Читать книгу Una cuestión de sangre - Ian Rankin - Страница 8
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ОглавлениеNo había un itinerario rápido para llegar a South Queensferry. Cruzaron el centro de Edimburgo y enfilaron Queensferry Road y solo aumentaron la velocidad al entrar en la A90. La ciudad adonde iban estaba acurrucada entre los dos puentes —el viario y el del ferrocarril— que cruzan el Firth of Forth.
—Hacía siglos que no venía por aquí —dijo Siobhan por romper el silencio dentro del coche.
Rebus no se molestó en contestar. Se sentía como si cuanto le rodeaba estuviera vendado, acolchado. Debía de ser por las pastillas. Hacía un par de meses había llevado a Jean a South Queensferry, un fin de semana. Comieron en un bar, dieron una vuelta por el paseo marítimo y vieron zarpar la lancha de salvamento sin urgencia, seguramente en un simulacro. Luego habían ido en coche a Hopetoun House, donde contrataron una visita guiada por el majestuoso y recargado interior de la residencia. Sabía por las noticias que el colegio Port Edgar estaba cerca de Hopetoun House y creía recordar haber pasado en coche por delante de la verja, desde donde no se veía el edificio. Le dio indicaciones a Siobhan, pero acabaron metiéndose en un callejón sin salida. Ella dio media vuelta y encontró Hopetoun Road sin la ayuda del copiloto. En las inmediaciones del colegio tuvieron que sortear camionetas de equipos de televisión y los coches de los periodistas.
—Atropella a todos los que puedas —dijo Rebus antes de que un agente uniformado comprobara su placa y les abriera la puerta de hierro.
—Con un nombre como Port Edgar pensé que estaría a la orilla del mar —comentó Siobhan al cruzar la entrada.
—Hay un puerto deportivo llamado Port Edgar. No debe de estar lejos —dijo Rebus mirando hacia atrás cuando el coche superaba las curvas de una cuesta y se divisaba ya el agua de la que surgían mástiles como lanzas.
En ese momento, una arboleda volvió a ocultar la vista y cuando la volvieron a tener delante de ellos vio el edificio del colegio.
Era una típica construcción señorial escocesa: bloques de piedra oscura rematada por buhardillas y torreones. Una bandera con la cruz de san Andrés flameaba a media asta. El aparcamiento estaba lleno de vehículos oficiales y en torno a una caseta prefabricada se arremolinaba un grupo de gente. En aquella localidad no había más que una pequeña comisaría probablemente incapaz de hacer frente al caso. Cuando los neumáticos del coche hicieron crujir la grava, varias cabezas se volvieron y Rebus reconoció unas cuantas caras, pero nadie se molestó en sonreír o saludar. Cuando Siobhan detuvo el coche, el inspector intentó abrir la portezuela, pero tuvo que esperar a que ella bajara, diera la vuelta y le abriese.
—Gracias —dijo al apearse.
Se les acercó un policía uniformado que Rebus conocía de Leith, un australiano llamado Brendam Innes, a quien nunca preguntó por qué había ido a vivir a Escocia.
—Inspector Rebus —dijo Innes—, el inspector Hogan me ordenó que le dijera que está dentro del colegio.
Rebus asintió.
—¿Tiene un cigarrillo? —preguntó.
—No fumo.
Rebus miró a su alrededor buscando otra alternativa.
—Me dijo que fuera a verlo nada más llegar —añadió Innes, al tiempo que ambos se daban la vuelta al oír un ruido procedente de la caseta.
La puerta se abrió y un hombre bajó apresuradamente los tres peldaños. Iba vestido de funeral: traje negro, camisa blanca y corbata negra. Rebus le reconoció por el pelo plateado peinado hacia atrás. Era el diputado del Parlamento escocés Jack Bell, un hombre de cuarenta y tantos años, de mentón cuadrado y cara siempre bronceada. Era alto, ancho de hombros, y parecía un tipo que siempre se salía con la suya.
—¡Tengo todo el derecho! —gritó—. ¡Todo el derecho del mundo! ¡Pero no debería extrañarme que me pongan toda clase de impedimentos!
Grant Hood, portavoz del caso, había aparecido en la puerta.
