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ОглавлениеEra uno de esos días fríos crepusculares, perfectamente posible en al menos tres estaciones escocesas, con un cielo como de pizarra y un viento que el padre de Rebus habría calificado de «cortante». Su padre le contó una historia una vez —en realidad muchas veces— sobre un crudo día de invierno en que entró en una tienda de comestibles en Lochgelly y se encontró con el tendero pegado a la estufa eléctrica. Él, señalando la vitrina refrigerada, le había preguntado: «¿Es esto su jamón de Ayrshire?», y el hombre contestó: «No, son mis manos, que las he puesto a calentar». Su padre le juró que era verídico y Rebus, que por entonces tendría siete u ocho años, se lo creyó; pero en esos momentos le parecía un chiste manido, algo que el viejo debía de haber oído y de lo que se había apropiado.
—Es raro verle sonreír —dijo su barista mientras le preparaba un doble con latte.
Esas fueron sus palabras: «barista», latte, la primera vez que le explicó en qué consistía su trabajo. Atendía un chiringuito instalado en una antigua caseta de policía en una esquina de los Meadows, al que Rebus acudía casi todas las mañanas camino de la comisaría. «Café con leche», decía él, y ella le corregía: latte. Él añadía: «doble», aunque ella se lo sabía de memoria; a Rebus le gustaba el sonido de la palabra.
—Sonreír no es delito, ¿no? —dijo mientras revolvía la espuma con la cucharilla.
—Usted lo sabrá mejor que yo.
—Y su jefe mejor que nadie —replicó Rebus pagando; echó la calderilla del cambio en el bote de margarina de las propinas y se encaminó a St Leonard’s. Seguramente la mujer no supiera que era policía... «Usted lo sabrá mejor que yo». Lo había dicho sin intención, por seguir la broma, mientras que la observación de él sobre el jefe, dueño de una cadena de quioscos, había sido intencionada, por tratarse de un antiguo abogado. Ella, sin embargo, no pareció darse cuenta.
Al llegar a St Leonard’s se quedó un rato en el coche para disfrutar del último cigarrillo con el café. Había dos furgones en la puerta trasera de la comisaría en espera de conducir a alguien ante el juez. Él había comparecido días atrás en un juicio como testigo de cargo y aún no sabía cuál había sido el veredicto. Se abrió la puerta y en lugar de ver a los agentes de su custodia, quien apareció fue Siobhan Clarke. Ella, al ver su coche, sonrió, negó con la cabeza por lo previsible de la escena y se acercó. Rebus bajó el cristal de la ventanilla.
—Los condenados hacen un buen desayuno —saludó ella.
—Buenos días a ti también, Siobhan.
—Te esperan en el despacho supremo.
—Y el jefe envía al sabueso más capaz.
Siobhan no dijo nada y sonrió para sus adentros mientras Rebus bajaba del coche. Cruzaban el aparcamiento cuando oyó que ella decía:
—Ya no es «el» jefe.
Rebus se detuvo.
—Lo había olvidado —dijo.
—Por cierto, ¿qué tal la resaca? ¿Se te ha olvidado alguna cosa más?
Al abrirle ella la puerta para cederle el paso, Rebus tuvo la fugaz imagen de un guardabosques abriendo una trampa.
Ya no estaban las fotos de Watson ni la máquina de café, pero quedaban algunas tarjetas de felicitación encima del archivador. Salvo esos detalles, el despacho era el mismo y no faltaba ni el montón de papeles en la bandeja de entrada ni el cactus solitario en el alféizar de la ventana. Gill Templer parecía a disgusto en aquel sillón; el corpachón de Watson lo había moldeado de una manera que hacía imposible que ella pudiera ajustar en él su esbelta figura.
—Siéntate, John. —Apenas lo había hecho, cuando añadió—: Y cuéntame qué sucedió anoche.
Apoyaba los codos en la mesa, con las manos juntas enfrentadas por la punta de los dedos, gesto muy habitual en Watson cuando trataba de ocultar la irritación o la impaciencia. Se le había contagiado de él, o era un aditivo a su nuevo cargo.
—¿Anoche?
—En el piso de Philippa Balfour, donde te encontró su padre. Por lo visto habías bebido —añadió alzando la vista.
—¿No bebimos todos?
—Algunos más que otros —replicó ella mirando una hoja de papel—. El señor Balfour pregunta qué es lo que hacías y, francamente, también a mí me pica la curiosidad.
—Iba camino de casa...
—¿Desde Leith Walk hasta Marchmont cruzas por la Ciudad Nueva?
Rebus advirtió que seguía con el vaso de café en la mano. Lo dejó en el suelo despacio.
—A veces lo hago —respondió—. Cuando no hay nadie, me gusta volver al lugar de los hechos.
—¿Por qué?
—Por si encuentro algo que no hemos advertido —contestó él.
Templer reflexionó un instante.
—No creo que eso sea todo.
Rebus se encogió de hombros sin decir nada mientras ella miraba de nuevo la hoja.
—A continuación decidiste hacer una visita al novio de la señorita Balfour. ¿Tú lo ves normal?
—Eso sí que fue camino de casa. Me paré a hablar con Connolly y Daniels y, al ver luz en el apartamento del señor Costello, subí a asegurarme de que todo iba bien.
—El esforzado poli —dijo ella haciendo una pausa—. ¿Será por eso por lo que el señor Costello ha creído conveniente mencionar tu visita a su abogado?
—No sé por qué motivo —replicó Rebus rebulléndose ligeramente en la silla y cogiendo el café para disimular su nerviosismo.
—El abogado está hablando de acoso y a lo mejor tenemos que suspender la vigilancia —añadió ella mirándolo fijamente.
—Escucha, Gill, hace mucho tiempo que nos conocemos —dijo Rebus—. No es ningún secreto mi manera de trabajar. Estoy seguro de que Watson habrá dejado constancia por escrito.
—Hablas del pasado, John.
—¿Qué quieres decir?
—¿Cuánto bebiste anoche?
—Más de lo debido, pero no fue culpa mía —replicó él, advirtiendo que ella enarcaba una ceja—. Estoy seguro de que alguien me echó algo en la bebida.
—Quiero que vayas al médico.
—Por Dios bendito...
—Por la bebida, por tu régimen de comidas, por tu salud en general... Quiero que hagas un tratamiento y lo que crea necesario el doctor. Y que lo cumplas.
—¿Alfalfa y zumo de zanahoria?
—Ve al médico, John.
No era una simple sugerencia. Rebus lanzó un resoplido y apuró el café.
—Es leche semidesnatada —dijo alzando el vaso.
Gill Templer estuvo a punto de sonreír.
—Es un comienzo —señaló.
—Escucha, Gill... —Rebus se levantó y tiró el vaso en la papelera impoluta—. La bebida no es problema. No interfiere en mi trabajo.
—Anoche sí.
Él negó con la cabeza, pero ella había endurecido su expresión. Finalmente lanzó un profundo suspiro y dijo:
—Antes de marcharte anoche..., ¿te acuerdas de ese momento?
—Claro —respondió Rebus, de pie ante la mesa con los brazos caídos.
—¿Recuerdas lo que me dijiste? —La cara de él le dio a entender que su mente estaba en blanco—. Me pediste que me fuera contigo a casa.
—Perdona —dijo él, esforzándose por hacer memoria, cuando la verdad era que no recordaba el momento en que había salido del club.
—Márchate, John. Yo me encargo de concertar la cita con el médico.
Rebus dio media vuelta, abrió la puerta y ya salía cuando ella lo llamó.
—Era mentira —dijo Templer sonriente—. No me pediste nada. ¿No vas a desearme suerte en mi nuevo cargo?
Rebus intentó en vano esbozar una sonrisa despectiva. Gill Templer sostuvo la suya hasta que él salió dando un portazo. Watson la había aleccionado perfectamente sobre John aunque no le dijo nada que Gill no supiese: «Le gusta demasiado la bebida, si acaso, pero es buen policía, Gill. Es solo que cree que puede prescindir de todos nosotros...». Tal vez era cierto, pero quizás estuviera también llegando el momento en que Rebus empezase a comprobar que eran los demás quienes podían prescindir de él.
