Читать книгу Aguas turbulentas - Ian Rankin - Страница 8
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Оглавление—Yo esperaba algún tipo de artista callejero —dijo Donald Devlin.
A Rebus le dio la impresión de que llevaba la misma ropa que en su primer encuentro.
El patólogo jubilado estaba sentado a una mesa junto al ordenador y al único agente de Gayfield Square que parecía conocer el programa de composición de rostros Facemaker, un banco de datos con ojos, orejas, narices y labios dotado de efectos especiales para alterar los detalles. Ahora Rebus comprendía cómo los viejos colegas de Watson habían injertado su cara a cuerpos musculosos.
—Las cosas han cambiado un poco —dijo Rebus.
Tomaba un café comprado en un bar, no tan bueno como el de su barista, pero mejor que el de la máquina de la comisaría. Había pasado una mala noche, se despertó sudoroso y temblando en el sillón del cuarto de estar. Pesadillas y sudores nocturnos. A pesar de lo que dijera cualquier médico, él sabía que tenía el corazón bien, pues lo notaba latir cumpliendo su función.
Pese al café se le escapaban los bostezos. El agente había terminado el dibujo y se disponía a imprimirlo.
—Hay algo... que no encaja —dijo Devlin por segunda vez. Rebus miró y vio un rostro anónimo, irrelevante—. Casi podría ser una mujer —añadió Devlin—. Y estoy seguro de que no lo era.
—¿Y si le ponemos esto? —preguntó el agente pulsando el ratón. En la pantalla se vio que al rostro le quedaba agregada una poblada barba.
—Ah, eso es absurdo —protestó Devlin.
—Es una broma del agente Tibbet, profesor —se disculpó Rebus.
—Yo hago lo que puedo, ¿sabe?
—Se lo agradecemos. Quite la barba, Tibbet.
Tibbet quitó la barba.
—¿Seguro que no era David Costello? —preguntó Rebus.
—A David lo conozco. No era él.
—¿Lo conoce bastante?
Devlin parpadeó.
—Hemos hablado en varias ocasiones. Un día nos cruzamos en la escalera y le pregunté qué libros llevaba. Me enseñó El paraíso perdido de Milton y estuvimos hablando de él.
—Fascinante.
—Sí que lo fue, créame. Ese chico es inteligente.
Rebus quedó pensativo.
—¿Le cree usted capaz de matar, profesor?
—¿Matar a alguien David? —dijo Devlin echándose a reír—. No le creo lo bastante cerebral, inspector. ¿Sigue siendo sospechoso? —preguntó tras una pausa.
—Ya sabe usted cómo trabaja la policía, profesor. Todo el mundo es culpable mientras no se demuestre lo contrario.
—Yo pensaba que era al revés: todo el mundo es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad.
—Me parece que usted nos confunde con los abogados. ¿A Philippa ha dicho que no la conocía mucho?
—También me cruzaba con ella en la escalera pero, a diferencia de David, la joven nunca se paraba.
—¿Era un tanto engreída?
—Pues no sé qué decirle. Indudablemente se había criado en un ambiente enrarecido, ¿no cree? —Hizo una pausa como reflexionando—. En realidad, yo tengo una cuenta en la Banca Balfour.
—Entonces ¿conoce al padre?
Los ojos de Devlin centellearon un instante.
—Oh, no. Yo no soy un cliente importante.
—Quería preguntarle qué tal va su rompecabezas.
—Despacio. Pero ese es el placer intrínseco del juego, ¿no cree?
—Nunca me han atraído los rompecabezas.
—Pero le gustan los enigmas. Anoche hablé con Sandy Gates y me habló de usted.
—Buena ganancia haría la compañía telefónica.
Se sonrieron y volvieron al trabajo.
Al cabo de una hora, Devlin manifestó que la primera representación era la mejor. Tibbet había guardado todas las versiones.
—Sí, no es perfecta —dijo Devlin—, pero puede decirse que se aproxima —añadió haciendo un gesto de levantarse de la silla.
—Ya que está usted aquí... —propuso Rebus abriendo un cajón y sacando un expediente con fotos—, podría mirar unas fotografías.
—¿Fotografías?
—Fotos de vecinos y amigos de la universidad de la señorita Balfour.
Devlin asintió despacio con la cabeza, con poco entusiasmo.
—¿Se trata del proceso de eliminación?
—Si se encuentra usted con ánimo, profesor.
—Tal vez un té poco cargado para estimular la concentración... —sugirió Devlin con un suspiro.
—Creo que podremos ofrecerle un té suave —dijo Rebus mirando a Tibbet, que manipulaba el ratón. Rebus se acercó al ordenador y vio en la pantalla un rostro muy parecido al de Devlin al que había agregado unos cuernos—. El agente Tibbet se lo traerá —añadió.
Tibbet tuvo la precaución de guardar la imagen antes de levantarse.
Cuando llegó a St Leonard’s corría ya la noticia de otro registro no divulgado, este en un garaje de Calton Road donde David Costello guardaba su MG deportivo. La Unidad de Huellas Dactilares de Howdenhall lo había examinado sin descubrir nada relevante. Sabían de antemano que estaría lleno de huellas de Flip Balfour y no fue una sorpresa encontrar en la guantera objetos personales de la joven, como un lápiz de labios y unas gafas de sol. En el garaje no había nada comprometedor.
—¿Ni un congelador con candado? ¿Ni una trampilla que diera paso a una cámara de torturas? —preguntó Rebus.
Distante Daniels, que hacía de mensajero llevando el papeleo entre Gayfield y St Leonard’s, negó con un gesto.
—Un estudiante con un MG —indicó moviendo de nuevo la cabeza.
—El coche es lo de menos —dijo Rebus—. El garaje en que lo guarda costará más que tu apartamento.
—Dios, es posible.
Intercambiaron una amarga sonrisa. Todos andaban ocupados y la observación más relevante era la rueda de prensa de la víspera difundida por televisión y la actuación de Ellen Wylie, pero la tarea del momento consistía en verificar dónde había sido vista por última vez la desaparecida, lo cual requería muchas llamadas telefónicas.
