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Había veces en que Rebus habría jurado que olía el perfume de su esposa en la fría almohada. Era imposible. Tras veinte años de separación, ni siquiera había dormido o había apoyado la cabeza en la almohada. Otros perfumes, otras mujeres. Sabía que era una fantasía, pura imaginación. Lo que olía era su ausencia.

—¿En qué piensas? —dijo Siobhan cambiando de carril en un intento desesperado por avanzar todo lo posible en pleno atasco matutino.

—Estaba pensando en almohadas —contestó Rebus que sostenía entre las manos un vaso de café.

Siobhan había traído para los dos.

—Qué bonitos guantes —comentó Siobhan, y desde luego no era la primera vez—. Perfectos para esta época del año.

—Te advierto que puedo cambiar de chófer.

—¿Y quién te iba a traer el desayuno?

Siobhan pisó a fondo el acelerador en el momento en que el semáforo cambiaba de ámbar a rojo y Rebus sujetó el vaso a duras penas.

—¿Qué es lo que suena? —preguntó mirando el reproductor de compactos del coche.

—Fatboy Slim. Pensé que serviría para despertarte.

—¿Por qué le dice a Jimmy Boyle que no se vaya de Estados Unidos?

Siobhan sonrió.

—Debes de haberlo entendido mal. Si quieres pongo algo más suave. ¿Qué te parece Tempus?

—Adelante, ¿por qué no? —replicó Rebus.

La casa de Lee Herdman era un apartamento de un solo dormitorio encima de un bar en la calle principal de South Queensferry. El portal estaba al final de un sombrío pasadizo con un techo abovedado de piedra. Un agente de policía custodiaba la puerta principal y comprobaba el nombre de los vecinos en una lista que sujetaba en un portapapeles. Era Brendan Innes.

—¿Cuántos turnos le hacen trabajar? —preguntó Rebus.

—Termino dentro de una hora —contestó mirando el reloj.

—¿Alguna novedad?

—Solo gente que iba a su trabajo.

—¿Cuántas viviendas hay aparte de la de Herdman?

—Dos más. En una vive un profesor con su novia y en la otra un mecánico.

—¿Un profesor? —inquirió Siobhan.

Innes negó con la cabeza.

—No tiene nada que ver con Port Edgar. Da clases en una escuela de primaria. Su novia trabaja en una tienda.

Rebus sabía que habrían interrogado a los vecinos. Las notas estarían en alguna parte.

—¿Ha hablado con todos los vecinos? —preguntó.

—A medida que entraban y salían.

—¿Qué han dicho?

Innes se encogió de hombros.

—Lo de siempre: que era un hombre bastante tranquilo y que parecía buena persona.

—¿«Bastante» tranquilo, no tranquilo sin más?

Innes asintió.

—Por lo visto algunas noches el señor Herdman recibía a amigos hasta altas horas.

—¿Tantas como para irritar a los vecinos?

Innes volvió a encogerse de hombros y Rebus se volvió hacia Siobhan.

—¿Tenemos una lista de sus amistades? —preguntó.

Ella asintió.

—Aunque seguramente incompleta —apostilló.

—Querrán esto —dijo Innes tendiéndoles una llave.

Siobhan la cogió.

—¿Está muy revuelto el piso? —preguntó Rebus.

—Los que hicieron el registro sabían que no iba a volver —contestó Innes con una sonrisa, y después bajó la vista para apuntar sus nombres en la lista.

El portal era estrecho y en el buzón no había cartas. Subieron dos tramos de escalones de piedra hasta el primer descansillo, en el que había dos puertas; en el segundo había solo una sin identificación del inquilino. Siobhan abrió y entraron.

—Cuántas cerraduras —comentó Rebus observando los dos cerrojos interiores—. A Herdman le preocupaba la seguridad.

No era posible saber cómo estaba de desordenado el apartamento antes del registro de los hombres de Hogan. Rebus se abrió paso entre la ropa, los periódicos, los libros y los diversos objetos que llenaban el suelo. La vivienda era la antigua buhardilla de la casa y las habitaciones resultaban claustrofóbicas. Rebus tenía el techo a menos de medio metro de la cabeza. Las ventanas eran pequeñas y estaban sucias. Solo había un dormitorio: cama de matrimonio, armario y cómoda. En el suelo, un televisor portátil en blanco y negro y una botella de Bell’s vacía. La cocina tenía suelo de linóleo grasiento y la mesa plegable dejaba espacio justo para entrar. El estrecho cuarto de baño olía a humedad y los dos armarios del pasillo habían sido vaciados y reordenados a toda prisa por los hombres de Hogan. Solo quedaba el cuarto de estar, donde volvió Rebus.

—Acogedor, ¿no crees? —comentó Siobhan.

—En jerga de agencias de alquiler, sí —dijo Rebus cogiendo un par de compactos de Linkin Park y Sepultura—. Le gustaba el heavy metal —comentó volviéndolos a dejar.

—Y también los SAS —añadió Siobhan al tiempo que tendía unos libros a Rebus.

