Читать книгу Una cuestión de sangre - Ian Rankin - Страница 7
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Оглавление—No hay más misterio —dijo la sargento detective Siobhan Clarke—. Herdman perdió la chaveta.
Estaba sentada junto a una cama del recién inaugurado hospital Royal Infirmary de Edimburgo, un gran edificio al sur de la ciudad, en una zona llamada Little France. Había sido construido sobre un solar muy caro, pero ya había quejas por falta de espacio para servicios y aparcamiento. Siobhan había encontrado un hueco en un lugar prohibido, y fue lo primero que le comentó al inspector John Rebus al llegar. Rebus tenía las manos vendadas hasta las muñecas. Le sirvió un poco de agua tibia y él ahuecó las manos para llevarse el vaso de plástico a la boca con cuidado mientras ella le observaba.
—¿Has visto? No he derramado ni una sola gota —comentó bromeando.
Pero al intentar dejarlo en la mesilla lo estropeó todo. Le resbaló entre las manos, golpeó contra el suelo y Siobhan lo cazó al vuelo.
—Buena parada —añadió Rebus.
—Bah, estaba vacío; no habría caído nada.
A partir de aquel momento, Siobhan no dijo más que banalidades, eludiendo todas las preguntas que ansiaba plantearle, y explayándose, en su lugar, en los pormenores de la masacre de South Queensferry.
Tres muertos. Un herido. Una tranquila ciudad costera al norte de Edimburgo. Un colegio de pago mixto para alumnos entre cinco y dieciocho años. Seiscientos matriculados, ahora dos menos.
El tercer cadáver era el del asesino, que se había volado los sesos. Ningún misterio, como decía Siobhan.
Salvo el móvil.
—Era como tú —añadió—. Quiero decir que era un militar retirado. Creen que el móvil fue su resentimiento contra la sociedad.
Rebus advirtió que mantenía con firmeza las manos en los bolsillos de la chaqueta, y se imaginó que estaría apretando los puños inconscientemente.
—Los periódicos dicen que tenía un negocio —comentó él.
—Tenía una lancha motora. Llevaba a gente a hacer esquí acuático.
—¿Y era un resentido?
Ella se encogió de hombros. Rebus sabía que estaba deseando meter baza, cualquier pretexto con tal de apartar su mente de la otra investigación; interna esta vez, y con ella de protagonista.
Siobhan miraba a la pared por encima de la cabeza de Rebus, como si hubiera algo que le interesara, además de la pintura y el aparato de oxígeno.
—No me has preguntado qué tal estoy —se quejó Rebus.
—¿Cómo te encuentras? —dijo ella volviendo la vista hacia él.
—Estoy harto de estar aquí. Gracias por tu interés.
—Solo estás aquí desde ayer por la noche.
—A mí me parece más.
—¿Qué han dicho los médicos?
—Hoy todavía no me ha visto nadie. Me da igual lo que me digan, esta tarde me marcho.
—¿Y después qué?
—¿Qué quieres decir?
—No puedes volver a la comisaría —añadió. Observaba fijamente las manos vendadas—. ¿Cómo vas a conducir o escribir informes? ¿Y coger el teléfono?
—Me las arreglaré —repuso Rebus y miró a su alrededor para eludir su mirada.
Estaba rodeado de hombres mucho mayores que él, igual de pálidos. Era evidente que la dieta escocesa había hecho estragos en ellos. Un tipo tosía por un cigarrillo. Otro parecía tener problemas respiratorios. Obesos con el hígado hinchado, así eran la mayoría de sus paisanos. Rebus levantó el brazo para pasárselo por la mejilla izquierda y notó que la tenía rasposa. Su barba tendría el mismo color gris plateado que las paredes de la sala.
—Me las arreglaré —repitió rompiendo el silencio, mientras bajaba el brazo y se arrepentía de haberlo levantado. Los dedos chispeaban de dolor—. ¿Te han dicho algo? —preguntó.
—¿De qué?
—Vamos, Siobhan...
Ella le miró sin pestañear. Sacó las manos de los bolsillos y se inclinó hacia delante.
—Esta tarde tengo otra sesión.
—¿Con quién?
—Con la jefa.
Se refería a la comisaria jefe Gill Templer. Rebus asintió, alegrándose de que el asunto no hubiera llegado a las altas esferas.
—¿Qué piensas decirle? —preguntó.
—No hay nada que decir. Yo no tuve nada que ver con la muerte de Fairstone. —Hizo una pausa, dejando otra pregunta en el aire: «¿Y tú?». Parecía esperar a que él dijera algo, pero Rebus callaba—. Preguntará por ti, cómo has acabado aquí —añadió.
—Porque me escaldé —replicó Rebus—. Es absurdo, pero fue así.
—Ya sé que eso fue lo que dijiste...
—No, Siobhan, es lo que sucedió. Pregunta a los médicos si no me crees —añadió mirando de nuevo alrededor—. Si es que consigues ver a alguno.
—Seguro que estarán escarbando el suelo en busca de aparcamiento.
No tenía mucha gracia, pero Rebus sonrió. Comprendía que ella no iba a insistir y su sonrisa era de gratitud.
—¿Quién se encarga de lo de South Queensferry? —preguntó para cambiar de tema.
—Creo que el inspector Hogan.
—Bobby es un buen tipo. Si puede atar cabos rápido, lo hará.
—Será un circo mediático. Grant Hood llevará la prensa.
—¿Se lo han llevado de St Leonard’s? —dijo Rebus pensativo—. Razón de más para que yo vuelva.
—Sobre todo si a mí me suspenden.
—No lo harán, Siobhan. Como acabas de decir, no tuviste nada que ver con Fairstone. Para mí fue un accidente. Y ahora que hay un caso más importante, quizás el asunto muera de muerte natural, por así decirlo.
