76)
Para Azar, en estos conflictos concurren ingredientes étnicos: instituciones de gobiernos creadas y asociadas a los modelos extractivos poscoloniales, y en consecuencia frágiles y con baja legitimidad; así como la lucha por necesidades fundamentales: “seguridad, reconocimiento, aceptación, o el justo acceso a las instituciones políticas y económicas” (Azar, 1991, p. 43). Este autor, en sus hallazgos estadísticos, confirmó, por ejemplo, las fuertes correlaciones entre el conflicto y las “altas tasas de mortalidad infantil, bajo nivel de desarrollo de las instituciones democráticas y sus procesos; y la magnitud de los mercados de exportaciones” (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 81).
Desde su lectura, la incapacidad de este tipo de Estados y sus aparatos para prevenir, mediar o transformar los conflictos está vinculada a su historia colonial y al papel extractivo de sus instituciones, por ello el Estado y las lógicas de actuación de sus mecanismos tiende a producir tensiones y enfrentamientos, dado que con frecuencia unas lógicas se oponen a otras (mecanismos de seguridad con mecanismos jurídicos o de policía) y, por consiguiente, se eleva la dificultad de transformación de los conflictos que involucran necesidades fundamentales o recursos naturales. Adicionalmente, a menudo las instituciones de los países del Sur presentan características de fragilidad, poco reconocimiento, fallos de transparencia, de acceso y de uso de información, así como baja capacidad de rendir cuentas. Además, el sistema político de estos países presenta distintos niveles de patrimonialismo, corrupción, impunidad y búsqueda de rentas, documentados como característicos de los países del Sur (Acemoglu y Robinson, 2012; Garay et al., 2008).
Si bien los conflictos por recursos naturales con rasgos de intratabilidad definidos por la escuela norteamericana, que veremos en detalle a continuación, no han llegado todavía a tener características de enfrentamientos armados prolongados o violentos, como corresponde a los PSC, la principal contribución de Azar es vincular la emergencia, la larga duración, la recurrencia y la elusión de los repetidos intentos de transformación a las raíces coloniales de su administración estatal, su racionalidad y “fallos estructurales”, elementos que tienen un claro efecto sobre su incapacidad para prevenirlos o transformarlos y que evidencian las maneras como el mismo Estado se constituye en un elemento central del conflicto, dadas las relaciones de poder que protege, de las que es resultado, y sus cuestionables y confusas actuaciones, lo que configura a lo largo del tiempo un habitus proclive a la emergencia de este tipo de enfrentamientos y a los rasgos de intratabilidad reportados.
Aquí se considera clave la reflexión planteada en las investigaciones sobre modernidad y colonialidad llevadas a cabo por estudiosos como Aníbal Quijano, Edgardo Lander, Ramón Grosfoguel, Agustín Lao-Montes, Walter Mignolo, Zulma Palermo, Catherine Walsh, Arturo Escobar, Fernando Coronil, Javier Sanjinés, Enrique Dussel, Santiago Castro-Gómez, María Lugones y Nelson Maldonado-Torres, donde se exploran las múltiples formas, interrelaciones e historia del colonialismo, la modernidad y la instauración de unas formas de saber, de conocer (poder simbólico) y la dimensión económica, ligada a la temprana instauración del capitalismo en los países del Sur, y sus conexiones con los múltiples dispositivos de extracción colonial que corresponde a uno de los ejes centrales de las investigaciones desde las perspectivas de los estudios culturales.
Los conflictos ambientales intratables (environmental intractable conflicts)
Como ya notamos, la categoría de EIC fue acuñada por autores de las escuelas norteamericanas de resolución de conflictos14 para referirse a conflictos por recursos naturales que involucran estructuras culturales y componentes fundacionales de las sociedades en las que los actores tienden a incorporar en sus demandas issues y elementos aparentemente “no negociables” por el establecimiento.
Es importante resaltar que la escuela norteamericana se ha concentrado en investigar los marcos culturales de los que emergen este tipo de conflictos —el framing, que es traducido al castellano como ‘marcos de referencia’—, por lo que esta aproximación, si bien comparte algunos elementos culturales, como veremos, no presenta la misma magnitud crítica de los estudios culturales o de los estudios que abarcan las conflictivas relaciones ya referidas entre modernidad y colonialidad.
Esta escuela considera que en este tipo de conflictos desempeñan un papel protagónico los elementos subjetivos, en términos de las posiciones de los actores involucrados, embebidas de juicios morales sobre lo que es o no “correcto”, sujetas a pautas de valores y a contextos potentes que inciden en las maneras como son percibidos, enunciados y producidos tanto el conflicto como sus causas, y las formas cómo los actores se subjetivan a sí mismos y a “los otros” como adversarios naturales.
El grueso de casos de los conflictos examinados desde este enfoque se ha centrado en la necesidad de transformar los marcos de referencia y contextos como estrategia para cambiar la percepción y los factores culturales de producción del conflicto, sus causas y, sobre todo, las formas como es construido y naturalizado a lo largo del tiempo el “adversario”, como evidencian los trabajos de Asah, Bengston, Wendt y Kristen (2012); Elliott, Kaufman, Gardner y Burgess (2012); Gray (1997, 2005); Gray y Bebbington (2001); Gray y Putnam (2003); Kriesberg et al. (1989); Lewicki et al. (2003), y Rubinstein (1989).
Para esta escuela, muchos de los rasgos de intratabilidad coinciden, en gran medida, con los de la escuela europea, a diferencia de la expresión de violencia, como ya se anotó, y son: 1) su permanencia en el tiempo; 2) la elusión de los numerosos intentos de resolución; 3) la incorporación de fuertes elementos culturales: sistemas de creencias, sistemas cognitivos y valores sociales, que permean un gran número de actores y dimensiones; 4) el involucramiento de los aparatos institucionales, y 5) por último, pero quizás el elemento más analizado por esta escuela, es la forma como se “contextualiza y construye” tanto el conflicto como sus causas a partir de los argumentos de las partes y, en consecuencia, las alternativas que cada grupo considera “óptimas” para su transformación (Lewicki et al., 2003).
Es decir que surgen de los efectos del poder simbólico, que, sin embargo, en este enfoque, no está ligado directamente al habitus, o en particular al examen crítico de la historia de las relaciones de poder entre las sociedades del Norte y las del Sur —su historia, sus dinámicas de extracción colonial y poscolonial—, sino que simplemente se focaliza en las formas como se construyen y naturalizan las subjetividades enfrentadas en los conflictos con rasgos de intratabilidad, como consecuencia de su larga duración, permanencia irresuelta y recurrencia.
Otros componentes identificados por los autores adscritos a la escuela norteamericana son, en primer lugar, la polarización (divisiveness), que se relaciona con las maneras como emergen y se producen los adversarios, los cuales son naturalizados; es decir que son concebidos “el uno en contraposición al otro”, pues “la razón de ser” de cada parte enfrentada surge, precisamente, de la contradicción, como ocurre, por ejemplo, entre israelíes y palestinos, o entre miembros de las fuerzas armadas y de los grupos guerrilleros en Colombia. En la medida en que la dinámica del conflicto, su duración e impacto construyen una cotidianidad, esta vivencia divide a las personas y las sitúa en extremos opuestos.
Este elemento está asociado al segundo: la intensidad (intensity), que tiene que ver con el grado en que los actores se involucran y comprometen emocionalmente, el fanatismo que surge frente a unas causas que, a menudo, conduce a crisis periódicas en las que los actores escalan sus prácticas de enfrentamiento para defender sus posiciones; este puede ser el caso de los activistas de Greenpeace y su lucha para defender el medio ambiente, por ejemplo.
El tercer elemento de intratabilidad ya tratado es lo “perversivo”, entendido como algo que permanece, penetra y se reproduce (pervasiveness), en la medida en que el conflicto se vuelve parte de la cotidianidad y, por ello, penetra todas las dimensiones de la vida diaria de los involucrados, quienes consumen sus experiencias vitales y las involucran en sus representaciones sociales, culturales, económicas, políticas, etc., de manera que se puede decir que los actores enfrentados “se naturalizan” como adversarios (Putnam y Wondolleck, 2003, pp. 40-42).
La intratabilidad, como es apenas predecible, tiene una clara relación con la complejidad y con la manera en que se entretejen, intersectan y se combinan los variados temas que conforman la contradicción, lo que produce los elementos enumerados (polarización, intensidad y “perversividad”) entre las partes involucradas y sus dificultades para “situar” y describir los acontecimientos de una manera libre de preconceptos o prejuicios, así como para intentar percibir sus causas desde un único lugar de enunciación. Esto involucra cuestiones complejas (issues), como, por ejemplo, derechos humanos, tolerancia, autonomía, soberanía, valores culturales, etc. “Las contradicciones y los temas de las contradicciones pueden actuar como en un efecto bola de nieve, las piezas y ‘restos’ de otros conflictos tienden a agruparse en una enorme masa inmanejable” (Lewicki, Saunders y Minton, citados en Putnam y Wondolleck, 2003, p. 41).
Si se tiene en cuenta que los conflictos son supremamente dinámicos, la intratabilidad puede ser, en algunos casos, una percepción que en un momento dado tengan uno o todos los actores involucrados.
En consecuencia, su transformación no se relaciona con la capacidad de los actores para resolverlo, sino más bien con la capacidad de los actores para llegar a decisiones concertadas para luego dirigirse hacia los temas fundamentales o candentes que dieron origen a la disputa.
El conflicto hace referencia a las incompatibilidades fundamentales que dividen a las partes, mientras la disputa es un episodio que cada tanto es actualizado bajo temas y eventos específicos. […] La única manera de reducir la intratabilidad depende en consecuencia de que el o los elementos fundamentales del conflicto sean alterados de una manera que dramáticamente cambie la situación y lo dirija hacia el punto de resolución. (Putnam y Wondolleck, 2003, pp. 37-38)
Desde el enfoque norteamericano, la intratabilidad está relacionada con la forma como el conflicto es percibido o “rotulado” por cada uno de los actores enfrentados. No obstante, el alcance de la intratabilidad acuñada por la escuela norteamericana es, si se quiere, más recatada y se dirige de manera llana a generar una actitud de diálogo para llegar a acuerdos consensuados, sin indagar en las raíces profundas, como la arqueología y la genealogía de estos conflictos —aportes del posestructuralismo y de las escuelas francesas, de las que se desprendería que la intratabilidad se relaciona directamente con la actuación del habitus y el poder simbólico—.
Para concluir y sintetizar, se debe resaltar que los conflictos intratables involucran el conflicto armado y son violentos (PSC), mientras que los conflictos ambientales intratables no necesariamente involucran la violencia física y armada (EIC). No obstante, estas dos clases de conflictos comparten su larga duración, permanencia y recurrencia y el fracaso de los numerosos intentos dirigidos a su resolución, sin excluir necesariamente un ingrediente de violencia. Otro aspecto importante reseñado por estas dos nociones es el papel que desempeña el Estado y, en particular, la actuación de sus aparatos gubernamentales en el mantenimiento, creciente complejidad, permanencia o recurrencia del conflicto, por causa de sus estructuras y de su incapacidad para transformar dichas estructuras para gestionar el conflicto favorablemente. Esto se relaciona, por ejemplo, con las competencias imprecisas y los instrumentos de manejo ambiguos que son a menudo puestos en marcha de manera discrecional (Azar, 1991; Lewicki et al., 2003).
Quizás el mayor aporte de esta noción para el caso de estudio es reseñar como una de sus principales causas la presencia de normas y regulaciones confusas que generan el caldo de cultivo ideal para la emergencia y permanencia de este tipo de conflictos, como resultado de la limitada capacidad con que cuenta la gubernamentalidad para prevenirlo o manejarlo de forma efectiva con los instrumentos que tiene a su disposición.
En este sentido, las dos escuelas coinciden en que las instituciones a cargo de la mediación del conflicto presentan, por distintas razones, un bajo nivel de reconocimiento, legitimidad y autoridad entre los miembros involucrados, lo que eleva la probabilidad de fracaso en sus intentos de transformación (Azar, 1990, 1991; Putnam y Wondolleck, 2003).