—¿Inspector Rebus? —Rebus se volvió hacia la voz—. Venga a mi despacho.
Era su despacho, desde luego. Ella ya le había infundido su carácter, ya fuese por el ramo de flores sobre el archivador, que perfumaba el ambiente, o por efecto de algún espray. El sillón de Watson ya no estaba: lo reemplazaba un modelo más utilitario en el que Gill Templer se sentaba erguida y no repantigada como su antecesor, como alerta para ponerse en pie. Le tendió una hoja de papel y Rebus tuvo que levantarse de la silla para cogerla.
—Es un lugar llamado Los Saltos —dijo—. ¿Lo conoces? —Rebus hizo un gesto negativo—. Yo tampoco.
Rebus leyó la nota referida a una llamada telefónica en la que daban noticia de que había aparecido una muñeca en Los Saltos.
—¿Una muñeca? —preguntó.
—Quiero que vayas a echar un vistazo —contestó ella asintiendo con la cabeza.
—Me tomas el pelo —dijo Rebus riendo, pero al alzar la vista vio que Gill estaba seria—. ¿Es mi castigo?
—¿Por qué?
—No sé. A lo mejor por ir bebido al apartamento de la hija de Balfour.
—No soy tan mezquina.
—No sé qué pensar...
—Adelante, di lo que sea.
—Lo digo por lo de Ellen Wylie.
—¿Qué pasa con Ellen Wylie?
—Que no se lo merecía.
—¿Qué eres, su protector?
—No se lo merecía.
—¿Qué sucede, hay eco? —replicó ella llevándose la mano a la oreja.
—Te lo repetiré hasta que me escuches.
Se hizo un silencio y los dos sostuvieron la mirada. Sonó el teléfono y pareció por un instante que Gill no iba a contestar, pero al final descolgó sin dejar de mirar a Rebus.
—Diga —escuchó un instante—. Sí, señor. Voy enseguida. —Dejó de mirar a Rebus para colgar y lanzó un suspiro—. Tengo una reunión con el jefe en Fettes. Ve a Los Saltos, por favor.
—No te estorbo más.
—La muñeca estaba en un ataúd, John —dijo ella con súbita cara de cansancio.
—Será una broma de chiquillos.
—Quizás.
—Aquí dice Los Saltos en Lothian este —observó Rebus volviendo a mirar la nota—. Que se encarguen los de Haddington u otro sitio.
—Quiero que te encargues tú.
—No lo dirás en serio. Es una broma, ¿no? Igual que cuando me dijiste que había querido ligar contigo o que debería ir a un médico.
Ella negó con la cabeza.
—Los Saltos no es simplemente una localidad de Lothian este, John. Es donde viven los Balfour. —Hizo una pausa para que se diera cuenta—. Y la cita con el médico tienes que concertarla.
Salió de Edimburgo por la A1 sin mucho tráfico y con un sol de justicia. Para él, Lothian este eran campos de golf y playas rocosas, campos de labranza planos y poblaciones de la periferia celosas de su identidad. La zona tenía su historia negra por los campings para caravanas, refugio de muchos delincuentes de Glasgow, pero era fundamentalmente una región tranquila frecuentada por turistas de paso o ruta alternativa en el viaje hacia el sur de Inglaterra. Para Rebus, pueblos como Haddington, Gullane y North Berwick eran localidades cerradas y prósperas con tiendecitas y clientela local que veía con recelo la cultura de supermercado de la cercana capital. Sin embargo, Edimburgo ejercía su influencia, y los precios de la vivienda allí hacían que cada vez hubiera más gente que optase por vivir lejos de la ciudad, por lo que el cinturón verde se deterioraba con nuevas construcciones y centros comerciales. La comisaría de Rebus estaba precisamente en una de las principales rutas de entrada por el sudeste, y en los últimos diez años ya se notaba el aumento de tráfico en las horas punta, las lentas e implacables caravanas de salida provocadas por los que vivían fuera de Edimburgo.
No le fue fácil encontrar Los Saltos. Guiándose por su instinto más que por el mapa, se saltó un indicador y acabó en Drem. Pero se detuvo allí un rato para comprar dos paquetes de patatas fritas y una lata de Irn-Bru y comérselas en el coche con el cristal de la ventanilla bajado. Seguía pensando que lo habían mandado a aquel lugar por imposición jerárquica, para meterlo en cintura; porque para su nueva jefa Los Saltos no era más que una pequeña localidad lejana. Cuando acabó de comer comenzó a silbar una melodía que no recordaba bien, una canción sobre el tema de vivir junto a un salto de agua; tenía la impresión de que era de una cinta que le había grabado Siobhan como parte de su iniciación a la música posterior a los años setenta. Drem no era más que una calle principal, y bien tranquila. Pasaba algún camión de vez en cuando pero no se veía un alma. El tendero trató de entablar conversación, pero él dio el silencio por respuesta a sus observaciones sobre el tiempo y no quiso preguntarle por dónde se iba a Los Saltos para no parecer un puñetero turista.
Sacó la guía de carreteras y vio que Los Saltos era un puntito insignificante; le intrigaba aquel nombre que tal vez fuera una deformación local de otra palabra. Tras otros diez minutos por carreteras tortuosas y en suave tobogán, dio con el lugar. Habría tardado menos de no haber sido por los cambios de rasante con el sol de frente y un tractor que lo obligó a ir en segunda un buen rato.
Los Saltos no era lo que él esperaba. El centro era un tramo de la carretera con casas a ambos lados, separadas y con jardines bien cuidados, y una hilera de chalecitos en el linde de la carretera. En uno de ellos vio un letrero de madera en el que se destacaba claramente pintada la palabra CERÁMICAS. Pero al final del pueblo, aldea más bien, había lo que le parecieron unas casas grises de protección oficial de los años treinta con vallas rotas y triciclos en la calzada. Entre las viviendas y la carretera había una franja de césped en la que dos críos se chutaban sin gran entusiasmo uno a otro una pelota. Al pasar por delante de ellos lo miraron fijamente como si fuera un bicho raro.