—«Un accidente» —repitió Siobhan.
Rebus asintió.
—No te preocupes. A menos, claro, que de verdad te cargaras a ese cabrón.
—John... —le advirtió ella.
Él sonrió y consiguió esbozar un guiño.
—Era una broma —añadió—. Sé de sobra a quién va a echarle la culpa Gill de lo de Fairstone.
—Murió en un incendio, John.
—¿Y eso quiere decir que yo lo maté? —replicó Rebus. Levantó las manos y las giró a un lado y a otro—. Quemaduras, Siobhan. Simplemente.
Ella se levantó.
—Si tú lo dices, John...
Se quedó clavada junto a la cama mientras él bajaba las manos, reprimiendo el fuerte dolor.
En ese momento llegó una enfermera comentando algo sobre un cambio de vendaje.
—Me voy ya —dijo Siobhan—. Me horroriza pensar que hicieras semejante tontería por mí —añadió.
Él comenzó a menear despacio la cabeza, mientras ella le daba la espalda y echaba a andar.
—¡No pierdas la fe, Siobhan! —añadió Rebus alzando la voz.
—¿Es su hija? —preguntó la enfermera por entablar conversación.
—Es una amiga; una compañera de trabajo.
—¿Tienen algo que ver con la Iglesia?
—¿Por qué lo pregunta? —replicó Rebus haciendo una mueca en cuanto ella comenzó a arrancarle las vendas.
—Como hablaba de la fe...
—Es que en mi trabajo es fundamental. —Hizo una pausa—. ¿No es lo mismo en el suyo?
—¿En el mío? —replicó la enfermera sonriendo sin ni siquiera levantar la vista. Era bajita, del montón, seria—. No puedo esperar a que la fe le cure. ¿Cómo se hizo esto? —inquirió al ver las ampollas.
—Con agua hirviendo —contestó él; notaba un lento reguero de sudor en las sienes. «Puedo controlar esta clase de dolor», pensó. Sus problemas eran otros—. ¿No puede ponerme algo más ligero que un vendaje?
—¿Tiene ganas de irse ya?
—Tengo ganas de coger una taza sin tirarla. —«O un teléfono», pensó—. Además, seguro que hay alguien en lista de espera que necesita la cama más que yo.
—Muy cívico, sí, señor. Habrá que esperar a ver qué dice el médico.
—¿Y qué médico será?
—Oiga, tenga un poco de paciencia.
Paciencia era lo único para lo que no tenía tiempo.
—A lo mejor viene alguien más a visitarle —añadió la enfermera.
Lo dudaba. Nadie excepto Siobhan sabía que estaba allí. Le había pedido a una enfermera que la llamara, para que le dijese a Templer que estaría uno o dos días de baja. Y Siobhan había acudido corriendo al hospital. Quizá lo supiera, quizá por eso había preferido llamarla a ella que hacerlo a comisaría.
Eso había sucedido la tarde anterior. Por la mañana, como el dolor era insoportable, había ido a ver a su médico de cabecera, pero le examinó un doctor interino, que le aconsejó que fuera al hospital. Se fue a urgencias en taxi y se vio en el apuro de tener que aguantar al taxista hurgando en sus pantalones para cobrarse.
—¿Se ha enterado del tiroteo en ese colegio? —preguntó el taxista.
—Probablemente alguna pistola de aire comprimido.
Pero el hombre negó con la cabeza.
—No, no, ha sido peor, según la radio.
En urgencias tuvo que esperar hasta que por fin le vendaron las manos, pues las heridas no revestían gravedad suficiente para ingresarle en la unidad de quemados de Livingston. Sin embargo, como tenía bastante fiebre, optaron por hospitalizarle y le trasladaron a Little France. Pensó que tal vez quisieran tenerle en observación por si sufría un colapso. O que temieran que fuese uno de esos individuos que se autolesionan. Pero nadie había ido a interrogarle; quedaba la posibilidad de que le retuvieran hasta que algún psiquiatra se ocupara de él.
Pensó en Jean Burchill, la única persona que podría echarle de menos, aunque últimamente las cosas se habían enfriado. Solo pasaban la noche juntos cada diez días más o menos. Hablaban a menudo por teléfono, y a veces se veían para tomar café por la tarde. Ya casi era algo rutinario. Recordó que hacía unos años había salido con una enfermera una temporada. No sabía si seguiría trabajando en Edimburgo; podía preguntarlo, el problema era que no recordaba su nombre, algo que le sucedía a veces con otras personas. Bah, no era tan importante, simplemente parte del proceso de envejecimiento. Aunque lo cierto era que, cuando acudía a los tribunales a testificar, cada vez tenía más necesidad de consultar sus apuntes. Diez años atrás no necesitaba notas ni verificaciones; actuaba muy seguro de sí mismo, circunstancia que impresionaba al jurado, según le comentaban los abogados.
—Ya está. —La enfermera se incorporó. Le había puesto crema y gasa en las manos y vendas nuevas—. ¿Se siente mejor?
Rebus asintió. Sentía cierto frescor en la piel, pero sabía que no duraría mucho.
—¿Tiene que tomar algún otro analgésico?
Era una pregunta retórica. La enfermera miró el gráfico clínico de los pies de la cama. Rebus lo había examinado al levantarse para ir al lavabo y comprobó que solo indicaba la temperatura y la medicación. No había ninguna anotación críptica para entendidos. Ningún registro de lo que contó al ser ingresado.
«Estaba preparando un baño caliente... y resbalé».