Era fácil saber quién había estado en la fiesta de despedida; lo más seguro es que en las farmacias cercanas se hubieran vendido bastantes aspirinas, vitamina C y remedios contra la resaca. La deshidratación era generalizada, pues Rebus no había visto nunca tantas botellas de agua mineral, limonada y Coca-Cola. Los sobrios, que no habían ido a la fiesta o no habían bebido más que refrescos, sonreían satisfechos, silbando con prepotencia y haciendo el máximo ruido posible con cajones y armarios. El centro de investigaciones para el caso de Philippa Balfour estaba en la comisaría de Gayfield Square, la más próxima a su piso pero, como había tantos agentes asignados al caso, el espacio escaseaba y habían reservado un rincón en el Departamento de Investigación Criminal de St Leonard’s. Allí estaba Siobhan ocupada ante la pantalla y con un disco duro extra en el suelo; Rebus advirtió que, además de manipular el ordenador de Balfour, sostenía un teléfono entre el hombro y la mejilla sin dejar de teclear.
—Tampoco ha habido suerte —la oyó decir.
Rebus compartía su mesa con otros tres policías y se notaba. Tiró al suelo los restos de un paquete de patatas fritas y echó dos latas vacías de Fanta en la papelera más cercana. Sonó el teléfono y lo cogió, pero era un periodista tratando de puentear.
—Hable con el enlace de prensa —le contestó Rebus.
—No me fastidie.
Rebus se quedó pensativo, pues era el cargo anterior de Gill Templer. Miró a Siobhan.
—¿Quién se encarga ahora de las relaciones con la prensa? —preguntó.
—La sargento Ellen Wylie —dijo el periodista.
Rebus le dio las gracias y colgó. El cargo habría sido una buena promoción para Siobhan, sobre todo en un caso importante como aquel. Ellen Wylie era una buena policía de Torphichen, y seguro que a Gill Templer, como especialista en relaciones con la prensa, le habrían pedido consejo para el nombramiento; era posible incluso que ella misma hubiese adoptado la decisión optando por Ellen Wylie. Rebus se preguntó qué motivos habría tenido.
Se levantó y examinó todo el papeleo que habían pegado a la pared detrás de la mesa. Listas de turnos de tareas, faxes, listas de números de contacto y direcciones. Había dos fotos de la desaparecida, una de ellas había sido cedida a la prensa, que la publicó y difundió en una decena de artículos sobre el caso. Si no aparecía pronto sana y salva, no iba a quedar sitio en la pared y tendrían que eliminar los artículos de periódico, repetitivos, inexactos y sensacionalistas. A Rebus le llamó la atención la expresión «el desdichado novio». Miró el reloj y vio que faltaban cinco horas para la rueda de prensa.
Como Gill Templer había ascendido, en St Leonard’s se habían quedado con un inspector de menos; Bill Pryde aspiraba al cargo y pretendía imponer su autoridad en el caso Balfour. Rebus, que acababa de llegar a la sala donde se centralizaba el caso en Gayfield Square, se quedó maravillado al verlo. Pryde estaba elegante como nunca, con un traje que parecía recién estrenado, la camisa bien planchada y una corbata cara. Sus zapatos negros parecían un espejo y, si Rebus no se equivocaba, incluso había ido a la peluquería para arreglarse el poco pelo que le quedaba. Lo habían puesto al mando del personal para que designara los equipos encargados de hacer la rutina diaria de los interrogatorios y las visitas puerta a puerta. Estaban pasando por casa de todos los vecinos, a veces por segunda y tercera vez, y hablando con los amigos, estudiantes y profesores de la universidad; se verificaban los vuelos y el pasaje de transbordadores y habían enviado por fax la foto a ferrocarriles, empresas de autobuses y fuerzas de policía fuera de la jurisdicción de Lothian y Borders. Había que asignar a alguien la tarea de recopilar información sobre los últimos cadáveres aparecidos en Escocia, mientras otro equipo se centraba en los ingresos en hospitales. Quedaban, además, los taxis y las empresas de alquiler de coches. Todo requería tiempo y esfuerzos, fundamentalmente en cuanto a la faceta pública de la investigación, pero por otro lado habría que interrogar más específicamente al círculo más íntimo de familiares y amigos de la desaparecida. Rebus no pensaba que las indagaciones sobre posibles antecedentes dieran resultado alguno de momento.
Pryde terminó de dar instrucciones al grupo de policías y al dispersarse estos vio a Rebus, le dirigió un guiño y se le acercó frotándose la frente.
—Ten cuidado —advirtió Rebus—, ya sabes que el poder siempre corrompe.
—Perdona, pero es que estoy disfrutando —dijo Pryde bajando la voz.
—Eso es porque eres competente, Bill. En jefatura han tardado veinte años en reconocerlo.
—Corre el rumor de que tú rehusaste el cargo hace tiempo —dijo Pryde asintiendo con la cabeza.
Rebus resopló.
—Rumores, Bill. Igual que el disco de Fleetwood Mac. Mejor no escucharlos.
La gente que iba y venía por la sala cumpliendo las diversas tareas parecía ser parte de una coreografía. Unos se ponían el abrigo, cogían llaves y blocs de notas y otros se remangaban la camisa y se acomodaban ante ordenadores y teléfonos. Por una especie de milagro presupuestario, habían llevado unas sillas nuevas azul pálido, giratorias y con ruedas, y los que se habían adueñado de ellas las defendían haciéndolas rodar por la sala en vez de levantarse.
—Ya no se vigila al novio —dijo Pryde—. Órdenes de la nueva jefa.
—Lo sé.
—Por presión de la familia —añadió Pryde.
—Eso no afectará al presupuesto —puntualizó Rebus enderezando la espalda—. ¿Hay trabajo hoy para mí, Bill?
Pryde pasó hojas de su carpeta portapapeles.
—Hay treinta y siete llamadas del público —contestó.
—A mí no me mires —replicó Rebus alzando las manos—. Los chiflados y bandidos son para principiantes.
Pryde sonrió.
—Ya las he asignado —dijo señalando con la cabeza a dos agentes recién ascendidos de su condición de uniformados que atendían el teléfono, abrumados por la tarea.
Las llamadas inútiles constituían el trabajo más ingrato y en todos los casos de relevancia pública había que contar con una serie de confesiones y de pistas falsas. Había individuos que gozaban llamando la atención aun a costa de pasar por sospechosos. Rebus conocía a unos cuantos en Edimburgo.
—¿Ha llamado Craw Shand? —preguntó al azar.
—Tres veces declarándose culpable —respondió Pryde dando unos golpecitos en la lista.
—Dile que comparezca —ordenó Rebus—. Es la única manera de quitárnoslo de encima.
Pryde se llevó la mano libre al nudo de la corbata como si comprobara que todo estaba correcto.
—¿Conocidos? —sugirió.
—Rebus asintió.
—Conocidos —contestó.
Juntó las notas de los interrogatorios preliminares. Algunos agentes vigilarían la calle; Rebus con otros tres cubrirían por parejas los pisos a ambos lados de la casa de Philippa Balfour. Sumaban un total de treinta y cinco, tres de ellos vacíos, así que tocaban a dieciséis visitas por equipo, de un cuarto de hora más o menos; en resumen: cuatro horas de trabajo.
La compañera de Rebus, la agente Phyllida Hawes, hizo el cálculo sobre la marcha cuando subían las escaleras del primer piso. Realmente, a Rebus le extrañaba que se pudiera denominar «pisos» a aquellas casas georgianas de la Ciudad Nueva en la que abundaban las galerías de arte y las tiendas de antigüedades. Se lo hizo saber a Hawes.
—¿Casas de pisos? —sugirió ella sonriente.
Las plantas de los edificios eran de uno o dos pisos, algunos con el nombre del inquilino en una placa de latón o de cerámica. Pocos había que lo tuvieran en una simple etiqueta adhesiva.
—No creo que la Asociación Cockburn lo aprobase —dijo Hawes.
Los tres o cuatro nombres que figuraban en trozos de tarjeta debían de ser de estudiantes menos pudientes que Philippa Balfour, pensó Rebus.
Todos los rellanos estaban limpios y cuidados, con felpudos, maceteros e incluso tiestos colgados de la barandilla; las paredes, recién pintadas, y la escalera, bien barrida. En la primera casa, todo fue de perilla: en dos de los pisos no había nadie, dejaron la tarjeta en el buzón, y un cuarto de hora en cada uno de los otros dos. «Venimos a hacerle unas simples preguntas de seguimiento... por si tuviera algo que añadir». En ambos casos, los inquilinos dijeron que no y manifestaron que estaban aún muy sorprendidos de que hubiera sucedido algo así en una calle tan tranquila.
A una vivienda de la planta baja se accedía por un portal que daba acceso a algo muy distinto: un gran vestíbulo con suelo de mármol blanco y negro flanqueado por dos columnas dóricas. Su inquilino lo ocupaba hacía tiempo y trabajaba en «el sector financiero». Rebus se hizo una composición de lugar: diseñador gráfico, consultor profesional, animador social... y ahora sector financiero.