De pronto, igual que había entrado en el pueblo, se vio de nuevo en pleno campo. Paró junto al arcén y vio a lo lejos lo que le pareció una gasolinera; pero no pensaba que necesitara repostar. En ese momento pasó el tractor que había adelantado aminorando la marcha para girar hacia un campo a medio arar. El que lo conducía no hizo el menor caso de él. Paró la máquina con una trepidante sacudida y saltó de la cabina, en cuyo interior sonaba una radio a todo volumen.
Rebus bajó del coche y cerró la puerta con fuerza, pero el campesino siguió sin preocuparse de su presencia. Rebus apoyó la palma de las manos en la cerca de piedra.
—Buenos días —dijo.
—Buenos días —contestó el hombre, sin dejar de hurgar en la parte de atrás del tractor.
—Soy agente de policía. ¿Sabe dónde puedo encontrar a Beverly Dodds?
—En casa, seguramente.
—¿Su casa, cuál es?
—¿Ve la casita con el letrero de cerámicas?
—Sí.
—Pues ahí.
El hombre cuya voz sonó neutra no había mirado apenas en dirección de Rebus y continuaba abstraído en las aspas del arado. Era robusto, con pelo negro rizado y barba también negra que enmarcaba su rostro arrugado y gordezuelo. Rebus pensó un instante en los dibujos cómicos de su infancia y en aquellas caras raras que podían mirarse igual dándoles la vuelta.
—Viene por lo de la muñeca, ¿no?
—Sí.
—Es una tontería que les haya llamado por eso.
—¿Usted no cree que tenga algo que ver con la desaparición de la señorita Balfour?
—Claro que no. Eso es cosa de los críos de Meadowside.
—Seguramente tiene razón. Meadowside, ¿son esas viviendas? —preguntó Rebus señalando con la cabeza hacia el pueblo; no veía a los niños, pero le pareció oír el rebote de la pelota no muy lejos.
El campesino hizo un gesto afirmativo.
—Ya le digo, una pérdida de tiempo. Un tiempo que ustedes pierden, me imagino, y que yo pago con los impuestos.
—¿Usted conoce a la familia?
—¿A cuál?
—La de los Balfour.
El campesino asintió de nuevo con la cabeza.
—Son los amos de estas tierras..., de casi todas, vaya.
Rebus miró a su alrededor y vio por primera vez que no había ninguna casa ni construcción aparte de la gasolinera.
—Creía que eran dueños solo de la casa y el terreno.
El campesino dijo que no.
—Por cierto, ¿dónde tienen la casa?
El hombre miró por primera vez a Rebus a los ojos, satisfecho de sus verificaciones mecánicas, y se limpió las manos en los vaqueros desgastados.
—Se llega por el camino del otro extremo del pueblo —contestó—. A cosa de un kilómetro y medio encontrará una gran verja. No tiene pérdida. Y Los Saltos está a medio camino.
—¿Una cascada?
—Un salto de agua. Querrá usted verlo, ¿verdad?
Más allá de los campos de labranza, la elevación del terreno era suave y costaba imaginar un salto de agua por allí.
—No quisiera gastar el dinero de sus impuestos haciendo turismo —contestó Rebus sonriendo.
—Pero qué va, esto no es turismo...
—¿Qué, si no?
—Aquello es el lugar del crimen —replicó el hombre exasperado—. ¿Es que no se enteran en Edimburgo...?
Del pueblo salía un camino cuesta arriba que cualquiera de paso habría pensado que no tenía salida, como había creído Rebus, o que era particular. Pero al cabo de unos metros se ensanchaba, y fue allí donde dejó el coche arrimado al lindero. Lo cerró por instinto reflejo de urbanita y saltó la cerca que separaba el camino de un campo donde pastaban unas vacas que le prestaron la misma atención que el labriego. Notó su olor y oyó los resoplidos y el ruido que hacían rumiando, mientras intentaba alcanzar una arboleda sin pisar las boñigas. Seguro que los árboles señalaban el curso del riachuelo donde estaría el salto de agua en el que la mañana anterior había encontrado Beverly Dodds el diminuto ataúd. Cuando vio la cascadita se echó a reír. Era un salto de agua de un metro.
«No es precisamente una catarata del Niágara», dijo para sus adentros agachándose frente a él. No sabía dónde había aparecido la muñeca, pero miró a su alrededor. Era un sitio pintoresco al que seguramente acudirían los lugareños, a juzgar por un par de latas de cerveza y envases de chocolatinas. Se puso en pie y contempló el entorno: pintoresco y aislado, pues no se divisaban casas, y dudaba que alguien hubiese visto quién había dejado la muñeca; suponiendo, claro, que no la hubiese arrastrado la corriente. Lo único visible era el curso sinuoso del riachuelo colina abajo, y pensó que corriente arriba sería todo monte. En el mapa no figuraba siquiera el riachuelo y la panorámica eran unas colinas peladas por las que se podía andar días seguidos sin ver un alma. Se preguntó dónde estaría la casa de los Balfour, pero acabó moviendo la cabeza de un lado a otro. ¿Qué más daba? Aquello..., muñeca o no muñeca, con o sin ataúd, era dar palos de ciego.
Se puso otra vez en cuclillas y metió la mano en el agua con la palma hacia arriba. Era clara y estaba fría. Cogió un poco en el hueco de la mano y la dejó escurrir entre los dedos.
—Yo no la bebería —oyó decir. Alzó la vista y vio a una mujer que salía de entre los árboles. Era delgada y llevaba un vestido largo de muselina que dejaba transparentar su cuerpo. Al acercarse se echó hacia atrás el pelo rubio largo y rizado que le tapaba los ojos—. Los labradores usan abonos químicos que van a parar al riachuelo —explicó—. Organofosfatos y vaya usted a saber qué —añadió estremeciéndose.
—Yo el agua no la pruebo —dijo Rebus incorporándose—. ¿Es usted la señorita Dodds? —preguntó, secándose la mano en la manga.
—Todos me llaman Bev —dijo ella tendiéndole una mano esquelética al extremo de un brazo delgado.
