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CAPÍTULO II

Desarrollismo

Del mundo agrícola al lumpenproletariado urbano

Como afirma Ramón Tamames, «La intensificación del pro­ceso de industrialización durante el periodo 1951-60 movió en términos netos a un millón de personas, desde las dos Mesetas, Extremadura y Andalucía, a los suburbios de Madrid y de las ciudades industriales de Vascongadas y de Cataluña. Esa vasta emigración agudizó el problema de la vivienda hasta límites casi irresistibles»[1]. Estas palabras tienen gran importancia en el estudio presente, puesto que el macarrismo boyante de los setenta y ochenta se nutría de estos inmigrantes llegados a las ciudades desde el mundo rural. De hecho, una migración semejante protagonizada por la población negra en Estados Unidos con la mecanización de la agricultura del sur fue la base del surgimiento de la cultura pandillera en guetos afroamericanos de las grandes urbes de Estados Unidos[2]. En el caso de España, el hecho de que muchas de estas personas ni siquiera ocupasen viviendas dignas sirvió de base a toda una subcultura de la marginalidad, la delincuencia y el pillaje. El fenómeno del chabolismo y la proliferación de infraviviendas en las afueras de grandes ciudades españolas fue el caldo de cultivo propicio para el estallido de toda una cultura criminal en la que el pandillero y el macarra cobraron mucha notoriedad.

Este desarrollo industrial y económico español creció con el Plan de Estabilización de 1959, que buscó estabilizar y liberalizar la economía española y acabó con la autarquía franquista que lo había precedido, en la que el país se había visto obligado a autoabastecerse por el aislamiento internacional en el que se veía inmerso. Aparte de un crecimiento económico, esta liberalización trajo consigo un mayor flujo de influencias culturales externas, algo que también contribuyó a conformar la identidad del macarra como híbrido entre lo local y lo anglosajón. La música, el cine y el turismo introdujeron en España elementos que pasarían a ser adoptados por el macarra español. Digamos que la nueva infraestructura económica sirvió de base a nuevas formas de expresión cultural, gustos y valores. España se incorporaba al zeitgeist occidental de la mano de una expansión económica, que procuró una mayor libertad y hedonismo a la población. A la altura de 1975 el 40 por 100 de la fuerza de trabajo española trabajaba en el sector servicios (gracias al boom del turismo), un 38 por 100 se dedicaba a la industria y un 22 por 100 a la agricultura[3].

Como ya he señalado, estas transformaciones propiciaron migraciones a la gran ciudad: muchos jóvenes macarras fueron hijos de campesinos o incluso ellos mismos habrían nacido en entornos rurales, trasladándose desde el campo a la ciudad en los años de su infancia. Y no solo se da un éxodo rural hasta la ciudad, sino que las propias urbes crecieron hasta absorber pequeñas comunidades y pedanías cercanas, que, en muchos casos, se convirtieron en barrios de la propia ciudad. Se trata de un fenómeno que tuvo lugar en ciudades como Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia. En Madrid tendríamos ejemplos paradigmáticos como los antiguos pueblos de Vallecas, Canillejas o Barajas; en Barcelona, Sant Andreu, La Mina Vieja u Hospitalet de Llobregat; y en Valencia, Burjasot o Benimaclet junto con muchas otras comunidades antes ajenas a la ciudad. La lista de poblaciones así incorporadas sería interminable. El macarra original era, en gran parte de los casos, una persona de pueblo que había hallado en la ciudad un nuevo hábitat en el que operar; un escenario en el que, al contrario del campo, proliferaban la delincuencia y las patologías mentales. Es significativo, en este sentido, el término empleado en Valencia para hacer referencia al macarra intersecular: el garrulo. Esta sería, de acuerdo con la definición oficial, una persona «rústica, zafia»[4]. Algunos de estos sujetos, por otra parte, vivían hacinados, factor que propiciaba la existencia de costumbres como el incesto[5]. De hecho, existen casos de vecinos de barrios urbanos creados durante el desarrollismo que nacieron fruto del incesto, ya fuese de relaciones entre padres e hijas o hermanos y hermanas[6]. El macarra, como el paleto, pues, estaba muy vinculado a la brutalidad y la violencia. Muchos macarras originales eran, básicamente, pueblerinos transferidos a barrios de extrarradio.