—Tiene perfecto derecho a opinar lo que quiera, señor —dijo como única réplica.
—¡No es una opinión sino un hecho absolutamente irrefutable! Hace seis meses que se cubrieron de ridículo y no se les olvida, ¿verdad?
—Perdone usted... —dijo Rebus acercándosele.
—¿Sí? ¿Qué desea? —respondió Bell volviéndose.
—Se me ocurre que podría bajar un poco la voz... por respeto.
—¡No me venga con ese numerito! —replicó Bell alzando un dedo amenazador—. ¡Sepa que ese loco habría podido matar a mi hijo!
—Me consta, señor.
—He venido en representación de mis electores y exijo que me dejen entrar... —añadió Bell haciendo una pausa para respirar—. Por cierto, ¿quién es usted?
—El inspector Rebus.
—En ese caso, no me sirve de nada. Quiero ver a Hogan.
—El inspector Hogan está más que ocupado en este momento. Desea usted ver el aula, ¿verdad? —Bell asintió, mirando a su alrededor como si buscase a alguien más útil que Rebus—. ¿Podría explicarme por qué, señor?
—¿A usted qué le importa?
Rebus se encogió de hombros.
—Lo digo porque como voy a hablar ahora con el inspector Hogan —añadió Rebus dándose la vuelta y echando a andar— pensé que podría darle algún recado de su parte.
—Espere —dijo Bell en tono algo más tranquilo—. Tal vez usted mismo podría enseñarme...
—Será mejor que espere aquí —replicó Rebus negando con la cabeza—. Yo le informaré de lo que diga el inspector Hogan.
Bell asintió, pero no se mordió la lengua.
—Esto es un escándalo. ¿Cómo es posible que cualquiera entre en un colegio con un arma?
—Es lo que tratamos de averiguar, señor —contestó Rebus. Miró al diputado de arriba abajo—. ¿No tendría usted un cigarrillo?
—¿Cómo?
—Un cigarrillo.
Bell negó con la cabeza y Rebus volvió a encaminarse hacia el colegio.
—Estaré esperando, inspector. ¡No pienso moverme de aquí!
—Muy bien, señor. Es lo mejor que puede hacer.
Delante de la fachada del colegio se extendía un césped en leve pendiente con campos de juego a un lado. Los policías estaban ocupados expulsando a unos intrusos que habían saltado el perímetro. Rebus se preguntó si serían periodistas, aunque lo más probable era que fuesen los típicos morbosos que acuden al lugar del crimen. En ese momento vio que había un edificio moderno detrás de la escuela. Un helicóptero lo sobrevoló. No vio cámaras a bordo.
—Ha tenido gracia —dijo Siobhan dándole alcance.
—Siempre es un placer conocer a un político —dijo Rebus—. Sobre todo a uno que tiene en tanta estima a nuestra profesión.
La entrada principal del colegio era una puerta doble de madera tallada y cristaleras. Dentro había un vestíbulo con ventanas de guillotina que daba a una oficina, seguramente la secretaría. Allí estaba ella, protegida tras un gran pañuelo blanco, probablemente del policía que le tomaba declaración, un tipo que a Rebus le resultaba conocido, aunque no recordaba su nombre. Otra puerta doble —que habían dejado abierta— daba paso al colegio propiamente dicho. Se leía un letrero que decía: se ruega a las visitas pasar por secretaría y una flecha que señalaba hacia las ventanas corredizas.
Siobhan señaló un rincón del techo en que había una cámara. Rebus asintió mientras cruzaban la doble puerta y enfilaban un largo pasillo con una escalera a un lado y una vidriera de colores al fondo. El suelo de madera pulida crujió bajo sus pasos. En las paredes había retratos de antiguos profesores, sentados en su despacho o cogiendo un libro de una estantería. Más adelante había los listados con los nombres de los prefectos y los directores caídos en servicio a la patria.
—No debió de resultarle difícil entrar —comentó Siobhan pensativa. Sus palabras resonaron en el silencio y vieron asomar una cabeza por una puerta del pasillo.
—Sí que has tardado —tronó la voz del inspector Bobby Hogan—. Entra a echar un vistazo.