Eran historias del regimiento, libros sobre las guerras en los que había intervenido y relatos de supervivencia de sus comandos. Siobhan señaló con la cabeza un escritorio y Rebus vio lo que le señalaba: un álbum con más recortes. También eran de asuntos militares. Artículos enteros en los que se analizaba una aparente pauta: héroes de guerra norteamericanos que asesinaban a sus esposas. También había recortes sobre suicidios y desapariciones y uno titulado «Falta de espacio en el cementerio de los SAS», que llamó particularmente la atención de Rebus. Conocía a hombres que habían sido enterrados en una sección aparte del camposanto de la iglesia de Saint Martin, cerca del antiguo cuartel general del regimiento. Actualmente, se había trasladado el cementerio a Credenhill, cerca del nuevo cuartel. El artículo hablaba de la muerte de dos miembros de los SAS en «una operación de entrenamiento en Omán», lo que podía significar tanto un desastre como que hubieran sido asesinados durante una misión secreta.

Siobhan inspeccionó una bolsa de supermercado y Rebus oyó tintineo de botellas.

—Era un buen anfitrión —comentó ella.

—¿Vino o licores?

—Tequila y vino tinto.

—A juzgar por la botella vacía del dormitorio, a Herdman le iba el whisky.

—Por eso digo que era un buen anfitrión —replicó Siobhan, y sacó del bolsillo un papel que desdobló—. Aquí dice que los de la científica recogieron restos de porros y de algo que parecía cocaína. Se incautaron también del ordenador y cogieron unas fotos del vestidor.

—¿Qué clase de fotos?

—Armas. Un poco fetichista, parece, ¿no? Tener esa clase de fotos en la puerta del armario...

—¿Qué clase de armas?

—No lo dice.

—¿Cuál utilizó?

Siobhan consultó el informe.

—Una Brocock de aire comprimido. Para ser exactos, una Magnum ME38.

—O sea, como un revólver.

Siobhan asintió.

—Se puede comprar por algo más de cien libras. Accionada por cilindro de gas.

—¿La de Herdman estaba manipulada, verdad?

—Tenía la cámara revestida de acero para poder utilizar munición real del veintidós. Otra opción es brocar el cañón para adaptarlo al calibre treinta y ocho.

—¿Utilizó munición del veintidós? —Siobhan asintió de nuevo—. Alguien tuvo que hacer el trabajo.

—O él mismo. No me extrañaría que supiera.

—En primer lugar, ¿sabemos de dónde sacó el arma?

—Supongo que, como exsoldado, tendría sus contactos.

—Podría ser —dijo Rebus pensando en la década de 1960 y 1970, cuando armas y explosivos procedentes de las bases del Ejército circulaban por todas partes, sobre todo en manos de las dos facciones de Irlanda del Norte. Recordó los disturbios y que muchos soldados conservaban un «recuerdo» en alguna parte, algunos sabían dónde se podían comprar y vender armas sin que nadie hiciera preguntas.

—Por cierto —dijo Siobhan—. Tenía «armas», en plural.

—¿Llevaba más de una?

Ella negó con la cabeza.

—Se encontró en un registro en el cobertizo de la lancha —añadió consultando el informe—. Un Mac 10.

—Esa es una señora arma.

—¿La conoces?

—Un subfusil Ingram Mac 10... americano. Mil disparos por minuto. No se compra en una tienda.

—Los del laboratorio creen que en su día lo habían desactivado, lo que quiere decir exactamente que es posible hacerlo.

—¿También lo había manipulado?

—O lo compró ya manipulado.

—Gracias a Dios que no fue con esa al colegio. Habría sido una matanza.

Se quedaron en silencio pensativos y siguieron registrando.

—Mira qué interesante —dijo Siobhan enseñándole un libro—. Es la historia de un soldado que se volvió loco e intentó matar a su novia. —Siobhan leyó la solapa—. Y después se mató arrojándose desde un avión... Por lo visto es una historia real.

De entre las páginas cayó una foto. Siobhan la recogió y le dio la vuelta para que la viera Rebus.

—No me digas que es ella otra vez.

Lo era: Teri Cotter, en una instantánea reciente. Estaba en la calle. Se veía a más gente en los márgenes del encuadre, tal vez en Edimburgo. Parecía estar sentada en la acera y llevaba casi el mismo atuendo que cuando le ayudó a fumar el cigarrillo. Le estaba sacando la lengua al fotógrafo.

—Estaba contenta —comentó Siobhan.

Rebus examinó la foto antes de darle la vuelta, pero el reverso estaba en blanco.

—Me dijo que conocía a los chicos asesinados, pero no pensé que conociera al asesino.

—¿Y la teoría de Kate Renshaw de que Herdman podría estar relacionado con los Cotter?

Rebus se encogió de hombros.

—Valdría la pena mirar la cuenta bancaria de Herdman a ver si aparecen ingresos sospechosos. —Oyó cerrarse una puerta en el piso de abajo—. Ha vuelto uno de los vecinos. ¿Vamos a ver?

Siobhan asintió y salieron del piso tras asegurarse de que quedaba bien cerrado. En el rellano inferior, Rebus arrimó primero el oído a una puerta y luego a la otra. Siobhan llamó a la segunda con los nudillos y cuando abrieron ya tenía preparada la credencial.