La ciudadanía española, bajo estas nuevas circunstancias sociales y económicas, más globales y menos tradicionalistas, fue adaptándose a una cosmovisión no religiosa y más propicia al consumo, el placer y el estatus. No obstante, al vivir bajo una dictadura, los jóvenes siguieron muy politizados hasta los años posteriores a la Transición. De hecho, tenemos casos de pandilleros que llegaron a ser miembros de grupos como las Juventudes Comunistas u organizaciones por el estilo. Contamos, por ejemplo, con el caso de Los Bichos de Entrevías, una pandilla vallecana de los años setenta, uno de cuyos miembros fue encarcelado tras ser identificado gracias a unas cámaras de televisión en unas revueltas callejeras iniciadas durante una visita de Fraga al barrio en 1979. Dicho lo cual, con la estabilización del proceso de Transición, la politización de estos grupos –como la de muchos otros jóvenes de la época– cesó casi por completo. A falta de un enemigo autoritario, la dimensión polí­tica perdió protagonismo.

Hacer del pandillero un sujeto político fue uno de las aspiraciones más acuciantes de la izquierda revolucionaria de los años sesenta, al menos en Estados Unidos. En dicho país grupos como los Panteras Negras absorbieron a jóvenes descontentos de los guetos negros. Una de las funciones primordiales de los Panteras Negras, de hecho, consistía en reclutar miembros del lumpenproletariado para llevar a cabo la lucha política. Un caso muy relevante fue el de Bunchy Carter, que pasó de ser líder de los Slausons –una de las pandillas más prominentes de South Central, en Los Ángeles– a dirigir el capítulo de los Panteras Negras en Los Ángeles. Carter no solo era un Slauson sino que formaba parte de un grupo interno más duro conocido como los Slauson Renegades. Sus actividades en los barrios de Los Ángeles le dotaron de un llamativo sobrenombre: el alcalde del gueto. Fue asesinado en enero de 1969 por miembros de US, otro grupo afrocentrista hostil a los Panteras Negras. Como dije en otra parte, la cosa consistía en: «Otorgar al elemento lumpen una conciencia de clase y hacer uso de sus impulsos violentos para la lucha política. De hecho, este era el mismo fin con que Lenin concebía a las masas obreras: las tropas con las que había de tomar el gobierno por asalto»[7]. En el caso de las varias revoluciones francesas de los siglos XVIII y XIX, por ejemplo, los agentes revolucionarios o primeras vanguardias de ataque frente al poder eran jóvenes de muy baja extracción social, muchos de los cuales eran sacrificados a la causa nacional o del pueblo. Por otro lado, en un pequeño ensayo de Sol Yurick, autor de la novela Los Warriors, agregado a modo de epílogo a la edición de la novela de 2003, habla de los pandilleros con los que trató en los años sesenta como aquellos cuyas únicas opciones vitales consistían en «luchar políticamente o convertirse en un maleante».

Hay que decir que estos pandilleros en España, en muchos casos, eran de derechas, encajando en la definición marxiana del lumpenproletariado como un estrato social bajo sin conciencia de clase que favorece los intereses de la clase dirigente. Dos casos microhistóricos que nos valdrían para analizar la inclinación política de unos y otros pandilleros serían los de Santi el Loco, de Entrevías (Vallecas), líder de los Bichos que pasó por el activismo de izquierdas, y el boxeador Dum Dum Pacheco, integrante de la célebre pandilla de los Ojos Negros y admirador de Franco. Por un lado, Santi era hijo de inmigrantes llegados a Vallecas desde el sur rural, donde habían sido tratados hostilmente por las autoridades franquistas y desposeídos de sus medios de vida. A causa de ello tuvieron que abandonar sus respectivos hogares para poblar el sur de la capital e iniciar una nueva vida (desdeñados también en su nuevo hogar por los representantes del régimen, que conocían sus orígenes). En cambio, en el caso de Dum Dum, su madre era de Collado Mediano y su padre de Parla, dos pueblos madrileños. La familia vivía en una infravivienda en el barrio de Imperial (distrito de Arganzuela) que fue derruida con la construcción del Estadio Vicente Calderón a mediados de los sesenta. No obstante, y a pesar de ello, el régimen franquista proveyó a los Pacheco de una vivienda mejor en el cercano barrio de Carabanchel. Como es natural, la percepción de ambas familias –la de Santi y la de Dum Dum– con respecto a la figura del cau­dillo son diametralmente opuestas. En ambos casos sus experiencias de primera mano contribuyeron a moldear su visión política de la realidad española de la época. Visto el caso de los Pacheco, no es extraño que Dum Dum contase con el dictador Francisco Franco entre sus ídolos; tampoco es de extrañar que Santi el Loco se vinculase a los Hijos del Agobio, movimiento antifranquista vallecano. Dum Dum Pacheco carecía de una conciencia de clase y apoyaba a aquellos que –visto desde la izquierda– habrían de ser sus opresores. Pero, a juicio del boxeador, los estamentos franquistas resultaron ser benefactores al proporcionar a su familia una vivienda con agua corriente, electricidad y otras comodidades de las que antes carecía. La conciencia de clase se construye, en muchos casos, a través de experiencias personales, no de lecturas, ideologías o discursos. De hecho, la conciencia de clase de las elites económicas, tan robusta como es, se sustenta, ante todo, en los reducidos números de aquellos que conforman sus filas. La solidaridad es mucho más fácilmente sostenible entre aquellos pocos que gozan de unos grandes privilegios materiales, que entre una masa ingente de personas sin ninguna relación entre sí que representan la base de la pirámide económica. Las elites económicas se conocen, establecen relaciones comerciales y vínculos familiares y filiales, al tiempo que se hacen favores unos a otros. Todo ello para no perder su posición privilegiada en el organigrama social.

