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Al día siguiente, camino de la comisaría, Siobhan no pensaba más que en Programador. No había recibido ninguna llamada en el móvil y ya iba redactando mentalmente otro mensaje para enviárselo. A él o a ella, porque no había que descartar nada, pero estaba casi convencida de que era un hombre. «Oclusión», «Hellbank»..., le parecía notar un trasfondo masculino, aparte de que la idea de un juego por ordenador sonaba a cosa de tíos con anorak recluidos en su habitación.

El primer mensaje que ella había cursado, «Problema. Tengo que hablar contigo. Flipside», no había dado resultado al parecer. Iba a confesar quién era; le enviaría un mensaje diciéndole que era policía, que Flip había desaparecido y que se pusiera en contacto con ella. Había estado toda la noche con el móvil en la mesilla, despertándose cada hora para comprobar si la había llamado y no lo había oído. Pero no hubo ninguna llamada. Cuando estaba a punto de amanecer se vistió y salió a dar un paseo. Vivía en Broughton Street, en un barrio que se iba aburguesando; no era tan cara como la Ciudad Nueva colindante, era más parecida al centro. La mitad de su calle estaba llena de contenedores y sabía que a media mañana se llenaría de camionetas de la construcción peleándose por aparcar.

Paró a desayunar en un bar de los que abrían temprano y tomó una tostada con judías en salsa de tomate y un té tan fuerte que temió una intoxicación de tanino. En lo alto de Calton Hill se detuvo a contemplar la ciudad que se despertaba. A lo lejos, en Leith, un barco de contenedores ponía rumbo a alta mar. Al sur, los montes Pentland mostraban su manto de nubes bajas como manifestación de bienvenida. Aún no había mucho tráfico en Princes Street, solo autobuses y taxis en su mayor parte. Era la hora que más le gustaba de Edimburgo, antes de iniciarse la rutina diaria. Vio el hotel Balmoral destacándose entre otros edificios más próximos y pensó en la fiesta de Gill Templer, en la que había dicho que estaba muy atareada. Siobhan se preguntó si se había referido al caso Balfour o a su nuevo ascenso. El problema de su nuevo cargo era que llevaba un John Rebus incluido y ahora John Rebus era cosa de Templer y no de Watson. Se rumoreaba que John ya se había buscado un lío por ir bebido al piso de la desaparecida; tiempo atrás habían advertido a Siobhan que iba pareciéndose a Rebus, que adquiría sus defectos y sus virtudes. A ella no le parecía cierto.

No, no era verdad.

Bajó la colina hasta Waterloo Place; si doblaba a la derecha podía estar en casa en cinco minutos y doblando a la izquierda llegaría al trabajo en diez minutos. Dobló a la izquierda en dirección a North Bridge.

La comisaría de St Leonard’s estaba tranquila y en la sala del DIC notó olor a cerrado por la cantidad de personas que trabajaban allí a diario. Abrió un par de ventanas, se hizo un café poco cargado y se sentó a su mesa. Miró el ordenador de Flip: no había mensajes, y decidió seguir conectada mientras redactaba uno. Llevaba escritas un par de líneas cuando vio la señal de mensaje de entrada. Era de Programador, un simple «Buenos días».

Ella contestó: «¿Cómo sabías que estaba aquí?». Y obtuvo una respuesta inmediata: «Eso es algo que Flip no habría preguntado. ¿Quién eres?».

Siobhan tecleó a toda velocidad sin molestarse en corregir las faltas: «Soy una agente de plocía de Edimburgo. Investigamos la desaparición de Philippa Balfour».

Aguardó un minuto a que contestara.

«¿Quién?».

«Flipside», tecleó.

«Nunca me dijo su verdadero nombre. Es una de las reglas».

«¿Las reglas del juego?», tecleó.

«Sí. ¿Vivía en Edimburgo?».

«Estudiaba en la universidad. ¿Podemos hablar? Tienes el número de mi móvil».

La espera volvió a parecerle interminable.

«Prefiero hacerlo así».

«De acuerdo, ¿me dices qué es Hellbank?», tecleó Siobhan.

«Tienes que entrar en el juego. Dame un nombre para llamarte».

«Me llamo Siobhan Clarke y soy agente de la policía de Lothian y Borders».

«Me da la impresión de que es tu verdadero nombre, Siobhan. Has vulnerado una de las primeras reglas. ¿Cómo se pronuncia?».

«No es ningún juego, Programador», replicó Siobhan ruborizándose.

«Claro que es un juego. ¿Cómo se pronuncia?».

«Shi-vawn».

