Читать книгу Covid 19 y privación de libertad - Ignacio Barrientos Pardo - Страница 7
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
El COVID-19 es, seguramente, la mayor pandemia que ha azotado al mundo en los últimos 100 años. La crisis originada por la propagación del virus ha impactado en todos los ámbitos de nuestra vida. Al 12 de mayo del año en curso, según los datos entregados por la Universidad Johns Hopkins el nuevo coronavirus ha cobrado la vida de más de 286.000 víctimas en el mundo y alcanza las 4.205.801 de personas infectadas, de las cuales Estados Unidos, Rusia y España concentran la mayor tasa de contagios, encabezando la lista de los países más golpeados por la pandemia1.
La propagación exponencial del COVID-19 tiene en vilo a muchos países con distintos grados de desarrollo económico. Si bien no se trata de una enfermedad necesariamente mortal, ya se ha reportado que los adultos mayores y enfermos crónicos son los que corren mayor riesgo de muerte.
Una preocupación del máximo encargado de la salud mundial son las personas que viven en centros colectivos2. Entre ellas, sin ninguna duda, las personas recluidas en las cárceles de todo el mundo se encuentran en una condición de mayor riesgo, lo que ha movido a diversas organizaciones a emitir sugerencias, recomendaciones o exhortaciones sobre las medidas que se deben implementar para enfrentar la pandemia en los centros de detención. La preocupación mundial respecto de los presos y reclusos está motivada no solo por las condiciones de habitabilidad de los centros penitenciarios, sino por la situación de vulnerabilidad derivada de la especial relación de sujeción a la autoridad penitenciaria, ya que dependen para la satisfacción de sus necesidades básicas, casi absolutamente de la actuación de agentes del Estado. Como contrapartida, esta especial sujeción genera para los Estados diversas obligaciones específicas que, por su posición de garante, les exigen ejecutar una serie de medidas con el objetivo de satisfacerlas. Así, por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido como doctrina permanente desde hace mucho tiempo que
“[…] como responsable de los establecimientos de detención, el Estado se encuentra en una posición especial de garante de los derechos de toda persona que se halle bajo su custodia. En ese mismo sentido, ante esta relación e interacción especial de sujeción, el Estado debe asumir una serie de responsabilidades particulares y tomar diversas iniciativas especiales para garantizar a las personas detenidas o retenidas las condiciones necesarias para contribuir al goce efectivo de aquellos derechos que bajo ninguna circunstancia pueden restringirse o de aquellos cuya restricción no deriva necesariamente de la privación de libertad, y que, por tanto, no pueden ser limitados, incluyendo el derecho a la vida, a la integridad personal y al debido proceso. Su falta de cumplimento puede resultar en una violación de la prohibición absoluta de aplicar tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”3.
No creo que sea necesario explayarme demasiado sobre dos factores que influyen en el análisis jurisprudencial que procuraré realizar, a saber: las carencias y falencias del sistema carcelario chileno y el uso desproporcionado de la privación de libertad como respuesta punitiva y cautelar.
Sobre el primer factor influyente existe abundante literatura (informes de entidades públicas y privadas) que provee de mucha información sobre las condiciones de habitabilidad existentes en las cárceles y sobre el acceso de los reclusos a una serie de bienes públicos, tales como el agua potable y a las prestaciones de salud4. Estas carencias y falencias del sistema carcelario chileno suponen flagrantes infracciones a los estándares de derechos humanos que se han establecido5. La crisis sanitaria ha recordado las profundas grietas de este sistema. Suscribo la afirmación que la realidad carcelaria nacional, con la excepción de algunos recintos penitenciarios, genera óptimas condiciones para la expansión interna del coronavirus6. Resulta inquietante que, después de muchos años, los principales problemas carcelarios detectados y documentados en las primeras supervisiones, tales como infraestructura carcelaria insuficiente o deficiente, sobreocupación y/o hacinamiento en diversas cárceles7, falta de acceso a agua potable e inexistentes o malas prestaciones de salud8, sean prácticamente los mismos que se detectaron en el 2019.
Respecto del segundo factor también existe profusa literatura. Conviene recordar que la Corte Interamericana ha sostenido que la preferencia por la prisión preventiva es un problema serio en muchos países de la región9. Chile no es la excepción a esta constatación. La idea que la prisión, en un contexto de inseguridad ciudadana, es la respuesta adecuada casi siempre y que quien quiera sostener lo contrario debe proveer de argumentos fuertes que derriben esa comprensión compartida o común, ha ganado, hasta el momento, la partida. Tres observaciones se pueden formular sobre este factor: i) Las estadísticas revelan un aumento creciente de la prisión como respuesta estatal frente a un supuesto aumento de la criminalidad. De acuerdo a un artículo de la Dirección de Estudios de la Corte Suprema en nuestro país entre los años 2010 y 2017 hubo 4.678.783 ingresos a los tribunales penales, respecto de las cuales en 352.676 casos el Ministerio Público solicitó la aplicación de prisión preventiva. De estas solicitudes, fueron concedidas en 308.190 oportunidades y rechazadas en 44.486 casos. Lo anterior equivale a un acogimiento de 86,8% de las solicitudes de prisión preventiva, mientras que las solicitudes rechazadas alcanzan a un 13,2%10; ii) El crecimiento de la población carcelaria es una realidad con una explicación multicausal. Para Sebastián Salinero la explicación en el aumento exponencial de la población privada de libertad se encontraría en el mayor número anual de ingresos con respecto a egresos de la cárcel, el aumento del tiempo de reclusión y la falta de mecanismos planificados de salida que puedan ayudar a descongestionar al sistema11. Se suman a estos factores, la implementación de la Reforma Procesal Penal, la entrada en vigencia de leyes que tienden a incentivar los mecanismos de autoincriminación, leyes que facilitan la aplicación de la prisión preventiva y aquellas que endurecen penas, el uso restringido de los beneficios intrapenitenciarios y el funcionamiento de las salidas alternativas, entre otros12, y; iii) Existe un desbalance entre el uso de la prisión preventiva y otras alternativas cautelares. También se ha cuestionado que su mayor uso está basado en la desconfianza de los jueces y fiscales en la capacidad de control que se deriva de la aplicación de otras medidas cautelares, como el arresto domiciliario, el arraigo y la vigilancia de la autoridad13. En un documento de trabajo de la Fundación Paz Ciudadana de agosto de 2018 se advierte el desbalance entre la prisión preventiva (70% del total de medidas cautelares privativas de libertad) y la de arresto domiciliario (30% del total de medidas cautelares privativas de libertad), en circunstancias que lo contrario debería ser, no lo solo esperable, sino que lo deseable, teniendo en cuenta los altos costos monetarios y sociales de la prisión preventiva14.
El propósito de este trabajo, a partir de los dos factores recién reseñados y de las diversas recomendaciones de distintos organismos internacionales y nacionales que plantean, en este momento, la preferencia a sanciones o medidas alternativas a la prisión, es evaluar y examinar si los tribunales nacionales han mostrado algún grado de sensibilidad15 al contexto sanitario actual y a las recomendaciones de dichos organismos. Finalmente, formulo unas breves conclusiones sobre la materia.