—Soy la sargento Clarke y él es el inspector Rebus —dijo—. ¿Podemos hacerle unas preguntas?

La joven miró primero a uno y luego a otro.

—Ye les hemos contado a los otros policías lo que sabemos.

—Lo cual le agradecemos —terció Rebus, advirtiendo que ella clavaba la mirada en los guantes—. Usted vive aquí, ¿verdad?

—Sí.

—Tenemos entendido que se llevaba bien con el señor Herdman, a pesar de que a veces era ruidoso.

—Solo cuando hacía fiestas. Pero no tenía importancia; nosotros a veces también hacemos ruido.

—¿También le gusta el heavy metal?

Ella arrugó la nariz.

—Prefiero a Robbie —contestó.

—Se refiere a Robbie Williams —dijo Siobhan.

—Lo habría descifrado con un poco más de tiempo —replicó Rebus con desdén.

—Menos mal que solo ponía ese tipo de música en las fiestas.

—¿La invitó a usted alguna vez?

La joven negó con la cabeza.

—Enseña a la señorita... —dijo Rebus a Siobhan, pero se interrumpió, sonrió y preguntó—: Perdone, ¿cómo se llama?

—Hazel Sinclair.

Rebus asintió.

—Sargento Clarke, ¿quiere enseñar a la señorita Sinclair...?

Pero Siobhan ya había sacado la foto. Se la mostró a la joven.

—Es la señorita Teri —dijo ella.

—Ah, ¿la conoce?

—Naturalmente. Parece recién salida de La familia Adams. La veo muchas veces por la calle principal.

—¿Y por aquí la ha visto?

—¿Por aquí? —La joven reflexionó y negó con la cabeza—. Yo siempre había pensado que era gay.

—Herdman tenía hijos —dijo Siobhan recogiendo la foto.

—Eso no quiere decir nada, ¿no cree? Hay muchos casados. Y él estuvo en el Ejército; allí seguro que hay muchos gays.

Siobhan apenas contuvo una sonrisa y Rebus cambió el peso del cuerpo de un pie a otro.

—Además —añadió Hazel Sinclair—, por la escalera solo subían y bajaban chicos. Jovencitos —añadió tras una pausa efectista.

—¿Había alguno parecido a Robbie?

La joven negó teatralmente con la cabeza.

—Hubiera desayunado en su trasero todos los días.

—Bueno, trataremos de no incluir eso en el informe —comentó Rebus sin perder la compostura mientras ellas soltaban una carcajada.

En el coche, de camino al puerto deportivo Port Edgar, Rebus examinó unas fotos de Lee Herdman, casi todas fotocopiadas de periódicos. Era un tipo alto y fibrado con pelo rizado gris y arrugas en la cara y en torno a los ojos. Un tipo bronceado, o más bien curtido por la intemperie. Miró afuera y vio que las nubes cubrían el cielo como una sábana sucia. Eran fotos tomadas al aire libre: Herdman trabajando en la lancha o zarpando rumbo al fiordo. En una de ellas saludaba con la mano y una gran sonrisa a alguien en tierra, como si fuese el hombre más feliz del mundo. Rebus no le encontraba la gracia a navegar; los barcos le parecían encantadores vistos desde algún pub del paseo marítimo.

—¿Has ido en barco alguna vez? —preguntó a Siobhan.

—En transbordador, varias veces.

—Me refería a ir en yate, a subir la botavara y todo eso.

—¿Es eso lo que se hace con la botavara? —replicó ella mirándole.

—Y yo qué diablos sé —contestó Rebus alzando la vista.

Pasaban por debajo del puente y se atisbaba ya el pequeño puerto deportivo al final de una carretera estrecha, más allá de los enormes soportes de hormigón que elevaban el puente hacia el cielo. Aquello sí que era objeto de admiración para Rebus; el ingenio, no la naturaleza. Se decía a menudo que los mayores logros del hombre eran producto de su lucha contra la naturaleza: la naturaleza plantea los problemas y los seres humanos los resuelven.

—Ya estamos —dijo Siobhan cruzando una verja abierta.

El puerto estaba formado por varios edificios, unos más desvencijados que otros, y tenía dos embarcaderos que se adentraban en el Firth of Forth. En uno de ellos vieron amarrados varias decenas de barcos. Cruzaron por delante de la oficina y de un edificio con el letrero de «Consigna del contramaestre» y aparcaron junto a la cafetería.

—Según el informe, hay un club náutico, un taller de velas y otro para arreglar radares —dijo Siobhan mientras bajaba del coche y se dirigía hacia la otra portezuela, pero Rebus se le anticipó y logró abrirla.

—¿Has visto? —dijo—. Todavía no estoy para el desguace.

Pero los dedos le escocían bajo los guantes. Se estiró y miró a su alrededor. Tenían el puente sobre sus cabezas y sin embargo el zumbido de los coches no se oía tan fuerte como esperaba, llegaba casi amortiguado por un ruido metálico procedente de los barcos. Tal vez de las botavaras...