Era la sala de recreo del sexto curso. Medía unos seis metros por cuatro, y había unas ventanas altas que daban al exterior. Había unas diez sillas, un escritorio con un ordenador y una vieja cadena de alta fidelidad con cedés y casetes desparramados en un rincón. En algunas de las sillas había revistas: FHM, Heat, M8, y una novela abierta boca abajo. Se veían chaquetas de uniforme y mochilas que colgaban de unas perchas bajo las ventanas.
—Podéis entrar —dijo Hogan—. Los de la científica ya lo han examinado todo, milímetro a milímetro.
Entraron en el aula. Sí, los de la Policía Científica habían estado allí, porque allí era donde habían ocurrido los hechos. Había salpicaduras de sangre en una pared, un fino moteo de color rojo pálido. Había gotas más grandes en el suelo, y lo que parecían resbaladuras en un par de charcos. Los puntos en que la Policía Científica había recogido pruebas estaban señalados con tiza blanca y cinta adhesiva amarilla.
—Entró por una puerta lateral —dijo Hogan—. Era la hora de recreo y no estaba cerrada. Vino por el pasillo hasta aquí. Como hacía buen día, la mayoría de los chicos estaban afuera y solo encontró a tres —añadió Hogan señalando con la cabeza hacia el lugar que habían ocupado las víctimas— que estaban escuchando música y leyendo revistas.
Parecía hablar solo, como si esperara que encontraran las respuestas a fuerza de repetir la historia.
—¿Por qué aquí? —preguntó Siobhan.
Hogan alzó la vista como si reparara en ella por primera vez.
—Hola, Siob —dijo—. ¿Has venido a curiosear?
—Ha venido a ayudarme —terció Rebus alzando las manos.
—Dios, John, ¿qué te ha sucedido?
—Es una larga historia, Bobby. Lo que pregunta Siobhan es muy pertinente.
—¿Te refieres al colegio en concreto?
—No solo eso —respondió Siobhan—. Ha dicho que la mayoría de los chicos estaban afuera. ¿Por qué no empezó a disparar contra ellos?
—Espero averiguarlo —dijo Hogan encogiéndose de hombros.
—Bien, ¿en qué podemos ayudarte, Bobby? —preguntó Rebus.
Él se había quedado en el umbral, mientras Siobhan miraba los carteles de las paredes. En uno de ellos, Eminem hacía un corte de mangas al público y a su lado se veía un grupo de gente vestida con monos y máscaras de goma que parecían comparsas de una película de terror de bajo presupuesto.
—Había sido militar, John —dijo Hogan—. De los SAS más concretamente, y recordé que me dijiste que habías intentado alistarte en las Fuerzas Aéreas.
—De eso hace más de treinta años, Bobby.
—Y por lo visto era un tipo solitario —prosiguió Hogan sin escucharle.
—¿Un solitario rencoroso? —preguntó Siobhan.
—Quién sabe.
—¿Es eso lo que quieres que indague? —dijo Rebus.
Hogan le miró.
—Todos sus posibles amigos serán como él: desechos de las Fuerzas Armadas. Es posible que se sinceren con alguien que estuvo en su bando.
—De eso hace más de treinta años —repitió Rebus—. Y gracias por asociarme con los desechos.
—Bah, ya sabes a qué me refiero... Será solo un par de días, John. Es todo lo que te pido.
Rebus salió al pasillo y miró a su alrededor. Era un lugar tranquilo y apacible. Y, sin embargo, en dos segundos había cambiado todo. Ni el colegio ni la ciudad volverían a ser los mismos. Las víctimas quedarían marcadas para siempre. La pobre secretaria que habían visto en la entrada quizá nunca fuera capaz de prescindir de aquel pañuelo prestado; los familiares enterrarían a los muertos sin poder borrar de sus mentes el terror del momento final.
—¿Qué me dices, John? —añadió Hogan—. ¿Me ayudarás?
Algodón suave y calentito... te protege, amortigua... «Ningún misterio... perdió la chaveta», en palabras de Siobhan.
—Una pregunta, Bobby.
Bobby Hogan parecía cansado y ligeramente perdido. Las investigaciones en Leith solían ser por asuntos de droga, navajazos, prostitución. Casos que sabía resolver. Rebus creía que le había llamado porque necesitaba un amigo a su lado.