Se hizo una pausa más larga y ya iba a repetir el mensaje cuando llegó la respuesta.

«En contestación a tu pregunta, Hellbank es uno de los niveles del juego».

«¿Flipside participaba en un juego?».

«Sí. Oclusión es el siguiente nivel».

«¿Qué clase de juego?».

«Después».

«¿Qué quieres decir?», tecleó Siobhan.

«Ya hablaremos».

«Necesito tu ayuda».

«Pues ten paciencia. Podría cortar ahora mismo y no me encontrarías. ¿Es eso lo que quieres?».

«Sí». A Siobhan le dieron ganas de pegar un puñetazo a la pantalla.

«Después».

«Después», tecleó ella.

No hubo más mensajes. Había desconectado o seguía en la red, pero no respondía. No le quedaba más remedio que esperar, ¿o no? Entró en Internet y probó con todos los buscadores que conocía preguntando sitios relacionados con Programador y PaganOmerta. Encontró docenas de Programadores, pero le pareció que ninguno era el suyo. PaganOmerta no aparecía y separando las palabras obtuvo más de cien sitios, casi todos sectas de nueva era. Intentó Pagan Omerta.com y no había nada, era una dirección y no un sitio de la red. Cuando fue a hacer más café comenzaron a entrar los compañeros de turno; dos de ellos la saludaron, pero ella no estaba para nadie. Tuvo otra idea; se sentó a la mesa con el listín telefónico y el tomo de las páginas amarillas y cogió el bloc de notas y un bolígrafo.

Probó en primer lugar en tiendas de informática y finalmente le indicaron un establecimiento de cómics en South Bridge. Para ella, cómics eran títulos como Beano y Dandy, aunque una vez tuvo un novio obsesionado con 2000AD, circunstancia parcialmente responsable de la ruptura con él. La tienda fue una revelación. Tenían miles de títulos y libros de ciencia ficción, camisetas y diversos artículos. En el mostrador, una dependienta quinceañera hablaba sobre los méritos de John Constantine con dos colegiales. Siobhan no sabía si Constantine era un personaje de cómic, un escritor o un actor. Finalmente, los chicos advirtieron su presencia y dejaron de hablar para adoptar otra vez la actitud pazguata y desgarbada propia de los doce años. Quizá no estuvieran acostumbrados a ver mujeres escuchando. Seguramente no tendrían ni costumbre de tratar con mujeres.

—He oído lo que estabais diciendo y a lo mejor podéis ayudarme. —Ninguno de los tres abrió la boca y la dependienta se rascó una zona de acné en el cuello—. ¿Vosotros jugáis en Internet?

—¿Se refiere a cosas como Dreamcast? —preguntó la joven con cara de ignorancia—. Es de Sony —aclaró.

—No, quiero decir juegos dirigidos por una persona en los que te llega el contacto por el correo electrónico para ponerte pruebas.

—Juegos de rol —dijo uno de los colegiales asintiendo con la cabeza y mirando al otro en busca de confirmación.

—¿Habéis jugado vosotros alguna vez? —preguntó Siobhan.

—No —contestó el chico. Ninguno de ellos había jugado antes.

—Hacia la mitad de Leith Walk hay una tienda de juegos —dijo la dependienta—. Es una de D & M, pero a lo mejor pueden ayudarla.

—¿D & M?

—Dragones y mazmorras.

—¿Cómo se llama esa tienda? —preguntó Siobhan.

—Gandalf’s —dijeron los tres a coro.

Gandalf’s era un tiendecita situada, para decepción de Siobhan, entre un estudio de tatuajes y una tienda de patatas fritas. Menos prometedor aún era el hecho de que su sucio escaparate quedaba oculto por una reja sujeta con candados. Empujó la puerta y se abrió sin dificultad haciendo sonar un juego de campanitas. Era evidente que había sido antes una tienda de algo distinto, tal vez de libros de segunda mano, y que no se habían molestado en hacer reformas. En las estanterías había diversos juegos de salón y piezas sueltas que le parecieron soldados sin pintar. Los carteles de las paredes exhibían Armagedones de cómics y había manuales sobados y, en el centro, cuatro sillas y una mesa plegable con un tablero de juego. No había mostrador ni caja. Oyó abrirse una puerta al fondo que dio paso a un hombre de unos cincuenta años barrigudo, con barba gris, coleta y una camiseta de Grateful Dead.

—¿Es policía? —preguntó con voz taciturna.

—Departamento de Investigación Criminal —dijo Siobhan mostrándole la placa.