—¿Quién es el propietario del puerto? —preguntó.

—En el letrero de la entrada me ha parecido leer Servicio de Deportes, Edimburgo.

—O sea, que es del Ayuntamiento. Lo que significa que técnicamente es tuyo y mío.

—Técnicamente —asintió Siobhan. Examinaba con atención un plano dibujado a mano—. El cobertizo de Herdman queda a la derecha, pasados los lavabos —dijo señalando—. Allí, creo.

—Muy bien, allá voy —dijo Rebus señalando con la cabeza a la cafetería—. Pide café para llevar, que no esté muy caliente, y te reúnes conmigo.

—¿Que no escalde, quieres decir? —añadió ella dirigiéndose a la escalinata—. ¿Seguro que te las arreglas solo?

Rebus se quedó junto al coche mientras ella entraba. Se oyó un chirrido cuando cerró la puerta. Él sacó tranquilamente del bolsillo cigarrillos y encendedor, abrió la cajetilla y cogió un pitillo con los dientes. Era mucho más fácil utilizar el encendedor que las cerillas, una vez te habías protegido del viento. Recostado en el coche, saboreó el humo hasta que Siobhan volvió.

—Ten —dijo tendiéndole el vaso de plástico lleno a medias—. Con mucha leche.

—Gracias —dijo él mirando el líquido gris claro.

Echaron a andar y doblaron un par de esquinas sin ver un alma, a pesar de la media docena de coches aparcados donde habían dejado el suyo.

—Es allí —dijo ella señalando un lugar más cercano al puente.

Rebus advirtió que uno de los embarcaderos era un pantalán de madera con amarres.

—Debe de ser este —añadió Siobhan tirando el vaso medio vacío en una papelera.

Rebus hizo lo mismo a pesar de que apenas había dado dos sorbos al tibio brebaje lechoso. Si aquello tenía cafeína, no lo había notado. Gracias a Dios que tenía la nicotina.

El cobertizo hacía honor a su nombre, aunque era amplio. Tendría unos siete metros de ancho y estaba construido con una mezcla de tablas de madera y metal ondulado. Vieron dos cadenas en el suelo, prueba de que la policía había entrado con alicates. Las habían remplazado por cinta adhesiva azul y blanca, y habían colocado un cartel en la puerta prohibiendo la entrada. Un letrero escrito a mano rezaba: «Esquí y lancha, prop. L. Herdman».

—Un cartel con garra —comentó Rebus mientras Siobhan quitaba la cinta y abría la puerta.

—Dice justamente lo que es —añadió Siobhan.

Allí era donde Herdman tenía su negocio, enseñaba a navegantes novatos y daba sustos de muerte a los clientes de esquí acuático. Rebus vio una lancha neumática de unos siete metros enganchada a un remolque que tenía las ruedas algo desinfladas. Había un par de fuerabordas también enganchados a remolques con motores relucientes, y una moto acuática igualmente nueva. Estaba todo excesivamente ordenado, como cuidado por alguien obsesionado por la limpieza. Había también una mesa de trabajo con sus herramientas perfectamente colocadas encima de la pared. De no ser por un trapo manchado de aceite, única prueba de que allí se efectuaban trabajos de mecánica, el visitante desprevenido habría pensado que aquel cobertizo era un museo del puerto deportivo.

—¿Dónde encontraron el arma? —preguntó Rebus mientras cruzaba la puerta.

—En ese armario, debajo de la mesa de trabajo.

Rebus miró y vio que en el suelo había un candado limpiamente cortado. El armario estaba abierto y dentro había una serie de taladros y llaves para tuercas.

—Supongo que no encontraremos gran cosa —dijo Siobhan.

—Seguramente no —añadió Rebus.

Pero no por ello disminuía su interés y su curiosidad por descubrir lo que aquel lugar podía revelarle sobre Lee Herdman. De momento, el detalle de que Herdman era un trabajador limpio y escrupuloso. Su apartamento revelaba el desorden de su vida privada, pero, desde luego, profesionalmente, era concienzudo. Eso explicaba su pasado en el Ejército, donde, por muy descuidada que sea tu vida, no dejas que influya en el servicio. Rebus había conocido a militares que mantenían sus posesiones inmaculadas mientras sus matrimonios se derrumbaban. Quizá, como decía un sargento mayor, «el Ejército es el mejor polvo de tu triste vida».

—¿Tú qué crees? —preguntó Siobhan.

—Se diría que esperaba una inspección del Ministerio de Sanidad.

—Me parece que las barcas valen más que su piso.

—Ya lo creo.

—Signo de doble personalidad.

—¿Ah, sí?

—Vida íntima caótica y todo lo contrario en el trabajo. Un piso barato con cuatro trastos y lanchas caras...

—Cháchara de psiquiatra aficionada —exclamó una voz a sus espaldas.