—Tú dirás —dijo Hogan.
—¿Tienes un cigarrillo?
Había tanta gente en la caseta prefabricada que casi no podían moverse. Hogan cargó a Siobhan con el papeleo acumulado sobre el caso, fotocopias recién salidas de la oficina del colegio. Afuera, en el césped, había unas gaviotas curioseando. Rebus les lanzó la colilla y las aves corrieron hacia ella.
—Podría denunciarte por crueldad —dijo Siobhan.
—Lo mismo digo —replicó Rebus mirando el montón de papeles. Vio que Grant Hood colgaba y guardaba el teléfono en el bolsillo—. ¿Dónde ha ido nuestro amigo? —le preguntó Rebus.
—¿Te refieres a Jack el Sucio?
Rebus sonrió por el epíteto con que un periódico sensacionalista había obsequiado en primera página a Jack Bell tras su detención.
—Sí, a ese.
Hood señaló con la cabeza hacia la entrada del recinto.
—Uno de la televisión le ha sugerido hacer una toma ante la verja y ha salido disparado.
—Y eso que me dijo que no se movería de aquí. ¿Se comportan los de la prensa?
—¿Tú qué crees?
Rebus respondió con una mueca. El teléfono de Hood sonó de nuevo. Se volvió de lado para responder. Rebus vio que Siobhan se agachaba a recoger unas hojas que se le habían caído al abrir el maletero.
—¿Está todo? —preguntó Rebus.
—De momento, sí —contestó ella, y cerró el maletero de golpe—. ¿Adónde nos lo llevamos?
Rebus miró el cielo lleno de nubes densas, moviéndose rápido. Probablemente el viento era demasiado fuerte para que lloviera. Le pareció oír en la lejanía un repicar metálico contra los mástiles.
—Podríamos ir a un pub. Hay uno que se llama Boatman’s junto al puente... —Ella lo miró fijamente—. En Edimburgo es tradición —añadió él encogiéndose de hombros—. Es desde donde se dirigían los negocios antiguamente.
—Y hay que respetar las tradiciones.
—Yo siempre he sido partidario de los viejos métodos.
Siobhan, sin replicar, abrió la portezuela del conductor, se sentó al volante e instintivamente cerró y giró la llave de contacto, pero, de pronto, al recordar, se inclinó y estiró el brazo para abrirle a Rebus.
—Muy amable —dijo él y se sentó sonriente.
No conocía South Queensferry muy bien, pero sí sus pubs. Se había criado al otro lado del fiordo y recordaba la vista desde North Queensferry, la forma en que los dos puentes se descolgaban vistos desde el sur. El mismo policía abrió la verja y vieron que Jack Bell estaba fuera, en medio del camino, hablando a cámara.
—Obséquiales con un buen bocinazo —dijo Rebus, y Siobhan así lo hizo.
El periodista bajó el micrófono y se dio la vuelta enfurecido, el cámara se puso los auriculares al cuello, y Rebus saludó con la mano al diputado con una especie de sonrisa de disculpa, mientras los curiosos invadían la mitad de la calzada para escrutar el interior del coche.
—Me siento como una repugnante pieza de exposición —musitó Siobhan.
Una caravana de coches circulaba despacio a su lado. Eran los curiosos, gente anodina con sus hijos y la cámara de vídeo. Cuando Siobhan iba a dejar atrás la modesta comisaría local, Rebus dijo que bajaría para desentumecer las piernas.
—Nos vemos en el pub.
—¿Adónde vas?
—Quiero respirar la atmósfera del sitio. —Hizo una pausa—. Una pinta para mí si llegas tú primero.
Miró cómo se alejaba incorporada a la caravana de coches, y se detuvo a contemplar el puente del Forth, el zumbido de sus coches y camiones, un murmullo parecido al oleaje, y distinguió en lo alto diminutas siluetas apoyadas en la barandilla, mirando hacia abajo. Sabía que en el lado opuesto, desde donde se veía mejor el colegio, habría más. Meneó la cabeza y siguió caminando.