El médico había reaccionado con un carraspeo, lo cual le dio a entender que aceptaría cualquier explicación sin tener que creérsela forzosamente. Era un hombre con exceso de trabajo y falta de sueño, su cometido no era indagar. Era un médico, no un policía.
—¿Le doy paracetamol? —añadió la enfermera.
—¿No podría traerme una cerveza para tragarlo?
La mujer esgrimió otra vez su sonrisa profesional. En los años que llevaba trabajando en el Servicio Nacional de Salud, era la primera vez que oía algo semejante.
—Veré qué puede hacerse.
—Es usted un ángel —dijo Rebus sorprendido de sí mismo.
Era la clase de comentario que haría un paciente cualquiera, uno de esos confortables clichés. Como la enfermera ya se iba, pensó que quizá ni le habría oído. Quizá fuera el ambiente del hospital. Te afectaba aún sin estar enfermo, te disminuía el ritmo, te volvía sumiso: te institucionalizaba. Quizá fuese la influencia del color de las paredes, del murmullo de fondo. O puede que fuera la calefacción. En St Leonard’s tenían un calabozo especial para los «chalados» pintado de color rosa intenso, supuestamente para apaciguarlos. ¿No utilizarían en los hospitales la misma psicología? Lo último que les interesaba era un paciente borde y quejica que se levantara de la cama cada dos por tres. De ahí que hubiesen tantas mantas, tan bien remetidas por debajo de la colcha para entorpecer sus movimientos. Quedaos ahí tranquilos... la almohada bien mullida... disfrutad del calor y de la luz sin alborotar. Pensó que si aquella situación se prolongaba se olvidaría hasta de su nombre, le tendría sin cuidado todo lo demás, se olvidaría del trabajo y no habría ya Fairstone ni locos que disparasen a los alumnos de un colegio...
Se puso de lado e hizo fuerza con las piernas para librarse de las sábanas. Era un esfuerzo doble, como el de Houdini con una camisa de fuerza. El hombre de la cama de al lado había abierto los ojos y le observaba. Rebus le hizo un guiño en el momento en que conseguía liberar los pies.
—Siga cavando. Yo voy a dar un paseo para sacudirme la tierra del pantalón —le dijo.
El hombre no pareció captar la ironía.
Siobhan había vuelto a St Leonard’s y se estaba haciendo la remolona frente a la máquina de bebidas. Un par de policías uniformados comían un bocadillo y patatas fritas en una mesa de la cantina. Desde el pasillo donde estaba la máquina se veía el aparcamiento. Si fuera fumadora, tendría una excusa para salir afuera, donde había menos posibilidades de que Gill Templer diera con ella. Pero no fumaba. Podía camuflarse en el gimnasio mal ventilado al fondo del pasillo o ir hasta los calabozos, pero nada impediría que Templer la atrapara por megafonía, porque seguro que se enteraba de que había llegado a la comisaría. En St Leonard’s no había manera de esconderse. Pulsó el botón de las Coca-Colas sabiendo que los dos agentes de uniforme hablarían de lo mismo que todo el mundo: de los tres muertos del colegio.
Por la mañana Siobhan había hojeado los periódicos. Había fotos pixeladas de las víctimas, los dos eran chicos, diecisiete años. Todos los periodistas hablaban de «tragedia», «terrible pérdida», «conmoción» y «carnicería», y añadían abundante información sobre la efervescente cultura pistolera de Gran Bretaña, la inseguridad en las escuelas y anteriores casos de asesinos que se suicidaban. Observó las fotos del asesino. Por lo visto, la prensa solo había obtenido tres fotos. Una de ellas mostraba algo más parecido a un fantasma que a un ser de carne y hueso; en otra se veía a un tipo vestido con un mono, que agarraba un cabo para subir a bordo de una lancha, sonriente y mirando a la cámara. Siobhan pensó que sería un anuncio de su negocio de esquí acuático.
La tercera era una fotografía de carné de cuando el hombre hacía el servicio militar. Se llamaba Herdman: Lee Herdman, treinta y seis años, residente en South Queensferry y era propietario de una lancha fueraborda. Había también fotos del almacén donde tenía instalado el negocio. «A un kilómetro escaso del escenario de la tragedia», comentaba un periódico.
Como exmilitar, era muy posible que tuviera fácil acceso a un arma. Había conducido hasta el colegio, aparcó junto a los coches de los profesores. Dejó la puerta abierta, porque sin duda tenía prisa. Los testigos le vieron irrumpir en el edificio y, una vez dentro, fue directamente a la sala común donde en aquel momento había tres personas. Dos de ellas estaban ahora muertas, y la tercera, herida. A continuación se mató de un disparo en la sien. Eso era todo. Las críticas comenzaban a llover: ¿Cómo era posible, por Dios bendito, que después de lo de Dunblane, cualquier desconocido pudiera entrar por las buenas en un colegio? ¿Había dado señales Herdman de estar a punto de estallar? ¿Era culpa de los médicos o de los asistentes sociales? ¿Del Gobierno? De cualquiera. Tenía que ser culpa de alguien. Era absurdo echársela a Herdman, que estaba muerto. Hacía falta un chivo expiatorio. Siobhan estaba segura de que al día siguiente saldrían a colación los tópicos habituales: la violencia en la cultura actual, el cine y la televisión, el estrés de la vida moderna. Luego volvería la calma. Un dato le llamó la atención: tras el endurecimiento de las leyes sobre posesión de armas en el Reino Unido, a raíz de la matanza de Dunblane, las agresiones con armas habían aumentado. Seguro que los grupos de presión a favor de las armas sabrían arrimar el agua a su molino.