Procedía de una mujer robusta, de unos cincuenta años, peinada con moño y con el pelo tan estirado hacia atrás que parecía una prolongación del rostro. Vestía traje chaqueta negro, zapatos negros sencillos, blusa color caqui y un collarcito de perlas. Llevaba una mochila de cuero colgando del hombro. La acompañaba un hombre alto y fornido que sería la mitad de joven, con el pelo negro cortado a cepillo, que se quedó quieto, con los brazos caídos y las manos juntas. Vestía traje oscuro, camisa blanca y corbata azul.

—Usted debe de ser el inspector Rebus —dijo la mujer adelantándose enérgicamente, dispuesta a darle la mano. No se inmutó cuando Rebus no la correspondió. Bajó un poco la voz—. Me llamo Whiteread y él es Simms —dijo clavando la mirada en Rebus—. Por lo que me comentó el inspector Hogan, vienen del apartamento...

No entendieron lo que dijo a continuación porque entró bruscamente en el cobertizo esquivando a Rebus, y dio una vuelta alrededor de la lancha neumática, examinándola con ojos expertos.

«Tiene acento inglés», pensó Rebus.

—Yo soy la sargento Clarke —saltó Siobhan.

Whiteread la miró fijamente y le dirigió una fugaz sonrisa.

—Sí, claro —dijo.

Mientras, Simms había entrado y, volviéndose hacia Siobhan, repitió la presentación acompañándola de un apretón de manos. Tenía también acento inglés y voz inexpresiva, su cortesía era pura formalidad.

—¿Dónde encontraron el arma? —preguntó Whiteread.

Acto seguido vio el candado cortado, asintió respondiendo a su propia pregunta, se acercó al armario y se acuclilló ágilmente, remangándose la falda por encima de las rodillas.

—Subfusil Mac 10. Un modelo famoso por lo mucho que se atasca—dijo levantándose y estirándose la falda.

—Mejor que muchos equipos del Ejército —comentó Simms, que después de presentarse se había situado entre Rebus y Siobhan, muy estirado, con las piernas levemente separadas y las manos juntas por delante del cuerpo.

—¿Les importaría mostrarnos su identificación? —les pidió Rebus.

—El inspector Hogan sabe que estamos aquí —contestó Whiteread displicente.

Estaba examinando la mesa de trabajo. Rebus se acercó a ella lentamente.

—Le he dicho que me muestre su identificación —dijo.

—Lo he oído perfectamente —replicó ella, desviando su atención hacia una pequeña oficina situada en la parte posterior del cobertizo. Fue hasta el cuarto con Rebus pegado a sus talones.

—Salga de aquí —dijo él—. Lárguese inmediatamente.

Ella no respondió. En la oficina había también un enorme candado que había sido forzado. La puerta estaba cerrada y precintada por la policía.

—Además, su compañero ha utilizado la palabra «equipo» —insistió Rebus mientras ella desprecintaba la puerta y miraba el interior de la oficina.

Era un pequeño despacho provisto de escritorio, silla y archivador. Tenía una estantería con un aparato que parecía una radio emisora y receptora. No se veía ningún ordenador, fotocopiadora ni fax. Los cajones de la mesa estaban abiertos y revueltos. Whiteread cogió un montón de papeles y comenzó a hojearlos.

—Ustedes son militares —dijo Rebus rompiendo el silencio—. Aunque vayan de paisano se nota que son militares. Que yo sepa, en los SAS no hay mujeres; así que ¿qué puede ser usted?

—Alguien que puede ayudar —replicó ella volviendo enérgicamente la cabeza hacia él.

—Ayudar, ¿en qué?

—En un asunto como este —respondió ella volviendo a interesarse en los papeles—. Para que no vuelva a suceder.

Rebus la miró. Siobhan y Simms seguían junto a la puerta.

—Siobhan, llama a Bobby Hogan de mi parte. Quiero que me diga qué sabe de estos dos.

—Sabe que hemos venido —dijo Whiteread sin levantar la cabeza—. Incluso me dijo que tal vez nos encontrásemos. ¿Cómo sabía si no su nombre?

—Llámale —repitió Rebus a Siobhan, que tenía el móvil en la mano.

Whiteread volvió a meter los papeles en un cajón y lo cerró.

—Usted no llegó a ingresar en el regimiento, ¿verdad, inspector Rebus? —dijo Whiteread volviéndose despacio hacia él—. Por lo que me han dicho, no pudo con el entrenamiento.

—¿Por qué no va de uniforme? —replicó Rebus.

—Porque a algunos les impresiona —contestó Whiteread.

—¿Solo por eso? ¿No será que quieren evitar publicidad negativa? —dijo Rebus con una sonrisa despectiva—. No queda muy bien tener a un asesino entre sus filas, ¿verdad? Y todavía menos que se sepa que perteneció al regimiento.

—Lo hecho, hecho está. Si podemos evitar que vuelva a ocurrir, tanto mejor —replicó ella. Hizo una pausa y se puso frente a él. Era treinta centímetros más baja, pero idéntica a él en todo lo demás—. ¿Qué hay de malo? —añadió devolviéndole la sonrisa. Si la de Rebus había sido fría, la de ella fue de hielo—. Usted se vino abajo y no lo logró. Aunque no tiene por qué frustrarle, inspector Rebus.