—Sólo debo dos meses de alquiler —farfulló el hombre acercándose al tablero, y Siobhan vio que calzaba sandalias abiertas viejas—. ¿Usted movería algo? —preguntó de pronto sin dejar de mirar las piezas del juego.

—No.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Entonces, Tony está jodido —dijo sonriendo—. Con perdón. Estarán aquí dentro de una hora —añadió consultando el reloj.

—¿Quiénes?

—Los jugadores. Ayer tuve que cerrar antes de que acabaran. Anthony debió de ponerse nervioso por no poder ganar a Will.

Siobhan miró el tablero y no vio las fichas dispuestas con arreglo a una estrategia definida. El barbudo dio unos golpecitos sobre el montón de naipes que había a un lado.

—Esto es lo que cuenta —dijo irritado.

—Ah —exclamó Siobhan—, yo no conozco el juego.

—Sí, claro.

—¿Por qué lo dice?

—Por nada.

Pero Siobhan estaba segura de que insinuaba algo. Era un club privado para hombres y cerrado en todo al sexo contrario.

—No creo que pueda ayudarme —dijo mirando a su alrededor. Sentía picores y ganas de rascarse, pero se contuvo—. Me interesa algo un poco más técnico.

—¿Qué quiere decir? —replicó el hombre picado.

—Me refiero a juegos de rol con ordenador.

—¿Interactivos? —inquirió él abriendo los ojos con interés.

Siobhan asintió con la cabeza y él volvió a mirar el reloj, luego se acercó a la puerta y cerró con llave. Ella se puso en guardia, pero él simplemente se dirigió a la puerta del fondo y la invitó a pasar. Siobhan se sintió un poco como Alicia en la entrada del túnel, pero lo siguió.

Bajaron cinco escalones que desembocaban en una sala sin ventanas con poca luz en la que había montones de cajas —más juegos y accesorios, pensó ella—, un fregadero con una tetera y vasos en el escurreplatos. En una mesa de un rincón vio un ordenador que le pareció de última generación con una gran pantalla y un portátil al lado. Preguntó al hombre cómo se llamaba.

—Gandalf —contestó él risueño.

—Digo su verdadero nombre.

—Ya lo sé. Pero aquí es mi verdadero nombre —explicó el hombre sentándose ante el ordenador; lo enchufó y siguió hablando mientras movía el ratón.

Siobhan tardó un instante en percatarse de que era inalámbrico.

—Hay muchos juegos en Internet —continuó el hombre—. Se puede uno incorporar a un grupo que juega contra el programa o contra otros equipos, y hay ligas. ¿Ve? —añadió dando unos golpecitos en la pantalla—. Esta es la liga Doom. ¿Sabe lo que es Doom? —preguntó mirándola.

—Un juego de ordenador.

El hombre asintió con la cabeza.

—Pero en este se juega en colaboración con otros contra un enemigo común.

Siobhan leyó los nombres de los jugadores.

—¿En qué grado se conserva el anonimato? —preguntó.

—¿Qué quiere decir?

—Me refiero a si el jugador conoce contra quién juega o los nombres de los que forman el otro equipo.

—Si acaso, juegan con un nombre de guerra —respondió el hombre atusándose la barba.

Siobhan pensó en Philippa con su nombre secreto para el correo electrónico.

—Entonces, los jugadores pueden adoptar muchos nombres, ¿no?

—Ah, claro. Docenas. Gente que ha hablado contigo más de cien veces vuelve a ponerse en contacto con otro nombre sin que sepas que ya los conoces.

—¿Y pueden mentir?

—Si quiere llamarlo así... Esto es un mundo virtual y no hay nada «real». La gente puede inventarse vidas virtuales.

—Estoy investigando un caso en el que interviene un juego.

—¿Cuál?

—No lo sé, pero tiene niveles como Hellbank y Oclusión y lo dirige un tal Programador.

El hombre volvió a atusarse la barba. Al sentarse ante el ordenador se había puesto unas gafas de montura metálica y la luz del monitor se reflejaba en ellas velando sus ojos.

—No lo conozco —dijo al fin.

—A usted, ¿a qué le suena?

—Suena a juego de rol de localización sencilla, o SIRPS. El Programador asigna tareas o plantea preguntas y puede haber un jugador o docenas.

—¿Equipos?

—No es fácil saberlo —respondió encogiéndose de hombros—. ¿Cuál es el sitio de la red?

—No lo sé.

—No tiene muchos datos, ¿eh? —replicó él mirándola.

—No —admitió Siobhan.

—¿Es un caso muy importante? —añadió él con un suspiro.

—Se trata de una joven que ha desaparecido, que participaba en ese juego.