Con todo, la actividad política sí tocó a muchos personajes callejeros. Los pandilleros politizados florecían en barrios como Vallecas, cuya población provenía de zonas «rojas». Como cuenta Juanjo García Espartero, quien fundó los ya mencionados Hijos del Agobio en 1977: en las «tres calles de casas bajas que conformaban su barrio» de Palomeras Bajas, en Vallecas, el «80 por 100 de los jóvenes militaba en algún partido –el MC, la ORT, el PCE…– y cuando se producía una detención todos se movilizaban». La política fue la tabla de salvación de mucha gente, pues, como dice Espartero: «Donde yo vivía, el que no estaba en política era delincuente». Los Hijos del Agobio contaron como centro neurálgico con un bar de copas abierto por Espartero, quien también fundó el legendario pub vallecano Hebe, junto con dos de sus hermanos en 1979 (la sala cerró en 2018). Organizaban conciertos y charlas contra la droga al tiempo que trataban de integrar a ex convictos en el barrio ofreciéndoles trabajo como camareros en su bar. Según Espartero: «Esta era nuestra principal preocupación. Los chavales de 16 a 18 años caían como moscas en la heroína. En el año 73 el consumo de drogas en Vallecas había empezado de firme, cuando en el resto de Madrid no se sabía ni qué era la cocaína. Era mucho más terrible que ahora. En las charlas nosotros no aconsejábamos no consumir drogas, pero advertíamos contra la heroína porque sabíamos que con ella estábamos perdidos». «Tocábamos temas que las organizaciones políticas ni siquiera mencionaban, como la drogadicción y la delincuencia, todo ello combinado con una lucha por mejorar las condiciones de vida en el distrito y por ofrecer alternativas culturales y de trabajo a los jóvenes.» A pesar de sus esfuerzos, este tipo de movimientos no permanecieron en el tiempo. Algunos de los Hijos del Agobio cayeron en la drogadicción con la epidemia de la heroína y otros degustaron los placeres del pequeño burgués, formando familias y abandonando la lucha política[8].