Los comercios en South Queensferry se concentraban en una sola calle entre High Street y Hawes Inn. Pero el cambio se acercaba. No hacía mucho, al cruzar en coche para tomar el puente de la carretera, Rebus había descubierto un supermercado y un parque empresarial nuevos. Un gran anuncio invocaba a los atascados: ¿harto de desplazarse a diario al trabajo? Trabaje aquí. El mensaje decía que Edimburgo estaba superpoblada y que su tráfico era cada vez peor. South Queensferry pretendía incorporarse al movimiento antiurbanita. Pero, en la calle mayor, con sus tiendecitas, las aceras estrechas y la vieja oficina de información turística, no había indicio de ello. Rebus conocía algunas de las historias: un incendio en la destilería de VAT 69 que inundó las calles de whisky caliente, gente que se lo bebió y terminó en el hospital; la de un mono que degolló a un pinche de cocina; apariciones como la del legendario perro de Mowbray, y el Burry Man.
El Burry Man era una fiesta anual. Se adornaban las calles con guirnaldas y banderines y había una procesión que recorría el pueblo. Todavía faltaban meses, pero Rebus se preguntaba si aquel año celebrarían el desfile.
Pasó ante una torre con reloj. Las coronas de flores del día de los caídos estaban intactas. La calle era tan estrecha que la calzada se ensanchaba en algunos puntos invadiendo la acera para que los coches pudieran pasar. De vez en cuando atisbaba un trozo del fiordo por detrás de las casas del lado izquierdo. Las de la acera opuesta formaban un bloque continuo con tiendas de una sola planta y terraza, y tras ellas se levantaba otra hilera de viviendas. Dos viejas cruzadas de brazos cuchicheaban frente a la puerta abierta de una casa y le miraron de reojo, sabiendo que era forastero. Sus ceños fruncidos delataban que le habían tomado por otro morboso.
Continuó caminando y pasó por una tienda de periódicos. Había varias personas reunidas, comentando las noticias. Por la acera contraria desfiló un equipo de televisión, distinto del que había en las puertas del colegio. El operador, cámara en mano, cargaba el trípode al hombro, y el sonidista llevaba el equipo en bandolera, los auriculares al cuello y el micrófono enhiesto como un rifle. Iban a la búsqueda un buen decorado, capitaneados por una joven rubia que miraba en todos los soportales para localizar el escenario ideal. Rebus creyó reconocerla y pensó que debía de ser un equipo de Glasgow. Su reportaje arrancaría con: «Los habitantes de una pacífica localidad costera, consternados, tratan de sobreponerse al horror que irrumpió... todos se hacen interrogantes que nadie puede esclarecer de momento...». Bla, bla, bla. Él habría podido escribir el guion. Como la policía no daba información, los periodistas no tenían otro remedio que acosar a los lugareños para obtener detalles banales y sacarles el mayor jugo posible.
Les había visto hacerlo en Lockerbie y estaba seguro de que en Dunblane había sucedido lo mismo. Ahora le tocaba a South Queensferry. La calle giraba a un lado y desembocaba en el paseo marítimo. Se detuvo un instante y se dio la vuelta para mirar el centro de la ciudad, que quedaba oculto en su mayor parte por árboles, nuevos edificios y el arco que acababa de cruzar. Vio el rompeolas y pensó que era un lugar tan adecuado como otro cualquiera para encender el cigarrillo que le había dado Bobby Hogan y que llevaba en la oreja; quiso cogerlo pero se le escapó de la mano y cayó al suelo, donde una ráfaga de viento lo hizo rodar. Se agachó siguiendo su trayectoria y, al hacerlo, estuvo a punto de tropezar con unas piernas. El pitillo se había detenido ante la puntera de un zapato negro de tacón de aguja. Las piernas que continuaban los zapatos estaban enfundadas en unas medias negras de rejilla desgarradas. Rebus se enderezó. Era una chica de entre trece y diecinueve años, de pelo negro teñido y tieso, como de paja, al estilo de la cantante siniestra Siouxsie Sioux. Su rostro era de un blanco cadavérico, llevaba los ojos y los labios pintados de negro y vestía una cazadora de cuero negra sobre una especie de blusa de varias capas de gasa negra.
—¿Se ha cortado las venas? —preguntó al verle las manos vendadas.