—¿Es que ya no hay trabajos de verdad? —preguntó a Hawes.
—Estos son los trabajos de verdad —respondió ella.
Estaban en la calle y Rebus, que fumaba un cigarrillo, vio que ella lo miraba.
—¿Quiere uno?
Hawes negó con la cabeza.
—Llevo tres años sin fumar.
—Estupendo —dijo Rebus mirando la calle arriba y abajo—. Si fuera una zona de casas de visillos ya estarían cotilleando.
—Si tuvieran visillos no se podría curiosear dentro y ver lo que uno se pierde.
Rebus aguantó el humo y lo expulsó por la nariz.
—La idea que yo me hacía de joven de la Ciudad Nueva era la de un barrio disoluto, con caftanes, hachís, fiestas y maleantes.
—Ahora ya no queda espacio para eso —dijo Hawes—. ¿Dónde vive usted?
—En Marchmont —respondió Rebus—. ¿Y usted?
—En Livingston. En aquel entonces no podía aspirar a más.
—Yo compré mi piso hace nueve años, cuando en casa entraban dos sueldos...
—No tiene por qué justificarse —dijo ella mirándolo.
—Lo que quiero decir es que en aquel entonces los precios no eran tan astronómicos.
Procuraba hablar sin soliviantarse, le había afectado la reunión con Gill y la broma que le había gastado, y haber fastidiado la vigilancia de Costello con su visita intempestiva al piso. Era posible que hubiera llegado el momento de hablar con alguien sobre lo de la bebida. Tiró la colilla en la calzada de piedras rectangulares brillantes que llamaban losetas; cuando llegó a Edimburgo, había cometido el error de llamarlas adoquines hasta que alguien le corrigió.
—En la próxima visita —dijo—, si nos ofrecen té, lo aceptamos.
Hawes asintió con la cabeza. Debía de tener treinta y tantos años o poco más de cuarenta y llevaba el pelo castaño largo hasta los hombros. Su cara era pecosa y regordeta, como si conservase el rostro de su infancia, y vestía un traje gris de chaqueta y pantalón con blusa esmeralda cerrada al cuello con un broche celta de plata. Rebus se la imaginó en el corro de una danza tradicional escocesa dando vueltas con la misma mirada de concentración que adoptaba en su trabajo.
Pasado el portal lujoso, bajando una escalinata curvilínea, estaba el «piso con jardín», así llamado porque le correspondía el jardín trasero de la casa. Las losas de piedra a lo largo de la fachada estaban cubiertas con macetas de flores. Tenía dos ventanas y otras dos a ras del suelo, indicio de que había un sótano al que debían de dar acceso dos puertas de madera que había frente a la puerta de entrada. Aunque ya las habían comprobado, Rebus trató de abrirlas, pero estaban cerradas con llave. Hawes miró sus anotaciones.
—Ya estuvieron aquí Grant Hood y George Silvers —reveló.
—Pero ¿cómo estaban las puertas, cerradas o abiertas?
—Se las abrí yo —dijo una voz a sus espaldas. Al volverse vieron a una anciana en el umbral de la puerta del piso—. ¿Quieren la llave?
—Sí, por favor, señora —contestó Phyllida Hawes.
La mujer entró en el piso y Hawes se volvió hacia Rebus haciéndole señal de que aquello era perder el tiempo, pero él levantó los dos pulgares.
El piso de la señora Jardine era como un museo de cretonas, cachivaches y figuritas de porcelana. El cubresofá de croché era una labor de dos semanas cuando menos. La anciana se disculpó por las latas y cazuelas que tenía en el suelo del invernadero diciéndoles que no terminaban nunca de arreglar el tejadillo. Rebus sugirió tomar allí mismo el té porque en el cuarto de estar cada vez que hacía un movimiento temía volcar algún adorno; pero en cuanto empezó a llover, la conversación fue amenizada con el concierto de las goteras, y las salpicaduras de la cazuela más cercana amenazaban con empapar a Rebus como si hubiese estado en la calle.
—Yo no conocía a la mocita —dijo la señora Jardine como entristecida—. Quizá si saliera algo más la habría visto alguna vez.
—Tiene usted un jardín muy bien cuidado —dijo Hawes mirando por los cristales.
Era decir poco porque el jardín alargado y estrecho era un césped impecable con flores a uno y otro lado del camino que lo surcaba.
—Gracias a mi jardinero —aclaró la anciana.
Hawes miró las notas del interrogatorio anterior: Silvers y Hood no habían anotado nada a propósito de un jardinero.
—¿Cómo se llama su jardinero, señora Jardine? —preguntó Rebus con toda naturalidad en tono cortés; pese a ello, la anciana lo miró preocupada. Él le ofreció una de sus propias magdalenas caseras con una sonrisa—. Es que tal vez yo necesite un jardinero —mintió.
Lo último que hicieron fue mirar en los sótanos; uno de ellos alojaba un viejo depósito de agua caliente y el otro estaba vacío y lleno de humedad. Se despidieron de la anciana, dándole las gracias por el té.
—Algunos tienen suerte —dijo Grant Hood, que los esperaba en la calle con el cuello de la gabardina subido para protegerse de la lluvia—. A nosotros, de momento, no nos han dado ni la hora.
Lo acompañaba Distante Daniels, a quien Rebus saludó con una inclinación de cabeza.
—Qué, Tommy, ¿haciendo doble turno?
Daniels se encogió de hombros.
—Se lo he cambiado a un compañero —respondió tratando de contener un bostezo.
—No haces bien tu trabajo —dijo Hawes a Hood dando unos golpecitos en el bloc de notas.
—¿Qué?
—La anciana tiene un jardinero —añadió Rebus.
—Ahora íbamos a hablar con los de la basura —dijo Hood.
—Ya hemos hablado nosotros —reveló Hawes—. Y hemos mirado también en los cubos de la basura.
Uno y otro se miraron como dispuestos a enfrentarse y Rebus pensó en mediar, pero él era de St Leonard’s, igual que Hood, y habría tenido que apoyarlo; en vez de hacerlo, optó por encender un cigarrillo. A Hood se le habían subido los colores. Era un agente del mismo rango que Hawes, aunque ella tenía más años de servicio, y él, aunque sabía que a veces con los veteranos era inútil discutir, no estaba dispuesto a callarse.
—Esto no ayuda en nada a Philippa Balfour —dijo en último extremo Daniels cortando la discusión.
—Bien dicho, hijo —añadió Rebus.
Era cierto. Las investigaciones laboriosas hacían que uno perdiera la perspectiva de lo esencial; te convertías en una ruedecita de la máquina y te volvías exigente para defender tu importancia. La propiedad de las sillas es una polémica fácil, algo que podía resolverse con rapidez, a diferencia del caso en sí, que crecía en proporción geométrica y hacía que uno se fuera empequeñeciendo hasta perder la perspectiva de lo fundamental, lo que el mentor de Rebus, Lawson Geddes, denominaba «lo determinante», es decir, que una o varias personas esperaban ayuda de ti y había un delito que resolver para enviar al culpable ante la justicia. Convenía recordarlo a veces.
Se separaron amigablemente; Hood anotó los datos del jardinero y prometió hablar con él. No tenían más remedio que volver a subir escaleras. Habían estado casi media hora en casa de la anciana, y los cálculos de Hawes dejaban bien patente esa otra verdad de que las indagaciones devoran tiempo; los días parecían volar sin que uno pudiera demostrar a qué se habían dedicado las horas, como si no se justificase el cansancio y solo quedase la certeza de la frustración de algo sin terminar.
Llamaron a otros dos pisos en la planta baja, en donde no había nadie, y a continuación, en la primera, les abrió la puerta alguien que Rebus conocía pero no acababa de situar.
—Estamos indagando sobre la desaparición de Philippa Balfour —dijo Hawes—. Creo que ya han hablado con usted dos colegas nuestros, pero nosotros hacemos el seguimiento.
—Sí, naturalmente —concedió el hombre abriendo más la puerta negra reluciente y mirando sonriente a Rebus—. Usted no recuerda de qué me conoce, pero yo sí. Siempre se recuerda a los novatos, ¿no? —añadió sonriendo aún más.
Los hizo pasar y, al presentarse como Donald Devlin, Rebus recordó quién era. En la primera autopsia a la que asistió cuando ingresó en Investigación Criminal, era Devlin quien hacía la disección, pues en aquella época era catedrático de medicina forense en la universidad y patólogo jefe de Edimburgo. Sandy Gates era su ayudante. Ahora el catedrático de medicina forense era Gates y su ayudante el doctor Curt. Vieron en las paredes del vestíbulo fotos enmarcadas del excatedrático recibiendo diversos premios.