Uno de los motivos por los que en St Leonard’s todos hablaban del suceso era porque el padre del superviviente era miembro del Parlamento escocés, y no un diputado cualquiera. Seis meses atrás, Jack Bell había sido protagonista de un incidente con la policía, que le había detenido cuando paseaba en coche por la zona de prostitución de Leith. Los vecinos del barrio se habían manifestado varias veces exigiendo la intervención policial y la policía había respondido con una redada nocturna, en la que, entre otros, pescaron a Jack Bell.
Bell había reivindicado su inocencia, alegando que estaba allí exclusivamente por «motivos de investigación»; su esposa lo había corroborado, la mayoría de su partido también y la cúpula policial había optado por dar carpetazo al asunto. Pero entretanto los periódicos se habían cebado con Bell, y el diputado había acusado a la policía de actuar confabulada con la «prensa basura» y de acosarle por ser quien era.
El resentimiento de Bell se propagó de tal modo que denunció varias veces en el Parlamento la ineficacia de las fuerzas policiales y la necesidad de un cambio. Y ahora en los ambientes policiales todos opinaban que causaría problemas.
A Bell lo habían detenido agentes de la comisaría de Leith, encargada, precisamente, del crimen del colegio Port Edgar.
Además, South Queensferry era de su jurisdicción.
Y por si aquello fuera poco, una de las víctimas era hijo de un juez.
Todo lo cual conducía al segundo motivo por el que se había convertido en el tema del día en St Leonard’s. Se sentían excluidos. Siendo jurisdicción de Leith, no les quedaba otra opción que esperar a que pidieran refuerzos. Pero Siobhan lo dudaba. El caso estaba claro, asesino y víctimas yacían en el depósito. Aunque para que Gill Templer...
—¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de jefatura!
El imperioso graznido surgió de un altavoz en el techo justo encima de su cabeza. Los dos agentes de la cantina se volvieron para mirarla y ella dio un sorbo a la lata procurando no inmutarse, pero sintió un escalofrío que no tenía que ver con el frescor de la bebida.
—¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!
Estaba delante de la puerta de cristal. Fuera, en el aparcamiento, su coche ocupaba su hueco obedientemente. ¿Qué haría Rebus, marcharse o esconderse? No pudo contener una sonrisa al encontrar la respuesta: ni una cosa ni otra; seguramente subiría los escalones de dos en dos hasta el despacho de la jefa convencido de que él tenía razón y de que ella, dijera lo que dijera, estaba equivocada.
Tiró la lata y se dirigió a la escalera.
—¿Sabe por qué quería verla? —preguntó la comisaria Gill Templer.
Estaba sentada detrás de su escritorio, lleno de papeles con el trabajo del día. Templer era responsable de la División B, que comprendía tres comisarías del sur de Edimburgo cuya jefatura estaba en St Leonard’s. Su trabajo no era tan arduo como otros, aunque la situación cambiaría cuando finalmente trasladaran el Parlamento escocés a la nueva sede que estaban construyendo al pie de Holyrood Road. Templer dedicaba ya una desproporcionada cantidad de tiempo a reuniones sobre las necesidades del nuevo Parlamento, y Siobhan sabía cuánto lo detestaba. Nadie se hacía policía por amor al papeleo. Sin embargo, el presupuesto y los gastos ocupaban cada vez más su trabajo; los comisarios que resolvían sus investigaciones sin sobrepasar el presupuesto eran ejemplares raros, y los que lo rebajaban, seres de otro planeta.
Siobhan se daba cuenta de que a Templer aquello le pasaba factura. Siempre había tenido un aspecto hostil. Comenzaba a tener canas. O no lo había advertido o no tenía tiempo para teñírselas. Empezaba a perder la batalla contra el tiempo, y Siobhan se preguntó qué precio le harían pagar para ascender. Suponiendo que aún siguiera teniendo una carrera en la policía.
Templer parecía preocupada mientras rebuscaba en un cajón de su escritorio. Finalmente se dio por vencida y lo cerró para centrarse en Siobhan. Al mirarla, bajó la barbilla, lo que le endureció la mirada. Siobhan detectó los acentuados pliegues que le surcaban el cuello y la boca, y comprobó que había engordado cuando cambió de postura en la butaca y se estiró la chaqueta por debajo del pecho. Demasiada comida rápida o exceso de cenas oficiales con los jefazos. Siobhan, que aquella mañana había ido al gimnasio a las seis, se enderezó e irguió ligeramente la cabeza.
—Supongo que será por lo de Martin Fairstone —dijo anticipándose a Templer y dando el primer golpe del combate. Al ver que callaba, prosiguió—: Yo no tuve nada que ver...
—¿Dónde está John? —cortó, tajante, Templer.
Siobhan tragó saliva.
—No está en su casa —continuó Templer—. Envié a alguien para que lo comprobara. Y según dice usted se ha tomado dos días de baja por enfermedad. ¿Dónde está, Siobhan?
—Yo no...
—El caso es que hace dos días vieron a Martin Fairstone en un bar. Nada raro, salvo que le acompañaba un tipo muy parecido al inspector Rebus. Un par de horas después el tal Fairstone perece achicharrado en la cocina de su casa. —Hizo una pausa—. Eso suponiendo que aún viviera cuando se inició el fuego.
—Señora, de verdad que yo no...
—A John le gusta protegerla, ¿verdad, Siobhan? No hay nada malo en ello. John tiene algo de caballero medieval, ¿a que sí? Siempre anda buscando algún dragón con quien enfrentarse.
—Este caso no tiene nada que ver con el inspector Rebus, señora.
—Entonces ¿por qué se esconde?
—A mí no me consta que se haya escondido.
—¿Entonces le ha visto? —Una simple pregunta que Templer acompañó de una sonrisa—. Me apostaría algo.
—No está en condiciones de venir a comisaría —replicó Siobhan, consciente de que su defensa iba perdiendo fuerza.