Huesos de pollo, pensó Rebus, con cuidado de no estrechársela con demasiada fuerza.
—Soy el inspector Rebus —dijo—. ¿Cómo sabía que estaba aquí?
—Estaba en la ventana cuando pasó en coche y al ver que entraba en el camino tuve esa intuición —dijo poniéndose de puntillas para acentuar su acierto.
A Rebus le recordaba una quinceañera, pero distaba mucho de serlo por las bolsas bajo los párpados y las arrugas de expresión alrededor de los ojos. Tendría más de cincuenta años, pero conservaba un espíritu juvenil.
—¿Ha venido a pie?
—Ah, sí —respondió ella mirándose las sandalias abiertas—. Me ha chocado que no viniera primero a mi casa.
—Quería echar un vistazo al lugar. ¿Dónde encontró exactamente la muñeca?
La mujer señaló hacia la cascadita.
—Justo al pie, en la orilla. Estaba totalmente seca.
—¿Por qué hace esa puntualización?
—Porque sé que habrá pensado si no la traería la corriente.
Rebus no dejó traslucir que, efectivamente, lo había pensado, pero ella pareció notarlo y volvió a erguirse sobre la punta de los pies.
—Y estaba muy a la vista —añadió—, así que no creo que se la olvidaran casualmente porque la habrían recogido.
—¿Ha pensado alguna vez en hacer carrera en la policía, señorita Dodds?
Ella lanzó un chasquido con la lengua.
—Llámeme Bev, por favor —dijo sin responder a la pregunta, aunque se notaba que le había complacido.
—No la habrá traído, claro.
Ella negó con la cabeza y, como volvió a caerle el pelo sobre la cara, se lo echó de nuevo hacia atrás.
—La tengo en casa.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿Hace mucho que vive aquí, Bev?
—Ni siquiera tengo el acento, ¿verdad? —replicó sonriente.
—Le falta bastante —dijo Rebus.
—Soy de Bristol y pasé en Londres... muchos años, ya ni me acuerdo. Al divorciarme salí de estampida y acabé recalando aquí.
—¿Cuánto hace de eso?
—Cinco o seis años. La casa donde vivo siguen llamándola «casa de los Swanston».
—¿Por sus anteriores inquilinos?
Ella asintió con la cabeza.
—En Los Saltos son así, inspector. ¿De qué se ríe?
—Del nombre del lugar.
—Sí —añadió—, tiene gracia, ¿no? Un pequeño salto de agua y lo llaman «Los Saltos». Nadie sabe por qué. —Hizo una pausa—. Esto era un pueblo minero.
—¿Había minas de carbón? —inquirió Rebus frunciendo el entrecejo.
Ella estiró el brazo hacia el norte.
—A unos dos kilómetros. Las explotaron muy poco. Le hablo de los años treinta.
—¿La época en que construyeron Meadowside?
Ella asintió con un gesto.
—¿Ahora ya no hay minas?
—Hace cuarenta años que cerraron. Creo que la mayor parte de la gente de Meadowside está sin trabajo. Ahora es una zona de maleza, pero cuando construyeron las primeras casas era un prado. Después necesitaron seguir construyendo y edificaron más sobre él —añadió estremeciéndose otra vez—. ¿Cree que podrá dar la vuelta al coche?
Rebus asintió con la cabeza.
—Bien, no tenga prisa —dijo ella echando a andar—. Voy a preparar el té. Nos vemos en la Casa del Torno, inspector.
Lo del torno, explicó mientras ponía a hervir el agua para el té, era una referencia al torno de cerámica.
—Todo empezó como una terapia tras la ruptura —añadió haciendo una pausa—, pero descubrí que se me daba bastante bien y creo que a algunos amigos míos de entonces les sorprendió. —Por la manera de decirlo, a Rebus le pareció que esos amigos ya no contaban en su vida—. Así que tal vez el torno sea también las vueltas que da la vida —agregó cogiendo la bandeja y haciéndolo pasar a lo que ella llamaba «la sala».
Era una pieza pequeña de techo bajo llena de dibujos de colores y muestras de lo que Rebus imaginó obra de ella: platos y jarrones de cerámica vidriada azul, que él contempló detenidamente para que la mujer lo advirtiera.
—Son casi todas de las primeras —explicó quitándoles importancia—. Las conservo como recuerdo —añadió con un cascabeleo de pulseras mientras se echaba el pelo hacia atrás.
—Son muy bonitas —dijo Rebus.
Ella sirvió el té y le tendió una taza y un platillo de cerámica gruesa del mismo color azul. Rebus miró alrededor, pero no vio ningún ataúd ni ninguna muñeca.
—Lo tengo en el estudio —dijo ella como si le leyera el pensamiento—. ¿Quiere que lo traiga?
—Haga el favor.
Ella se levantó y salió a buscarlo. Rebus sentía claustrofobia. El té era una hierba sucedánea y pensó en echarlo en un jarrón, pero lo que hizo fue sacar el móvil para ver si había mensajes, mas la pantalla estaba en blanco y no daba señal. Quizá fuese por las gruesas paredes de piedra o porque el pueblo estaba en una zona sin cobertura; sabía que en Lothian este sucedía eso. El único mueble, aparte de la mesa, era una pequeña librería con libros de arte y artesanía sobre todo, y un par de volúmenes con el título de Wiccan. Rebus cogió uno.
—Es magia blanca. Fe en el poder de la naturaleza —dijo ella a su espalda.
Rebus dejó el libro y se volvió.
—Aquí tiene —dijo ella presentándole el ataúd como si fuese un objeto de culto.
Rebus avanzó un paso y ella se lo entregó con los brazos tendidos; lo cogió con cuidado, tal como ella esperaba, al tiempo que se le ocurría la idea de que aquella mujer estaba chalada y todo era un invento suyo. Pero el ataúd llamó su atención. Estaba hecho con una madera oscura, de roble viejo quizás, y lo habían ensamblado con clavos negros, como tachuelas de alfombra. Eran piezas medidas y bien serradas, con las aristas simplemente lijadas. Tendría unos veinte centímetros y no era obra de un carpintero; incluso Rebus, que era lego en la materia, lo advirtió. Ella abrió la tapa y fijó en él la mirada sin parpadear esperando sus observaciones.