—No recuerdo su nombre —dijo Devlin invitándolos a pasar al salón.
—Inspector Rebus.
—En aquel entonces sería agente, ¿no es cierto? —preguntó Devlin, y Rebus asintió con la cabeza.
—¿Está usted de mudanza? —preguntó Hawes al ver tantas cajas y bolsas de basura negras.
Rebus miró también. Había montones de papeles en precario equilibrio y cajones sueltos rebosantes de cosas que corrían el riesgo de desparramarse por la alfombra. Devlin contuvo la risa. Era un hombre bajo y grueso, de unos setenta años. Llevaba una chaqueta de punto deformada sin la mitad de los botones y usaba tirantes para sujetar los pantalones color gris marengo. Tenía un rostro regordete y surcado por venas, con pequeños ojos azules, velados por unas gafas de montura metálica.
—En cierto modo, sí —respondió recomponiendo sobre la calva unos escasos mechones de pelo—. Digamos que si «la de la guadaña» es el non plus ultra de los traslados, yo secundo gratuitamente su labor.
Rebus recordó que Devlin siempre hablaba así, utilizando el doble de palabras de las necesarias, con algún latinajo, y que antaño resultaba horroroso tomar notas cuando era él quien practicaba las autopsias.
—¿Se traslada a una residencia? —preguntó Hawes.
El anciano volvió a contener la risa.
—Lamentablemente, aún no. No, solo voy a deshacerme de algunas cosas que no quiero conservar y así será más fácil para los inquilinos que vengan a llenar la carcasa de mi morada cuando yo me vaya.
—¿Evitándoles molestias de tener que tirarlo?
Devlin miró a Rebus.
—Eso resume correctamente la situación —dijo con un gesto de aprobación.
Hawes cogió de una caja un libro encuadernado en piel.
—¿Va a tirar todo esto? —preguntó.
—Ni mucho menos —replicó Devlin chasqueando la lengua—. Ese volumen, por ejemplo, es una antigua edición de diagramas anatómicos de Donaldson que pienso donar al Colegio de Médicos.
—¿Sigue viendo al profesor Gates? —preguntó Rebus.
—Ah, sí, Sandy y yo nos tomamos a veces unas copitas. Él también se jubilará pronto para dejar sitio a los jóvenes, qué duda cabe. Nos engañamos pensando que la vida es cíclica, pero no es así. A menos que uno sea un budista convencido —añadió sonriendo por la observación.
—El hecho de ser budista no significa que uno se reencarne, ¿no es cierto? —preguntó Rebus para mayor deleite del anciano, mientras miraba un artículo de prensa enmarcado que había en la pared junto a la chimenea: hablaba de una condena por homicidio en 1957—. ¿Fue su primer caso? —aventuró.
—Pues sí. Una recién casada muerta a golpes por su esposo en Edimburgo durante el viaje de luna de miel.
—Sí que alegra el piso —replicó Hawes.
—También a mi esposa le resultaba macabro —explicó Devlin—. Volví a colgarlo cuando ella murió.
—Bien —dijo Hawes dejando el libro en la caja y buscando en vano dónde sentarse—, cuanto antes terminemos, antes podrá reanudar la limpieza.
—Encomiable pragmatismo —apuntó Devlin, que parecía dispuesto a que permanecieran allí los tres en medio de la enorme y desgastada alfombra persa, sin atreverse casi a moverse por no provocar un derrumbamiento de papeles.
—¿Tiene usted ordenadas las cajas, o podemos coger un par de ellas para sentarnos? —preguntó Rebus.
—Creo que será mejor que hablemos en el comedor.
Rebus asintió con la cabeza y, mientras lo seguían, su mirada fue a posarse en una invitación que había sobre la repisa de la chimenea, «de etiqueta y con condecoraciones» del Real Colegio de Médicos para un banquete en el Surgeon’s Hall.
El comedor estaba ocupado por una gran mesa con seis sillas rectas sin tapizar; para servir directamente desde la cocina había una ventana que los padres de Rebus habrían llamado un «agujero para fuentes», y un aparador pintado de oscuro lleno de cristalería y platería cubiertas de polvo. Las escasas fotos enmarcadas parecían especímenes primitivos del arte de la fotografía: una escena de estudio con góndolas venecianas y otras tal vez de obras de Shakespeare. La ventana alargada de guillotina daba a los jardines traseros del edificio, y Rebus vio que el jardinero de la señora Jardine había podado los setos, por azar o expresamente, de modo que vistos desde arriba parecían un signo de interrogación.
En la mesa había un rompecabezas a medio acabar del centro de Edimburgo a vista de pájaro.
—Cualquier ayuda será sumamente agradecida —dijo Devlin dirigiendo un gesto a las piezas.
—Sí que hay piezas —observó Rebus.
—Dos mil.
Hawes, que finalmente había optado por presentarse ella misma al anciano y que no acababa de sentirse a gusto en la silla, le preguntó cuánto tiempo hacía que estaba jubilado.
—Doce...; no, catorce años. Catorce años —contestó el hombre moviendo la cabeza de un lado a otro, admirado de lo rápido que pasaba el tiempo.
Hawes miró sus notas.
—En el primer interrogatorio dijo usted que aquella tarde estaba en casa.
—Así es.
—¿Y no vio a Philippa Balfour?
—De momento, su información es correcta.
Rebus, en vez de acomodarse en una silla, optó por recostarse en la ventana, cruzándose de brazos.
—Pero ¿sí que conocía a la señorita Balfour? —preguntó.
—Nos limitábamos a saludarnos.
—Pues ya hace casi un año que eran vecinos —añadió Rebus.
—Tenga en cuenta que estamos en Edimburgo, inspector Rebus. Yo hará casi treinta años que vivo en este piso...; me mudé a él cuando murió mi esposa. Aquí se tarda en conocer a los vecinos, y muchas veces se van sin que haya habido ocasión de hablar con ellos. Acaba uno por renunciar —añadió encogiéndose de hombros.
—Es una lástima —reconoció Hawes.
—¿Usted dónde vive...?
—Si me permiten... —interrumpió Rebus—. Volvamos al tema que nos incumbe.
Se había apartado del alféizar de la ventana y fue a apoyar las manos en la mesa para mirar las piezas dispersas del rompecabezas.
—Sí, claro —dijo Devlin.
—Usted no salió en toda la tarde. ¿No oyó nada extraño?
Devlin alzó la vista, quizá por efecto de la última palabra de Rebus.
—Nada —contestó al cabo de una pausa.
—¿Ni vio nada?
—No.
Hawes no solo estaba incómoda sino que además le irritaban aquellas respuestas. Rebus se sentó frente a ella tratando de cruzar la mirada, pero ella ya tenía una pregunta preparada.
—¿Tuvo usted alguna vez una discusión con la señorita Balfour?
—¿Por qué íbamos a discutir?
—Por nada —replicó Hawes con frialdad.
Devlin la miró y se volvió hacia Rebus.
—Veo que le interesa la mesa, inspector.
Rebus se percató de que estaba pasando los dedos por la superficie de madera.
—Es del siglo diecinueve —añadió Devlin—, obra de un colega anatomista. —Miró a Hawes y de nuevo a Rebus—. Recuerdo una cosa..., probablemente sin importancia.
—¿Qué?
—Un hombre que esperaba en la calle.
Rebus advirtió que Hawes iba a hacer una pregunta pero él se le anticipó.
—¿Cuándo?
—Un par de días antes de que desapareciera, y también la víspera —dijo Devlin encogiéndose de hombros, consciente del efecto que causaba su afirmación.
Hawes se había ruborizado y parecía estar a punto de gritar: «¿Es que no pensaba decirlo?».
—¿Afuera en la calle? —preguntó Rebus sin levantar la voz.
—Sí.
—¿Lo vio usted bien?
—Tendría veintitantos años —respondió Devlin encogiéndose otra vez de hombros—, pelo moreno corto..., descuidado, pero limpio.
—¿No era un vecino?
—Es posible. Yo solo digo lo que vi. Me dio la impresión de que esperaba a alguien, o algo. Recuerdo que consultó el reloj.
—¿No sería su novio?
—Ah, no; a David lo conozco.
—¿Ah, sí? —preguntó Rebus, que seguía mirando distraídamente el rompecabezas.
—De hablar con él, sí. Nos cruzábamos a veces en la escalera. Es un joven muy simpático...
—¿Cómo iba vestido? —preguntó Hawes.
—¿Quién? ¿David?
—El hombre que vio.
A Devlin pareció casi complacerle la mirada asesina con que Hawes acompañó la aclaración.