—Si no puede venir aquí, estaré encantada de que me lleve hasta él.
Siobhan se vio desarmada.
—Antes tendré que decírselo.
Templer negó con la cabeza.
—Esto no es negociable, Siobhan. Por lo que me dijo, Fairstone la acosaba y le puso un ojo morado.
Siobhan se llevó involuntariamente la mano al pómulo izquierdo. Casi no quedaba marca. Apenas una sombra que podía disimular con maquillaje o apelando al cansancio, pero todavía se le notaba cuando se miraba en el espejo.
—Y ahora ha muerto —prosiguió Templer— en un incendio posiblemente provocado. Así que comprenderá que tengo que hablar con todos los que le vieron aquella noche. —Otra pausa—. ¿Cuándo le vio por última vez, Siobhan?
—¿A quién, a Fairstone o a Rebus?
—A los dos, ya que estamos.
Siobhan no contestó. Trató de agarrarse a los brazos metálicos de su asiento, pero no tenía. Era nuevo y más incómodo que el viejo. En ese momento advirtió que la poltrona de Templer era también nueva y que estaba ligeramente más elevada. Un truco para cobrar ventaja sobre las visitas... lo que significaba que la gran jefa necesitaba tales artificios.
—Con todo respeto —dijo Siobhan tras hacer una pausa—. Creo que no estoy preparada para contestar, señora.
Se levantó sin estar segura de volver a sentarse si Gill Templer se lo mandaba.
—Es muy decepcionante, sargento Clarke —dijo Templer con voz fría; prescindía de su nombre de pila—. ¿Le dirá a John que hemos hablado?
—Lo que usted diga.
—Espero que tengan una buena coartada por si abrimos una investigación.
Siobhan asintió a la amenaza. Bastaría con una petición de la jefa para que aparecieran los de expedientes con sus carteras llenas de preguntas y sospechas. El Departamento de Expedientes Disciplinarios.
—Gracias, señora —se limitó a decir antes de abrir la puerta y cerrarla al salir.
Había un lavabo en el pasillo; entró y fue a sentarse en el cubículo. Abrió una bolsa de papel que llevaba en el bolsillo y respiró dentro. La primera vez que tuvo un ataque de pánico temió hallarse al borde de un paro cardíaco: el corazón le latía con fuerza, no le respondían los pulmones y sentía una oleada de electricidad por todo el cuerpo. El médico le recomendó tomarse unos días de descanso. Ella había acudido a la consulta convencida de que la enviaría al hospital a hacerse pruebas, pero el médico le sugirió que comprara un libro sobre su enfermedad. Lo encontró en una farmacia. El primer capítulo describía todos sus síntomas y sugería algunas medidas. Cortar la cafeína y el alcohol, la sal y las grasas y, en caso de ataque, respirar dentro de una bolsa de papel.
El médico le dijo que tenía la tensión un poco alta y le sugirió hacer ejercicio. Había empezado a ir una hora antes a la comisaría para pasar por el gimnasio al final del día. Se había propuesto también ir a nadar a la piscina Commonwealth, que estaba muy cerca.
—Soy cuidadosa con las comidas —le había comentado al médico.
—Bien, haga una lista a lo largo de una semana —añadió él; pero de momento no se había molestado y seguía olvidándose el bañador.
Demasiado fácil echarle la culpa a Fairstone.
Fairstone había comparecido ante el tribunal con dos cargos: allanamiento de morada y agresión. Una vecina le desafió cuando escapaba y Fairstone le hundió la cabeza contra la pared de una patada. Fue tal el impacto que se le quedó marcada la suela de la zapatilla en la cara. Siobhan prestó declaración como mejor supo, pero no pudieron encontrar la zapatilla, ni tampoco nada de lo sustraído en casa de Fairstone. La vecina, por su parte, describió al agresor, reconoció su foto en las fichas policiales y lo identificó en una rueda de sospechosos. Pero había problemas y el fiscal los había detectado de inmediato: no había huellas en el lugar del crimen y nada que incriminara a Fairstone salvo por el hecho de que era un ladrón condenado en otras ocasiones por agresión.
—Habría estado bien encontrar la zapatilla —comentó el fiscal jefe mesándose la barba al tiempo que preguntaba si no convendría retirar los dos cargos a cambio de un arreglo.
—¿Y que le den un cachete y se vaya a su casa como si nada? —había replicado Siobhan.
En el juicio, la defensa arguyó ante Siobhan que la primera descripción de la vecina apenas se correspondía con el aspecto físico del imputado. La incertidumbre de la víctima tampoco ayudó, y la defensa lo explotó al máximo. Siobhan dio tantas pistas como pudo para probar los antecedentes del acusado, pero finalmente el juez no tuvo más remedio que atender a las protestas del defensor y amonestarla.
—Es el último aviso, sargento Clarke —le dijo—. Así que, si no tiene algún motivo para malmeter contra la Corona, le sugiero que a partir de ahora medite más cuidadosamente sus respuestas.
Fairstone le acababa de clavar la mirada deliberadamente, y después, tras el veredicto de inocencia, salió del tribunal a grandes zancadas, como si tuviese muelles en los talones de sus zapatillas nuevas, y la agarró del hombro.
—Esto es una agresión —dijo ella; trataba de disimular lo furiosa y frustrada que se sentía.
—Gracias por sacarme de ahí —replicó él—. Tal vez algún día te devuelva el favor. Ahora voy al pub a celebrarlo. ¿Cuál es tu veneno favorito?
—Desaparece por la alcantarilla más cercana, ¿me oyes?
—Creo que me he enamorado —añadió él.