La escuela europea aborda elementos similares a la norteamericana, pero en mayor profundidad, y si bien las dos dan importancia a lo cultural y al papel del Estado, lo trabajan de formas distintas, con conceptos distintos, como violencia cultural o violencia estructural. Galtung (2004) se refiere, en el caso de la escuela europea, al papel que cumplen las estructuras o dispositivos sociales para regular el acceso a los recursos entre sus miembros, y fundamentalmente a las tensiones que esta inequidad incorpora en relación con la justicia social, sin vincular en sus discusiones las relaciones entre capitalismo, modernidad y colonialidad, que abordan los estudios culturales, como origen de la lógica de actuación de dichas estructuras y dispositivos.
Se debe resaltar que Azar identificó en sus estudios otra faceta de lo cultural, que tiene que ver con el origen poscolonial de las instituciones en el Sur, la orientación de sus lógicas de actuación y sus prerrogativas extractivas, segregacionistas, corruptas y patrimonialistas, cercanas a la concepción de los estudios culturales actuales, pero de alguna manera más asociados a la escuela dependentista y el dualismo funcional (Gunder Frank, 1970), en boga en el momento de sus investigaciones.
La escuela norteamericana, por su parte, se concentra en los contextos y las formas de percibir y articular el conflicto, los marcos de referencia y sus relaciones con las causas de este: el framing; también, en cierta medida, aborda la debilidad de las instituciones que regulan los recursos naturales, sin profundizar mucho en sus orígenes y complejidades.
El enfoque de análisis que se utilizó para el caso San Isidro buscó ordenar, sintetizar y conjugar en tres niveles los rasgos de intratabilidad reseñados, de manera que se construyera un enfoque de análisis que incorporara la variable cultural como el elemento más abstracto e intangible presente en los conflictos intratables, y la variable necesidades básicas, en este caso acceso a vivienda, suelo urbano y hábitat, como la más concreta, pasando por el papel del Estado, utilizando para ello, como se ha recalcado, enfoques y conceptos provenientes de diferentes disciplinas y campos de estudio.
En el caso de lo cultural y del papel del Estado, de manera específica, se utilizaron los aportes de la escuela francesa posestructuralista. En este sentido, en lo que corresponde al papel del Estado, análisis de nivel meso, se utilizó el concepto de gubernamentalidad, y como articulador entre el nivel meso y el macro se utilizó el concepto de habitus, que a su vez articula el nivel macro mediante los conceptos de poder simbólico y discursos hegemónicos, como se presentó en la figura 2.
A propósito, de estas complejas interrelaciones, a continuación, se explorarán las relaciones entre los conflictos por recursos naturales y la puesta en marcha de iniciativas estatales dirigidas al paradigma del “desarrollo”.
Es importante resaltar que la noción de conflictos ambientales intratables es valiosa, pero falla al examinar la necesidad del cambio social para la transformación de los conflictos, como sí es entendido por las escuelas de paz europeas (por ejemplo, por autores como Galtung, Burton, Schmid, Lewin y Fisher). Más aún, esta noción no examina siquiera la función del poder simbólico y de los discursos hegemónicos en los conflictos, aunque debe resaltarse que fueron los estudios de Azar, como vimos, los que involucraron la historia y el origen poscolonial de las instituciones de gobierno a cargo de evitar o gestionar conflictos intratables.
En cuanto a la colonialidad del saber y el origen de las instituciones del Sur, es claro que la gubernamentalidad —con sus mecanismos y lógicas de actuación, entendidas como las pautas y principios que la orientan— remonta sus orígenes a la administración colonial, que, en su momento, estaba dirigida fundamentalmente a garantizar la apropiación y el control de los recursos y de la población presente en los territorios conquistados, para hacer funcional la extracción sistemática de recursos valiosos para las metrópolis, con muy poca consideración por la supervivencia de las poblaciones aborígenes locales o por el uso sostenible de los recursos naturales; por esta razón algunos autores hablan de genocidio, el cual no se ha detenido (Bernecker y Jaffé, 1992; Klauer, 2005).
Con las “independencias”, las instituciones de gobierno, creadas de manera superpuesta al aparato de administración colonial y luego vinculadas a un nuevo dispositivo poscolonial extractor, permanecieron bajo la tutela de los saberes y nociones eurocéntricas, manteniendo las concepciones hegemónicas de superioridad cultural y racial y de desprecio por la población aborigen local, su supervivencia, bienestar o el uso adecuado de los recursos naturales (Quijano, 2000).
Los países de Latinoamérica se alinearon al modelo de gobierno republicano francés en boga y al discurso económico liberal eurocéntrico, el cual mantuvo y ratificó al Sur como exportador neto de recursos naturales y concretó unas formas asimétricas de intercambio desigual y de dominación que permitieron su articulación al modelo poscolonial de división internacional del trabajo, papel que hoy bajo la lógica neoliberal ha sido reactivado y potenciado.
Toda esta reflexión tiene por objeto poner de relieve la incapacidad de la gubernamentalidad y de sus mecanismos en los países del Sur para desmarcarse de este pasado colonial y del acoplamiento de tecnologías de poder (modernas y premodernas), cuyas consecuencias en las dimensiones económica, social, política, institucional y cultural15 son el mantenimiento de un conjunto de pautas y regularidades culturales (habitus) que depreda los recursos naturales, con poco interés por la supervivencia de las poblaciones locales y que se ampara en la excusa actual de la búsqueda del “desarrollo económico”, la competitividad o la internacionalización de sus economías, basadas en la extracción minero-energética o en la producción de commodities (Quijano, 2000).
En efecto, desde los estudios eurocéntricos del conflicto, los abordajes a la intratabilidad no han tenido en cuenta el papel que cumplen en su emergencia la colonialidad del saber, el poder simbólico, los discursos hegemónicos —como los de desarrollo, desarrollo sostenible o conservación— y sus prácticas en el Sur, ingrediente central de los conflictos por recursos naturales con rasgos de intratabilidad.
Conflictos por recursos naturales generados por iniciativas de desarrollo
Este campo de estudios, como su nombre lo indica, aborda las relaciones entre la puesta en marcha de distintas iniciativas dirigidas a promover el desarrollo y la emergencia de conflictos por recursos naturales.
En la actualidad, un creciente número de conflictos por recursos naturales emergen por causa de los efectos de megaproyectos, cuyas externalidades negativas, costos y beneficios, son repartidos inequitativamente entre los actores involucrados y terminan por destruir la base natural de la que dependen grandes grupos de población para su supervivencia.
En repetidos casos, los megaproyectos de infraestructura y comunicaciones, productivos petroquímicos, mineroenergéticos, entre otros, desatan graves problemas de salud pública por causa de la contaminación con sustancias nocivas del agua, el suelo o el aire, como ha sido documentado por la economía y, sobre todo, por la ecología política, que los ha definido como conflictos redistributivos.
La literatura académica desde este campo de estudio ha investigado y analizado numerosos conflictos causados por la minería, la explotación de hidrocarburos y la construcción de megaproyectos productivos. En su trabajo han registrado sus efectos sobre la naturaleza y los grupos de población locales, usualmente los menos poderosos pero los más afectados negativamente (Alimonda, 2002, 2011; Gudynas, 2005, 2007; Martínez-Alier, 2004, 2006; Sabatini, 1997a, 1997b).
En efecto, este grupo de autores, por ejemplo, ha examinado numerosos conflictos socioambientales, o también denominados conflictos redistributivos, en los países del Sur, que han sido la base para elaborar una tipología de conflictos por recursos naturales asociados a iniciativas productivas “de desarrollo”, y de los movimientos sociales que buscan detenerlas.
Este campo de estudios interdisciplinario, que combina elementos de la ecología, la economía política, la antropología y la teoría crítica posestructuralista al desarrollo, utiliza como conceptos centrales las categorías de conflictos ambientales, conflictos socio-ambientales, conflictos redistributivos o ambientalismo de los pobres (Alimonda, 2002, 2011; Martínez-Alier, 2004; Gudynas, 2005, 2007).
Es importante resaltar de manera especial los conflictos generados por megaproyectos de extracción minera y de hidrocarburos que se han tomado a Latinoamérica, y, en particular, a Colombia en las últimas dos décadas. Se puede decir que, en el actual contexto neoliberal, los proyectos de los que dependen las economías del Sur o son extractivos o dependen en gran medida del sector primario (Alimonda, 2002, 2011).
En este sentido, el Atlas de Justicia Ambiental ha identificado la intensidad y recurrencia de los conflictos asociados a prácticas extractivistas en Colombia. Así en marzo del 2014 se reseñaron 73 conflictos ambientales en Colombia, y en 2018 se reseñan más de 110. Según estos datos,
las exportaciones de origen primario, incluyendo las manufacturas basadas en recursos naturales pasaron de representar el 77 al 80 % del total entre 1990 y 2011. Pero además esta reprimarización tiene un gran sesgo hacia el sector minero-energético. Por un lado, este sector incrementó su participación en el PIB de 2 % al 11 % entre 1975 y 2012. Por otro lado, crecía su dinámica exportadora. En el caso del petróleo y sus derivados, las exportaciones pasaron de 8 % a comienzos de los setenta, hasta más del 50 % del total de ventas al exterior en 2012. Por su parte, el carbón y el ferroníquel alcanzan en este año el 12 y 2 % respectivamente. En síntesis, para los últimos años cerca del 64 % de los productos exportados provienen del sector minero-energético. (Justicia Ambiental, 2014)
En los conflictos socioambientales los actores se enfrentan para exigir una distribución más equitativa de los costos y beneficios de las actividades extractivas y productivas, y la eliminación, disminución, mitigación o compensación de los impactos sociales y ambientales negativos generados, tales como el aumento de la inseguridad, los impuestos y el costo de vida, asociados al incremento en las demandas de alimentos, vivienda, salud, educación y recreación, entre otros, los cuales acarrean la llegada de un gran número de población trabajadora o flotante, así como las dinámicas de ruidos, malos olores y contaminación del aire, la tierra y el agua; impactos negativos que, en su conjunto, disminuyen la calidad de vida y el bienestar de la población local (Boyce, 1994; Duraiappah, 1998; Gudynas, 2005, 2007).
Algunos estudios especializados desde esta perspectiva asocian el conflicto al débil papel que desempeñan los megaproyectos en el desarrollo local y territorial, caracterizados, generalmente, por actuar como economías de enclave. Desde la perspectiva de la función que cumplen las comunidades y los Gobiernos locales y regionales, estos tienen un papel frágil y limitado, en particular en la planeación de las actividades y la toma de decisiones.
Adicionalmente, y por lo general, hay un bajo cumplimiento de normas y responsabilidades sociales, laborales y ambientales; las autoridades tienen un bajo control y monitoreo de los impactos negativos, así como poca o ninguna incidencia en la toma de decisiones o sobre los mecanismos para la redistribución. Es claro que los débiles Gobiernos locales son rebasados por relaciones de poder asimétricas con el Gobierno central y grandes transnacionales, lo que limita su capacidad real de gobierno, comando y control, así como su labor de asegurar el acceso a la información para garantizar la transparencia en la toma de decisiones y en la rendición de cuentas a la ciudadanía.
Las decisiones “de desarrollo” son legitimadas por estructuras, pautas culturales y sociales históricamente construidas y aceptadas (habitus), como el centralismo, el caciquismo o la formación de clientelas políticas como única forma de acceder a recursos, servicios básicos fundamentales o a algún tipo o participación en las regalías de las dinámicas extractivas recibidas por los megaproyectos. En ocasiones, las asimetrías de poder pueden comprometer la supervivencia de uno u otro grupo social, como es el caso de grupos minoritarios, excluidos, segregados y sometidos por otros más poderosos, que pueden llegar a participar en procesos de genocidio, como sucede en este momento con la mayoría de los pueblos indígenas colombianos, hoy al borde de la extinción. Un ejemplo dramático actual es el de las etnias wayuu, awa o nukak makú, en Colombia, y de muchas otras alrededor del mundo (Duraiappah, 1998; Boyce, 1994; Serje, 2003).
Así las cosas, son las comunidades, por regla general, quienes afrontan los efectos perjudiciales de las actividades productivas y extractivas dirigidas al desarrollo, y no solo reciben los impactos negativos sobre los recursos naturales de los que dependen, sino también los que les propinan las políticas, en términos de corrupción y captura de rentas. Adicionalmente, deben soportar fuertes flujos de migración, el aumento del costo de vida, de los impuestos, las burbujas especulativas con el suelo urbano y rural y fenómenos como el de la enfermedad holandesa, que conducen al encarecimiento de los medios de vida, que termina por expulsarlos de sus territorios (Serje, 2010; Martínez-Alier, 2004, 2008; Sabatini, 1997a, 1997b; Sabatini y Sepúlveda, 1997).