—Si pisas ese cigarrillo es muy probable que lo haga.
La joven se agachó, lo recogió y se le acercó para ponérselo en la boca.
—Tengo un mechero en el bolsillo —dijo Rebus.
Ella lo sacó y le dio fuego ahuecando hábilmente las manos en torno a la llama y le clavó la mirada, como calibrando su reacción a la proximidad.
—Lo siento, pero es el único que me queda —dijo él.
Era difícil fumar y hablar al mismo tiempo. Ella debió de comprenderlo porque aguardó a que Rebus diera un par de caladas para quitarle el cigarrillo de la boca y llevárselo a la suya. Llevaba guantes negros de encaje que transparentaban las uñas pintadas de negro.
—No soy un experto en moda —dijo—, pero me parece que no vas de luto.
—No voy de luto, para nada —respondió ella abriendo la boca bastante para enseñar unos dientecitos blancos.
—Pero vas al colegio Port Edgar. —Ella le miró, sorprendida de que lo supiera—. Si no, seguramente estarías en clase. Solo los alumnos de Port Edgar tienen el día libre.
—¿Es usted periodista? —preguntó ella, y le volvió a poner el cigarrillo en la boca. Sabía a pintalabios.
—Soy poli —dijo Rebus—. Del Departamento de Investigación Criminal. —La chica no pareció impresionada—. ¿Conocías a las víctimas?
—Sí —replicó ella. Parecía ofendida, no quería quedarse fuera.
—Pero ya veo que te da igual.
La chica recordó sus propias palabras: «No voy de luto, para nada».
—Si acaso, me dan envidia —respondió clavando de nuevo los ojos en él.
A Rebus le intrigaba enormemente el aspecto que tendría sin maquillaje. Probablemente sería bonita, y hasta parecería frágil. El maquillaje era una máscara.
—¿Envidia?
—Han muerto, ¿no?
Aguardó a que él asintiera y luego se encogió de hombros. Rebus bajó la vista hacia el cigarrillo y ella se lo quitó y volvió a llevárselo a los labios.
—¿Quieres morirte?
—Siento simple curiosidad por saber qué se siente —dijo haciendo una O con los labios y lanzando un aro de humo—. Usted habrá visto muertos.
—Demasiados.
—¿Cuántos? ¿Ha visto morir a alguien?
—Tengo que irme —dijo Rebus decidido a no contestar, al tiempo que la chica hacía el gesto de devolverle prácticamente una colilla, pero él negó con la cabeza—. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Teri.
—¿Terry?
La joven le deletreó el nombre.
—Pero si quiere llámeme señorita Teri.
Rebus sonrió.
—Imagino que es un nombre inventado —replicó—. Tal vez nos veamos, señorita Teri.
—Puede verme siempre que le apetezca, señor investigador —dijo ella dándose la vuelta y echando a caminar en dirección al centro, muy decidida sobre sus tacones altos, atusándose el pelo hacia atrás y dirigiéndole un vaporoso saludo con la mano enguantada, sabiendo que la estaba mirando, disfrutando de su papel.
Rebus creía que la muchacha era una gótica. Había visto ejemplares en Edimburgo reunidos frente a tiendas de discos. Durante un tiempo un edicto municipal les prohibió la entrada a los jardines de Princes Street. Un parterre pisoteado y una papelera desparramada; la noticia le había hecho sonreír. El linaje se remontaba hasta los punks y los teddy boys, quinceañeros que pasaban sus ritos iniciáticos. Él también había sido un rebelde antes de alistarse en el Ejército. Era demasiado joven para unirse a la primera oleada de teddy boys, pero más adelante fue con una chaqueta de cuero cruzada y con un peine de metal afilado en el bolsillo. No era una cazadora auténtica de motero. La cortó con un cuchillo de cocina y le quedó deshilachada por abajo, dejando ver la costura.
Un rebelde.
La señorita Teri desapareció por la curva de la calle y Rebus se encaminó al Boatman’s, donde Siobhan le aguardaba en la mesa con las bebidas.
—Pensé que iba a tener que tomarme tu cerveza —le reprochó ella.
—Lo siento —replicó él, mientras cogía el vaso entre las manos y lo levantaba.