—Con chaqueta y pantalón —respondió, mirándose la chaqueta de punto—. No puedo precisar más porque yo no sigo las modas.
Y era cierto: catorce años antes llevaba el mismo tipo de chaqueta de punto bajo la bata verde de médico, y corbatas de lazo siempre torcidas. La primera autopsia es algo que no se olvida; se quedan grabadas las imágenes, los ruidos y los olores a los que después uno se habitúa: el raspar del metal en el hueso o el roce del escalpelo sajando carne. Algunos patólogos tenían un cruel sentido del humor y ante los «novatos» hacían una demostración exagerada, pero Devlin no; él siempre se concentraba en el cadáver como si estuviera a solas con él, y ejecutaba su labor de carnicería con un esmero y un decoro rayanos en lo ritual.
—¿Cree usted —dijo Rebus— que si reflexionara, recapacitando sobre su recuerdo, podría darnos una descripción más completa?
—Lo dudo, pero, desde luego, si cree que es importante...
—Es pronto para decirlo, como usted ya sabe, pero no podemos descartar nada.
—Por supuesto, por supuesto.
Rebus lo trataba como a un colega y estaba dando resultado.
—Incluso tal vez confeccionemos un retrato robot —prosiguió—. Así, si resulta ser un vecino o alguien conocido podemos descartarlo de inmediato.
—Lógico —concedió Devlin.
Rebus llamó por el móvil a Gayfield y concertó hora para el día siguiente por la mañana, y a continuación preguntó a Devlin si quería que le enviaran un coche.
—Me las arreglaré a pie. Todavía no estoy tan decrépito.
Pero le costó incorporarse y caminó con cierta rigidez al acompañarlos a la puerta.
—Gracias de nuevo —dijo Rebus estrechándole la mano.
Devlin asintió con la cabeza sin mirar a Hawes, que no le dio la mano y que, mientras subían al otro piso, murmuró algo que Rebus no entendió.
—¿Cómo dice?
—He dicho: malditos hombres. —Hizo una pausa—. Mejorando lo presente. —Rebus no replicó nada para dejarla que se desahogase a gusto—. Seguro que si hubiésemos sido dos mujeres policías no habría dicho nada.
—Yo creo que depende del modo de enfocarle las cosas.
Hawes lo miró furiosa como si hubiese dicho una frivolidad.
—Parte de nuestro trabajo —continuó Rebus— es fingir que nos agrada todo el mundo y simular que nos interesa cuanto dicen.
—Ese hombre...
—¿La ha puesto nerviosa? A mí también. Es un tanto pretencioso, pero es su manera de ser. Hay que dejarle. Tiene razón; a lo mejor no nos habría dicho nada porque lo consideraba irrelevante. Pero luego se abrió por fastidiarla a usted —añadió Rebus sonriendo—. Buen trabajo. La verdad es que no tengo muchas oportunidades de hacer de «poli bueno».
—No fue solo que me atacase los nervios —añadió Hawes.
—¿Pues qué?
—Me ha dado miedo.
—¿No es lo mismo? —replicó Rebus mirándola.
Hawes negó con la cabeza.
—El jueguecito de veteranos que se marcó con usted me irritó un poco porque yo quedé al margen, pero ese recorte de prensa enmarcado...
—¿El de la pared?
Hawes hizo un gesto afirmativo.
—Me puso los pelos de punta.
—Es un patólogo —dijo Rebus— y los patólogos tienen la piel más dura que la mayoría de nosotros.
Hawes reflexionó un instante y se permitió una media sonrisa.
—¿Qué pasa? —preguntó Rebus.
—Nada —respondió ella—, es que cuando nos marchábamos vi una pieza del rompecabezas debajo de la mesa...
—¿Y allí la ha dejado? —dijo Rebus sonriendo también—. Con ese buen ojo acabará siendo muy buena policía.
Rebus llamó al timbre de la siguiente puerta.
La rueda de prensa se celebró en la Casa Grande, con conexión directa a la sala de investigación, centralizada en Gayfield Square. Un agente se puso a limpiar con un pañuelo las huellas de dedos y las manchas de la pantalla del televisor, mientras otros cerraban las persianas para que no entrara el sol, que había hecho acto de presencia de improviso. Todas las sillas estaban ocupadas, había dos y en cada mesa tres agentes, y algunos almorzaban un tardío bocadillo acompañado de plátanos. Había tazas de té y de café, latas de zumo, y todos hablaban en voz baja. El encargado de filmar la rueda de prensa en la central se la estaba buscando.
—Parece mi hijo de ocho años con la cámara de vídeo.
—Ese ha visto demasiado cine experimental.
La verdad era que la cámara no paraba de hacer barridos y de caer en picado captando cuerpos de cintura para abajo, filas de pies y respaldos de sillas.
—Aún no han empezado —dijo uno más prudente.
Efectivamente, los otros operadores de televisión estaban montando sus equipos y el público invitado —periodistas con el móvil en la oreja— iba ocupando sus asientos entre murmullos. Rebus estaba al fondo de la sala, bien lejos del televisor, seguramente a propósito. Tenía a su lado a Bill Pryde con una cara de cansancio que trataba de disimular sujetando la carpeta portapapeles contra el pecho y consultándola de vez en cuando como si en ella fuesen a aparecer consignas milagrosas. Una vez bajadas las persianas, solo cruzaron la sala leves rayos de luz en los que flotaban motas de polvo que en otras circunstancias no se habrían visto. Rebus recordó las sesiones de cine de su infancia, aquel sentimiento expectante al encenderse el proyector, justo antes de comenzar la película.
Ya estaban casi todos sentados en la sala de conferencias. Rebus conocía aquel espacio anodino que reutilizaba para cursillos y actos como el presente. Al fondo habían montado una mesa larga y detrás una pantalla improvisada con la placa de la policía de Lothian y Borders. La videocámara de la policía giró y enfocó una puerta abierta por la que entraron varias personas, al tiempo que se hacía silencio en la sala. Rebus oyó el ronroneo de los motores de las cámaras y vio los fogonazos de los flashes. Eran Ellen Wylie y Gill Templer seguidas de David Costello y John Balfour.
—¡Culpable! —exclamó alguien situado frente a Rebus cuando la cámara enfocó el rostro de Costello.
Tomaron asiento los cuatro a la mesa ante una súbita formación de micrófonos, sin que la cámara se apartara del rostro de Costello, retrocediendo levemente para encuadrarlo hasta la cintura; pero fue la voz de Wylie, precedida de un carraspeo nervioso, la que surgió del altavoz.
—Buenas tardes, señoras y caballeros, gracias por venir. Antes de empezar haré un breve resumen del procedimiento y las reglas...
Siobhan estaba a la izquierda de Rebus sentada a una mesa junto a Grant Hood, que miraba al suelo, quizás escuchando lo que decía Wylie. Rebus recordó que aquellos dos habían trabajado muy armoniosamente en el caso Grieve unos meses antes. Siobhan miró a la pantalla y luego de un lado a otro; tenía una botella de agua y se entretenía arrancándole la etiqueta.
Rebus pensó que ella aspiraba a aquel cargo y se sentía dolida. Le habría gustado que dirigiera la vista hacia él para responder con una sonrisa o un gesto de comprensión, pero Siobhan volvió a fijar la vista en la pantalla. Wylie había concluido su discurso y ahora tomaba la palabra Gill Templer, quien resumió y amplió los datos sobre el caso sin titubeos dada su experiencia en ruedas de prensa. Rebus oyó a Wylie carraspear otra vez en segundo plano, como queriendo que Gill Templer terminara.
En cualquier caso, la cámara no hacía caso de las dos oficiales de policía y solo enfocaba a David Costello y a veces al padre de Philippa Balfour. Estaban los dos juntos y la cámara los encuadraba alternativamente, deteniéndose más tiempo en Costello. La imagen era perfecta hasta que el operador optó por ofrecer un plano general y tardó unos segundos en corregir el desenfoque.
—Culpable —repitió la voz.
—¿Hacemos apuestas? —propuso otro.
—A ver si os calláis —vociferó Bill Pryde.
Se hizo el silencio y Rebus fingió aplaudirle, pero Pryde volvió a consultar sus papeles antes de fijar la vista en la pantalla, en la que Costello comenzaba a hablar. No se había afeitado y vestía la misma ropa de la noche anterior. Desdobló y aplanó sobre la mesa una hoja de papel pero, cuando empezó a hablar, no la miró y dirigió la vista a una cámara y a otra sin decidirse por ninguna. Su voz era seca y floja.