Margarita Serje (2010), en la introducción del texto Desarrollo y conflicto, ilustra cómo el desarrollo, como punta de lanza del proyecto civilizador, se presenta como prescripción y requisito para alcanzar la paz y el bienestar, como panacea para prevenir y dirimir conflictos, cuando en realidad debería verse como parte del problema, ya que en muchos casos las iniciativas producen efectos diametralmente opuestos a los que se propusieron y generan no solo graves dinámicas de pobreza, sino que además se constituyen en factores de conflicto. Entre los casos de carácter urbano presentados en el libro comentado se destacan: el caso de los procesos de adecuación e intervenciones hidráulicas del río Tunjuelito y sus nefastos efectos ecológicos y sociales sobre las comunidades indígenas de Bosa, en Bogotá (Martínez-Medina, 2010); el conflicto que enfrentó mediante una acción popular a la JAC del barrio Niza Sur y al Distrito Capital a través de las actuaciones de reordenamiento del uso del área del humedal emprendidos por la EAAB, como parte del proyecto de renovación urbana y conservación ambiental del Humedal Córdoba, en Bogotá, que pretendía talar y transformar el humedal en un parque longitudinal (Serrano-Cardona, 2010).
Entre los ejemplos de proyectos de desarrollo desastrosos, que generan pobreza y deterioro ambiental en Colombia, se encuentra la construcción y puesta en marcha de grandes centrales hidroeléctricas —como corresponde a Hidroituango (en Antioquia), El Cercado (en La Guajira), Betania y El Quimbo (en el Huila), Salvajina (en el Cauca), La Miel (en Caldas), Sogamoso (en Santander), El Guavio y Chivor (en Boyacá) y Urrá, en sus fases I y II (en Córdoba)— que han tenido, en distintos momentos, graves efectos ecológicos y socioeconómicos sobre las comunidades, que habitaban parte de los territorios que fueron inundados (para el caso de Urrá I y II y la comunidad embera, véase Rodríguez, 2008; Durango Álvarez, 2008). Otro ejemplo fue la apertura de la vía al mar con la construcción de la carretera Barranquilla-Ciénaga en los años setenta, que prácticamente destruyó el delta exterior del río Magdalena (Ciénaga Grande de Santa Marta) e impactó seriamente a las comunidades de pescadores asentadas dentro de la zona, que dependían de los recursos de la ciénaga para su sustento (Botero y Mancera, 1996; Vilardy, 2007; Vilardy y González, 2011).
Green grabs
Respecto al tema de la delimitación de áreas protegidas, Robbins (2004), por la vía deconstructivista, sostiene en sus análisis que, con la excusa de la conservación, la “sostenibilidad”, “la comunidad” y “la naturaleza”, se ha arrebatado a las comunidades y pobladores locales (por clase, género o etnicidad) el control de sus territorios y recursos, fenómeno acuñado en inglés como green grabs. En efecto, los grupos más poderosos, so pretexto de conservar el medioambiente, adoptan ciertas prácticas discursivas y escenificaciones que terminan por desarticular los medios de vida de grupos locales, su cultura y sus formas de organización, y terminan por despojarlos de sus derechos consuetudinarios, sus territorios y sus recursos (véase Fairhead, Leach y Scoones, 2012).
Lo ambiental, el poder y la intratabilidad
La noción de lo ambiental como la categoría epistemológicamente más amplia incorpora todo lo que nos rodea, lo que construimos, las relaciones que establecemos entre nosotros mismos como seres humanos y con la naturaleza, por esta razón el conflicto ambiental se inscribe dentro de lo que se ha acuñado como lo complejo (Ángel Maya, 1996; Capra, 1996). Para Ángel Maya (1996, p. 2) lo ambiental “abarca la totalidad de la vida, incluso la del hombre mismo y la de la cultura”. Esta definición es muy rica e interesante, sin embargo, al definir lo ambiental como una totalidad se hace difícil identificar las partes que lo componen, jerarquías, niveles y relaciones organizadoras fundamentales.
Por otra parte, el poder es un componente fundamental de los conflictos, desde sus elementos más toscos a los más sofisticados. Es así como
una gran mayoría de los conflictos se originan en la manera como los individuos o grupos de individuos concretan y ejercitan el poder o tácticas de dominación ya sea por razones egocéntricas, para que sus intereses y deseos prevalezcan, o para que otros individuos cambien sus acciones para obtener ventajas. (Rettberg y Nasi, 2005, p. 76)
El concepto de poder, desde los estudios sobre conflicto, es considerado ambiguo y, podría decirse, poco profundo; se ejerce poder duro o poder suave, para ilustrar se cita a Boulding (1989) cuando habla de formas de ejercicio de poder; “poder amenazante (haz lo que quiero o yo haré lo que tú no quieres), el poder suave se dividiría en dos: 1) intercambio de poder (haz lo que quiero y yo haré lo que quieres), o 2) poder integrado (juntos podemos hacer algo mejor para ambos) como forma de transformación positiva” (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 15). Es claro que en los conflictos que involucran los recursos naturales, como en la mayoría de los conflictos, estos están anclados en las distintas esferas y ámbitos de ejercicio, actuación, representación y materialización del poder.
Como se anotó en el acápite sobre conflicto armado y recursos naturales, los recursos naturales son, por lo regular, objeto de disputa en los países del Sur por ser abundantes, valiosos y apetecidos como fuente de riqueza “disponible” o “motor” del desarrollo, pero muchas veces generan el efecto contrario: espirales virulentas de conflicto, pobreza y depredación de la naturaleza y genocidio, como ha sido documentado en los estudios referentes a la “maldición de los recursos naturales” alrededor el mundo.
Es frecuente que en los países del Sur el poder simbólico actúe privilegiando el uso de los recursos naturales para “el desarrollo”, asociado a prácticas como la amenaza, la violencia y el despojo, lo que genera fuertes círculos viciosos de conflicto y pobreza que sufre la población local.16
Ahora que la dimensión institucional, y en particular las prácticas de la gubernamentalidad y sus mecanismos como dispositivos de poder, tiene la función de jerarquizar y mediar el acceso, control y distribución de los recursos en el territorio, de acuerdo con una cierta racionalidad,17 y, por consiguiente, otorgar la posibilidad de agenciarlos, es común que la gubernamentalidad anteponga las metas de desarrollo y crecimiento económico a corto plazo a la satisfacción de las necesidades del grueso de la población, el bienestar o la sostenibilidad de los patrones de uso de los recursos presentes en el territorio.
Cuando la contradicción involucra relaciones asimétricas de poder o elementos culturales como el reconocimiento, la identidad o las necesidades fundamentales, lo que se pone en juego es la lógica y los fundamentos de las estructuras de poder. Estos conflictos presentan fuertes rasgos de intratabilidad, pues “la raíz de los conflictos asimétricos no reposa en los temas o necesidades que dividen a las partes, sino en la estructura de quiénes son y su relación que no puede ser cambiada sin conflicto” (Ramsbotham, Woodhouse y Miall, 2005, p. 12).
Desde la perspectiva posestructuralista, Castro-Gómez (2007) señala que el poder es multidireccional, funciona en red y es ejercido en distintos niveles. Acorde con la teoría heterárquica del poder, de Michel Foucault, la vida social está compuesta de diferentes cadenas de poder que actúan en distintos niveles con lógicas distintas y conectadas parcialmente. La sociedad está caracterizada y atravesada por una multiplicidad de dispositivos de poder que no pueden establecerse ni funcionar sin una acumulación, circulación y funcionamiento, por ejemplo, de los discursos y sus prácticas. El poder necesita “producir verdad” para funcionar; la verdad hace ley, elabora discursos de verdad que, en alguna medida, transmiten o producen “efectos de poder” (Ávila Fuenmayor, 2006).
El tejido de las redes de poder no es perfecto, hay fisuras e intersticios que se evidencian en las dinámicas de resistencias, tácticas, agenciamientos individuales o colectivos y movimientos sociales. Teniendo en cuenta los rasgos reseñados de intratabilidad en los conflictos y su relación con las distintas formas y esferas de actuación de los dispositivos de poder, debe relacionarse la larga duración, la recurrencia y la elusión de la resolución con la dificultad para transformarlos y producir el cambio social.
Poder simbólico, discursos hegemónicos y función de los dispositivos en los conflictos ambientales
El poder en los conflictos actúa en diferentes niveles y de formas tanto abstractas como concretas. Desde la perspectiva cultural se destacan las elaboraciones sobre estructuras estructurantes, el poder simbólico y el habitus, documentadas por Bourdieu (1990, 2000). Los conflictos ambientales están asociados, en primer lugar y desde esta dimensión, a la actuación del poder simbólico, entendido como la “potestad para la construcción y escenificación de la realidad, imponiendo un orden gnoseológico que es invisible y genera ‘concensus’ (doxa) sobre el orden y sentido del mundo social” (Bourdieu, 2000, p. 25).
En la introducción de Poder, derecho y clases sociales (Bourdieu, 2000), GarcíaInda afirma que “Bourdieu propone tomar como esquema para el análisis social la dialéctica de las estructuras objetivas y las estructuras incorporadas” o, más concretamente, “la relación dialéctica de las estructuras y el habitus” (Bourdieu, 2000, p. 13). El habitus constituye uno de los dispositivos de poder más potentes, por actuar sobre las posturas de los grupos en pugna respecto a la contradicción, sus causas y las maneras de resolverla. De acuerdo con los estudios posestructuralistas, el poder simbólico se materializa en todos los niveles, en particular en la formación de subjetividades enfrentadas.
Es claro que existe una relación dialéctica entre las estructuras y el habitus que se traduce en un conjunto de normas, regulaciones y pautas de orientación de la conducta históricamente construidas. Más aún, el habitus corresponde a
las estructuras que son constitutivas de un tipo particular de entorno (v. g., las condiciones materiales de existencia de un tipo particular de condición de clase) y que pueden ser asidas empíricamente bajo la forma de regularidades asociadas a un entorno socialmente estructurado, producen habitus, sistemas de disposiciones duraderas, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes. (García Inda, 2000, p. 25)
Ahora que el poder simbólico está directamente ligado con los regímenes de representación, que imponen unas ciertas formas de conocer, ordenar, valorar y entender la realidad (doxa) que son consideradas no solo normales, sino deseables. El juego de la relación dialéctica entre los agenciamientos y las estructuras sociales, el poder simbólico y el contexto de un habitus resulta proclive al conflicto, cuando una cosmovisión, una doxa o una cierta forma de ver y relacionarse con el mundo y comprenderlo se opone a otra; lo cual hace muy difícil la transformación de los conflictos porque los actores involucrados se sitúan en ontologías casi antagónicas. Un caso extremo pero ilustrativo se evidenció en el conflicto que generó la negativa de la comunidad indígena u’wa a permitir la exploración petrolera en su territorio, argumentando que el petróleo es la sangre de la madre tierra, por lo cual no podían permitir su extracción, mientras que para los occidentales el petróleo es simplemente un recurso energético natural no renovable (Fontaine, 2004; Serje, 2003; Uribe, 2005).
Las pautas culturales han sido reseñadas como las que más fuertemente inciden en la intratabilidad y en las formas como se construye: la otredad y los valores que producen subjetividades enfrentadas, las representaciones que hace cada una de las partes sobre el “oponente”, las formas de ver el mundo y de relacionarse con él, y, en últimas, las epistemologías y cosmovisiones. Es de resaltar que la larga duración de este tipo de enfrentamientos y las permanentes resistencias a la transformación dan lugar a que estas representaciones y construcciones se consoliden y validen por los actores enfrentados.
Se puede decir que en los países del Sur se ha construido un habitus “proclive al conflicto”, pues, por estar ligado a una larga tradición de dispositivos funcionales con respecto a las dinámicas de extracción colonial y poscolonial de recursos, su actuación tiende a limitar, monopolizar o capitalizar, en beneficio de pequeños grupos de poder, el acceso, control o distribución de los recursos (Acemoglu y Robinson, 2012).
Esto se evidencia en la recurrente emergencia de conflictos por causa de la minería en Latinoamérica (Percíncula, 2012; Pereira y Segura, 2013) y de los conflictos por agua (Sneddon, Harris, Dimitrov y Özesmi, 2002; Gudynas, 2005, 2007), entre muchos otros.