Siobhan había encontrado una mesa en un rincón y había desplegado los dos montones de papeles, su limonada y una bolsa de cacahuetes.
—¿Qué tal tus manos? —preguntó.
—Me preocupa no poder volver a tocar más el piano.
—Una trágica pérdida para la música.
—Siobhan, ¿tú no escuchas heavy metal?
—Si puedo evitarlo, no. —Hizo una pausa—. Quizás algo de Motorhead para animarme.
—Me refería a cosas actuales.
Ella negó con la cabeza.
—¿Crees que este es un buen sitio? —preguntó.
Rebus miró a su alrededor.
—La gente no nos mira y no vamos a repasar fotos repugnantes de autopsias ni nada por el estilo.
—Pero hay fotos del lugar del crimen.
—Déjalas de momento —dijo él dando otro sorbo de cerveza.
—¿Seguro que puedes beber alcohol con esas pastillas que estás tomando?
Rebus no contestó. En su lugar señaló con la cabeza hacia uno de los montones de papeles.
—Bien —dijo—, ¿qué es lo que tenemos y cuánto tiempo podemos alargar esta misión?
—¿No tienes ganas de otra charla con la jefa? —preguntó ella sonriendo.
—No me digas que tú sí...
Siobhan pareció reflexionar y luego se encogió de hombros.
—¿Te alegra que Fairstone haya muerto? —preguntó Rebus.
Ella le miró furiosa.
—Era simple curiosidad —añadió Rebus; pensaba en la señorita Teri.
Se esforzó en coger una de las hojas hasta que Siobhan se dio cuenta y se la entregó. Se sentaron uno al lado del otro sin percatarse de que la tarde avanzaba implacable hacia el crepúsculo.
Siobhan fue a la barra a por otra ronda. El camarero intentó entablar conversación con el pretexto del montón de papeles, pero ella cambió de tema y acabaron hablando de escritores. Siobhan ignoraba la relación del Boatman’s con Walter Scott y Robert Louis Stevenson.
—No crea que está tomando algo en cualquier pub —dijo el camarero—. El Boatman’s está cargado de historia.
Era una frase que habría repetido hasta la saciedad, y Siobhan se sintió como una turista. Estaba a quince kilómetros del centro, y todo parecía distinto. No solo por el crimen del colegio, del que, por cierto, el camarero no había dicho palabra. Los edimburgueses tendían a agruparse en las cercanías de la ciudad: Portobello, Musselburgh, Currie, South Queensferry, localidades consideradas «pedazos» de la capital. Sin embargo, todas se resistían a perder su identidad, incluso Leith, tan directamente conectada al centro por el horrible cordón umbilical de Leith Walk. Siobhan se preguntó por qué fuera de Edimburgo todo era distinto.
Algo había atraído a Lee Herdman hasta allí. Había nacido en Wishaw y se había incorporado al Ejército a los diecisiete años, había servido en Irlanda del Norte y en el extranjero; a continuación se había enrolado en los SAS. Ocho años en el regimiento hasta que regresó a lo que seguramente habría llamado la «vida civil». Abandonó a su mujer y a sus dos hijos en Hereford, sede de los SAS, y se fue a vivir al norte. Los datos anteriores sobre su vida eran deslavazados y no había información sobre qué había sido de la esposa y los hijos ni por qué los había dejado. Vivía en South Queensferry desde hacía seis años. Y allí había muerto a la edad de treinta y seis.
Siobhan miró a Rebus que estaba enfrascado leyendo otra hoja. Él también había estado en el Ejército y Siobhan había oído rumores de que había seguido el curso de entrenamiento de los SAS. ¿Qué sabía ella de los SAS? Lo que había leído en el informe: Servicios Especiales del Ejército del Aire, base en Hereford. Lema: «El audaz vence». Miembros seleccionados entre los mejores soldados del Ejército. El regimiento había sido creado durante la Segunda Guerra Mundial como unidad de reconocimiento de amplio radio de acción, pero debía su fama al secuestro de rehenes en la embajada de Irán en Londres en 1980 y a la campaña de las islas Malvinas. Una nota a lápiz al pie de una página informaba que había solicitado a los antiguos jefes de Herdman toda la información posible. Siobhan se lo comentó a Rebus, quien se limitó a soltar un bufido, no creía que fueran de mucha ayuda.