—No sabemos qué ha sucedido con Flip y todos deseamos desesperadamente saber algo, sus amigos, su familia... —añadió mirando a John Balfour—. Los que la conocemos y la queremos necesitamos saber algo de ella. Flip, si nos estás viendo, ponte, por favor, en contacto con alguno de nosotros para que sepamos que estás..., que no te ha ocurrido nada. Nos tienes muy preocupados.
En sus ojos brillaron unas lágrimas incipientes y calló un instante, inclinando la cabeza; la levantó para coger el papel pero no encontró en él nada que no hubiese dicho y se volvió ligeramente de lado, buscando consejo. John Balfour le dio un apretón en el hombro y comenzó a hablar con voz estentórea, como si los micrófonos estuviesen mal ajustados.
—Si alguien retiene a mi hija, le ruego que se ponga en contacto conmigo. Flip tiene el número de mi móvil particular y me pueden llamar a cualquier hora del día o de la noche. Me gustaría hablar con usted, quienquiera que sea, para saber por qué ha hecho lo que ha hecho. Si hay alguien que sepa el paradero de Flip, al final de esta rueda de prensa aparecerá un número en la pantalla. Solo deseo saber que Flip está sana y salva. A quienes estén viendo en casa esta transmisión les ruego que se tomen unos segundos para mirar esta foto de Flip. —Las cámaras volvieron a enfocar un primer plano y él mostró la fotografía moviéndola de un lado a otro para que todas la captaran—. Se llama Philippa Balfour y tiene veinte años. Es mi hija. Si la han visto o creen haberla visto, hagan el favor de llamarme. Gracias.
Los periodistas rompieron a hacer preguntas, pero David Costello se había puesto en pie y se dirigía a la puerta.
—No es el momento... —se oyó decir a Wylie—. Les agradezco su presencia...
Pero la acosaban a preguntas mientras la videocámara enfocaba a John Balfour, que mantenía su compostura con las manos cruzadas en la mesa sin parpadear ante los fogonazos que proyectaban su sombra sobre la pared, a su espalda.
—No, realmente no...
—¡Señor Costello! ¿Quiere decirnos...? —gritaban los periodistas.
—Sargento Wylie —vociferó otro—, ¿puede indicarnos los posibles móviles del secuestro?
—Aún no conocemos los móviles —replicó Wylie como aturdida.
—Pero ¿admiten que es un secuestro?
—No..., no, no he querido decir eso.
En la pantalla se vio a John Balfour contestando a una pregunta de los periodistas apelotonados en primera fila.
—Pues ¿qué ha querido realmente decir, sargento Wylie?
—Es que... yo no he dicho nada de que...
A la voz dubitativa de Ellen Wylie se superpuso la voz imperturbable de Gill Templer. Ella conocía bien a los periodistas.
—Steve —dijo—, sabe perfectamente que no podemos especular con semejantes detalles. Si quiere inventarse una mentira para vender más ejemplares, es cosa suya, pero eso muestra muy poco respeto por los padres y amigos de Philippa Balfour.
Las siguientes preguntas las atendió Gill Templer, reclamando previamente calma. Aunque no la veía, Rebus se imaginó que Ellen Wylie estaría visiblemente acoquinada. Siobhan movía los pies arriba y abajo como si de pronto se le hubiera activado la adrenalina. Balfour interrumpió a Gill para indicar que quería contestar a un par de las preguntas planteadas; lo hizo con calma y seguridad, y después de eso dio fin la comparecencia.
—Un tío muy frío —dijo Bill Pryde antes de recuperar fuerzas para volver al trabajo.
Grant Hood se acercó a Rebus.
—¿En qué comisaría apostaban más a favor de la inocencia del novio? —preguntó.
—En Torphichen —contestó Rebus.
—Pues allí voy a apostar yo por culpable —dijo mirando a Rebus, que permaneció impasible—. ¡Vamos, hombre, si se le leía en la cara!
Rebus pensó en su visita nocturna a Costello y en la observación sobre el globo ocular y en cómo el joven se le había acercado diciendo: «Mire usted bien...».
Hood se alejó moviendo la cabeza de derecha a izquierda. Habían subido las persianas y a la breve tregua de sol había sucedido un cielo nuboso que cubría la ciudad. Enviarían la grabación de la comparecencia de Costello a los psicólogos para que detectaran el menor indicio de algo, cualquier fulgor en su mirada. Rebus no creía que encontraran nada. Siobhan se detuvo frente a él.
—Interesante, ¿no? —dijo.
—Me parece que a Wylie no se le da bien el trato con la prensa —contestó él.
—No habría debido estrenarse con un caso como este...; era meterse en la boca del lobo.
—¿No lo has pasado bien? —preguntó Rebus con toda intención.
—No me gustan los deportes violentos —replicó ella mirándolo y casi a punto de apartarse—. Bueno, ¿a ti qué te ha parecido?
—Creo que tienes razón en eso de interesante: muy interesante.
—¿Te has percatado? —replicó ella sonriente.
Rebus asintió con la cabeza.
—Costello no ha dejado de decir «nosotros», mientras que el padre decía «yo».
—Como si la madre no existiese.
Rebus reflexionó.
—Puede que signifique simplemente que el señor Balfour tiene un exagerado sentido de su propia importancia. —Hizo una pausa—. Bueno, es algo lógico en un ejecutivo de banco. ¿Qué tal va lo del ordenador?
Ella sonrió. «Lo del ordenador» era una expresión más que elocuente en cuanto a los conocimientos de Rebus sobre discos duros y elementos análogos.
—Ya tengo la contraseña —respondió ella.
—Lo que quiere decir...
—Que puedo leer sus últimos correos electrónicos... en cuanto vuelva a mi mesa.
—¿No hay manera de acceder a los más antiguos?
—Ya lo he hecho. Claro, que no se puede saber los que ha borrado —reflexionó un instante—; al menos, eso creo yo.
—¿No quedan almacenados en algún sitio..., en el ordenador central?
Siobhan se echó a reír.
—Estás pensando en las películas de espías de los sesenta y en esos ordenadores que ocupaban una habitación.
—Perdona.
—No te preocupes, no está mal para quien piensa que LOL significa Logia de Orange Leal.
Salieron de la sala y por el pasillo Rebus dijo:
—Voy a St Leonard’s. ¿Te llevo?
Ella rehusó con un gesto.
—He venido en mi coche.
—Muy bien.
—Parece que vamos a depender fundamentalmente del HOLMES.
Era una nueva tecnología que Rebus sí conocía, consistente en la centralización computarizada de datos del Ministerio del Interior para recoger datos y analizarlos a gran velocidad. Recurrir a ella significaba que al caso Balfour se le daba prioridad absoluta.
—¿No sería gracioso que apareciese después de haber estado por ahí de compras? —musitó Rebus.
—Sería un alivio —dijo Siobhan plenamente convencida—, pero no creo, ¿y tú?
—Tampoco —respondió Rebus lacónico.
Fue a comprar algo para comer antes de volver a St Leonard’s.
En su mesa volvió a repasar los expedientes centrándose en los antecedentes familiares. John Balfour pertenecía a la tercera generación de una familia de banqueros radicada en Edimburgo desde principios del siglo xx, en Charlotte Square. El bisabuelo de Philippa había traspasado la dirección del banco a su hijo en los años cuarenta, pero no se había retirado hasta la década de los ochenta, al asumir su nieto John Balfour la dirección. La primera iniciativa del padre de Philippa fue abrir una sucursal en Londres para canalizar allí el negocio. La hija había ido a un colegio privado en Chelsea, pero los padres se trasladaron al norte a finales de los ochenta tras la muerte del abuelo de la joven, que ingresó en un colegio de Edimburgo. La casa familiar, Los Enebros, era una mansión rural con casi seis hectáreas y media de tierra entre Gullane y Haddington. Rebus se preguntó cómo se sentiría Jacqueline Balfour con once dormitorios y cinco cuartos de baño y el marido en Londres cuatro días por semana como mínimo. El banco de Edimburgo ocupaba la sede primitiva en Charlotte Square y el director era un amigo de John Balfour llamado Ranald Marr. Ambos se conocían desde su época de estudiantes en la Universidad de Edimburgo y habían viajado juntos a Estados Unidos para hacer el máster en economía. Rebus pensaba que Balfour era un banquero mercantil, pero en realidad dirigía una pequeña banca privada con una cartera de clientes ricos que requerían asesoramiento en inversiones, en operaciones bursátiles, y tenían a gala el prestigio de un talonario de Balfour encuadernado en cuero.