El diálogo y la noción de interculturalidad, por ejemplo, plantean la oportunidad de incidencia o transformación en las formas como se ponen en práctica estas ideas paradigmáticas y las posibilidades de incidir y permear en las formas de aplicarlas, lo que nos conduce al siguiente nivel de análisis: las formas y características que adquieren los mecanismos de la gubernamentalidad como importadores de discursos y disciplinas, y como perpetradores de iniciativas de ordenamiento, así como de sus complejos y, a veces, contradictorios efectos sobre la configuración del territorio de la ciudad, como se verá en la historia de las intervenciones urbanísticas de Bogotá en el último siglo.
El urbanismo, dispositivo de poder aclimatado en el Sur
La gubernamentalidad urbano-colonial
Las ciudades hispanoamericanas fueron herederas de los saberes y lógicas de la gubernamentalidad europea y laboratorio de sus prácticas. En 1544 llegaron a Santa Fe las “leyes nuevas”, que establecían el protocolo para fundar ciudades, las cuales solo podían ser habitadas por vecinos “blancos” y su servidumbre. Las normas definían minuciosamente su funcionamiento bajo el orden real colonial. Ya desde el siglo XVII, el papel, las características, las funciones y la planeación de la ciudad europea se habían transformado durante el Renacimiento como fase intermedia del Medioevo a la Modernidad, los cambios en la lógica de gobernar eran promulgados y “mercadeados”, como se puede ver en detalle en El príncipe, de Maquiavelo, que como un manual de gobierno develaba sus artes.
La racionalidad que debe imperar en el arte que debe ser dominado por el príncipe es la “razón de Estado”, como expone Foucault en “Omnes et singulatim: hacia una crítica de la razón política” (2008). La lógica soberana y pastoral de la gubernamentalidad colonial, como base de la apropiación y producción de riqueza, determinó minuciosamente el modo de organizar y racionalizar la vida social (lo público) y la individual (lo privado), así como las interacciones entre las dos. Las leyes reales coloniales españolas establecían en detalle los procedimientos para fundar poblaciones en ultramar, las pautas de su organización, la disposición de los solares dentro de la retícula ortogonal, de acuerdo con el rango social de las familias españolas “blancas”, la demarcación de la Calle Real, la plaza mayor, el centro cívico, militar y político, y a su alrededor las instituciones religiosas y las de gobierno: cabildos, consejos, audiencias, etc., así como las encargadas del proyecto civilizatorio, evangelizador católico y productivo-extractivo: las órdenes religiosas, sus instituciones educativas, los templos y los claustros18 (Giraldo, Bateman, Ferrari y García, 2009; Mejía Pavony, 2012).
Es claro que las ciudades del Sur han tenido un origen y una evolución distinta a las de sus pares del Norte; estas ciudades deben cumplir con funciones extractivas y de control para el afianzamiento y legitimación del orden colonial, además deben contribuir a la construcción de un habitus acorde con su proyecto civilizador. En cuanto a su papel y funciones, Casimir sostiene que
la autoridad política en Europa, inicialmente dispersa, se centraliza, pero permanece móvil y se desplaza con la corte del rey; después se fija en una “vylle capital”. La autoridad política en América Latina surge en una unidad y con una sede determinada. La burocracia europea nace lentamente; la administración pública latinoamericana precede la constitución de un cuerpo de administradores. No integra las unidades locales, las crea […]. La ciudad latinoamericana es una avanzada del universo europeo en expansión. Se sitúa en los mercados de los imperios coloniales y está a cargo de organizar los territorios conquistados. (1970, p. 1500)
Los estudios realizados desde la geografía política vinculan el origen de la teoría urbana en los países del Norte a los estudios poscoloniales y a los estudios posestructuralistas. Los trabajos realizados por Jennifer Robinson (2002, 2005, 2011) develan las relaciones de dependencia y subordinación del urbanismo de los países del Sur frente al de los países del Norte. El urbanismo como saber solo puede explicarse desde las teorías del Norte. En últimas, los avances de la teoría urbana y sus pilares están arraigados en las experiencias, conocimientos y tradiciones intelectuales de las ciudades del Norte. La historia de las prácticas urbanistas en las ciudades del Sur se puede trazar a partir de la trayectoria y hallazgos de las teorías y dinámicas de los procesos de urbanización en el Norte, pero no al contrario.
Aprile (1992), a propósito del nacimiento y muerte de las ciudades colombianas, su surgimiento, desenvolvimiento y decadencia, estableció con total lucidez que sus ciclos de nacimiento, auge y decadencia han estado ligados, en primer lugar, a las formas de apropiación, control, acceso y explotación de los recursos naturales asociados a booms económicos, pero, sobre todo, y en segundo lugar, a las formas como se han establecido las relaciones de poder entre las grandes metrópolis de los centros económicos del Norte y las demás ciudades colombianas, en el marco de unas relaciones jerárquicas: nacionales internas, coloniales, transnacionales y poscoloniales.
En síntesis, en las ciudades del Sur la puesta en marcha de las teorías urbanistas ha dependido de las orientaciones y postulados del Norte, pero además el modelo de ciudad, como se verá en el capítulo siguiente, debe acoplarse a ciertas funciones extractivas y de mercado poscoloniales. En Colombia, la lógica de la gubernamentalidad en lo que se refiere al urbanismo será adoptada y aclimatada lentamente dentro de un sistema primero colonial y luego poscolonial —los dos de carácter segregacionista y con una orientación racista, extractiva y depredadora— como lógica dominante de la actuación de sus instituciones, dirigida a extraer la mayor cantidad de recursos y a transferir sus innumerables costos a los actores con menor poder, lo que llevó a la consolidación de muchos de los rasgos de intratabilidad presentes en conflicto en San Isidro Patios.
El urbanismo y el city planning como disciplinas biopolíticas
El urbanismo y el city planning, como herramientas de la naciente modernidad urbana, debían fijar las pautas y criterios para planificar y producir ciudades limpias, sanas, organizadas y productivas, sin crimen o malestar social; es decir que este saber actúa como un dispositivo biológico-conductual que permite controlar las poblaciones. La biopolítica como tecnología de poder actúa desde una lógica distinta a la soberana (colonial), pero no es menos violenta, pues busca “hacer vivir” a un tipo particular de población —aquella capaz de producir riquezas, mercancías, bienes e incluso otros sujetos— funcional al sistema de producción capitalista y dejar morir a quienes no cumplan cabalmente con las funciones asignadas por este mismo sistema (Castro-Gómez, 2010).
La ciudad moderna deviene en dispositivo privilegiado para modelar al ser humano como especie; sus espacios deben regular la conducta (Kasson, 1999), controlar los hábitos, las maneras y las formas de actuar y generar entornos y subjetividades propicias para el gobierno de sí: el cuidado, la anticoncepción, la gestión del ser, la civilidad y el adiestramiento, cualidades necesarias en la población para generar el crecimiento económico y privilegiar las relaciones de acumulación y producción capitalista19 bajo un ideal de limpieza, prosperidad y orden (Castro-Gómez, 2009).
Las ciudades del Sur, para lograr el anhelado progreso y civilidad moderna, no solo deben seguir cumpliendo con las funciones socioeconómicas productivas y extractivas atadas a las relaciones poscoloniales bajo la esfera de poder de las nuevas potencias (Inglaterra, Alemania y Francia), sino además disciplinarse y aclimatar la producción discursiva urbanista del Norte. De acuerdo con Valdivia (2000), la Town Planning Conference, de 1910, combinaba elementos de las tradiciones alemana (Städtebau), francesa (la École des Beaux-Arts) y anglosajona (planning). El city planning se encargaría de producir ambientes urbanos y subjetividades que cultivaran en las poblaciones citadinas unas ciertas formas de movilidad, civilidad y urbanidad, ligadas a la producción de los nuevos espacios urbanos: bulevares amplios y arborizados, galerías comerciales, parques y coliseos para incentivar la práctica de deportes y servicio de transporte urbano (tranvía y tren) para garantizar la movilidad como principio rector de la modernidad, etc.
A partir de 1920, el movimiento modernista gravitó alrededor de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM). Sus principios fueron más tarde reunidos por Le Corbusier, en 1943, en la Carta de Atenas, redactada en el IV CIAM. Sus claves se dieron en cuatro funciones principales, que pueden rotularse como biopolíticas:
Garantizar alojamientos sanos […]; organizar los lugares de trabajo […]; prever las instalaciones necesarias para la buena utilización de las horas libres, buscando que sean benéficas y fecundas […]; establecer una red circulatoria que garantice los intercambios respetando las prerrogativas de cada una. (Le Corbusier, 1989, p. 119)
Sin embargo, a pesar de los repetidos intentos hechos para disciplinar las urbes del Sur, sus ciudades eran, y continúan siendo, el resultado de la necesidad y de las actuaciones de otras fuerzas que las modelan con mayor eficacia, como planteó Aprile (1991, 1992) para el caso colombiano. En este mismo sentido, Puente Burgos anota:
La forma más característica de desarrollo urbano desde los tiempos pre-coloniales hasta el presente en América Latina, como lo expresan (Gilbert et al., 1982, p. 5) [sic] ha sido la vivienda no planificada, ya que el planeamiento formal ha sido reservado para los edificios y áreas urbanas dedicadas a las funciones religiosas, administrativas, ceremoniales y de vivienda de la élite. (2005, p. 6)
Las dinámicas socioeconómicas actúan de dos maneras paralelas y articuladas en la construcción de la ciudad: una parte de ella, la ciudad de la élite, es construida formalmente bajo los parámetros urbanos importados en boga en las metrópolis, la otra parte, la más grande, pobre y excluida, debe ocupar las periferias y los bordes al margen de los procesos de planeación, sujeta a los viejos dispositivos coloniales segregacionistas —el denominado dispositivo de blancura—20 y la segregación socioespacial.
La informalidad urbana como anormalidad
La ilegalidad urbana —como es, en muchos casos, todavía vista y rotulada por la disciplina urbanista— es, en realidad, el resultado de la búsqueda de satisfacción de la necesidad fundamental de un techo en la ciudad, la base mínima para el agenciamiento del sustento (Torres, 1993). Lo que los urbanistas han percibido como un problema, para los pobres es una solución (Turner, 1988), la autoproducción del hábitat. La construcción “espontánea” de las ciudades en Colombia ha sido consecuencia de la acción combinada de distintas dinámicas culturales, económicas, políticas, sociales e institucionales que operan en varios niveles (Martínez, 2007).
La informalidad urbana se ha conceptualizado desde los saberes del urbanismo a partir del análisis de un conjunto de “falencias”. Puente Burgos (2005) sintetizó tres grandes rasgos de los asentamientos autoproducidos:
• Inconformidad con las normas: los asentamientos autoproducidos no cumplen con las normas, ya sea porque: a) se encuentran ubicados en áreas no planificadas para expansión urbana, fuera del perímetro urbano, b) ocupan áreas de riesgo por inundación o remoción en masa, entre otros, o c) se hallan en áreas de interés para la conservación (Puente Burgos, 2005, p. 20).
• Inconformidad con la planeación y la situación legal: esto se asocia al incumplimiento de las regulaciones del uso del suelo, de allí la denominación de ilegal o pirata.21 No obstante, la ilegalidad puede tener distintos orígenes, como: la ocupación de la tierra, el registro de la propiedad, las formas de subdivisión, la regulación de uso del suelo y la naturaleza o tipo de construcción (Organización de las Naciones Unidas y Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 1996, p. 102).
• La forma de crecimiento originada: la vinculación a alguna de las teorías urbanísticas y el concepto de ciudad tienen que ver con las deficiencias de las características físicas y los procesos constructivos realizados, los materiales utilizados y el precario acceso a servicios y equipamientos. Puente Burgos (2005) anota que al fenómeno de la urbanización informal se le han dado numerosas denominaciones asociadas a juicios de valor y cargas valorativas.
Por ello, es común que los conceptos surjan de posiciones ideológicas o construcciones epistemológicas producidas por grupos sociales que tienen interés en que las cosas se vean de una cierta manera. Las categorías anormales implican una fuerte violencia simbólica, al producir ciertas subjetividades “desviadas” —“los ilegales”— como una percepción generalizada y validada en la sociedad en el ejercicio de violencia sobre actores dominados, quienes, a su vez, a través de tácticas paternalistas y de formación de clientelas, legitiman y perpetúan esta dominación. El dominador asume que su posición es justa y, ante todo, necesaria para mantener un orden social determinado, por eso a través del loteo ilegal y los tierreros se configuran y articulan las redes clientelistas entre las comunidades y los caciques políticos, en las que se comparten fidelidades y “beneficios” para las poblaciones marginalizadas en los barrios informales de las periferias y los bordes, a través de las JAC, materializadas en servicios, infraestructuras y programas asistencialistas.