Poco después de su llegada a South Queensferry, Herdman había abierto su negocio de alquiler de fuerabordas para esquiadores acuáticos y actividades similares. Siobhan ignoraba el precio de una lancha rápida y escribió una nota, una de las muchas que había tomado en el bloc que tenía a mano.
—Se lo toman sin prisas, ¿eh? —dijo el camarero.
Siobhan no se había dado cuenta de que había vuelto.
—¿Cómo?
El joven bajó la vista hacia las bebidas que Siobhan tenía delante.
—Ah, pues sí —dijo ella intentando esbozar una sonrisa.
—No se preocupe. A veces es mejor estar en un sueño.
Siobhan asintió al reconocer el argot escocés del camarero. Ella rara vez utilizaba palabras escocesas porque se le notaba el acento inglés, aunque el hecho de pronunciarlas mal en ocasiones resultaba útil en los interrogatorios porque la gente, al pensar que era forastera, solía cometer descuidos en las respuestas.
—He adivinado quiénes son —añadió el camarero.
Siobhan le observó: tendría veintitantos años, era alto y ancho de espaldas, tenía pelo negro corto y su rostro conservaría unos años aquellos pómulos marcados a pesar de la bebida, la comida y el tabaco.
—¿Ah, sí? —dijo ella apoyándose en la barra.
—De entrada pensé que eran periodistas, pero veo que no preguntan nada.
—¿Han venido periodistas? —preguntó Siobhan.
Él puso los ojos en blanco.
—Por eso, al verles trabajar con esos papeles —añadió él señalando con la cabeza hacia la mesa—, me imaginé que eran policías.
—Muy listo.
—¿Sabe que venía por aquí? Lee, quiero decir.
—¿Le conocía?
—Ah, sí, hablaba con él... lo de siempre, fútbol y todo eso.
—¿Montó alguna vez en su lancha?
El camarero asintió.
—Fue fantástico. Deslizarse a toda velocidad por debajo de los dos puentes mirando hacia arriba —dijo ladeando la cabeza, repitiendo el gesto para ella—. Lee era único para la velocidad. Se detuvo de golpe. No me refiero a las drogas, sino puramente a ir deprisa.
—¿Cómo se llama usted, señor Camarero?
—Rod McAllister —contestó él tendiéndole la mano.
Siobhan se la estrechó. Estaba húmeda de fregar vasos.
—Encantada de conocerle, Rod —dijo retirando la mano para meterla en el bolsillo y sacar una tarjeta de visita—. Si se entera de algo que pueda sernos útil...
—De acuerdo. Muy bien —dijo él, y cogió la tarjeta—. Usted se llama Sio...
—Se pronuncia Shi-vawn.
—Dios, ¿y se escribe así?
—Pero puede llamarme sargento detective Clarke.
El chico asintió, se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa y la miró con renovado interés.
—¿Van a estar mucho por aquí?
—Lo que haga falta. ¿Por qué?
—Porque hacemos un excelente asado de cordero con nabos y patatas fritas para almorzar.
—Lo tendré en cuenta —dijo ella cogiendo los vasos—. Hasta luego, Rod.
—Hasta luego.
Al llegar a la mesa posó la cerveza de Rebus junto al bloc abierto.
—Aquí tienes. Perdona por la demora, pero resulta que el camarero conocía a Herdman. Y a lo mejor... —añadió cuando se sentaba.
Rebus no le prestaba atención, no la escuchaba, seguía con los ojos fijos en la hoja que tenía delante.
—¿Qué sucede? —preguntó Siobhan. Al mirar el papel comprobó que ya lo había leído. Eran datos sobre la familia de una de las víctimas—. ¿John? —exclamó.
Él levantó la vista despacio.
—Creo que los conozco —dijo en voz baja.
—¿A quién? —preguntó ella cogiendo la hoja—. ¿A los padres?
Rebus asintió.
—¿De qué les conoces?
Rebus se llevó las manos a la cara.
—Son familiares —dijo, y vio que ella no entendía—. De la familia, Siobhan. Mi familia.