—¿Y no sabe si existe relación?

—Exacto.

—Preguntaré por ahí —dijo el hombre apoyando lentamente las manos en el vientre—. A ver si podemos localizarle a Programador.

—Si al menos tuviera idea de qué es lo que implica el juego...

El hombre asintió con la cabeza y ella recordó el diálogo con Programador cuando le preguntó sobre Hellbank y él le contestó: «Tienes que entrar en el juego».

Sabía que conseguir un portátil le llevaría tiempo, y aun así tendría que conectarse a Internet. Camino de la comisaría pasó por una tienda de informática.

—El más barato cuesta unas novecientas libras —dijo la vendedora.

Siobhan se estremeció.

—¿Y cuánto se tarda en conectarse a Internet?

—Depende del servidor que elija —respondió la mujer.

Le dio las gracias y siguió su camino. Podía seguir utilizando el de Philippa Balfour, pero no quería hacerlo por diversos motivos. De pronto tuvo una iluminación y cogió el móvil.

—¿Grant? Soy Siobhan. Podrías hacerme un favor...

El agente Grant Hood se había comprado el portátil por el mismo motivo que había adquirido un DVD, un minirreproductor para discos compactos y una cámara digital. Eran máquinas y la clase de compra con la que se impresiona a los demás. Indudablemente, cada vez que se compraba algún aparato nuevo, en St Leonard’s era el centro de atención durante cinco o diez minutos. Si no él, al menos el aparato. Pero Siobhan había advertido que Grant prestaba fácilmente sus artículos de alta tecnología a quien se los pidiera. Él no los usaba y, si lo hacía, se cansaba al cabo de unas semanas, o quizá nunca pasara de leer el manual; el de la cámara digital abultaba más que el aparato en sí.

Grant se prestó encantado a acercarse a su casa a prestarle el ordenador portátil. Siobhan le dijo que solo iba a utilizarlo para el correo electrónico.

—Ya está preparado —dijo Grant.

—Necesito tu dirección de correo y la contraseña.

—Pero así tienes acceso a mis mensajes —protestó él.

—A ver, Grant, ¿cuántos mensajes tienes tú a la semana?

—Algunos —respondió él a la defensiva.

—No te preocupes. Te los guardaré; y prometo no fisgar.

—Bueno, y luego está lo de mis honorarios —dijo Grant.

—¿Tus honorarios?

—Podemos hablarlo —añadió él con una sonrisa.

Siobhan cruzó los brazos.

—Bueno, ¿cuáles son? —preguntó.

—No lo sé. Tendré que pensarlo...

Hecha la transacción, Siobhan volvió a su mesa. Ya tenía un conector para adaptar el móvil al portátil, pero antes comprobó en el ordenador de Philippa Balfour si había mensajes de Programador. Nada. Tardó cinco minutos escasos en entrar en la red con la máquina de Grant y desde ella envió un mensaje a Programador dándole la dirección electrónica de Grant.

«Tal vez entre en el juego. Contesta. Siobhan».

Una vez enviado, dejó la línea abierta. El próximo recibo del móvil sería una fortuna, pero procuró no pensar en ello. De momento, el juego era la única pista que tenía y, aunque no hubiera deseado jugar, quería averiguar algo más sobre ello. Vio a Grant al otro lado de la sala hablando con otros dos agentes y mirando hacia ella.

«Que miren», se dijo.

Rebus fue a Gayfield Square pero no había novedades y, aunque la actividad seguía siendo frenética, era evidente que comenzaba a crearse un cierto ambiente de desesperanza. El ayudante del jefe había hecho acto de presencia para que le informasen Gill Templer y Bill Pryde, pero dijo bien claro que había que llegar a una «conclusión rápida». Era la misma expresión que habían repetido después Templer y Pryde, y por eso lo sabía Rebus.

—Inspector Rebus —dijo un agente uniformado delante de su mesa—, la jefa le está esperando, quiere hablar con usted.

En cuanto entró en el despacho, ella le dijo que cerrara la puerta. A falta de espacio, Gill lo compartía con otros dos agentes que hacían turnos, y olía a sudor.

—Habrá que empezar a utilizar los calabozos —dijo ella recogiendo los vasos de la mesa sin encontrar sitio para dejarlos—. Peor no podemos estar.

—No te preocupes —dijo Rebus—, yo no me quedo.

—No, por supuesto —replicó ella dejando los vasos en el suelo y derribando uno, aunque se sentó sin preocuparse del líquido vertido. Rebus se quedó de pie, pues no había más sillas en el cuarto—. ¿Qué tal te fue en Los Saltos?