Esbozó una amplia sonrisa en su rostro delgaducho mientras alguien le llamaba a gritos. Era su novia, una rubia teñida vestida con chándal. En una mano sostenía un paquete de cigarrillos, y en la otra el móvil, pegado a la oreja. Ella y otros dos amigos eran su coartada.
—Creo que te reclaman.
—Pero yo te quiero a ti, Siob.
—¿Me quieres? —replicó Siobhan y aguardó a que él asintiera—. Entonces avísame la próxima vez que le vayas a pegar a una desconocida.
—Dame tu número de teléfono.
—Búscalo en el listín, en la sección «Policía».
—¡Marty! —gruñó la novia.
—Nos veremos, Siob —añadió él, sin dejar de sonreír, caminando de espaldas unos pasos antes de darse la vuelta.
Siobhan fue directamente a St Leonard’s para repasar el expediente de Fairstone. Al cabo de una hora le pasaron una llamada de centralita. Era él, desde un bar. Colgó. Diez minutos más tarde volvía a insistir... y otra vez diez minutos después.
Y al día siguiente.
Y toda la semana siguiente.
Al principio no supo cómo reaccionar. Dudaba de que sus silencios funcionaran. Más bien parecían divertirle y animarle a insistir. Rezó por que se cansara, por que encontrara otra distracción. Entonces, un buen día, apareció por la comisaría, e intentó seguirla hasta casa. Ella se dio cuenta y le hizo caminar de un lado para otro mientras pedía ayuda por el móvil. Se lo llevó un coche patrulla. Al día siguiente volvió a verle, fuera del aparcamiento, en la parte trasera de la comisaría. Le esquivó saliendo a pie por la puerta principal y cogió un autobús.
Sin embargo, Fairstone no desistía. Siobhan comprendió que lo que había empezado como una broma pesada se estaba convirtiendo en algo más serio. Así que invocó a una de sus mejores piezas. Rebus, de todos modos, se había dado cuenta: las llamadas a las que no respondía, las veces que la sorprendía mirando por la ventana, su modo de mirar a un lado y a otro cuando salían de servicio. Finalmente se lo contó y ambos fueron a hacerle una visita al piso de protección oficial que tenía en Gracemount.
La cosa había empezado mal, y Siobhan comprendió enseguida que su «pieza» jugaba según sus reglas. Hubo un forcejeo en el que la pata de una mesa se quebró, y la chapa de pino dejó al descubierto el aglomerado. Siobhan se sintió peor que nunca; débil por haber embarcado a Rebus en aquello en vez de resolverlo sola; temblando, torturada, sabiendo de antemano lo que sucedería, dejó que sucediera. Era instigadora y cobarde.
En el camino de vuelta pararon a tomar una copa.
—¿Tú crees que hará algo? —preguntó ella.
—Fue culpa suya —contestó Rebus—. Si continúa acosándote ya sabe a qué atenerse.
—¿A desaparecer del mapa, te refieres?
—Yo no hice más que defenderme, Siobhan. Tú lo viste —replicó él mirándola a los ojos hasta que ella asintió.
Era cierto: Fairstone se había abalanzado sobre él y Rebus le había empujado hacia la mesita con intención de neutralizarle, pero se había roto la pata y cayeron al suelo durante el forcejeo. Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos. Fairstone, con la voz temblorosa de rabia, masculló que se largaran. Rebus le amenazó repitiéndole que «no se acercara a la sargento Clarke».
—Lárguense los dos.
—Se acabó, vámonos —había dicho Siobhan agarrando a Rebus del brazo.
—No estés tan segura —farfulló Fairstone escupiendo saliva.
—Más vale que sí, amigo, si no quiere que empecemos con los fuegos artificiales —fue lo último que dijo Rebus.
Siobhan quiso preguntarle qué había querido decir, pero lo que hizo fue invitarle a la última copa. Aquella noche, en la cama, se quedó adormecida mirando fijamente el techo hasta que de pronto se despertó aterrorizada; se tiró al suelo invadida por una oleada de adrenalina y salió del dormitorio a gatas, convencida de que moriría si se incorporaba. Superado el ataque, se puso de pie apoyándose en la pared del pasillo y volvió despacio a la cama, donde se tumbó hecha un ovillo.
«Es más común de lo que piensa», le diría el médico más adelante, después del segundo ataque.
Entretanto, Martin Fairstone había presentado una denuncia de acoso que acabó retirando, pero no dejó de llamarla. Ella no le dijo nada a Rebus, prefería no saber lo que significaba «fuegos artificiales».
No había nadie en el Departamento de Investigación Criminal. Los agentes estaban de servicio o prestando declaración en los tribunales. A veces se perdían horas esperando a testificar y luego el juicio se eternizaba, el caso se sobreseía o el acusado presentaba recurso; otras veces alguien del jurado estaba en paradero desconocido o una persona crucial para el caso caía enferma. Pasaba el tiempo y al final se pronunciaba el veredicto de inocencia. Pero, incluso, cuando era de culpabilidad, en muchas ocasiones todo quedaba en una multa o el acusado quedaba en libertad condicional. Las cárceles estaban llenas y se veían cada vez más como el último recurso. Siobhan no creía haberse vuelto cínica, era puro realismo. Últimamente habían llovido las críticas. Se decía que en Edimburgo había más guardias de tráfico que policías, y cuando sucedía algo como lo de South Queensferry, la situación se agravaba. Permisos, bajas por enfermedad, papeleo y tribunales... el día se hacía demasiado corto; Siobhan sentía que se le acumulaban los problemas. Su trabajo se había resentido por culpa de Fairstone. Todavía podía sentir su presencia. Cuando sonaba el teléfono sentía escalofríos y se había encontrado un par de veces mirando por la ventana para ver si su coche estaba fuera. Era irracional pero no podía evitarlo. Y sabía, por supuesto, que no era un asunto del que pudiera hablar con cualquiera sin parecer débil.