A Rebus le pareció entender «frustrado» en vez de «frustrarle». Quizá fuera su acento o tal vez hubiera intentado un juego de palabras.

Siobhan había llamado, pero Hogan tardaba en descolgar.

—Deberíamos echar un vistazo a la lancha —le dijo Whiteread a su compañero, deslizándose entre Rebus y la puerta.

—Ahí hay una escalera —dijo Simms.

Rebus trató de identificar su acento: Lancashire o Yorkshire quizás. Del de Whiteread no estaba seguro; le parecía de los Home Counties del sur de Inglaterra o algo así, una especie de inglés genérico como el de los colegios caros. Además, también advirtió que Simms no parecía a gusto en su atuendo ni en su papel. Quizás existiera un conflicto de clases de por medio. O quizá fuese que era la primera vez que se encontraba en una situación como aquella.

—Por cierto, yo me llamo John —dijo Rebus dirigiéndose a él—. ¿Y usted?

Simms miró a Whiteread, quien exclamó:

—¡Vamos, díselo!

—Gav... Gavin.

—¿Gav para los amigos y Gavin en la faena? —aventuró Rebus al coger el teléfono que le tendía Siobhan.

—Bobby, ¿por qué demonios permites que dos payasos de las Fuerzas Armadas de Su Majestad se entrometan en nuestro caso? —Hizo una pausa para escuchar—. He usado la palabra deliberadamente, Bobby, porque están metiendo la nariz en la lancha de Herdman. —Otra pausa—. No, no se trata de eso ni mucho menos... —Nueva pausa—. Bien, de acuerdo, vamos para allá.

Devolvió el teléfono a Siobhan y vio que Simms sujetaba una escalera por la que trepaba Whiteread.

—Nos vamos —dijo en voz alta para que ella lo oyera—. Si no volvemos a vernos... créame que será un placer.

Aguardó a ver si decía algo, pero Whiteread ya estaba encaramada a la lancha y no le prestaba el menor interés. Simms subía la escalera mirando de refilón a los detectives.

—Me dan ganas de empujar la escalera y echar a correr —le dijo Rebus a Siobhan.

—No creo que eso la detuviera, ¿no crees?

—Probablemente tengas razón —dijo él—. Whiteread, una cosa más antes de irnos —añadió alzando la voz—: ¡Gav le estaba mirando las bragas!

Se volvió para salir y se encogió de hombros ante Siobhan, admitiendo que había sido una gracia muy barata. Barata, pero merecida.

—Pero bueno, Bobby, ¿qué demonios pasa contigo? —dijo Rebus caminando por uno de los pasillos del colegio en dirección a lo que parecía una antigua cámara acorazada, con su rueda y sus engranajes. Estaba abierta, al igual que una puerta de acero que había en su interior. Hogan miraba hacia dentro—. Esos cabrones no tienen por qué entrometerse.

—John —dijo Hogan pausadamente—, creo que no conoces al director... —añadió señalando hacia la cámara, donde un hombre de mediana edad les miraba rodeado de un arsenal suficiente para iniciar una revolución—, el doctor Fogg... —dijo a modo de presentación.

Fogg cruzó la puerta de la cámara. Era un hombre fornido con mirada de antiguo boxeador; tenía una oreja hinchada, una enorme nariz y una cicatriz en una de sus pobladas cejas.

—Eric Fogg —dijo estrechando la mano a Rebus.

—Perdone usted mi vocabulario, soy el inspector John Rebus.

—En un colegio se oyen cosas peores —replicó Fogg como si hubiese repetido la frase cientos de veces.

Siobhan se había acercado y estaba a punto de presentarse cuando vio el contenido de la cámara.

—¡Dios mío! —exclamó.

—Eso he pensado yo —apostilló Rebus.

—Le estaba diciendo al inspector Hogan —dijo Fogg— que en casi todos los colegios privados hay algo similar.

—Para las FMC, ¿verdad, doctor Fogg? —dijo Hogan.

—Las fuerzas mixtas de cadetes —asintió Fogg— del Ejército, la Marina y la Aviación. Desfilan todos los viernes. —Hizo una pausa—. Creo que un buen incentivo para los chicos es que ese día cambian el uniforme del colegio.

—Por otro más paramilitar —comentó Rebus.

—Hay armas automáticas, semiautomáticas y de otros tipos —añadió Hogan.

—Probablemente disuadirían a un ladrón.

—Le estaba diciendo al inspector Hogan —continuó Fogg— que si se activa el sistema de alarma del colegio, la policía sabe de inmediato que hay que dirigirse, en primer lugar, a la armería. Es un sistema que instalamos cuando el IRA y otros grupos robaban armas.

—¿No me dirá que también guardan aquí la munición? —preguntó Siobhan.

Fogg negó con la cabeza.

—No, no hay munición en las instalaciones.

—Pero ¿las armas sí que son reales? ¿No están desactivadas?

—Sí, son del todo reales —dijo el hombre mirando el interior de la cámara con cierto gesto de disgusto.

—¿No son de su agrado? —preguntó Rebus.

—Mi opinión es que existe siempre cierto riesgo de que su empleo sobrepase su utilidad.