En el interrogatorio a Balfour se había hecho énfasis en la posibilidad de un secuestro con móvil económico, por lo que no solo el teléfono del matrimonio, sino también los del banco en Londres y Edimburgo, estaban intervenidos. La policía se hacía cargo igualmente de la correspondencia por si llegaba alguna petición de rescate: cuantas menos huellas dactilares, mejor. Pero hasta el momento solo habían interceptado algunas notas de chiflados. Otra posibilidad era que se tratase de alguna venganza por una mala operación financiera, pero Balfour había sido terminante: él no tenía enemigos. En cualquier caso, no les permitió acceder a la base de datos de clientes del banco.
—Los clientes confían en mí. Sin esa confianza, el banco no es nada.
—Señor, con todo respeto, la vida de su hija quizá dependa...
—¡Soy perfectamente consciente de ello!
En resumen: se estimaba, tirando por lo bajo, que el activo de la Banca Balfour ascendería a ciento treinta millones de libras, de los que un cinco por ciento constituía la fortuna personal de John Balfour. Más de seis millones de razones para un secuestro de profesionales. Pero ¿un profesional no se habría puesto ya en contacto? Rebus no sabía qué decir.
Jacqueline Balfour, de soltera Jacqueline Gil-Martin, era hija de un diplomático y terrateniente con una finca familiar que constituía una espléndida parcela de 360 hectáreas en Perthshire. El padre había muerto y la madre se había trasladado a una casita de la finca; la tierra la administraba la Banca Balfour y la mansión familiar, Laverock Lodge, se había convertido en sede de conferencias y reuniones. Por lo visto, habían filmado en ella un drama para la televisión, pero el título no le decía nada a Rebus. Jacqueline había desdeñado los estudios universitarios para desempeñar diversos trabajos, fundamentalmente como ayudante personal de hombres de negocios. Dirigía la finca de Laverock cuando conoció a John Balfour en una visita al banco del padre de este en Edimburgo. Se casaron un año más tarde y dos años después nacía Philippa.
Hija única. John Balfour también lo era, mientras que Jacqueline tenía dos hermanas y un hermano, ninguno de los cuales vivía en Escocia. El hermano había seguido los pasos del padre y ocupaba un puesto diplomático en Washington. Rebus pensó que la dinastía Balfour tocaba a su fin, pues no se imaginaba a Philippa ansiando incorporarse al banco de papá, y se preguntó por qué el matrimonio no habría tratado de tener un hijo.
Detalles que, con toda probabilidad, no eran pertinentes a la investigación; sin embargo, era lo que a él le divertía del trabajo: establecer una red de relaciones, fisgar en las vidas de los demás, reflexionar y plantear preguntas.
Pasó a las notas sobre David Costello. Había nacido y estudiado en Dublín; los padres se trasladaron al sur, a Dalkey, a principios de los noventa. El padre, Thomas Costello, no parecía haber trabajado un solo día en su vida al tener asegurada la subsistencia con un fondo vitalicio creado por su padre, un promotor inmobiliario. El abuelo de David era propietario de excelentes terrenos en el centro de Dublín, con los que había hecho una fortuna, aparte de ser propietario de seis caballos de carreras; se dedicaba por completo a cosas por el estilo.
La madre, Theresa, era diferente: su origen podía calificarse de clase media-baja, pues la madre era enfermera y el padre maestro. De joven había ido a la escuela de bellas artes pero abandonó los estudios para ponerse a trabajar y ayudar a su familia al contraer la madre cáncer, circunstancia que dejó destrozado al padre. Había sido dependienta en unos grandes almacenes y después escaparatista, dando de ahí el salto a decoradora de interiores, primero de tiendas y después de gente rica; circunstancia en la que conoció a Thomas Costello. Cuando se casaron ya habían muerto los padres de ambos. Theresa probablemente no habría necesitado trabajar, pero siguió haciéndolo hasta crear su propia empresa, que evolucionó hasta convertirse en un negocio de cinco empleados y una facturación de varios millones. Tenía clientes en ultramar y la lista iba en aumento. Contaba ahora cincuenta y un años y no mostraba signos de cansancio. Su marido, un vividor un año más joven, aparecía en los recortes de periódicos irlandeses en carreras de caballos, fiestas y acontecimientos sociales por el estilo, sin que en ninguna de las fotos se viera a su esposa. En el hotel de Edimburgo habían pedido habitaciones separadas... Pero eso no era delito, como había dicho el joven Costello.
David había ingresado con retraso en la universidad a causa de un viaje de un año por el extranjero y ahora hacía el tercer curso del máster en lengua y literatura inglesa. Rebus recordó los libros que tenía en el cuarto de estar: Milton, Wordsworth, Hardy.
—¿Disfrutas con la visión, John?
—Estaba pensando, George —respondió Rebus abriendo los ojos.
—¿No te estabas durmiendo?
—Ni mucho menos —replicó él mirándolo furioso.
Al alejarse Hi-Ho Silvers, Siobhan se acercó y se apoyó en la mesa.
—¿Qué es lo que te tenía tan absorto? —inquirió.
—Me preguntaba si Rabbie Burns habría sido capaz de asesinar a una de sus amantes. —Ella lo miró sin decir nada—. O si alguien que lee poesía sería capaz de hacerlo.
—No veo por qué no. ¿No había en los campos de exterminio nazis comandantes que escuchaban a Mozart por las noches?
—¡Qué alegre observación!
—Sabes que siempre estoy dispuesta a hacerte el día más agradable. ¿Me haces un favor?
—¿Cómo podría negarme?
Siobhan le entregó una hoja de papel.
—¿Tú qué crees que significa esto?
Asunto: Hellbank
Fecha: 9/5
De: Programador@PaganOmerta.com
A: Flipside1223@HXRmail.com
«¿Has superado Hellbank? El tiempo pasa. Oclusión espera tu visita».
ProAMADOR
Rebus levantó la vista.
—¿Me das alguna pista?
—Es la copia de un correo electrónico —respondió ella cogiendo la hoja—. Philippa recibió diez o doce a partir del día en que desapareció. Pero este es el único que no va dirigido a su otro nombre.
—¿Su otro nombre?
—Los IS... —Hizo una pausa—. Los servidores de Internet permiten adoptar generalmente cinco o seis nombres de entrada a la red.
—¿Por qué?
—Para que puedas ser... distintas personas, supongo. Flipside 1223 es una especie de alias. Los otros mensajes van dirigidos a Flip guion Balfour.
—¿Y qué quiere decir?
Siobhan expulsó aire.
—Eso es lo que me pregunto. Quizá signifique que tenía una faceta que no conocemos. Con ese nombre de Flipside 1223 no hay ningún otro mensaje. Así que, o los fue borrando a medida que los recibía, o lo recibió por error.
—No parece casual, ¿no crees?
Siobhan asintió con la cabeza.
—Hellbank, Oclusión, PaganOmerta...
—Omerta es la ley del silencio de la mafia —dijo Rebus.
—Y ProAMADOR es la firma de Programador —indicó Siobhan—. Un toquecillo de humor juvenil.
Rebus volvió a leer el mensaje.
—Siobhan, no sé. ¿Qué te propones?
—Quisiera descubrir quién lo envió, pero no va a ser fácil. Lo único que se me ocurre es contestar.
—¿Decirle a quien sea que Philippa ha desaparecido?
—No, más bien fingir que es ella la que contesta —respondió bajando la voz.
—¿Crees que dará resultado? —preguntó Rebus con un tono de voz escéptico—. ¿Qué vas a decir?
—No lo he decidido.
Por la manera de cruzar los brazos, Rebus supo que lo haría.
—Díselo a la jefa cuando venga —aconsejó Rebus. Siobhan asintió con la cabeza y dio media vuelta para marcharse, pero él la llamó—. Tú, que fuiste a la universidad, ¿conocías a gente como Philippa Balfour?
—Esa gente es otro mundo —respondió ella con un bufido—. Ellos no tienen tutorías ni clases. A algunos solo los veía en los exámenes. ¿Y sabes qué?
—¿Qué?
—Que los cabrones siempre aprobaban.
Aquella noche, Gill Templer celebró su ascenso con una cena, pero antes fueron a tomar una copa al Palm Court del hotel Balmoral. Un pianista con esmoquin tocaba en un rincón y en la mesa tenían una botella de champán en un cubo con hielo y cuencos con cosas para picar.
—No olvidéis que después vamos a cenar —recordó Gill a sus invitadas.
Había reservado mesa en Hadrian’s a las ocho y media y eran apenas las siete y media, momento en el que llegó la que faltaba.
Siobhan se disculpó mientras se quitaba el abrigo que un camarero se apresuró a recoger en tanto otro le servía champán.