Sonó el teléfono de Rebus. Si no contestaba, la centralita pasaría la llamada a otra extensión. Se dirigió a su escritorio deseando que dejase de sonar, pero no lo hizo. Y descolgó.
—¿Diga?
—¿Quién habla? —dijo una voz de hombre enérgica y formal.
—La sargento detective Clarke.
—¿Cómo estás, Siob? Soy Bobby Hogan.
Le había dicho al inspector Hogan que no la llamara Siob. Mucha gente lo prefería, para abreviar. Casi todo el mundo lo escribía mal. Recordó que Fairstone la había llamado Siob varias veces en un exceso de familiaridad. No le gustaba que la llamaran así y así debía decírselo a Hogan, pero no lo hizo.
—¿Mucho trabajo? —preguntó.
—¿Sabes que estoy llevando lo de Port Edgar? —contestó él—. Bueno, qué tontería, claro que lo sabes.
—Sí, ya he visto que sale muy bien en la tele, Bobby.
—Me encanta que me halaguen, Siob, pero la respuesta es «no».
—Yo ahora no tengo tanto trabajo —dijo ella sonriendo y mirando los montones de papeles que lo desmentían.
—Si necesito un par de manos extra te lo diré. ¿No está John ahí?
—¿Don Simpático? Está de baja. ¿Para qué lo quiere?
—¿Está en su casa?
—Yo podría darle el recado —añadió ella, intrigada por el tono de impaciencia en la voz de Hogan.
—¿Sabes dónde está?
—Sí.
—¿Dónde?
—No ha contestado a mi pregunta: ¿para qué lo quiere?
Hogan suspiró profundamente.
—Porque necesito una mano.
—¿Solo las suyas?
—Eso parece.
—Qué decepción.
—¿Cuánto puedes tardar en decírselo? —añadió Hogan sin hacer caso del comentario.
—Puede que no se encuentre bien del todo para ayudarle.
—Me sirve igual, a menos que esté con respiración asistida.
Siobhan se recostó en la mesa de Rebus.
—¿Qué es lo que pasa?
—Dile que me llame, ¿de acuerdo?
—¿Está en el colegio Port Edgar?
—Que me llame al móvil. Adiós, Siob.
—¡Un momento! —añadió Siobhan mirando hacia la puerta.
—¿Cómo dices? —masculló Hogan.
—Acaba de llegar. Se lo paso.
Le tendió el teléfono y le vio desaliñado. Pensó que se había emborrachado, pero enseguida lo comprendió: se había vestido como había podido, traía la camisa remetida de mala manera y la corbata simplemente colgando del cuello. En lugar de coger el auricular que le estaba tendiendo, Rebus se agachó y arrimó la oreja.
—Es Bobby Hogan —dijo Siobhan.
—¿Cómo estás, Bobby?
—John, no se oye bien...
—Acércamelo un poco —musitó Rebus mirando a Siobhan.
Ella le arrimó el auricular a la mejilla y advirtió que tenía el pelo sucio, aplastado por delante y de punta por detrás.
—¿Se oye ahora mejor, Bobby?
—Sí, ahora sí. John, tienes que hacerme un favor.
Rebus notó que el auricular se movía y miró a Siobhan, que dirigió la vista hacia la puerta. Él volvió la cabeza en esa dirección y vio que Gill Templer estaba en el umbral.
—¡A mi despacho! —exclamó—. ¡Inmediatamente!
Rebus se pasó la lengua por los labios.
—Bobby, te llamo dentro de un momento. La jefa quiere hablar conmigo.
Se incorporó, mientras la voz de Hogan sonaba cada vez más apagada y mecánica. Templer le hacía señas para que la siguiera. Él se encogió de hombros mirando a Siobhan y se dirigió a la puerta.
—Se ha marchado —le dijo ella por el auricular.
—¡Pues dile que vuelva!
—Me parece que no va a poder. Oiga... ¿por qué no me dice de qué se trata? A lo mejor yo podría ayudarle.
—Si no te importa dejaré la puerta abierta —dijo Rebus.
—Si quieres que se entere toda la comisaría, por mí no hay inconveniente.
—Es que me cuesta un poco cerrar picaportes —dijo Rebus dejándose caer en la silla de las visitas y levantando las manos para que Templer las viera. Las vio y cambió radicalmente de actitud.
—¡Por Dios bendito, John! ¿Qué te ha ocurrido?
—Me escaldé. No es tan grave como parece.
—¿Te escaldaste? —repitió ella reclinándose en la poltrona y apretando los dedos contra el borde de la mesa.
—Sí, eso es todo —asintió Rebus.
—¿A pesar de lo que yo crea?
—A pesar de lo que creas. Llené el fregadero para lavar los platos y metí las manos sin darme cuenta de que no había echado el agua fría.
—¿Cuánto tiempo exactamente?
—Lo suficiente para escaldarme, por lo visto —respondió, esbozó una sonrisa y pensó que la de los platos era una explicación más verosímil que la de la bañera.
Templer no parecía muy convencida.
Sonó el teléfono, pero Templer se limitó a descolgar y colgar.
—No eres el único con mala suerte. Martin Fairstone ha muerto en un incendio.
—Eso me ha dicho Siobhan.
—¿Y?
—Fue un accidente con una freidora. Cosas que pasan —añadió Rebus encogiéndose de hombros.
—Estuviste con él el domingo por la tarde.
—¿Ah, sí?
—Hay testigos que os vieron juntos en un bar.
—Tropecé con él de casualidad —dijo Rebus encogiéndose de hombros.