—Una respuesta muy diplomática —comentó Rebus, lo que suscitó una sonrisa en el director.

—Pero Herdman no sacó de aquí el arma —dijo Siobhan.

Hogan negó con la cabeza.

—Ese es otro aspecto en el que espero que los investigadores militares puedan ayudarnos. Siempre que no podáis vosotros —dijo mirando a Rebus.

—Bobby, ten paciencia. Solo llevamos aquí cinco minutos.

—¿Usted da clase? —preguntó Siobhan a Fogg para evitar que los dos inspectores se enzarzasen en una discusión.

Fogg negó con la cabeza.

—Las daba de RME: religión, moral y educación.

—Para infundir en los adolescentes sentido moral. Eso debe de ser difícil.

—Aún no conozco a ningún adolescente que haya iniciado una guerra —dijo con voz que sonaba falsa, otra respuesta preparada para una pregunta frecuente.

—Solo porque no es corriente entregarles armas de fuego —comentó Rebus volviendo a mirar aquella parafernalia bélica.

Fogg hizo ademán de cerrar la puerta de la cámara.

—¿No falta nada? —preguntó Rebus.

Hogan negó.

—Pero las dos víctimas pertenecían a las FMC —dijo.

Rebus miró a Fogg, quien asintió.

—Anthony era un entusiasta... Derek, no tanto.

Anthony Jarvies, el hijo de juez. Su padre, Roland Jarvies, era un magistrado muy conocido en Escocia. Rebus había declarado probablemente quince o veinte veces en casos en los que lord Jarvies había presidido el tribunal con agudeza y con lo que un abogado describió como «mirada taladradora». Rebus no sabía muy bien qué era una mirada taladradora, pero se lo imaginaba.

—¿Alguien ha comprobado las cuentas de Herdman? —preguntó Siobhan.

Hogan la miró detenidamente.

—Su contable ha cooperado mucho. El negocio no iba mal.

—¿No hay ningún ingreso que llame la atención? —preguntó Rebus.

—¿Por qué? —replicó Hogan entrecerrando los ojos.

Rebus miró al director. No pretendía que se enterara, pero lo hizo.

—Si les parece, yo... —empezó a decir Fogg.

—No hemos terminado, doctor Fogg, si no le importa —dijo Hogan mirando a Rebus—. Estoy seguro de que cuanto diga el inspector Rebus quedará entre nosotros.

—Naturalmente —asintió Fogg enfático.

Terminó de cerrar la puerta y giró la rueda de la combinación.

—El año pasado —prosiguió Rebus hablando con Hogan—, una de las víctimas tuvo un accidente de tráfico. El conductor murió. Nos preguntamos si ha pasado demasiado tiempo para considerar la venganza.

—No explica el suicidio de Herdman.

—Quizá fue una chapuza —dijo Siobhan cruzando los brazos—. Mató a los otros dos y le entró pánico.

—Cuando hablas de un ingreso en la cuenta de Herdman, ¿te refieres a una cantidad importante reciente?

Rebus asintió.

—Ordenaré que lo averigüen. Lo único que hemos averiguado a través de sus cuentas es que falta un ordenador.

—¿Ah, sí?

Siobhan preguntó si no lo habría confiscado Hacienda.

—Podría ser —contestó Hogan—. El caso es que hay una factura y hemos hablado con la tienda que se lo vendió. Un equipo de última generación.

—¿Crees que se deshizo de él? —preguntó Rebus.

—¿Por qué iba a hacerlo?

Rebus se encogió de hombros.

—¿Para ocultar algo? —sugirió Fogg, que al ver cómo le miraban bajó la vista—. Perdonen que me haya permitido...

—No se disculpe usted —dijo Hogan—. Buena observación —añadió frotándose los ojos y volviéndose otra vez hacia Rebus—. ¿Algo más?

—Esos cabrones del Ejército —dijo Rebus, pero Hogan levantó la mano.

—Tienes que aceptarlos.

—Bobby, esos no han venido a aclarar nada. Si acaso, todo lo contrario. Quieren ocultar el pasado de Herdman en los SAS, por eso van de paisano. Y esa Whiteread...

—Escucha, lamento que entorpezcan tu labor.

—O que nos pisoteen hasta enterrarnos —le interrumpió Rebus.

—John, esta investigación nos supera. ¡Es más grande que nosotros! —replicó Hogan alzando la voz, temblando imperceptiblemente—. ¡No necesito más putos problemas!

—Bobby, modera tu lenguaje —dijo Rebus muy serio mirando de reojo a Fogg.

Tal como esperaba, Hogan le recordó su reciente estallido de insultos, y sonrió.

—Sigue investigando, ¿vale?

—Estamos contigo, Bobby.

Siobhan dio un paso hacia ellos.

—Nos gustaría hacer una cosa —dijo sin hacer caso de la mirada de sorpresa de Rebus, que ignoraba lo que se traía entre manos—. Interrogar al superviviente.

—¿A James Bell? —replicó Hogan frunciendo el ceño—. ¿Para qué? —añadió mirando a Rebus, pero fue ella quien contestó.