En otro orden de cosas, el turismo fue otra área que trajo consigo nuevas influencias, poniendo a los habitantes locales en sintonía con nuevos paradigmas y gustos culturales. Pero no solo eso, también dio trabajo a algunos de los macarras más duros de los barrios de extrarradio de las grandes ciudades. El taxista Peseto Loco me contó una curiosísima historia: «Yo he vivido en el poblado de Canillas [al noreste de Madrid]. Mi padre se crio allí. En la época de mi padre [hacia finales de los años setenta] a la banda del barrio los contrató el ayuntamiento de Benidorm para que diesen palizas [durante] años a guiris que metían la pata en las discotecas. Y el jefe de la banda, Arturo [nombre falso], que estaba en busca y captura por haber tirado por un puente a una prostituta, se quedó de jefe de la Policía de Benidorm [u ocupando una posición elevada]. Por lo visto, el Arturo es que repartía estopa pero bien... y, por lo visto, fueron del ayuntamiento de Benidorm a hablar con él para que se dedicase a “patrullar” con sus amigos por la zona del [barrio de] Rincón de Loix, en Benidorm, dando vueltas para calentar a los guiris que metían la pata... [le animaron a] que se buscase gente... entonces se llevó a su pandilla de Canillas y se pasaban allí los veranos “contratados” dando palizas a los guiris que iban pegando a gente... Esto es verídico, ¿eh? Es muy fuerte. Arturo se fugó de Madrid y se escondió en Benidorm, donde empezó de portero en la discoteca del Hotel Delfín. Se dice que al Arturo le limpiaron los antecedentes para que pudiera ser madero en Benidorm, y [para acabar siendo] el jefe de policía, encima... Y es que no eran cuatro porros o cuatro mierdas [lo que tenía a cuestas]... es que tiró a una prostituta por un puente y estaba en busca y captura y se lo limpiaron todo para que entrase de madero... Pero querían un madero que repartiese estopa. [Antes de eso] trabajaba de chulo de putas aquí en Madrid[9]. No sé qué más cosas haría, yo te cuento cosas que me ha contado mi padre, [y también] su primo que era mi vecino y muy amigo mío, también su hermano. Pero tiene que haber hecho de todo... yo le conocí de pequeño, de vacaciones con mis padres nos lo encontramos y nos fuimos a tomar algo con él. Él ya hizo vida allí y se quedó en Benidorm toda su vida. Es una leyenda... el Arturo. Fue a Benidorm como delincuente y se ha jubilado allí tranquilamente, siendo policía. El amigo más amigo de mi padre se declara a sí mismo como fan de Arturo. Era un poco más mayor que ellos, en una época en la que [dominaban] las pandillas del poblado de Canillas y la U.V.A de Hortaleza, y los pequeños a los mayores los tenían idealizados. A su hermano me lo presentó mi padre y su amigo, y me dijeron: “Mira, este es el hermano del Arturo...”. Como si no tuviese nombre... era “el hermano del Arturo”... su nombre daba igual.» «El primo de Arturo era vecino mío y vino de testigo al juicio de mi divorcio y, desde entonces, entablamos mucha amistad. Era una familia muy valiente. Yo he visto al primo de Arturo enfrentarse con camellos de 20 años siendo ya un abuelo y dispuesto a pegarse con ellos y achantarlos, ¿eh? Yo sé una anécdota en la que estuvo mi padre que me la ha contado muchas veces cagado de risa acordándose del Arturo y hablando sobre sus dotes para liderar... Por lo visto estaban en las fiestas del Parque de Berlín y se liaron a hostias los de Canillas con otra banda de no sé dónde, con tan mala suerte que el Arturo estaba en la noria con una piva y cuando empezó la pelea (multitudinaria) estaba arriba parado sin poder bajar... mi padre dice que él desde arriba mandaba... y que, como a los [de la otra banda] ya les cascaron, él desde arriba vio venir a los policías y que los señaló y que se le veía impotente, como loco de no poder estar ahí abajo pero señaló a los policías y les dijo a los suyos: “¡Por allí vienen los policías! ¡A por ellos!”. Y los de canillas, sin pensarlo, obedecieron todos y fostiaron también a los policías. Por lo visto dejaron la feria como un solar...». Vemos, pues, cómo la industria turística pudo también beneficiar al macarra. Y, aunque el testimonio de Peseto Loco nos pueda parecer inverosímil, historias similares son relatadas por personas diversas, sin relación entre sí. El director de cine Juan Vicente Córdoba me contó una historia similar sobre un tipo que trabajaba en una feria: «Nos empezó a contar su vida [al actor Daniel Guzmán y a mí]. ¿Vale? Y el tío a lo mejor se daba el pingo, y tal, pero decía: “¡Yo he matado como a diez o doce tíos! Y nadie se ha enterado nunca de nada”. “A mí me mandaba la policía a pegar palizas.” Yo me lo creía. Este tenía un tren de la bruja». Y no son estos dos testimonios los únicos que he oído sobre una relación laboral entre macarras y la policía. Además, existen otro tipo de vínculos entre policías y delincuentes. Aparte de la relación entre la policía y delincuentes informantes, están los hijos o familiares de policías, quienes, como he podido descubrir por medio de mis entrevistas, muchas veces son delincuentes o tienen vínculos con la delincuencia. Esto no ha de resultar extraño. Un policía es alguien que, como los delincuentes, vive peligrosamente. Además, tiene pistola y puede sacar a su hijo de más de un lío a través de sus contactos profesionales. No es de extrañar que el hijo de alguien atraído por el peligro lleve un estilo de vida semejante o que, si un chico se siente impune ante la ley, tienda a transgredir las normas.