—Estaba clavada, pero yo la abrí —añadió.
Dentro había una muñeca de madera con los brazos a los costados, de rostro modelado pero sin pintar y unos trozos de muselina a guisa de vestido. Era una pieza de talla rudimentaria en la que se notaban los surcos bastos de la gubia. Rebus intentó sacarla, pero no acertaba dado el escaso espacio entre la muñeca y los lados del ataúd. Y optó por volcarla sobre la palma de la mano. Su primer pensamiento fue comparar los trozos de tela con alguna de las de la sala, pero no había ninguna igual.
—La tela es bastante nueva y está limpia —musitó ella.
Rebus asintió con la cabeza. Tampoco el ataúd había estado mucho a la intemperie pues no había restos de humedad.
—Yo he visto cosas extrañas, Bev... —dijo Rebus con voz apagada—. ¿No había nada más en donde lo encontró? ¿Algo raro?
Ella negó despacio con la cabeza.
—Yo voy todas las semanas de paseo por allí y esto —dijo ella tocando el ataúd— fue la única cosa rara que encontré.
—¿No vio pisadas...? —sugirió Rebus, pero pensó que era exigirle demasiado.
—No advertí ninguna —respondió ella sin vacilar apartando la mirada del ataúd y mirándolo—. Y examiné el terreno porque estaba segura de que no podía ser cosa de magia.
—¿Hay alguien en el pueblo que trabaje la madera? ¿Un carpintero...?
—El más cercano está en Haddington, lejos de aquí. No conozco a nadie que..., quiero decir que ¿quién en su sano juicio va a hacer una cosa como esta?
—Sí, supongo que se lo habrá preguntado —replicó Rebus sonriendo.
—No se me ocurre otra cosa, inspector —añadió ella sonriendo también—. Mire, normalmente ni habría hecho caso de algo así, pero después de lo que ha pasado con la hija de los Balfour...
—No nos consta que haya pasado nada —contestó Rebus sin poder evitarlo.
—Pero debe de existir una relación, ¿no?
—Puede ser un chalado —replicó Rebus mirándola a los ojos—. Según mi experiencia, en todos los pueblos hay algún trastornado.
—No pensará que yo... —interrumpió la frase al oír el ruido de un coche que paraba ante la casa—. Ah, será ese periodista —añadió poniéndose en pie.
Rebus fue con ella hasta la ventana y vio que de un Ford Focus rojo bajaba un joven, mientras en el asiento del copiloto un fotógrafo acababa de ajustar el objetivo de una cámara. El primero se estiró y rotó los hombros como si acabase de hacer un largo viaje.
—Estuvieron ya otra vez —dijo ella—, cuando desapareció la hija de los Balfour y, como me dejaron la tarjeta, al suceder esto...
Rebus fue tras ella hasta el estrecho vestíbulo de la entrada.
—No ha sido una idea muy acertada, señorita Dodds —dijo conteniendo su indignación cuando la mujer estaba a punto de abrir la puerta.
Ella se volvió con la mano en el pomo.
—Inspector, al menos ellos no insinuaron que estuviera chalada.
Rebus estuvo a punto de replicar: «Pero lo harán», aunque pensó que ya no serviría de nada.
El periodista se llamaba Steve Holly y trabajaba para un periódico sensacionalista de Glasgow con delegación en Edimburgo. No tendría mucho más de veinte años, lo que era una ventaja porque a lo mejor escuchaba un consejo. Si hubiera sido un veterano, ni habría merecido la pena molestarse. Era bajo, gordito y llevaba el pelo cortado en una cresta con picos tiesos por el fijador que a Rebus le recordaron el alambre de espino de las granjas. Llevaba en una mano el bloc de notas y el bolígrafo y tendió la otra a Rebus.
—No creo que nos conozcamos —dijo de un modo que a Rebus le hizo pensar que conocía su nombre—. Le presento a mi ayudante artístico, Tony. —El fotógrafo, que llevaba una bolsa de material al hombro, lanzó un resoplido—. Bev, hemos pensado si podríamos ir a la cascada para hacerle una foto cogiendo el ataúd.
—Claro, por supuesto.
—Así nos ahorramos los preparativos de hacer una toma interior —continuó Holly—. No porque a Tony le moleste, pero si se le deja en un cuarto se pierde en creatividad y arte.
—¿Ah, sí? —dijo ella mirando complacida al fotógrafo.
Rebus contuvo una sonrisa al pensar que ella y el periodista daban muy distinto significado a los dos conceptos, tampoco a Holly se le escapó.
—Aunque, si quiere, después puede hacerle un buen retrato en el estudio —añadió.
—Estudio no puede llamárselo —replicó ella pensativa, pasándose un dedo por el cuello—. No es más que una simple habitación con el torno y algún dibujo que yo he forrado de papel blanco para aprovechar la luz.
—Hablando de luz —la interrumpió Holly mirando al cielo—, más vale que nos pongamos en marcha.
—Ahora es ideal y no durará mucho —dijo el fotógrafo.
Bev alzó también la vista y mostró su asentimiento de artista con una inclinación de cabeza. Aquella mujer sabía hacer su papel, pensó Rebus.
—¿Quiere quedarse aquí al cuidado de esto? —preguntó el periodista a Rebus—. No tardaremos más de quince minutos.
—Tengo que volver a Edimburgo. ¿Puede darme su teléfono, señor Holly?
—A ver dónde llevo una tarjeta —contestó el joven buscando en los bolsillos y sacando una cartera de la que extrajo una tarjeta.
—Gracias —dijo Rebus—. ¿Podríamos hablar un momento...?
Mientras llevaba al periodista aparte vio que Bev preguntaba al fotógrafo si la ropa que vestía era adecuada y le pareció que aquella mujer echaba de menos la presencia de otro artista en el pueblo. Rebus les dio la espalda para que no oyeran lo que iba a decir.