—Porque es el único superviviente.

—Le hemos interrogado más de diez veces. Está en estado de shock. Y a saber lo que le queda.

—Lo haremos con delicadeza —insistió Siobhan sin alzar la voz.

—Tú sí, pero tú no eres quien me preocupa —añadió sin dejar de mirar a Rebus.

—Será interesante escuchar el relato de un testigo presencial —dijo él—. Que nos explique cómo actuó Herdman, si dijo algo... Parece ser que nadie le vio aquella mañana; ni los vecinos ni los del puerto deportivo. Hay que llenar lagunas.

Hogan lanzó un suspiro.

—Primero escuchad las cintas del interrogatorio y si después seguís creyendo que conviene hablar con él, ya veremos...

—Gracias, señor —dijo Siobhan solemnemente.

—He dicho «ya veremos». No he prometido nada —añadió Hogan alzando un dedo.

—¿Se hará otra verificación de las cuentas, por si acaso? —preguntó Rebus.

Hogan asintió con desgana.

—¡Ah, aquí están ustedes! —bramó una voz.

Era Jack Bell, que avanzaba por el pasillo.

—¡Dios mío! —musitó Hogan, pero vio que Bell se dirigía al director.

—Eric —exclamó—, ¿cómo demonios no has denunciado públicamente la falta de seguridad del colegio?

—La seguridad del colegio es la adecuada, Jack —replicó Fogg con un suspiro que daba a entender que ya había sostenido aquella discusión.

—Eso es una patraña, y tú lo sabes. Escucha, lo que intento es denunciar que la lección de Dunblane no ha servido de nada. Nuestras escuelas no son seguras —dijo esgrimiendo un dedo—. Y aparecen armas por todas partes —añadió alzando otro dedo y haciendo una pausa efectista—. Es evidente que hay que hacer algo. ¡Podría haber perdido a mi hijo! —añadió entrecerrando los ojos.

—Un colegio no es una fortaleza, Jack —replicó inútilmente el director.

—En 1997 —prosiguió Bell arrollador—, después de la tragedia de Dunblane, quedaron prohibidas las armas que excedieran del calibre veintidós, y sus propietarios legales las entregaron, pero ¿de qué ha servido? —añadió mirando a su alrededor sin obtener respuesta alguna—. Quienes no lo hicieron fueron los delincuentes, a quienes les resulta cada vez más fácil conseguir todo el armamento que quieran.

—Se ha equivocado de feligreses —comentó Rebus.

Bell lo miró impávido.

—Es muy posible —replicó—. Porque —añadió levantando el dedo— ustedes parecen totalmente incapaces de atajar el problema.

—Un momento, señor... —terció Hogan.

—Bobby, déjale que desbarre —le interrumpió Rebus—. A ver si caldea un poco el edificio.

—¿Cómo se atreve? —gruñó Bell—. ¿Cómo se permite hablarme de ese modo?

—Supongo que así lo he elegido —replicó Rebus para recordarle la efímera naturaleza de su cargo.

Se quedaron en silencio y sonó el móvil de Bell, quien hizo un gesto despectivo en dirección a Rebus y se dio la vuelta, alejándose hacia el pasillo para contestar la llamada.

—¿Diga? ¿Cómo? —añadió consultando el reloj—. ¿De la radio o de la televisión? —Hizo una pausa para escuchar la respuesta—. ¿Una emisora local o nacional? Solo concedo entrevistas a emisoras nacionales —añadió alejándose aún más del grupo que, más relajado, intercambió miradas y gestos.

—Bien —dijo el director—, creo que voy a...

—¿Le importa que hablemos en su despacho? —preguntó Hogan—. Quedan un par de cosas que quiero comentar. Volvamos al trabajo —añadió señalando con la cabeza a Rebus y Siobhan.

—Sí, señor —dijo Siobhan. De repente el pasillo estaba vacío. Respiró hondo y exhaló aire despacio—: Ese Bell es un número.

—Está dispuesto a explotar el caso cuanto pueda —dijo Rebus asintiendo.

—Si no, no sería un político.

—Instinto natural, ¿no? Es curioso el rumbo que toman las cosas, cuando su carrera podría haberse ido a pique después de su detención en Leith.

—¿Crees que actúa así por venganza?

—Desde luego, si puede, nos hundirá; así que no debemos darle pie.

—Exactamente lo que tú has hecho replicándole de mala manera.

—De vez en cuando hay que divertirse, Siobhan —contestó Rebus mirando al pasillo vacío—. ¿No crees que a Bobby Hogan le sucede algo?

—Sí. Parece agotado, la verdad. Por cierto, ¿no crees que deberías decírselo?

—¿Qué?

—Que los Renshaw son familia tuya.

Rebus la miró fijamente.

—Puede traer complicaciones. Y no creo que Bobby necesite más de momento.

—Tú sabrás.

—Exactamente. Y a los dos nos consta que nunca me equivoco.

—Lo había olvidado —apostilló Siobhan.

—Me alegra recordártelo, sargento Clarke. Siempre a tu servicio.

Una cuestión de sangre

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