Otro factor decisivo para la expansión de una cultura macarra durante los años setenta fueron la crisis del petróleo de 1973 y la posterior reconversión industrial –ya en los ochenta–, que supuso el desmantelamiento de mucha de la industria pesada nacional y dejó a innumerables jóvenes en el paro. Si de 1960 hasta 1973 la tasa de crecimiento de España fue de 7,5 por 100, la cifra más elevada de Europa y la segunda del mundo tras Japón[10], la situación cambió para mal con esta crisis originada en el exterior. El crecimiento del país se truncó. Como me han co­mentado varios entrevistados, los macarras previos a los años ochenta, generalmente, tenían oficios; uno era pescadero, otro churrero, había fontaneros. De hecho, en 1975, año de la muerte de Franco, la tasa de desempleo en España era del 3,7 por 100, una cifra debida, en parte, al hecho de que la mujer no se había incorporado plenamente al mundo laboral y gran parte de la fuerza de trabajo autóctona había migrado hasta países como Suiza, Alemania o Francia en años anteriores. No obstan­te, tras la crisis del petróleo, la reconversión industrial y el regreso de muchos trabajadores anteriormente emigrados, muchos jóvenes se quedaron sin trabajo, huérfanos de sentido y abocados a los márgenes sociales. Es un hecho que desde 1980 la cifra de parados en España no ha descendido jamás de los dos millones[11]. Y hablamos de un escenario que empeo­ró con la llegada de la heroína en ese mismo periodo, minando a una ju­ventud que, en muchos casos, recurría a la delincuencia para pro­veer­se de su dosis diaria de caballo. Como dice el Mark Renton, protagonista de la película (y novela) Trainspotting (1996): «Yo elegí no elegir la vida, yo elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?». La vida callejera puede ser muy aburrida y el caballo aporta bienestar y sentido, al menos en las primeras fases de adicción. Posteriormente, se torna un artículo de primera necesidad.

En este momento histórico fue cuando muchos macarras acabaron por mutar en yonquis, es decir, personas que para la población general habían perdido todo sentido de dignidad personal para reducir su existencia a un solo propósito: consumir droga. El yonqui pasará, entonces, a ser un paria y servirá de aviso a macarras más jóvenes que, en su mayoría, no tendrán ya contacto con el caballo, al ser muy conscientes de las consecuencias de tales consumos. Pero dejemos la plaga de la heroína por ahora, volveremos a ella más adelante.

Como ya hemos visto, la identidad macarra será construida a partir de influencias diversas, algunas de las cuales llegarán del exterior. Lo cierto es que la liberalización de la economía iniciada con el Plan de Estabilización de 1959 tendrá consecuencias a la hora de moldear una nueva conciencia nacional en sintonía con el zeitgeist occidental. La modernización estructural del país conllevó una modernización cultural. Con el nuevo plan crecerá la renta nacional y habrá una mejor redistribución de la misma entre la población, al tiempo que la ciudadanía estará mejor formada y será más urbana.

Los estándares de vida mejoraron por entonces para todos y, a causa de ello, surgieron nuevas identidades, como puede ser no solo el macarra sino también el moderno o el hortera. El moderno sería aquel miembro de las clases medias que cuenta con sus necesidades básicas cubiertas y que, sobre esa base, inicia un gasto centrado exclusivamente en potenciar su identidad y resultar atractivo como individualidad tanto a sus propios ojos como a los ajenos. El hortera, por su parte, es aquel que, siendo de clase trabajadora, puede comenzar a gastar dinero en bienes de consumo con los que trata de equipararse a miembros de clases más elevadas, solo que su falta de compren­sión de los códigos estéticos de estas hace que desentone con respecto a ellas. Podríamos definir al hortera como un ingenuo con algo de dinero o, quizás, alguien que cuenta con ciertos recursos económicos pero que, culturalmente, carece de ellos. Lo hortera vendría a expresar un desnivel entre base económica y la expresividad cultural. El macarra intersecular, aunque pueda compartir rasgos identitarios tanto con modernos como con horteras, se distingue, principalmente, por vivir la calle, también por su chulería y su violencia.