—Llegué a una conclusión rápida.

—¿A cuál? —Ella lo fulminó con la mirada.

—Que será una buena historia para los periódicos sensacionalistas.

Gill asintió con la cabeza.

—Anoche leí algo en el periódico.

—La mujer que encontró, o que dice que encontró la muñeca, ha hablado con los periodistas.

—¿Que dice «que encontró»?

Rebus se encogió de hombros.

—¿Sospechas de ella?

—Vete a saber... —respondió Rebus metiendo las manos en los bolsillos.

—Hay quien puede saber algo. Una amiga mía, Jean Burchill, dice que deberías hablar con ella.

—¿Quién es?

—Es conservadora del museo de Escocia.

—¿Y sabe algo de esa muñeca?

—Tal vez. —Hizo una pausa—. Según Jean, no es ni mucho menos la primera que aparece.

Rebus reconoció ante su guía que nunca había estado en el museo.

—Conocía el antiguo porque llevaba a mi hija cuando era niña.

—Pero este es considerablemente distinto, inspector —dijo Jean Burchill.

—¿No tienen animales disecados ni postes de tótem?

—No, que yo sepa —replicó ella sonriendo. Cruzaron la sala de exposiciones de la planta baja a la izquierda del enorme vestíbulo enjalbegado y se detuvieron ante el ascensor; Jean Burchill se volvió hacia él mirándolo de arriba abajo—. Gill me ha hablado de usted —dijo.

Se abrió la puerta del ascensor y entró seguida de Rebus.

—Espero que bien —añadió él, tratando inútilmente de sonar intrascendente.

Burchill volvió a mirarlo y a sonreír. A pesar de su edad le recordaba una colegiala por su mezcla de timidez y conocimiento, de formalidad y curiosidad.

—Esta es la cuarta planta —dijo ella cuando el ascensor abrió las puertas. Caminaron por un pasillo estrecho lleno de sombras e imágenes mortuorias—. La sección de creencias —añadió apenas en un susurro—. Brujería, profanadores de tumbas y entierros.

Vio un coche funerario victoriano y junto a él un ataúd metálico, y no pudo contener la tentación de tocarlo.

—Es un féretro de seguridad —aclaró Jean Burchill, y al ver que Rebus se quedaba en blanco, añadió—: La familia del difunto encerraba el ataúd en uno como este los primeros seis meses para disuadir a los resurreccionistas.

—¿Quiere decir, a los profanadores de tumbas como Burke y Hare? —Era una historia que él conocía bien: robaban cadáveres para venderlos a la universidad.

Ella lo miró como una profesora a un alumno tozudo.

—Burke y Hare no desenterraban cadáveres. Eso es precisamente el quid de la historia. Asesinaban a gente y vendían los cadáveres a los anatomistas.

—Exacto —dijo Rebus.

Pasaron por delante de trajes de duelo y fotos de niños muertos y se detuvieron en la última vitrina.

—Aquí están: son los ataúdes de Arthur’s Seat.

Rebus miró y vio que eran ocho pequeños ataúdes de unos doce o quince centímetros, bien tallados y con clavos en la tapa, y en su interior había unas muñequitas de madera, algunas de ellas con ropa. Rebus no apartaba la vista de una con vestido a cuadros verdes y blancos.

—Hincha del Hibs —dijo.

—Todas estaban vestidas, pero la tela se pudrió. En 1836 —explicó ella señalando una fotografía de la vitrina—, unos niños que jugaban en Arthur’s Seat los encontraron en la entrada oculta de una cueva. Eran diecisiete, pero solo quedan estos.

—Se llevarían un susto —dijo Rebus mirando la fotografía, tratando de figurarse en qué parte de la montaña estaba tomada.

—El análisis del material sugiere que fueron hechos a principios de la década de 1830.

Rebus asintió con la cabeza. Los detalles figuraban en una serie de tarjetas pegadas a los objetos. Los periódicos de la época publicaron que las muñecas eran obra de brujas que hacían maleficios a individuos, pero otra teoría popular sostenía que las habían dejado allí marineros como amuletos de buena suerte antes de embarcarse.

—Marineros en Arthur’s Seat —musitó Rebus—. Esa sí que es buena.

—Inspector, ¿se trata de una observación homófoba?

Rebus negó con la cabeza.

—Lo digo simplemente por lo lejos que está del mar.

Ella lo miró, pero el rostro de Rebus no reflejaba nada.