—Salud —dijo sentándose y alzando la copa—. Y enhorabuena.
Gill Templer alzó su copa y sonrió.
—Creo que lo merezco —admitió ante la aprobación general.
Siobhan conocía a dos de las presentes. Eran ayudantes del fiscal y había trabajado con ellas en diversos casos. Harriet Brough tendría cerca de los cincuenta; llevaba permanente (quizá fuera pelo teñido) y ocultaba sus formas con ropas gruesas de tweed y algodón; Diana Metcalf pasaba de los cuarenta, tenía el pelo rubio ceniza y unos ojos hundidos que, en vez de suavizar con maquillaje, exageraba con sombra oscura; siempre se ponía prendas llamativas, que contribuían a realzar aún más su figura de anoréxica.
—Os presento a Siobhan Clarke —dijo Gill—, una agente de mi comisaría. —La manera en que había dicho «mi comisaría» daba a entender que era la dueña, y Siobhan pensó que no andaba muy lejos de la verdad—. Siobhan, te presento a Jean Burchill. Jean trabaja en el museo.
—Ah. ¿En cuál?
—En el museo de Escocia —contestó Burchill—. ¿Lo conoce?
—Cené una vez en The Tower —respondió Siobhan.
—Bueno, no es lo mismo —dijo discretamente Burchill.
—No, quería decir... —Buscaba una manera diplomática de explicarlo—. Cené allí poco después de la inauguración y el hombre que me acompañaba...; en fin, fue una mala experiencia y no me quedaron ganas de volver.
—Está claro —dijo Harriet Brough, como si cualquier contratiempo tuviera su explicación en función del sexo opuesto.
—Bueno, esta noche somos todas mujeres y no hay problema —dijo Gill Templer.
—Siempre que no vayamos después a un club nocturno —añadió Diana Metcalf con ojos brillantes.
Gill Templer cruzó una mirada con Siobhan.
—¿Enviaste ese mensaje electrónico? —preguntó.
—No hablemos de trabajo, por favor —dijo Jean Burchill.
Las de la fiscalía aprobaron al unísono el comentario, pero Siobhan indicó a Templer con una inclinación de cabeza que había enviado el mensaje. Otra cuestión es que consiguiera engañar al destinatario. Por eso había llegado tarde, pues le había llevado su tiempo repasar todos los mensajes de salida de Philippa Balfour a sus amigos, tratando de encontrar el tono adecuado, el vocabulario y la sintaxis para resultar más convincente. Después de hacer más de diez borradores, al final optó por un texto sencillo. El caso era que algunos de los mensajes de Philippa eran más bien extensas cartas. ¿Y si sus anteriores mensajes a Programador habían sido también extensos? ¿Cómo reaccionaría el destinatario o destinataria ante una respuesta de estilo tan distinto? «Problema. Tengo que hablar contigo. Flipside». Y había añadido un número de teléfono, el de su móvil.
—He visto por televisión la rueda de prensa de esta tarde —dijo Diana Metcalf.
—¿Qué acabo de decir? —refunfuñó Jean Burchill.
Metcalf volvió hacia ella sus ojos oscuros y cansados.
—Esto no tiene que ver con el trabajo, Jean. El caso está en boca de todo el mundo. —Se volvió hacia Gill Templer—. No creo que fuese el novio, ¿y tú?
Gill se encogió de hombros.
—¿No ves? —terció Burchill—. Gill no quiere hablar de eso.
—Es más posible que fuera el padre —dijo Harriet Brough—. Mi hermano fue compañero suyo de estudios y es un tipo muy frío. —Hablaba tajantemente y con una seguridad que revelaba su formación de jurista. «Seguramente, ya de pequeña quería ser abogado», pensó Siobhan—. ¿Dónde estaba la madre? —preguntó a Templer.
—A pesar de que se lo pedimos, no tuvo ánimo para acudir —respondió ella.
—Peor que esos dos no lo habría hecho —dijo Brough cogiendo un puñado de anacardos de un cuenco.
Gill Templer puso de pronto cara de cansada, y Siobhan decidió cambiar de tema preguntando a Jean Burchill qué hacía en el museo.
—Soy conservadora, y mi especialidad son los siglos dieciocho y diecinueve —contestó Burchill.
—Su principal especialidad es la muerte —terció Harriet Brough.
Burchill sonrió.
—Es cierto. Reúno objetos sobre creencias y...
—Reúne más bien —interrumpió Brough mirando a Siobhan— ataúdes y fotos de niños muertos de la época victoriana. Me ponen nerviosa siempre que paso por la planta...
—Cuarta —añadió Burchill con voz queda.
Siobhan encontraba muy guapa a Burchill. Era pequeña y delgada, con el pelo castaño liso cortado a lo paje, tenía un hoyuelo en la barbilla y las mejillas bien formadas de un color rosado, apreciable incluso con la escasa luz del local. Se notaba que no llevaba maquillaje, y no lo necesitaba. Iba discretamente vestida con un conjunto de pantalón y chaqueta de tonos pastel, lo que en la tienda probablemente llamaban «marrón topo», un suéter gris de cachemira y una pashmina rojiza prendida en el hombro con un broche de Rennie Mackintosh. Tendría también cerca de cincuenta años, pero le sorprendió constatar que parecía tener quince años menos que todas las presentes.
—Jean y yo fuimos juntas al colegio —dijo Gill Templer—, pero después perdimos el contacto hasta que volvimos a encontrarnos hará unos cinco años.
Burchill sonrió al recordarlo.
—A mí no me gustaría encontrarme a ninguna de mis compañeras de colegio —dijo Harriet Brough con la boca llena de nueces—. Eran todas unas lerdas.
—¿Quieren más champán las señoras? —preguntó el camarero sacando la botella del cubo.
—Ya era hora —espetó Brough.
Entre el postre y el café, Siobhan fue a los servicios y se cruzó en el pasillo con Gill Templer.
—Qué eminencias, mis amigas —dijo Templer con una sonrisa.
—Ha sido una cena estupenda, Gill. ¿De verdad que no quiere que yo...?
—Eres mi invitada —respondió Templer tocándole el brazo—. No todos los días hay algo digno de celebrarse. ¿Crees que dará resultado ese mensaje? —añadió seria. Siobhan se encogió de hombros—. ¿Qué te pareció la rueda de prensa?
—La jungla habitual.
—A veces funciona —dijo Templer risueña.
Había tomado tres vasos de vino además del champán, pero el único indicio de que no estaba sobria era su modo de ladear levemente la cabeza y los párpados algo caídos.
—¿Puedo decirle una cosa? —preguntó Siobhan.
—No estamos de servicio, Siobhan. Di lo que quieras.
—No debería habérsela encomendado a Ellen Wylie.
Gill Templer la miró a los ojos.
—Habría debido encomendártela a ti, ¿verdad?
—No quiero decir eso. Es que estrenarse en el cargo con ese caso...
—¿Tú lo habrías hecho mejor?
—No es eso lo que quiero decir.
—Pues ¿qué es lo que quieres decir?
—Quiero decir que era la selva y usted la metió en ella sin mapa.
—Cuidado, Siobhan —dijo Templer con voz fría, haciendo una pausa para reflexionar y rematándola con un leve gesto despectivo mirando al pasillo—. Ellen Wylie me ha estado machacando la cabeza durante meses. Quería ocuparse de la coordinación de la prensa, y en cuanto he podido se la he dado. He querido comprobar si era tan apta como ella cree, pero me ha fallado —añadió acercando su cara a la de Siobhan, que ahora notó el olor a vino.
—¿Le ha sentado mal?
—Dejemos el tema, Siobhan. Ya he tenido bastante —replicó Templer alzando la mano. Parecía que iba a decir algo más, pero se limitó a hacer un gesto evasivo y a esbozar una sonrisa—. Ya hablaremos —añadió camino de los servicios. Empujó la puerta, pero de pronto se detuvo—. Ellen ya no es enlace de prensa. Había pensado en pedirte a ti...
La puerta se cerró detrás de ella.
—No me haga ningún favor —replicó Siobhan, pero le estaba hablando a la puerta.
Era como si Gill Templer se hubiera endurecido de la noche a la mañana y aquella humillación de Ellen Wylie fuese un primer signo de fuerza. El caso es que... realmente quería aquel cargo, pero al mismo tiempo se sentía a disgusto consigo misma porque había disfrutado en la rueda de prensa al comprobar el fracaso de Ellen Wylie.
Cuando Templer salió del servicio, Siobhan estaba sentada en una silla en el pasillo. Gill se detuvo ante ella y dijo:
—No nos agües la fiesta, mujer.
Y allí la dejó.