—¿Ha visto esa muñeca? —preguntó Holly. Rebus asintió con la cabeza y el periodista torció la nariz—. ¿No estaremos perdiendo el tiempo? —añadió en tono afable propiciando franqueza por parte de Rebus.
—Seguramente —respondió él mintiendo y convencido de que cuando Holly viese la curiosa talla tampoco lo creería—. Pero no viene mal una jornada fuera de Edimburgo —añadió en tono despreocupado.
—Yo no aguanto el campo —dijo Holly—. Echo de menos el monóxido de carbono. Me sorprende que hayan enviado a un inspector...
—No hay que desechar ninguna pista.
—Sí, por supuesto; lo entiendo, pero creo que con un simple agente o un sargento...
—Como le digo... —Holly se dio media vuelta dispuesto a seguir con su trabajo, pero Rebus lo agarró del brazo—. ¿Sabe que si esto resulta ser algún tipo de prueba podríamos desear que no se divulgara?
Holly asintió con la cabeza de un modo mecánico y replicó tratando de darle un acento americano:
—Que su gente hable con mi gente. —Dicho lo cual, se soltó de Rebus y se volvió hacia Bev y el fotógrafo—. Escuche, Bev, con ese vestido... Yo creo que como hace tan buen día estaría mejor con una falda más corta.
Rebus volvió al camino, sin detenerse ahora en la cerca, pensando qué encontraría. Medio kilómetro después llegó a un camino de coches más amplio de gravilla rosa que terminaba de pronto ante una verja alta de hierro forjado. Detuvo el coche y se bajó. La cancela estaba cerrada con candado y tras ella vio que el camino discurría en curva por una arboleda que le impedía ver la casa. No había ningún letrero, pero estaba seguro de que era Los Enebros. A ambos lados de la verja se alzaba una tapia de piedra, pero algo más lejos su altura disminuía. Bajó unos cien metros por la carretera principal, saltó por donde la tapia era ya más baja y se metió en la arboleda.
Pensó que si trataba de buscar un atajo podía acabar perdido entre bosques y regresó al camino de coches con la esperanza de no encontrarse con una curva tras otra. Pero fue precisamente lo que encontró. ¿Cómo llegaría allí el cartero?, se preguntó. Era un detalle que no debía de preocupar a John Balfour. Al cabo de cinco minutos de caminar divisó la casa. Era una construcción neogótica alargada con dos torretas en los extremos, de muros envejecidos color pizarra. No se molestó en aproximarse; ni siquiera sabía si había alguien, aunque supuso que habría algún tipo de vigilancia, algún policía que controlase el teléfono tal vez, pero no veía indicios. Delante de la casa había un césped cuidado flanqueado por parterres de flores y detrás del cuerpo principal del edificio se adivinaba una especie de prado. No veía coches ni cocheras; seguramente estarían en la parte de atrás. Le costaba imaginar que alguien pudiera vivir contento en un sitio tan adusto. Hasta la casa misma parecía alerta a cualquier manifestación de alegría o falta de corrección. Se preguntó si la madre de Philippa no se sentiría allí como una especie de pieza de museo. En ese momento vio un rostro fugaz en una ventana del piso de arriba. Sería tal vez un fantasma; pero un minuto después se abrió la puerta principal y una mujer bajó corriendo la escalinata hasta la entrada de grava, se dirigió hacia él, sin que Rebus pudiera verle la cara por el pelo alborotado; vio que tropezaba y se caía y echó a correr para ayudarla, pero ella se levantó rauda al ver que se le acercaba, sin preocuparse de las rodillas despellejadas, llenas aún de trocitos de grava, y recogió el móvil que se le había caído.
—¡No se acerque! —gritó apartándose el pelo de la cara. Rebus vio que era Jacqueline Balfour—. Perdone... —añadió arrepentida alzando las manos en gesto conciliador—. Lo siento, es que... Solo dígame qué quiere de nosotros.
En ese momento, Rebus comprendió que aquella acongojada mujer le tomaba por el secuestrador de su hija.
—Señora Balfour —dijo alzando igualmente las manos—, soy policía.
Cuando por fin dejó de llorar se sentaron los dos en la escalinata, como si quisiera evitar que la casa se apoderara otra vez de ella. Insistió en disculparse y Rebus volvió a decirle que era él quien se disculpaba.
—Pensé que no había nadie en la casa —dijo.
Pero había alguien más: por la puerta apareció una agente de uniforme a quien Jacqueline Balfour ordenó tajantemente que los dejase. Rebus preguntó si deseaba que él también se fuera, pero ella negó con la cabeza.
—¿Ha venido a decirme algo? —preguntó afligida, devolviéndole el pañuelo mojado de lágrimas; lágrimas causadas por él.
Rebus la instó a que se lo quedara y ella lo dobló cuidadosamente, pero volvió a desdoblarlo rompiendo otra vez a llorar. No había advertido aún la magulladura de las rodillas y, al sentarse, la falda le quedó entre las piernas.
—No hay noticias —dijo Rebus con voz queda, y al ver que lo miraba desesperada añadió—: Tal vez haya una posible pista en el pueblo.
—¿En el pueblo?
—En Los Saltos.
—¿Qué clase de pista?
Rebus se arrepintió de haberlo dicho.
—En este momento no estoy autorizado a desvelarlo —respondió, diciéndose que era un error pues ella no tardaría en contárselo por teléfono al marido y él le llamaría para preguntar. Pero aunque no lo hiciera o se le ocultase el extraño hallazgo, la prensa no guardaría tal prudencia.
—¿Philippa coleccionaba muñecas? —preguntó.
—¿Muñecas? —inquirió ella dando vueltas al móvil en la mano.
—Es que han encontrado una junto al salto de agua.
La mujer negó con la cabeza.
—No, muñecas no —respondió despacio, como pensando que debía haber habido muñecas en la vida de su hija y que esa carencia era un reflejo de lo mala que era ella.
—Probablemente no es nada —añadió Rebus.
—Probablemente —repitió ella.
—¿Está en casa el señor Balfour?
—Vuelve más tarde de Edimburgo —añadió ella mirando el teléfono—. No va a llamar nadie, ¿verdad? A los amigos de John les han recomendado dejar libre la línea, igual que a nosotros, por si llaman. Pero estoy segura de que no llamarán.