Rebus miró otra vez los ataúdes. Él no era de los que apostaban, pero de haberlo sido se habría jugado algo a que aquellos ataúdes tenían alguna relación con el de Los Saltos. Quien había dejado el ataúd junto a la cascada conocía la colección del museo y había decidido hacer una copia con alguna intención. Miró las otras macabras vitrinas mortuorias de la sala.

—¿Es usted quien ha organizado esto? —preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

—Pues debe de ser un tema de conversación muy recurrido en las fiestas.

—Le sorprendería saber cuánto —replicó ella tranquila—. ¿No sentimos todos curiosidad por lo que nos asusta?

En el antiguo museo de la planta baja se sentaron en un banco tallado parecido al costillar de una ballena. Había un estanque con peces y los niños estiraban los brazos, temerosos de tocarlos, retirándolos entre risitas en el último momento con el puño cerrado. Otro ejemplo de esa mezcla de curiosidad y temor.

Al fondo del amplio vestíbulo habían instalado un enorme reloj con un complejo mecanismo formado por esqueletos y gárgolas. A Rebus le llamó la atención una estatua de mujer desnuda envuelta en alambre de espino, y pensó que seguramente habría otras escenas de tortura aunque desde donde estaban no se veían.

—Es nuestro reloj del milenio —explicó Jean Burchill mirando el suyo de pulsera—. Faltan diez minutos para que dé la hora.

—Es interesante —dijo Rebus—: un reloj cargado de sufrimiento...

—No todo el mundo se percata de ello tan rápido —replicó ella mirándolo.

Rebus se encogió de hombros.

—Arriba, he leído en la vitrina algo que relacionaba las muñecas con Burke y Hare —dijo.

Ella asintió con la cabeza.

—Se trataría de un entierro simbólico de las víctimas. Diecisiete cadáveres vendidos para disección constituía un horrendo crimen, tanto más cuanto se decía que los muertos a los que se practicaba la disección no resucitaban el día del Juicio Final.

—Porque se les saldrían los intestinos —dijo Rebus.

Burchill hizo caso omiso de la observación.

—A Burke y Hare los detuvieron y este en el juicio testificó en contra de su compinche, por eso solo ahorcaron a William Burke. ¿Sabe qué sucedió con su cadáver?

La respuesta era fácil.

—¿Le hicieron la disección? —aventuró Rebus.

Ella asintió con la cabeza.

—Llevaron el cadáver al antiguo Colegio de Médicos, siguiendo la misma ruta que casi todas sus víctimas, y allí sirvió para una clase de anatomía. Los hechos se remontan a enero de 1829.

—Y los ataúdes datan de los primeros años de la década de 1830 —añadió Rebus pensativo. ¿No se había jactado alguien en cierta ocasión de poseer no sé qué objeto hecho con piel de Burke?—. ¿Qué fue después del cadáver? —preguntó.

—En la sala de medicina del museo hay un librito —respondió ella mirándolo.

—¿Hecho con piel de Burke?

Ella asintió con la cabeza.

—Es una lástima lo de Burke —prosiguió—. Parece que fue un hombre afable. Vino como emigrante a Escocia y la pobreza y la casualidad lo impulsaron a la primera venta. Alguien que fue a su casa y murió estaba cargado de deudas, y Burke sabía que en la boyante Facultad de Medicina de Edimburgo escaseaban los cadáveres.

—¿Vivía muchos años la gente en aquella época?

—Ni mucho menos. Pero ya le digo, decían que un muerto sometido a disección no iba al cielo y los únicos cadáveres disponibles para los estudiantes de medicina eran los de criminales ajusticiados. Solo con la ley de Anatomía de 1832 se puso fin al robo de cadáveres.

Su voz se fue apagando y pareció como si se hubiera perdido en la evocación del antiguo y sanguinario Edimburgo. Rebus divagaba también mentalmente pensando en ladrones de cadáveres y carteras de piel humana, brujerías y ahorcados. Junto a los ataúdes de la cuarta planta había visto una serie de adminículos de brujería como figuras con huesos, corazones de animales apergaminados con un clavo.

—Vaya lugar, ¿no?

Se refería a Edimburgo, pero ella pensó en el museo.

—Desde niña me he sentido aquí más tranquila que en ningún otro sitio de la ciudad. Tal vez le parezca morboso mi trabajo, inspector, pero serán aún menos las personas que reprueben el mío, que las que reprueben el que hace usted.

—Ha dado en el clavo —dijo Rebus.

—Los ataúdes me interesan porque constituyen un misterio. En la tarea de catalogación nos guiamos por las reglas de identificación y clasificación; las fechas de origen pueden ser dudosas, pero casi siempre sabemos qué es lo que estamos estudiando, ya sea un ataúd, una llave o unos restos romanos.