La informalidad ha sido percibida y producida desde las estructuras de poder y saberes hegemónicos, como el urbanismo y la planeación del desarrollo urbano, como algo “anormal” o “incompleto”. Así, desde mitad del siglo XX, se produjeron los conceptos y categorías de urbanización informal,22 espontánea,23 ilegal, pirata, clandestina, subnormal, progresiva o incompleta.
Estas categorías anormales se alinean con el concepto de subdesarrollo planteado por Arturo Escobar (1998) en La invención del Tercer Mundo, que, como explica Bourdieu, por efecto del poder simbólico, construye narrativas y escenificaciones que se transforman en discursos de verdad. Sus denominaciones corresponden a lo que Escobar ha llamado la producción económica y sociocultural del subdesarrollo, percibido este como la ausencia de algo, la carencia de algo, incivilizado, ligado a la pobreza, a la marginalidad y a la ausencia de recursos y capacidades (Escobar, 1992; Esteva, 1992).
Por lo mismo, deben ser intervenidos por mecanismos de seguridad, para lograr ser completados o, por lo menos, “mejorados” bajo los parámetros formales, de la misma manera que los proyectos de planeación del desarrollo en los denominados “países subdesarrollados”. De esta forma, los barrios deben ser intervenidos y regularizados para ser mejorados, sin tener en cuenta que desde el mismo surgimiento de las ciudades en Latinoamérica la ciudad formal se construyó para los “blancos” peninsulares, mientras que el obtener un techo en esa misma ciudad para un migrante mestizo, negro o indígena era responsabilidad propia.
Transformación de las percepciones sobre la informalidad
Durante los años sesenta, en medio del auge del modelo intervencionista y de planeación del desarrollo y en el contexto de la Guerra Fría, se evidencia en las ciudades del Sur un auge de la informalidad, así como de la protesta y de los movimientos reivindicativos populares asociados a los movimientos políticos de izquierda, tanto rurales como urbanos; esto estuvo acompañado de una gran producción académica en torno a los barrios populares, con importantes impactos sobre los cambios en las percepciones sobre esta forma de construcción de ciudad (véase Harvey, 1977; Lefebvre, 1978; entre otros).
Este fenómeno tendría sus antecedentes en la incorporación, desde los años cincuenta, en los Estados Unidos, de las ciencias sociales aplicadas y el descubrimiento de “lo cultural”, que poco a poco fue permeando las iniciativas desarrollistas y de planeación urbana; precisamente el carácter instrumental de esta última exigía y se legitimaba en las ciencias sociales. Elementos como la identidad compartida asociada a la pertenencia a un territorio; el papel de origen cultural de la población, los contextos, tejidos sociales y cotidianidades en los barrios marcados por la pobreza, la exclusión y la búsqueda del sustento, y la necesidad de indagar sobre fenómenos como los procesos organizativos dirigidos al logro de objetivos comunes —en el caso de los “informales”, fundamentalmente, la búsqueda de la legalización como pasaporte a la obtención de servicios básicos indispensables para la comunidad— son elementos tenidos en cuenta por los discursos sociotécnicos moderados y radicales, como ya se pudo apreciar.
Por esta misma época, los planificadores urbanos modernos dejan de percibir y entender la ciudad como un sistema cerrado susceptible de ser ordenado, para tratarlo como un sistema funcional abierto que incorporaba flujos, interacciones y entradas y salidas en cada una de sus dimensiones; en palabras de Jacobs (1973, p. 453), “las ciudades son problemas de complejidad organizada”. Las dinámicas sociales, para sorpresa de los expertos, producen efectos identificables sobre el territorio; emerge en consecuencia el denominado giro espacial, que se consolidará a partir de los años ochenta, así como surgen o se rescatan conceptos como el de hábitat, que son progresivamente enriquecidos con los nuevos aportes de la sociología, la antropología y el trabajo social.
Así, el hábitat es entendido
como un conjunto complejo de articulaciones entre los atributos y dimensiones que tienen lugar en los territorios. Los atributos son: suelo, servicios públicos, vivienda, equipamiento urbano, transporte, espacio público físico y patrimonio arquitectónico. Por su parte, las dimensiones se encuentran constituidas por: política, económica social, ambiental y estético cultural. (Giraldo, Bateman, Ferrari y García, 2006, p. 28)
La autoproducción del hábitat, vista en parte como la autoproducción de vivienda y un componente importante del sustento y los medios de vida, por parte de grupos pobres, migrantes y vulnerables en la ciudad, comienza a ser indagada y a ser vista por la academia ya no como una anormalidad, sino como una regularidad articulada a fenómenos estructurales políticos, económicos y sociales en otras escalas.
En palabras de Torres-Tovar, la autoproducción del hábitat
es un fenómeno generalmente negado o rechazado por quienes definen las políticas de vivienda, y en consecuencia se malogra un enorme potencial social, una gran capacidad popular, una fuerza creativa y participativa presente en las comunidades urbanas, lo cual podría servir para que las familias tuviesen mejores viviendas en una ciudad mejor. (2007, p. 68)
Sin embargo, para Vernez se constituía en una forma propia de solucionar un problema que al tiempo era resultado de las fallas de la política pública en Latinoamérica: los asentamientos informales no debían percibirse como obstáculos o defectos de la planificación, sino como un hábitat propio de comunidades en procesos de transición de sociedades rurales a urbanas, más aún, declaraba cómo tanto las políticas erradas como el laissez faire habían estimulado el crecimiento de urbanizaciones clandestinas (Ramírez Ríos, 2011, p. 123).
Las ideas y nociones de derecho a la ciudad y al hábitat se asociaron con la transformación y enriquecimiento de las nociones sobre pobreza y los mecanismos de seguridad, que pasaron de la simple medida de las necesidades básicas insatisfechas, las carencias económicas y la incapacidad de consumo a conceptualizaciones mucho más complejas y multidimensionales. La concepción del hábitat está implícita en el derecho a la ciudad enunciado por Harvey (1977) y Lefebvre (1978), y definido por este último como: “El derecho a una vida urbana transformada y renovada donde se recobren e intensifiquen las capacidades de integración y participación de sus habitantes” (1978, p. 138).
En la actualidad, y desde las perspectivas de la ONU-Hábitat, el abordaje de la ciudad se dirige hacia el concepto de hábitat que busca concebirla de una manera holística. El hábitat es un referente simbólico y social que piensa al ser humano desde una perspectiva multidimensional (Giraldo et al., 2009, p. 24). Desde esta perspectiva, la complejidad del fenómeno urbano se puede analizar “a partir del conjunto de las múltiples interrelaciones existentes entre los elementos que estructuran el espacio urbano histórica y socialmente” (Giraldo, 1999, p. 171).
Sin embargo, a pesar de estos cambios en las percepciones de las dinámicas de autoproducción del hábitat en la ciudad, las categorías informal e ilegal, entre otras similares, se siguen utilizando y generan conflictos ambientales como el que ocupa a este trabajo, los cuales se tornan aún más complejos cuando las dinámicas de agenciamiento del techo y el sustento se articulan al dispositivo de la gubernamentalidad, a través de redes clientelistas que irónicamente las mantienen y estimulan. Estos conflictos también se agudizan frente a nuevos fenómenos, como la desregulación de la planeación urbana o las fuertes dinámicas de regulación y gestión de los recursos naturales, a partir de los años ochenta, y la puesta en marcha de estrategias de ordenamiento territorial derivadas del “giro espacial”, las cuales terminan por complejizar el conflicto con nuevos ingredientes problemáticos, en particular cuando las dinámicas de expansión informal concurren en predios situados en los bordes urbanos que están afectados ya sea por situaciones de riesgo o por haber sido declarados como áreas de conservación.
El clientelismo como dispositivo de articulación a la normalidad y la gubernamentalidad
Las juntas de acción comunal
El clientelismo ha sido estudiado como mecanismo clave para explicar el funcionamiento de los partidos tradicionales (Liberal y Conservador) en Colombia. Puede definirse como un sistema de intercambios asimétricos e informales que distorsionan el sistema político (Aunta-Peña, 2009). Algunos de los investigadores del tema en Colombia han sido Losada (1984) y Ocampo (2003), entre otros.
La participación como estrategia política de integración fue instaurada de arriba hacia abajo tanto en los ámbitos urbanos como en los rurales. De acuerdo con Alfonso Torres, durante el Frente Nacional24 la gubernamentalidad, al crear la figura de las JAC, en 1958, buscaba controlar las formas organizativas ciudadanas. En Bogotá tuvieron especial impulso,
convirtiéndose a lo largo de las dos décadas siguientes en la única forma asociativa barrial reconocida por las autoridades y en el único vínculo de los pobladores con el Estado para la consecución de sus demandas. Así, al comenzar la década de los ochenta existen más de mil JAC con más de medio millón de afiliados. (1993, p. 49)
Gilbert y Ward (1987) coinciden con Torres en que las JAC, como estructuras derivadas del Frente Nacional, buscaban, por una parte, reducir los conflictos políticos entre los dos partidos tradicionales y, por otra —frente a la situación muchas veces desesperada en términos de servicios básicos fundamentales para la sobrevivencia y equipamiento en los barrios informales—, facilitar las dinámicas de agenciamiento comunitario para lograr un mínimo de provisión de infraestructura básica. Lo que sucedió en la práctica fue que se terminó por instaurar un dispositivo clientelista como canalizador de las demandas de los grupos más pobres de población a través de los líderes políticos tradicionales, las juntas ejercían la vocería de las demandas de los barrios, al tiempo que legitimaban la vocería política de los partidos, es decir que el clientelismo emergió, precisamente, por cuenta de la propia gubernamentalidad.
Arango (1981) denunciaba, caso por caso, las prácticas de los urbanizadores piratas, sus enormes beneficios, las estafas generalizadas, la corrupción de los funcionarios y las pirámides clientelistas a las que se adscribían las JAC de los barrios de Bogotá en los años setenta. Según cifras citadas en Vernez (1974), en 1970 el 45,3 % de las familias bogotanas vivían en barrios piratas, en 1977 el 45 % de las urbanizaciones eran ilegales, el negocio de la urbanización ilegal era tan beneficioso para todos que para 1978 ya el 70 % de los barrios eran informales (Arango, 1981, p. 280).
Gloria Ocampo, en un estudio hecho en la ciudad de Montería a propósito de la vigencia de las redes clientelistas en la actualidad, establece que
en los barrios populares el centro de la actividad política es la negociación de los votos, y en las calles se observan las hojas de zinc —para los techos— y los túmulos de balasto que depositan, frente a las casas o en las calzadas, las volquetas contratadas por los políticos para distribuir el material con que pagan los votos […]. Por su parte, la comunidad cumple retribuyendo al político con el voto. Prestaciones y contraprestaciones posteriores refuerzan la relación entre ambos y la prolongan en el tiempo, dando lugar a redes de clientelas que incluyen políticos de distintos niveles según la organización piramidal del sistema político, así como redes de parentesco o vecindad. Para referirse al comercio de votos la gente habla de dar el voto; el voto se le da a alguien, quien debe devolver algo tangible a cambio. (2003, pp. 253-255)
El modelo clientelista continúa vigente en virtud de la insoslayable necesidad de articular los barrios autoproducidos al dispositivo de gobierno de la ciudad. En principio, y de acuerdo con Duhau (2002), son dos las principales funciones que debe cumplir el aparato de la gubernamentalidad con respecto a los barrios informales. La primera, incorporar y legitimar la integración de estos asentamientos a la ciudad, mediante el otorgamiento de validez jurídica al loteo de predios y la estructura urbana resultante del proceso de urbanización. La segunda, otorgar validez jurídica a los actos de posesión de predios por parte de los pobladores. Es claro que el clientelismo como dispositivo de articulación a la gubernamentalidad encuentra en la urbanización informal un campo muy provechoso de acción.