Pero, no solo podían los españoles permitirse acceder a más recursos de todo tipo, sino que contaban, a su vez, con más tiempo de ocio. La hora semanal de trabajo declinó de 49 horas en 1964 a 44 en 1975. Ya podemos imaginar cómo afectó este incremento del ocio en la vida del macarra setentero, un individuo trabajador, como hemos visto. Por otro lado, la natalidad no solo fue en aumento, sino que la mortalidad infantil fue reducida de modo drástico. Si en 1930 dicha mortalidad era de 123,75 individuos por cada mil niños, en 1970 era de 28,12[12]. Esto supondría el incremento drástico de adeptos a la cultura macarra de años venideros. A su vez, la educación mejoró, algo que también representa un aspecto fundamental para la eclosión del macarra en los años sesenta y setenta. Una formación educativa básica –propia de la escuela primaria– es lo que distingue al macarra del quinqui o el analfabeto rural. En este sentido, también el boom de la construcción del tardofranquismo tuvo mucho que ver con las nuevas distinciones identitarias. Generalmente el quinqui era aquel que, sin ser gitano, habitaba una chabola, una casa baja o una infravivienda, mientras los macarras vivían en pisos –a menudo de grandes bloques– o, al menos, estaban más adecuadamente integrados en la vida urbana. Si el quinqui no pertenece del todo al mundo urbano, el macarra ya es, de hecho, un ciudadano pleno: aquel que es oriundo de la ciudad y que, por ello, es más civilizado en términos literales. Es un fenómeno 100 por 100 urbano, no así el quinqui, que cuando vive en grandes urbes, lo hace siempre en los márgenes, en barrios chabolistas y áreas que lindan con lo rural. Los grandes bloques construidos por el gobierno gracias a los Planes de Urgencia Social de finales de los años cincuenta, que trataban de acabar con el problema generalizado del chabolismo, fueron contenedores de macarras, su hábitat natural en años venideros.

Muchos especialistas hablaron de este fenómeno como el «chabolismo vertical». Parte de estas nuevas construcciones urbanas para los más desfavorecidos fueron las Unidades Vecinales de Absorción (las famosas de UVAs) y los Poblados Dirigidos. En Madrid destacaron los Poblados Dirigidos de Caño Roto y Canillas, y en muchas otras ciudades estaban los polígonos, como puede ser el nuevo Barrio de la Mina –cuyos edificios aparecen en Perros callejeros (1977)– o las Tres Mil Viviendas de Sevilla, dos proyectos urbanísticos iniciados a finales de los años sesenta que quedaron concluidos en la segunda mitad de la siguiente década.

Como vemos, hay toda una serie de transformaciones materiales que contribuyen a desencadenar una transformación psicosocial, propiciando mutaciones identitarias, entre las cuales está el surgimiento del macarra intersecular. Si el régimen no contaba con los profundos cambios culturales que el desarrollismo iba a traer consigo, estos de hecho tuvieron lugar. La influencia de la cultura de masas será uno de los elementos fundamentales en la construcción de la nueva identidad macarra. El cine y la música serán, junto con el turismo, vehículos principales que servirán de transmisor cultural y sustrato simbólico de nuestro objeto de estudio. En las páginas que siguen atenderemos a dos hitos cinematográficos –y en gran medida musicales– que nutrirían la autoimagen e identidad de los macarras interseculares españoles.

[1] Ramón Tamames, La República. La era de Franco, cit., p. 412.

[2] Iñaki Domínguez, Signo de los tiempos. Visionarios, locos y criminales del siglo XX, Santa Cruz de Tenerife, Melusina, 2018; James W. Clarke, The Lineaments of Wrath, New Brunswick y Londres, Transaction Publishers, 1998.

[3] Stanley G. Payne, The Franco Regime: 1936-1975, Madison, The University of Wisconsin Press, 1987, p. 483.

[4] Diccionario de la Lengua Española [https://dle.rae.es/garrulo?m= form].

[5] Kinsey refleja en una de sus obras cómo los abusos sexuales son mucho más comunes en «comunidades más pobres donde la población vive hacinada en bloques de viviendas»: Alfred C. Kinsey, Wardell B. Pomeroy, Clyde E. Martin y Paul H. Gebhard, Sexual Behaviour in the Human Female, Filadelfia, W. Saunders Company, 1953, p. 117.

[6] Comunicación personal de Juan Vicente Córdoba.

[7] Iñaki Domínguez, El signo de los tiempos, cit.

[8] Alex Niño, «La rebelión de aquellos hijos del agobio», El País, 20 de noviembre de 1995.

[9] Vemos cómo Arturo era un macarra en toda regla, un proxeneta, no como los macarras posteriores.

[10] Stanley G. Payne, The Franco Regime, cit., p. 478.

[11] Carmen Sánchez Silva, «Historia de un paro que no cesa», El País, 25 de noviembre de 2015.

[12] Stanley G. Payne, The Franco Regime, cit., pp. 484-486.

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