—¿Y saliste del bar con él?
—No.
—¿Fuiste con él a su casa?
—¿Quién lo dice?
—John...
—¿Quién dice que no ha sido un accidente? —preguntó él alzando la voz.
—Hay pendiente una investigación de los bomberos.
—Que tengan suerte —replicó Rebus. Trató inútilmente de cruzar los brazos, pero optó por dejarlos caer otra vez.
—Debe de dolerte —comentó Templer.
—Es soportable.
—¿Y fue el domingo por la noche?
Rebus asintió.
—Escucha, John... —añadió ella inclinándose hacia delante y apoyando los codos en la mesa—. Sabes que circularán rumores. Siobhan dijo que Fairstone la acosaba. Él lo negó, y además denunció que le habías amenazado.
—Pero retiró la denuncia.
—Y ahora Siobhan me dice que Fairstone la agredió. ¿Tú lo sabías?
Rebus negó con la cabeza.
—Ese incendio es una lamentable coincidencia.
—No tienes muy buen aspecto, ¿no? —añadió ella al tiempo que bajaba la vista.
—¿Desde cuándo tengo yo interés en tener buen aspecto? —replicó Rebus repasándose con parsimonia.
Muy a su pesar, Templer apenas pudo reprimir una sonrisa.
—Solo pretendo estar segura de que esto no tenga repercusiones.
—Ten plena seguridad, Gill.
—En ese caso, ¿te importa dejarlo oficialmente por escrito?
El teléfono volvió a sonar.
—¿Quiere que conteste yo? —dijo una voz.
Era Siobhan desde la puerta con los brazos cruzados. Templer la miró y cogió el teléfono.
—Comisaria Templer al habla.
Siobhan cruzó una mirada con Rebus y le hizo un guiño mientras Gill Templer escuchaba lo que le decían.
—Ya... sí... sí, ¿por qué no? ¿Puede decirme por qué precisamente él?
Rebus comprendió. Era Bobby Hogan. Quizá no era él quien llamaba; a lo mejor había hablado con el subdirector de la policía para que hiciera la llamada en su nombre. Necesitaba que Rebus le hiciera un favor. Hogan tenía ahora cierto poder, un poder conseguido gracias a su último caso. Se preguntaba qué clase de favor querría Bobby de él.
Templer colgó.
—Preséntate en South Queensferry. Por lo visto, el inspector Hogan necesita ayuda —dijo sin levantar la vista de la mesa.
—Gracias —contestó Rebus.
—Lo de Fairstone no termina aquí, John; no lo olvides. En cuanto Hogan acabe contigo, eres mío otra vez.
—Entendido.
Templer miró por encima de él a Siobhan, que seguía de pie en la puerta.
—Mientras tanto, tal vez la sargento Clarke pueda aclarar algo...
Rebus carraspeó.
—Hay un problema.
—¿Cuál?
Rebus alzó de nuevo las manos y giró despacio las muñecas.
—Podré echarle una mano a Bobby Hogan, pero necesitaré ayuda para todo lo demás. Así que si pudiera disponer durante cierto tiempo de la sargento Clarke... —añadió volviéndose a medias en la silla.
—Te conseguiré un conductor —replicó Templer.
—Pero para tomar notas, hacer llamadas y contestar al teléfono... necesito alguien del departamento y, ya que ella es la que está aquí... —Hizo una pausa—. Si me das permiso.
—Muy bien, vete con ella —contestó Templer; fingía que revisaba unos papeles—. Te diré algo en cuanto haya alguna novedad sobre el incendio.
—Muy encomiable, jefa —dijo Rebus y se levantó.
Volvieron al Departamento de Investigación Criminal y Rebus le pidió a Siobhan que le sacara del bolsillo de la chaqueta un frasquito de pastillas.
—Esos cabrones las racionan como si fueran oro. Dame un vaso de agua, haz el favor.
Ella cogió una botella de su mesa y le ayudó a tomarse dos comprimidos. Rebus le pidió otro y ella leyó la etiqueta.
—Aquí dice «tomar dos cada cuatro horas».
—Por uno más no pasa nada.
—A este ritmo los terminarás enseguida.
—Tengo una receta en el otro bolsillo. Pararemos en una farmacia por el camino.
—Gracias por pedirle a la jefa que te acompañara —dijo ella cerrando el frasquito.
—No hay de qué. ¿Quieres que hablemos de Fairstone? —añadió tras una pausa.
—No tengo mucho interés.
—Muy bien.
—Supongo que no somos responsables de nada —añadió ella clavando en Rebus la mirada.
—Exacto —dijo él—. Podemos concentrarnos en ayudar a Bobby Hogan. Pero antes quiero pedirte una cosa.
—¿Qué?
—¿Podrías anudarme bien la corbata? La enfermera no tenía ni idea.
—Estaba esperando la oportunidad de echarte las manos a la garganta —dijo ella sonriente.
—Si sigues por ese camino te mando con la jefa.
Pero no lo hizo, a pesar de que fue incapaz de anudarle la corbata incluso con sus indicaciones. Al final le ayudó la dependienta de la farmacia, mientras el farmacéutico buscaba el analgésico.
—Siempre se lo hacía a mi marido, que en paz descanse —comentó la mujer.
En la acera, Rebus miró la calle de arriba abajo.
—Necesito un cigarrillo —dijo.
—No esperes que yo te los encienda —replicó Siobhan cruzando los brazos. Él la miró—. Lo digo en serio —añadió ella—. Es la mejor oportunidad que vas a tener para dejar de fumar.
—Cómo disfrutas, ¿verdad? —replicó Rebus entrecerrando los ojos.
—Estoy empezando —admitió ella, y le abrió la puerta con una reverencia.