—Pero en el caso de estos ataúdes no saben concretamente qué significan.

Ella sonrió.

—Exactamente, y eso es frustrante para un especialista.

—Sé lo que se siente —dijo él—. A mí me sucede lo mismo cuando no se resuelve algún caso; no se me va de la cabeza.

—Le das vueltas y más vueltas..., elaborando otras hipótesis...

—Sí, o pensando en nuevos sospechosos.

Se miraron.

—Tal vez tengamos en común más de lo que pensamos —dijo Jean Burchill.

—Es posible, sí —admitió él.

El reloj comenzó a dar la hora pese a que la manecilla aún no estaba situada sobre las doce. Los visitantes se acercaron a él y el público infantil se quedó con la boca abierta al ver el movimiento mecánico de las llamativas figuras. Tras el toque de campanas sonó una música inquietante de órgano. El péndulo era un espejo y al mirarlo Rebus vio su propio reflejo, el de otros visitantes y el del edificio del museo.

—Vamos a observarlo de cerca —dijo Jean Burchill.

Se levantaron y se unieron al resto de espectadores. A Rebus le pareció reconocer dos figuras que representaban a Hitler y a Stalin accionando una sierra.

—Hay otros casos de muñecas aparecidas en otros lugares —reveló Jean Burchill.

—¿Ah, sí? —dijo Rebus apartando la vista del reloj.

—Lo mejor será que le envíe la información.

Rebus pasó el resto de aquel viernes esperando que acabase su turno de servicio. Había colocado en la pared las fotos del garaje de David Costello, formando un verdadero rompecabezas con las otras informaciones del caso. El MG era un descapotable azul oscuro y, aunque los especialistas en huellas no tenían permiso para eliminar las huellas del vehículo y de las ruedas, hicieron un examen a fondo. El coche no había sido lavado últimamente; de haberlo sido, le habrían preguntado a David Costello por qué. Habían recogido más fotos de las amistades de Philippa Balfour y se las habían mostrado al profesor Devlin, insertando entre ellas algunas del novio, lo que había motivado la protesta del profesor, que lo consideraba un «truco deleznable».

Habían transcurrido cinco días desde la noche del domingo y era el quinto desde la desaparición. Cuanto más miraba el rompecabezas de la pared, menos claro veía el caso. Pensó en el reloj del milenio, que era todo lo contrario: cuanto más se miraba, más cosas se veían por efecto de aquellas figuritas que surgían de los engranajes. Pensándolo bien, era como un monumento a los desaparecidos; también, en cierto modo, el montaje de la pared, con fotos, faxes, turnos de servicio y diagramas, era un monumento, pero este, al final, independientemente del resultado, se desmontaría y acabaría archivado en una caja.

No era la primera vez que reflexionaba al respecto; le había sucedido en otros casos, algunos no resueltos con entera satisfacción. Se esforzaba uno por no preocuparse, por mantener la objetividad, como decían en los cursillos de entrenamiento, pero costaba. A Watson le había quedado en el recuerdo aquel chiquillo de su primera semana de servicio en el cuerpo, y él tenía también sus recuerdos. Por eso, al acabar la jornada se fue a casa, se duchó, se mudó y se sentó en su sillón una hora con un vaso de Laphroaig y un disco de los Rolling Stones por compañía. Puso Beggars Banquet para la ocasión y, en realidad, bebió más de un vaso de Laphroaig, en medio de los rollos de alfombras del vestíbulo y de los dormitorios. Los colchones, los armarios..., aquello parecía un mercadillo; pero había paso hasta el sillón y de allí hasta el equipo de música. No necesitaba más.

Después de los Stones se tomó otro vaso de whisky, y puso «Hurricane», del disco de Bob Dylan Desire, caso histórico de injusticia y de falsa acusación. Sabía que eso sucedía, unas veces a propósito y otras sin querer. Él había trabajado en casos en que las pruebas señalaban inequívocamente a un individuo, y de pronto surgía alguien confesándose culpable. Y antes, hacía mucho tiempo, hasta se habían llegado a «inventar» un par de criminales por quitárselos de en medio o para satisfacer la exigencia pública de culpables. Y en ocasiones se sabía con certeza quién era el culpable pero era imposible demostrarlo en juicio. Recordaba a un par de policías que se habían pasado de la raya.

Brindó en memoria de ellos y vio su reflejo en la ventana del cuarto de estar. Brindó por él mismo hacia el cristal y luego fue al teléfono a llamar un taxi.