—¿Usted no cree que la hayan raptado, señora Balfour?
Ella dijo que no.
—¿Qué, entonces?
Ella lo miró con los ojos enrojecidos y bolsas bajo los párpados por falta de descanso.
—Está muerta —dijo casi en un suspiro—. ¿No lo cree usted también?
—Es demasiado pronto para pensar eso. Yo conozco casos de personas que aparecieron al cabo de semanas o de meses.
—¿Semanas o meses? No quiero ni pensarlo... Prefiero saberlo de inmediato.
—¿Cuándo vio a su hija por última vez?
—Hará unos diez días. Fuimos de compras por Edimburgo como de costumbre. No pensábamos comprar nada en concreto, pero comimos juntas.
—¿Ella venía a casa con frecuencia?
—Él la tenía envenenada —respondió Jacqueline Balfour negando con la cabeza.
—¿Cómo dice?
—David Costello. Envenenaba sus recuerdos, haciéndole creer que recordaba cosas inexistentes. La última vez que nos vimos, Flip estuvo preguntándome constantemente datos de su infancia; me dijo que había sido desgraciada, que no le prestábamos atención, que no la queríamos. Falsedades.
—¿Y era David Costello quien le metía esas ideas en la cabeza?
La señora Balfour se irguió y lanzó un profundo suspiro.
—Eso creo yo.
Rebus reflexionó un instante.
—¿Por qué cree que hacía una cosa así?
—Por ser quien es —respondió escuetamente la señora Balfour.
Sonó el teléfono de improviso y ella buscó torpemente el botón de conexión.
—¡Diga! Ah, querido, ¿cuándo vuelves? —añadió más tranquila.
Rebus aguardó a que terminase de hablar mientras pensaba en la rueda de prensa y en la manera de hablar de John Balfour, diciendo «yo» y no «nosotros», como si su esposa no padeciera ni existiera.
—Era mi marido —dijo, y Rebus hizo un gesto afirmativo.
—Pasa mucho tiempo en Londres, ¿verdad? ¿No se encuentra usted algo sola aquí?
—Tengo amigos —replicó ella mirándolo.
—No pretendía decir lo contrario. Además, me imagino que irá mucho a Edimburgo.
—Sí, una o dos veces por semana.
—¿Ve con frecuencia al socio de su esposo?
Ella volvió a mirarlo.
—¿A Ranald? Él y su mujer son probablemente nuestros mejores amigos... ¿Por qué lo pregunta?
Rebus hizo como que se rascaba la cabeza.
—No sé. Por dar conversación, supongo.
—Pues no lo haga.
—¿Darle conversación?
—No me gusta. Me da la impresión de que todos quieren hacerme caer en una trampa. Es como en las fiestas de negocios; John siempre me previene para que no diga nada, porque nunca se sabe si tratan de averiguar cosas del banco.
—Nosotros no somos de la competencia, señora Balfour.
—Claro que no —concedió ella con una leve inclinación de cabeza—. Discúlpeme. Es que...
—No tiene por qué disculparse —dijo Rebus poniéndose en pie—. Está usted en su casa y aquí manda usted, ¿no es así?
—Bueno, ya que lo dice... —respondió ella algo más animada.
Pero Rebus estaba convencido de que, con su marido en casa, quien mandaba y establecía las reglas era él.
Dentro de la casa encontró a dos colegas cómodamente sentados en el salón. La agente uniformada dijo llamarse Nicola Campbell y el otro policía era del Departamento de Investigación Criminal de la Jefatura de Policía de Fettes y se llamaba Eric Bain, pero solían llamarlo «Cerebro». Bain estaba sentado frente a un escritorio en el que había un teléfono de línea fija, un bloc de notas con un bolígrafo y una grabadora, además de un móvil conectado a un ordenador portátil. Al comprobar que el que llamaba era el señor Balfour, Bain se había colgado los auriculares del cuello mientras se bebía un yogur de fresa directamente del envase; al ver a Rebus, lo saludó con una inclinación de cabeza.
—Qué comodidad aquí —dijo Rebus mirando admirado el salón.
—Y un aburrimiento terrible —añadió Campbell.
—¿Para qué es el ordenador?
—Es la conexión de Cerebro con los chalados de sus amigos informáticos.
Bain esgrimió un dedo amenazador hacia ella.
—Forma parte de la tecnología de localización de llamadas —explicó concentrado en apurar el yogur, sin advertir que la agente movía los labios hacia Rebus diciendo «chalado».
—Lo que sería estupendo si valiera la pena —opinó Rebus.
Bain asintió con la cabeza.
—Se han recibido muchas llamadas de apoyo de amigos y familiares y una cantidad impresionante de chalados que naturalmente no he apuntado.
—Ten en cuenta que la persona que buscamos puede ser un chiflado —le advirtió Rebus.
—En este pueblo es muy probable que no falten —añadió Campbell cruzando las piernas.
Se había sentado en uno de los tres sofás del salón ante unos ejemplares abiertos de Caledonia y Scottish Field. Al ver más revistas en otra mesita detrás del sofá, Rebus tuvo la impresión de que eran de la casa y ya se las debía de haber leído.
—¿Por qué lo dice? —preguntó.
—¿Ha pasado por el pueblo? ¿No ha visto a esos albinos en los árboles tocando el banjo?
Rebus sonrió y Bain la miró perplejo.
—Yo no he visto ninguno —dijo.
La mirada de Campbell venía a decir: «Porque en un mundo paralelo tú estás en los árboles con ellos».
—Dime una cosa —añadió Rebus—. En la rueda de prensa, el señor Balfour mencionó su móvil...
—No debería haberlo hecho —respondió Bain negando con la cabeza—. Le habíamos advertido que no lo hiciera.
—¿No es fácil localizar un teléfono móvil?
—Son más escurridizos que las líneas fijas, desde luego.
—Pero ¿se pueden localizar?
—Hasta cierto punto. Hay muchos móviles dudosos en funcionamiento. A lo mejor localizas la cuenta de uno y te encuentras con que lo han robado hace una semana.