Los giros en las lógicas del urbanismo y la agudización de la intratabilidad
Un efecto no previsto de las dinámicas y políticas dirigidas a construir barrios obreros a mediados de siglo en el Norte, y durante los años sesenta y setenta en el Sur, fue el deterioro paulatino de los centros de las ciudades. A partir de los años ochenta estos barrios serán gestionados con el fin de producir grandes proyectos de renovación urbana y grandes plusvalías. Las intervenciones dirigidas a “rescatar” los centros de las ciudades de la marginalidad y la pobreza —el movimiento de ciudad bella25 en Europa, por ejemplo— han generado un provechoso ciclo de expansión inmobiliaria denominado gentrificación.26
En adelante, y hasta la fecha, muchos de los antiguos barrios obreros o autoproducidos, una vez legalizados serán objeto de procesos de gentrificación y en consecuencia “reciclados”, con grandes beneficios, para ser ofrecidos a grupos sociales de ingresos altos. El considerable aumento de los precios de finca raíz en sectores como Chapinero Alto, estimulados por las enormes deficiencias del transporte público, ha impulsado progresivamente este fenómeno de gentrificación; los barrios, una vez legalizados mediante gran esfuerzo por parte de las JAC, son negociados en su totalidad o en parte por grandes empresas constructoras, irónicamente, por intermedio de los líderes de las mismas JAC, tal como ha sido el caso de grandes proyectos inmobiliarios llevados a cabo en predios de los barrios antes ilegales de Juan XXIII, Los Olivos y Bosque Calderón (véase Valenzuela, 30 de septiembre de 2014, y Valenzuela y Téllez, 23 de junio de 2014).
Debe resaltarse que durante la década de los ochenta se evidenciaron cambios en el accionar del aparato de la gubernamentalidad en apariencia contradictorios: por una parte, se producen un gran número de normas ambientales, por otra, la planeación del crecimiento urbano entra en una clara fase de desregulación y transferencia de funciones públicas a privados, como es el caso de las curadurías, la salud, la educación y los servicios públicos (véase Cortés Solano, 2007).
Si bien con el “giro espacial” y las consideraciones ambientales en la planeación urbana a partir de finales de los años ochenta se comenzaron a involucrar consideraciones sobre el uso de recursos naturales, los patrones de consumo y la huella ecológica de las ciudades,27 se fueron desdibujando los estudios sobre barrios populares, tan en boga en la década anterior, desde la perspectiva del realismo crítico y el marxismo, justo cuando el reciente triunfo del neoliberalismo evidenciaría su pertinencia para explicar sus graves efectos sobre la sociedad y la naturaleza (Brand, 2001).
Se produce un gradual replanteamiento del papel y la función de las ciencias sociales en la gestión del territorio y sus recursos, ligado a las nuevas normativas de ordenamiento territorial. El viraje de los intereses académicos se dirige ahora a estudios locales micro, donde se profundizará en las identidades y los lugares construidos por grupos de población particulares según etnia, origen, religión, etc. Emergen como campos académicos una multiplicidad de teorías interpretativas, construccionistas y “antifundacionalistas”, dirigidas a identificar significados en contextos inmediatos, y se interpretan los datos desde nuevas teorías sociales centradas en la identificación y el análisis de las prácticas cotidianas, las actitudes, las etnografías y los análisis discursivos (Brand, 2001; Connolly, 2013).
En las academias la emergencia de las teorías posmodernistas, de la teoría sistémica y el posicionamiento del discurso del desarrollo sostenible sustituyeron los estudios sobre marginalidad, segregación socioespacial, el papel del Estado, la lucha de clases, la crítica al capital y los grandes poderes, así como la crítica a las prácticas políticas, el clientelismo y la corrupción asociada a ellos, de manera que desaparecen gradualmente como categorías de análisis del panorama académico. En el caso colombiano, la planeación urbana a continuación se limitará al cumplimiento de normas jurídicas, como por ejemplo la Ley 388 de 1997: “Las necesidades del conocimiento experto se reducen a las prácticas de la gestión de proyectos y la administración de empresas (el Sisbén o el downsizing de las administraciones territoriales)” (Brand, 2001, p. 23).
Más aún, con la entrada del pensamiento posmoderno se da lugar al abandono de la tradición crítica basada en la economía política marxista. Las ciencias sociales dejan de ser importantes y toman el mando las disciplinas asociadas a lo espacial y territorial, lo que genera enormes vacíos analíticos y sesgos académicos en el análisis y tratamiento de este tipo de conflictos, así como de las dinámicas sociales urbanas y sus relaciones con problemáticas estructurales.
A partir de los años noventa los programas de atención a los “barrios marginados” serán parte de las políticas de lucha contra la pobreza urbana.28 Los recursos de los municipios y los proyectos de mejoramiento se dirigirán, preferencialmente, al norte de la ciudad, lo que deja al sur y al occidente en manos de la “autoorganización”, la organización comunitaria y el clientelismo, otra forma más de extraer recursos como el trabajo y, en muchos casos, materiales de las comunidades en los proyectos de construcción de vías barriales, escuelas, salones comunitarios, alcantarillado y acueducto.
La planeación urbana como práctica social del Estado capitalista en adelante guardará como función principal garantizar las condiciones generales necesarias para la reproducción del capital, incapaz de incidir significativamente en el mejoramiento de las condiciones generales de las crecientes poblaciones de desposeídos urbanos producidos por el paradigma neoliberal (Brand, 2001).
Esta situación ha tenido como consecuencia sumar otro obstáculo a la ya difícil tarea de transformar los conflictos ambientales causados por los desarrollos informales, la débil capacidad de los profesionales y funcionarios para comprender las dinámicas sociales, económicas y culturales alrededor de temas como la pobreza y la autoproducción del hábitat, y, más aún, para comprender los conflictos y sus complejas interrelaciones, así como el desdibujado papel del Estado y la función de este, no solo en la provisión de bienestar, sino en la prevención y transformación de los conflictos.
En últimas, quienes configuran el territorio son sus actores, según su grado de poder y su nivel de acceso a recursos y a su control. En los bordes y las periferias, como ya se vio, la capacidad de control del aparato de la gubernamentalidad es, por múltiples razones, muy limitada, en consecuencia, son “otros” los actores que con sus agenciamientos configuran el territorio. Como se estableció al presentar la noción de intratabilidad, Azar identificó el papel que desempeña la lucha por necesidades fundamentales en la permanencia y recurrencia del conflicto, desafortunadamente no es posible llegar a negociaciones o acuerdos respecto a las necesidades fundamentales. Desde la perspectiva de las comunidades asentadas en San Isidro, la causa principal del conflicto es la ausencia de reconocimiento y atención en sus necesidades fundamentales como ciudadanos, por lo cual no han tenido más opción que agenciar sus limitados recursos utilizando distintas tácticas, que han evolucionado en el tiempo, en asocio con redes clientelistas, la Iglesia católica, fundaciones sociales y ONG, entre otras.
En este trabajo, el enfoque de medios de vida es articulado, como se vio en la sección correspondiente al territorio y los bordes, en la medida en que se considera que el territorio es consecuencia y efecto directo de las características, magnitud y orientación de los agenciamientos de los actores presentes en él. Por esta razón, se hizo énfasis especialmente a la identificación y análisis de los agenciamientos comunitarios de los recursos físicos y naturales a disposición de los pobladores, y de sus efectos conjuntos sobre la configuración del territorio, como uno de los objetivos planteados al inicio de la investigación, teniendo en cuenta que las comunidades están asentadas en un territorio de ricos recursos naturales y, además, en uno de los suelos más costosos y demandados de la ciudad, a diferencia de otras comunidades de barrios informales ubicadas en áreas fuertemente deterioradas, como corresponde, por ejemplo, a comunidades del Mochuelo, en las inmediaciones del relleno sanitario Doña Juana, o las comunidades de Ciudad Bolívar o Cazucá.
Estrategia metodológica en tres niveles para analizar los conflictos ambientales con rasgos de intratabilidad
El nivel macro: discursos hegemónicos, poder simbólico e intratabilidad
El orden bipolar del poder que emergió con el fin de la Segunda Guerra Mundial fue progresivamente socavado a partir de una serie de sucesos cuyo hito final fue la caída del Muro de Berlín, en 1989, y el posterior colapso de la Unión Soviética, con repercusiones globales sobre los órdenes cultural, político y económico, así como sobre las relaciones entre los países del Norte y el Sur. Sucesos que marcarían el inicio de una nueva era de capitalismo feroz neoliberal y globalizado, que mercantiliza todas las esferas de la existencia humana e instrumentaliza un “ambientalismo” y “participación” resignificados por el capital.
Estocolmo y la emergencia del discurso de la conservación
El movimiento ambientalista de los años setenta promovía el discurso del desarrollo alternativo a partir del reconocimiento de tres graves problemáticas mundiales: 1) los agudos procesos de deterioro de los recursos naturales y ecosistemas, 2) la incapacidad del planeta para mantener los acelerados niveles de crecimiento económico y demográfico manifiestos —el Club de Roma y Limits to growth (de Meadows et al., 1972)— y 3) el escalamiento de la pobreza. A pesar de sus intentos de cambio y de abogar por la conservación, el crecimiento económico se mantenía como la medida de la salud nacional y social. Sin embargo, para mantener la dinámica de expansión capitalista es necesario involucrar cada vez más territorios, personas y recursos a los circuitos de producción y consumo, y este proceso de “integración” de “nuevos territorios”, con sus recursos y pobladores, ha generado y continúa generando conflictos.29
Ahora que la conservación y las formas de alcanzarla emergieron en Estocolmo como herederas de una construcción cultural orientalista,30 su pretensión es que para conservar es fundamental aislar un espacio natural de su entorno como si se encontrase en una campana de Boyle. Esta idea se concibió sin tener en cuenta las interrelaciones e interdependencias entre las partes que conforman los ecosistemas como un todo, lo que llamamos naturaleza, donde todo está interrelacionado; por no tenerse en cuenta este aspecto, se han desatado las actuales crisis civilizatorias.31
La conservación, las vías para hacerla realidad y cumplir con los acuerdos internacionales han probado ser fuentes de numerosos conflictos de distintas magnitudes. En particular de conflictos derivados de las formas como las comunidades se han adaptado a los ecosistemas que habitan y cómo han agenciado sus recursos, enfrentadas a modelos de gestión y conservación estandarizados por lógicas, saberes y prácticas eurocéntricas dirigidos a conservarlos, pero que no atienden su cosmovisión y modos de vida.32
Estas prácticas serán fuente recurrente de conflictos, e incluso se han documentado casos de “desplazamiento verde”, al reasentar contra su voluntad a grupos humanos fuera de sus territorios ancestrales33 para garantizar la conservación de los ecosistemas que irónicamente habían mantenido y habitado (véase Agrawal y Redford, 2009; Arsel y Büscher, 2012; Fairhead, Leach y Scoones, 2012; Maldonado, 2005; McCarthy y Prudham, 2004).
En el caso colombiano, en la jerga institucional, los territorios ancestrales de las comunidades étnicas (resguardos indígenas y numerosos territorios de comunidades negras) se “traslapan” con el Sistema Nacional de Áreas Protegidas, diseñado por expertos sin tener en cuenta a las comunidades que los habitan. Irónicamente, los dispositivos de poder y disciplinas de gestión puestas en marcha en los parques naturales han tenido como consecuencia la erosión de las territorialidades de estos grupos y han generado enormes vacíos de poder que, desde entonces, han propiciado su depredación y despojo por parte de actores externos bajo la mirada cómplice y la inoperancia de la gubernamentalidad (Correa, D., 2006, 2010; Ulloa, 2001, 2004, 2007).
La dupla neoliberalismo y desarrollo sostenible agudiza la intratabilidad
En la década de los ochenta, la respuesta de académicos de izquierda y de derecha, de las ONG, así como de entidades financieras multilaterales respecto al papel del Estado en la planificación del desarrollo, apuntaron a la necesidad de desmontarlo, al etiquetarlo como caduco, endeudado, derrochador e ineficiente. La escuela de Chicago y el nobel de economía de 1976, Milton Friedman, postularon la necesidad de confiar al mercado y a la iniciativa privada no solo el desarrollo, sino también la provisión de bienestar social y la gestión de los recursos naturales y su conservación. En consecuencia, la lógica de actuación por parte de los mecanismos de la gubernamentalidad cambió. A comienzos de los ochenta, el discurso del desarrollo alternativo, del ambientalismo y la conservación sufrieron una mutación epistemológica con el fin de ser progresivamente resignificados de manera funcional a la racionalidad neoliberal, bajo la forma de desarrollo sostenible, legitimado en la Cumbre de Río por los actores de poder globales, como el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI), las principales agencias de cooperación para el desarrollo e, incluso, por una amplia gama de ONG.