Destino: los bares.

En el bar Oxford entabló conversación con uno de los clientes habituales y le habló de su viaje a Los Saltos.

—Nunca había oído hablar de ese lugar —añadió.

—Ah, pues yo sí lo conozco —dijo su interlocutor—. ¿Wee Billy no es de allí?

Wee Billy era otro cliente habitual del Oxford que en aquel momento no estaba, pero que vieron entrar al cabo de veinte minutos con su uniforme de cocinero de un restaurante cercano. Se enjugó el sudor de la frente y se acercó a la barra.

—¿Ya has acabado? —le preguntó uno.

—No, he venido a fumarme un cigarrillo —respondió consultando el reloj—. Por favor, Margaret, una caña.

Mientras la camarera la llenaba, Rebus pidió otra copa y le dijo que le cobrara a él.

—A tu salud, John —dijo Billy sorprendido por la invitación—. ¿Qué tal?

—Ayer estuve en Los Saltos. ¿Es cierto que tú eres de allí?

—Sí, allí nací, pero hace años que no voy.

—Entonces ¿no conoces a los Balfour?

Billy negó con la cabeza.

—Yo ya estaba estudiando cuando ellos fueron a vivir al pueblo. Gracias, Margaret. A tu salud, John.

Rebus pagó y alzó su cerveza viendo cómo Billy vaciaba media jarra de tres sorbos.

—Dios, ahora me siento mejor.

—¿Hay mucho trabajo? —preguntó Rebus.

—Lo normal. ¿Así que investigas el caso Balfour?

—Yo y toda la policía de Edimburgo.

—¿Qué te ha parecido Los Saltos?

—Es pequeño.

Billy sonrió y sacó del bolsillo un librillo de papel y tabaco.

—Pero ha cambiado desde que yo vivía allí.

—¿Tú vivías en Meadowside?

—¿Cómo lo sabías? —preguntó Billy encendiendo el pitillo.

—Lo he adivinado.

—Soy hijo de minero. Mi abuelo trabajó toda su vida en la mina y mi padre también siguió sus pasos pero se quedó en el paro.

—Yo también me crie en un pueblo minero —reveló Rebus.

—Pues ya sabes lo que sucede cuando cierran la mina. Hasta ese momento, Meadowside estaba bien —dijo Billy mirando el botellero y recordando su niñez.

—Pues allí sigue —repuso Rebus.

—Ah, sí, pero ya no es lo mismo..., no puede serlo. Recuerdo a las mujeres limpiando la escalinata para dejarla como los chorros del oro, y a los hombres arreglando el jardín y acercándose a la casa del vecino a charlar o a pedir algo. —Hizo una pausa y pidió otra ronda—. Según me han dicho, ahora todos son yuppies. Los del pueblo no pueden aspirar más que a una vivienda en Meadowside y la gente joven se marcha, igual que lo hice yo. ¿Te hablaron de la cantera?

Rebus negó con la cabeza para que siguiera hablando.

—Hará cosa de tres años se habló de abrir una cantera en las afueras del pueblo. Puestos de trabajo y todo eso; pero cuando fueron a cursar la solicitud de autorización no la había firmado nadie de Meadowside, o no se la habían dado a firmar a nadie de allí. Total, que la cantera no se abrió. Y a partir de ahí comenzó la invasión de yuppies.

—¿Los yuppies?

—O como se los llame ahora. Gente influyente. Tal vez el señor Balfour tenga algo que ver, por lo que yo sé. Los Saltos... —añadió negando con la cabeza—; ya no es lo que era, John. —Apuró el cigarrillo y lo apagó en el cenicero. De pronto añadió—: A ti te gusta la música, ¿no?

—Depende.

—Lou Reed va a tocar en el Playhouse y tengo dos entradas.

—Lo pensaré, Billy. ¿Te da tiempo a tomar otra?

El cocinero volvió a consultar el reloj.

—Tengo que irme. Otro día, ¿de acuerdo?

—Otro día —contestó Rebus.

—Y dime algo de las entradas.

Rebus asintió con la cabeza y contempló a Billy abrir la puerta y perderse en la noche. Lou Reed era un nombre del pasado. «Walk on the Wild Side» era una de las canciones preferidas de Rebus; tocaba el bajo el mismo que compuso «Grandad» para aquel actor de televisión en Dad’s Army. A veces tenía exceso de información.

—¿Otra, John? —preguntó la camarera.

Rebus dijo que no.

—Me llama la mala vida —añadió bajándose del taburete y yendo hacia la puerta.

Aguas turbulentas

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