Campbell contuvo un bostezo.
—¿No ve lo divertido que es? —dijo mirando a Rebus—. Emoción tras emoción.
Rebus regresó sin prisas a Edimburgo; el tráfico era intenso en dirección contraria. Era la hora punta y los ejecutivos regresaban a la campiña. Rebus conocía a gente que iba a diario a trabajar a Edimburgo desde localidades tan alejadas como Borders, Fife y Glasgow. Todos lo justificaban por el precio escandaloso de la vivienda, ya que una casa adosada de tres dormitorios en un buen lugar de la capital podía costarte doscientas cincuenta mil libras o más, y por ese dinero era posible adquirir una gran casa independiente en Lothian este o una calle entera en Cowdenbeath. Rebus, por su parte, había recibido alguna visita imprevista que preguntaba si vendía su piso de Marchmont y cartas dirigidas al «señor propietario» de compradores desesperados. Porque en Edimburgo también sucedía eso: que por muy altos que fueran los precios no faltaban compradores. En Marchmont solían ser los propietarios de otros pisos con ánimo de especular, o padres que buscaban un piso para sus hijos cerca de la universidad. Él vivía en el suyo desde hacía veintitantos años y había visto el proceso de cambio del barrio, habitado actualmente por menos familias y gente mayor, pero por más estudiantes y parejas jóvenes sin hijos. Dos grupos bastante antagónicos, pues los que habían pasado toda su vida en Marchmont veían cómo sus hijos tenían que irse a vivir más lejos por no disponer de medios para comprar un piso cerca. Rebus ya no conocía a nadie en su edificio ni en las casas contiguas y, que él supiera, era el único propietario que ocupaba su piso. Pero lo más preocupante era que debía de ser también el inquilino más viejo y no dejaban de llegarle cartas y ofertas pese al aumento de precios.
Por eso se mudaba, aunque todavía no sabía adónde iba a ir. A lo mejor buscaba algo de alquiler, así tendría la opción de vivir un año en un chalé en el campo, otro año junto al mar y un par de años encima de un pub. Aquel piso de Arden Street era demasiado grande para él; los otros dormitorios siempre estaban libres y muchas noches él dormía en un sillón en el cuarto de estar. Un estudio sería más que suficiente para él.
Se cruzaba con Volvos, BMW y Audis deportivos y pensó si realmente deseaba irse a vivir a las afueras. Desde Marchmont podía llegar al trabajo a pie en quince minutos; era el único ejercicio que hacía. No le apetecía ir cada día en coche desde Los Saltos, por ejemplo, a Edimburgo. No había visto tráfico allí mientras había estado, pero a buen seguro no habría donde aparcar por la noche.
Precisamente buscando sitio para aparcar en Marchmont se percató de otro de los motivos para mudarse. Al final dejó el Saab en la línea amarilla y fue a comprar el periódico, leche, panecillos y bacon. Llamó a la comisaría y preguntó si lo necesitaban, pero le dijeron que no. Al llegar a casa sacó una cerveza de la nevera y se sentó en el sillón junto a la ventana del cuarto de estar. La cocina estaba más desordenada de lo habitual porque había metido en ella cosas del vestíbulo mientras cambiaban la instalación eléctrica, que no se había renovado desde hacía años. Seguramente desde que él había comprado el piso. Luego llamaría a un pintor para que diera una mano de pintura color magnolia que animara el piso. Le habían aconsejado no hacer muchas reformas, porque el comprador querría hacer las suyas propias. Simplemente cambiaría la instalación eléctrica y daría una mano de pintura. La agencia le había dicho que era imposible saber cuánto sacaría. En Edimburgo pones un piso en venta «a partir de» un precio determinado y esa cantidad puede subir hasta alcanzar un treinta o un cuarenta por ciento más. Tirando por lo bajo, calculaba que su piso de Arden Street valdría entre ciento veinticinco y ciento cuarenta mil libras, y como no había hipoteca pendiente era dinero contante y sonante.
«Podrías jubilarte con ese dinero», le había dicho Siobhan. Tal vez. Aunque se imaginaba que tendría que repartirlo con su exmujer, a pesar de que le había enviado un cheque por el valor de su parte poco después de separarse. Y reservaría una cantidad para su hija Sammy, que era otro de los motivos por los que lo vendía, o al menos es lo que él se decía. Tras el accidente, aunque ya no estaba en silla de ruedas, seguía obligada a andar con un par de muletas; subir dos pisos la mataba..., aunque no lo visitaba mucho, ni siquiera antes del accidente.
Él no tenía muchas visitas; no era buen anfitrión. Al marcharse su esposa Rhona, no volvió a ser capaz de llenar el vacío. Alguien calificó en cierta ocasión el piso de «guarida», y no dejaba de ser verdad. Hacía de refugio para él, y era lo único que pedía. En el piso contiguo de estudiantes sonaba música semicañera, parecida a la de Hawkwind de veinte años atrás, malo, lo que seguramente significaba que era un grupo de moda. Miró su colección, encontró la cinta que le había grabado Siobhan y la puso. Eran tres canciones de un disco de The Mutton Birds, un grupo de Nueva Zelanda o un sitio por el estilo, pero uno de los instrumentos estaba grabado en Edimburgo. Era todo cuanto ella le había dicho al respecto. La segunda canción se titulaba «The Falls» [Los Saltos].
Volvió a sentarse. Tenía en el suelo una botella de Talisker, de sabor limpio y fuerte, con su vaso al lado; se sirvió brindando a su reflejo en la ventana, se recostó en el sillón y cerró los ojos. No pintaría aquel cuarto; lo había hecho él mismo no hacía mucho con su viejo amigo y compinche Jack Morton, ya fallecido. Otro fantasma más. Se preguntó si los dejaría atrás al mudarse, pero lo dudaba; y en lo más profundo de su ser los echaría en falta.
La canción hablaba de pérdidas y de redención. Los lugares cambian y la gente también, y los sueños son cada vez más inalcanzables. Pensó que no le importaría dejar Arden Street. Era hora de hacer un cambio.