El discurso, si bien invitaba a los países del Sur a apartarse del camino seguido por el Norte y no cometer los mismos errores que tantas crisis y catástrofes ambientales habían generado,34 consideraba a los recursos naturales como importantes, dado su papel estratégico para el desarrollo en función de los servicios que presta a la sociedad, lo cual no significaba en ningún momento alterar los patrones de crecimiento económico, consumo y uso de los recursos naturales, ni tampoco transformar efectivamente la concepción del “desarrollo” (O’Brien, 1995).
El paradigma del desarrollo sostenible como discurso de verdad permitió articular los procesos políticos locales a los nuevos consensos económicos globales, que requerían el desmonte gradual del Estado interventor; abrir las economías nacionales a los mercados internacionales; estabilizar las principales variables macroeconómicas, y el control de los déficits presupuestales y de la inflación como condiciones básicas para atraer la inversión extranjera, al tiempo que exigía a los Gobiernos flexibilizar los regímenes laborales (los cuales habían sido ganados con tantos esfuerzos y mártires desde comienzos del siglo XX), con el fin de “elevar la competitividad productiva” y propiciar un flujo de intercambios comerciales que, hasta apenas una década atrás, habrían sido impensables bajo la lógica fordista del proteccionismo y el modelo de sustitución de importaciones, heredero de los mecanismos de seguridad como la biopolítica.
Los países del Sur, en los años siguientes a la Conferencia de Río de Janeiro, transformaron su aparato institucional, crearon ministerios de Medio Ambiente y trataron de seguir los mandatos de la Agenda 21 (O’Brien, 1995).
La adopción incondicional, por parte de los Gobiernos, del discurso del desarrollo sostenible generó las condiciones que posibilitaron la creación de un nuevo campo de expansión del capitalismo globalizado. Los parques naturales y áreas protegidas naturales creados en los setenta y “sus bienes y servicios”, con la globalización y el proceso de apertura de los mercados, podían y debían integrarse al capital y al desarrollo económico (Agrawal y Redford, 2009).
El “patrimonio natural” de los países del Sur se constituía en una plataforma estratégica para el desarrollo. Programas como Debt for Nature, Sumideros de Carbono y Pagos por Servicios Ambientales reconocían los recursos naturales de los países del Sur como prestadores de servicios globales valiosos, pero, más importante quizás, los monetizaba y vinculaba inexorablemente a los circuitos financieros globales (Büscher, Sullivan, Neves, Igoe y Brockington, 2012; Corson, 2010; Planeación, 1998).
El dispositivo de mercado, bajo los saberes de la economía ambiental, se encaminó a orientar la gestión de la naturaleza; surgieron los lemas: “Think globally, act locally” y “El que contamina paga”, entre muchos otros. Los bloques de poder simbólico habían logrado producir el discurso del desarrollo sostenible y la conservación, de este modo se impusieron el uso de instrumentos capitalistas para gestionar la naturaleza y ciertos saberes y disciplinas para administrarlos, los cuales, con sus prácticas, darán curso en adelante a un sinnúmero de conflictos de distintas magnitudes y características. La naturaleza debe ser en adelante transada como mercancía en un portafolio de recursos productivos en los recién abiertos mercados internacionales para la inversión extranjera (Büscher et al., 2012; Shiva, 1992; Sullivan, 2013).
A fin de cuentas, el discurso y las prácticas del desarrollo sostenible, que, en principio, desempeñarían un papel importante en la prevención de los conflictos por recursos naturales, dada su ambigüedad y sesgo neoliberal, se convirtió en fuente de conflictos, incluso algunos autores han señalado que es precisamente su uso amañado lo que ha convertido al discurso del desarrollo sostenible en una fuente de conflicto (Sneddon et al., 2002).
En el mejor de los escenarios, la noción de desarrollo sostenible contemplaba una aproximación preventiva al conflicto, en la medida en que establecería criterios e instrumentos de distintos tipos, en particular desde la gestión ambiental, para evitar su formación mediante la prevención o mitigación de los impactos negativos de las actividades extractivas, productivas y reproductivas de los seres humanos; pero, irónicamente, al mantener su adhesión al papel de la naturaleza y los recursos naturales en el mantenimiento de un indefinido crecimiento económico, se transforma en un significante vacío.
Los efectos del ajuste sobre un contexto proclive a la intratabilidad
La agudización del recrudecimiento de la pobreza, el deterioro de los recursos naturales, el aumento en el número y la magnitud de los conflictos por recursos naturales tienen una relación directa con los cambios en las lógicas de gobierno y sus mecanismos de seguridad, policía y jurídicos. En primer lugar, la apertura económica de los países ha facilitado la entrada, con grandes beneficios para el gran capital en cabeza de transnacionales, multinacionales y grandes conglomerados económicos, en particular los conglomerados dedicados al negocio minero-energético, que han desempeñado un papel importante para incidir en la orientación de las iniciativas de desarrollo hacia la reprimarización de las economías del Sur.
Relacionado con lo anterior, en Latinoamérica se han reportado graves procesos de desindustrialización que han desencadenado una fuerte pérdida de empleo formal, el cual también ha disminuido por cuenta de otras medidas de ajuste implementadas, como el desmonte del Estado y la disminución del empleo estatal, es decir, la transformación de los antiguos mecanismos de seguridad de la población. Más aún, por la vía de la descentralización se han transferido importantes funciones y competencias de mecanismos de seguridad, como la provisión de bienestar y control ambiental, a débiles gobiernos locales sin una transferencia proporcional de poder de decisión, recursos y fortalecimiento de capacidades. Además, la transferencia de los mecanismos de seguridad —para provisión de bienestar a la población, de mecanismos de policía, control y regulatorios— al sector privado, a ONG o a entidades internacionales dificultan fuertemente la rendición de cuentas y la transparencia (Jessop, 1994).
En segundo lugar, la pobreza se ha visto agravada por la disminución de la inversión social, así como se ha inhabilitado al dispositivo de gobierno en su capacidad para garantizar mecanismos de seguridad para la población y, por consiguiente, de provisión de bienestar, debido a severos recortes de planta fiscal y administrativa.
La desregulación y la flexibilización laboral exigidas por el ajuste han influido de manera decisiva en la ampliación de la informalidad laboral, la desprotección y el rebusque generalizado, una condición común al grueso de los pobladores de los barrios informales, que también ha tenido como efecto colateral la imposibilidad de acceder a crédito para vivienda, a las ventajas de protección social de calidad y a los programas de bienestar, educación y acceso a vivienda que ofrecen las cajas de compensación familiar a sus trabajadores formales afiliados.
En efecto, la combinación de la privatización de las empresas de servicios públicos —aseo, basuras, energía y gas—, la privatización de la salud y la educación, la entrega de las curadurías urbanas35 y la flexibilización laboral y consecuente informalización económica han conspirado en conjunto para elevar de manera espectacular el aumento de la pobreza y, en correspondencia, las dinámicas de auto-producción del hábitat36 (Ahumada, 1996, 2000; Bienefield, 1997; Stiglitz, 2003).
La dupla pobreza e informalidad laboral ha adquirido dimensiones dramáticas, lo que ha hecho cada vez más difícil de abordar y solucionar el acceso a la vivienda en las grandes ciudades. Al no contar con empleo e ingresos seguros y estables, el acceso a crédito para vivienda es, por decir lo menos, imposible.
La provisión de VIS se ha tratado de “solucionar” en la mayoría de las ciudades del Sur a través de subsidios estatales para la compra de vivienda, sin atacar el problema central de déficit generalizado de vivienda para las poblaciones con menor poder adquisitivo, negocio que resulta poco atractivo para la empresa privada por los bajos márgenes de beneficios económicos. Por esta razón, la entrega a los privados de programas de acceso a vivienda digna ha probado ser poco atractiva para los promotores privados.37
Adicionalmente, la privatización de las empresas encargadas de la provisión de servicios básicos ha elevado sus tarifas, debido a la implementación de modelos basados en el mercado, que son a menudo sesgados por nepotismos y favoritismos, así como son objeto de un débil control gubernamental en cuanto al seguimiento de su gestión, prácticas y cumplimiento de los contratos de privatización; un ejemplo lamentable es Electricaribe.
Adicionalmente, la privatización y transferencia de funciones de planeación urbana ha generado impactos negativos sobre el cumplimiento de las normas urbanísticas, como veremos con respecto al papel de las curadurías urbanas en el otorgamiento de licencias irregulares en predios afectados por la Reserva Bosque Oriental de Bogotá en el capítulo dedicado al análisis de la acción popular en contra de la delimitación de la franja de adecuación de la Reserva.
En suma, el giro en las lógicas de actuación de la gubernamentalidad en los países del Sur, en las últimas décadas, ha propiciado el crecimiento de la pobreza y la emergencia de conflictos ambientales; asimismo, ha impuesto enormes retos a la realización de acuerdos, lo que ha constituido este accionar y sus lógicas en fuente permanente y creciente de conflictos.
Los proyectos nacionales han ido cediendo sus espacios a los proyectos globales, que ahora deben ser rentables; aquí, temas como la salud, el empleo, la educación y la administración de la universidad pública, así como la definición de prioridades y la financiación de la investigación, cobran enorme relevancia. En adelante, el conocimiento solo será valorado en función de su utilidad para los procesos económicos globales y su rentabilidad, los cálculos costo-beneficio, los intereses de los inversores y los mercados en expansión, etc.; temas como la responsabilidad social, la función social de la educación y del Gobierno en la provisión de bienestar han terminado por desdibujarse (Porto-Gonçalves, 2006).
El nivel meso: la gubernamentalidad como dispositivo de poder territorial
Esta sección se concentra en presentar los conceptos de gubernamentalidad y biopolítica vistos como dispositivos de poder que buscan, mediante distintas tecnologías y saberes, regular el acceso a recursos del territorio desde una cierta intencionalidad o racionalidad. Vale la pena anotar que el territorio es consecuencia histórica del balance del acumulado de las relaciones de poder: “Los hombres, a partir de sus hábitos y costumbres particulares son quienes entablan vínculos permanentes con las riquezas y los recursos del territorio” (Castro-Gómez, 2010, p. 59).
Desde la dimensión de las prácticas institucionales, la literatura especializada en conflictos intratables ha identificado el papel determinante que desempeñan los mecanismos de gobierno sobre la regulación de la apropiación, el acceso, el control y la distribución de los recursos naturales en los territorios bajo su jurisdicción. La gubernamentalidad, a través de sus mecanismos de seguridad, provee bienestar y legitima los distintos niveles de acceso a ellos entre los pobladores del territorio (biopolítica). Como tecnología de gobierno, desempeña un papel clave en los conflictos ambientales al regular el acceso de la población a los recursos o restringirlo, y construir regularidades que bien pueden prevenirlos, transformarlos o, por el contrario, producirlos y complejizarlos.
El caso de la informalidad urbana como conflicto por uso del suelo es recurrente en los países del Sur, hecho que se ha extendido por sus proverbiales características de pobreza, inequidad y segregación socioespacial, por lo cual es previsible que se mantenga y permanezca irresuelto en el tiempo sin transformarse.
Por otra parte, las fallas y fragmentaciones de los dispositivos de poder cumplen una función importante en los conflictos, en virtud de su heterogeneidad o del enfrentamiento entre las lógicas inherentes a sus objetivos. Por ejemplo, los dispositivos de seguridad buscan proveer de un mínimo de bienestar a la población: techo, alimentos, empleo, etc., mientras que la lógica neoliberal establece otras lógicas de provisión de bienestar por la vía de subsidios focalizados y el mercado, lo que puede generar conflictos.
Los estudios sobre intratabilidad de la escuela norteamericana han reseñado cómo la contradicción presente en un conflicto es a menudo aprovechada por los actores menos poderosos para poner sobre la arena de debate temas de mayor relevancia (high stake distributional issues) (Lewicki et al., 2003). Es decir, involucran elementos estructurales, como, por ejemplo, exigir un cambio en la lógica u orientación de los dispositivos de poder en los que, por lo general, el costo del arreglo es mayor al de mantenerse en la disputa, lo que incide en el aumento de su duración y ocasiona que los intentos de transformación no tengan éxito. Es claro que los dilemas presentes en las contradicciones —especialmente en las formas de resolverlas— fijan precedentes, como es el caso de las sentencias de las cortes constitucionales y los fallos del Consejo de Estado, que surgen precisamente de conflictos, movimientos, resistencias y acciones colectivas que buscan el cambio social.
El nivel meso de análisis tiene que ver, específicamente, con el examen de las maneras como las prácticas de la gubernamentalidad, a través de ciertos saberes y dispositivos —jurídicos, disciplinarios o de seguridad—, han intervenido a la población y el territorio de Bogotá mediante unas estrategias (iniciativas, normas, procedimientos, planes, políticas y programas) que, por una parte, buscan regular no solo la ocupación del suelo urbano, sino también los procesos de normalización de los barrios informales y la consecuente provisión de recursos claves para la supervivencia (educación, salud, infraestructura de servicios, transporte, equipamientos, etc.) desde una clara perspectiva biopolítica, pero, por otra parte, también han generado una compleja gama de contradicciones, que se evidencian en los patrones de ocupación y configuración no planificada del territorio de la ciudad y el conjunto de dinámicas problemáticas que han emergido alrededor de la gestión del suelo desde la aclimatación38 de instrumentos de ordenamiento a comienzos del siglo XX, como, por ejemplo, el city planning, producto del urbanismo como saber hegemónico.
Las intervenciones urbanísticas puestas en marcha a lo largo de los siglos XX y XXI en Bogotá se han dirigido a normar y regular la ocupación del territorio, el crecimiento de la ciudad y el acceso al suelo, mediante la incorporación de categorías como, por ejemplo, de suelo urbano, suelo rural y conservación; sin embargo, han ido construyendo un habitus que mantiene y reproduce sus propias características duales (formal-informal), el cual, a pesar de algunos logros, es funcional al sistema socioeconómico extractivo, excluyente, segregacionista, depredador de la naturaleza, corrupto y clientelista colombiano; las sinergias entre estas lógicas de actuación de la gubernamentalidad y las dinámicas sociales han conspirado para generar fuertes presiones sobre la expansión urbana no planificada (Aprile, 1992; Aunta-Peña, 2009; Pécaut, 2001; Torres-Tovar, 2005, 2007).
A continuación, se profundizará en la noción de gubernamentalidad como tecnología de poder y en el papel que desempeña, ya sea para prevenir el conflicto, transformarlo o elevar los rasgos de intratabilidad al involucrar, a través de sus dispositivos jurídicos y de seguridad, nuevos actores, normas, competencias y funciones.
La intratabilidad y las prácticas de la gubernamentalidad
La noción de gubernamentalidad formulada por Michel Foucault fue definida y redefinida durante sus clases dictadas en el Collège de France entre 1978 y 1979.39 Según este autor, este concepto remite al
conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las tácticas que permiten ejercer esta forma tan específica, tan compleja, de poder, que tiene como meta principal la población, como forma primordial de saber, la economía política y como instrumento técnico esencial, los dispositivos de seguridad. (Foucault, 1999, p. 195, citado por Castro-Gómez, 2010, p. 61)
Como tecnología de poder, la gubernamentalidad emergió en Europa entre los siglos XVII y XVIII, fruto de la transformación de las concepciones sobre cómo gobernar el territorio: los preceptos, las percepciones, los fines, los objetos y los actores de gobierno necesarios para producir riqueza. Responde a las preguntas: ¿por qué medios?, ¿a quiénes? y, principalmente, ¿para qué gobernar? (Castro-Gómez, 2010; Foucault, 1989, 2006). De acuerdo con Quijano (2000), la gubernamentalidad actúa como dispositivo del capitalismo y la colonialidad, funcional a la idea de gobierno y a la razón de Estado, la ratio guvernatoria, que atraviesa la tríada colonialidad-capitalismomodernidad, en la medida en que los cambios en la racionalidad de gobierno y de creación de riqueza para el Estado sentaron las bases y condiciones de posibilidad para la acumulación y la producción capitalista moderna basada en la colonialidad.
El Estado como “peripecia” de la gubernamentalidad debe, desde una lógica de Estado, soberana, liberal o neoliberal, regular las relaciones entre la población y los recursos del territorio, por lo cual, mediante sus mecanismos jurídicos, policivos, disciplinarios y de seguridad, conforma unidades administrativas de gobierno, fija límites, regula la entrada y la salida de personas, bienes y recursos, impone normas de comercio y control social y aplica sanciones y penas, entre otras funciones dirigidas a la utilización óptima de los recursos y el mantenimiento y mejoramiento de las riquezas de la nación. Desde su lógica, se debe propender por un uso “eficiente” de todos los recursos.
La población y los recursos, desde la lógica de la razón de Estado, deben ser utilizados como “una máquina” para producir riquezas, mercancías, bienes e incluso un tipo particular de sujetos: sanos, calificados y dóciles. No obstante, ella no actúa de la misma manera en el grueso de las sociedades. En las sociedades poscoloniales los aparatos estatales cuentan con fuertes limitaciones para actuar eficazmente bajo estos principios. Sus dispositivos de poder entrelazan distintas lógicas que, por estar enraizadas en un origen colonial, incorporan en sus dispositivos de gobierno tecnologías soberanas y pastorales que privilegian el control del territorio, con el fin de extraer recursos, apropiarse de los bienes, riquezas y, eventualmente, la vida de los sujetos, así como también lógicas de Estado, liberales y neoliberales (Castro-Gómez, 2010; Acemoglu y Robinson, 2012).
Estos acoplamientos en las lógicas de los dispositivos de gobierno en el Sur han conformado un habitus cimentado no solo en un escaso respeto por la vida de los “lugareños, locales o nativos”, sino también en la imposición de saberes, disciplinas y lógicas que propician la emergencia de conflictos. Como anotaba Azar, la mayoría de los Estados donde se manifiestan los conflictos intratables tienden a caracterizarse “por su incompetencia, parroquial fragilidad, gobierno autoritario e incapacidad de satisfacer las necesidades básicas de sus ciudadanos”, a lo que se adiciona el uso de métodos represivos para manejar el conflicto, la poca capacidad del sistema político, la ausencia de participación y la tradición burocrática, centralizada y jerárquica, heredada de las administraciones coloniales (Azar, 1990, p. 10).
Por otra parte, Putnam y Wondolleck, en relación con los conflictos ambientales intratables, señalan que las instituciones de gobierno tienden a emprender luchas de poder entre ellas que complican la situación, el paso del tiempo hace que se unan al conflicto gran número de partes involucradas que adhieren nuevas disputas de distintas dimensiones y magnitudes a las iniciales. Otro rasgo que identificaron fue la presencia de numerosos instrumentos, protocolos y procedimientos para tratarlos, los cuales, por lo general, son confusos, burocráticos y discrecionales, así que terminan por hacer la situación aún más compleja porque generan caos y desconocimiento (Putnam y Wondolleck, 2003, p. 49).
A lo anterior hay que añadir que estas características de debilidad de los mecanismos jurídicos, policivos y de seguridad, y la descoordinación e incapacidad de comando y control empeoran en los bordes y periferias, lugares que brindan a distintos agentes la oportunidad de acceder a varios tipos de recursos, en particular a recursos naturales, dado que la presencia y las intervenciones de los mecanismos de policía de la gubernamentalidad son casi inexistentes.
La intratabilidad, el territorio y los bordes
La discusión académica en torno al territorio es bastante larga y compleja y se ha abordado desde distintas disciplinas. Para la geografía, el concepto de territorio está asociado a otro con quizás igual o mayor complejidad: el de espacio (Mançano, 2009). La biología y la ecología lo han relacionado con el concepto de hábitat, el cual es muy útil para el análisis del nivel micro en el caso de estudio: San Isidro Patios.40
En este sentido, las aproximaciones desde la antropología y la etnografía se concentran en describir y delimitar en un espacio las interrelaciones e interacciones de grupos sociales particulares. De acuerdo con Schneider (2009, pp. 69-73), son tres los principales paradigmas elucubrados en torno a la noción de territorio.
El primero, de origen marxista, define el territorio a partir de la interacción humana/espacial, los espacios son creados por las formas de uso; son, por lo tanto, construidos, transformados, delimitados, apropiados y, en consecuencia, dominados. Esta perspectiva enfatiza el papel que cumple la producción capitalista y la asignación para la producción de las personas y recursos en la configuración territorial. En este mismo sentido, para Lefebvre el territorio “es la materialización de la existencia humana” (Lefebvre, 1991, p. 102).
El origen de esta noción de territorio se traza hasta la ideología alemana, que nos habla de “otra naturaleza”, la naturaleza construida por el hombre, antropomorfizada, de acuerdo con los planes concebidos para ella en función del papel que le ha asignado el hombre en los procesos de producción y reproducción (Haesbaert, 2004, 2011). El espacio se agencia-gestiona para devenir territorio, es producido por el hombre y es resultado de las relaciones de poder; esta perspectiva es la raíz de la noción de gubernamentalidad de Foucault, presentada en la sección anterior, que evidencia las claras conexiones entre dicha noción y las de territorio y borde.
El segundo paradigma, que emergió de las ciencias sociales, en particular de la fenomenología y la ontología, se concentra en los componentes, los recursos inmateriales del territorio, la dimensión cultural y simbólica de los espacios, las configuraciones sociales situadas en un lugar determinado, la construcción de identidades, valores, afectos y pertenencias, pues “las relaciones producen el territorio, el territorio es punto de partida y de llegada, el espacio es anterior al territorio” (Raffestin, 1993, p. 144).
La identidad y la cultura cumplen un importante papel en las movilizaciones políticas, el territorio no es tan solo un espacio, sino una referencia cultural y de memoria; es el producto de la historia y, por ello, de reivindicaciones y luchas por la autonomía. Actualmente esta vertiente se ha asociado a los estudios posestructuralistas de crítica al desarrollo, a la ecología y la economía política y a los estudios poscoloniales, con claras relaciones con la teoría marxista y el concepto de alienación (Escobar, 2001; Serje, 2005; Shiva, 1991; Shiva y Bandyopadhyay, 1986).
El territorio no existe a priori de las prácticas de uso que los actores hacen del mismo, está constituido por redes translocales: es un “constructor estratégico” en el sentido que no es un modelo de la realidad sino un modelo de acción […]. Estas relaciones y estas reglas de uso no son expresiones de lógicas y principios abstractos, sino productos de prácticas sociales “históricas”, o sea producidas, reproducidas y resignificadas en el curso de los procesos de interacción social. (Gatti, 2007, p. 5)
El territorio está siendo constantemente adaptado, es colmado de símbolos sociales y significados culturales, en concordancia con la historia e identidad de cada pueblo o grupo social. Los territorios tienen agentes y actores sociales diversos, cada uno con diferentes intereses, necesidades y formas de actuar; siendo entonces escenarios políticos donde el poder se disputa constantemente. (Ramírez, 2009)
Se trató de incorporar esta perspectiva al análisis del estudio de caso en el nivel micro, con el fin de identificar cómo los agenciamientos para autoproducir el hábitat, unidos a un cierto habitus bogotano, han conspirado para mantener ciertos rasgos de intratabilidad, en la medida en que las dinámicas de urbanización ilegal en Bogotá no solo son consuetudinarias y se mantienen en virtud de sus beneficios políticos y económicos, sino que también articulan las tácticas y estrategias utilizadas por los actores involucrados según su poder.
El tercer paradigma citado por Schneider (2009) emerge desde los estudios económicos, de planeación y de la geografía del desarrollo, aquí el concepto se asocia a la intervención administrativa del territorio y la aplicación de instrumentos procedimentales y normativos con un fin u otro, o determinada lógica de actuación. Ya sea biopolítico, de “desarrollo urbano” o de cumplimiento de unas u otras funciones estratégicas. En este paradigma se involucra el concepto de región, que proviene de la palabra regir: ‘gobernar’.
Desde la geografía, este paradigma y el concepto de región se han asociado a las características geomorfológicas, climáticas o culturales comunes a un espacio, y a las técnicas e instrumentos concebidos para optimizar su “gestión”, de acuerdo con unos objetivos muy ligados a la escuela francesa de administración, aquí entran los trabajos de Perroux y los conceptos de regionalismo y nuevo regionalismo de Lovering (1999) (véase Piazzini y Herrera, 2006).