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Claves del enfrentamiento político en la Argentina reciente

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Luis Alberto Quevedo e Ignacio Ramírez

Desde sus orígenes, el pensamiento social buscó siempre las regularidades, las leyes subyacentes –o los mecanismos– que sean capaces de explicar el curso de los acontecimientos sociales, políticos y económicos que regulan/desordenan la vida en sociedad. ¿Cuáles son los resortes ocultos que mueven las acciones de los seres humanos y marcan el curso de la historia? Las respuestas fueron, y continúan siendo, múltiples: el miedo, el interés, el destino, la ley del deseo, la providencia, los astros o la pura voluntad humana. El presente libro propone diversas aproximaciones –y aproximaciones a sus diversas dimensiones– a lo que concebimos como la ley de gravedad de la política contemporánea: la polarización.

La polarización es el fenómeno político más importante en la cultura política argentina de hoy y asimismo una clave interpretativa insoslayable para entender muchos procesos políticos de nuestro mundo más próximo. Es también un importante objeto de debate en el campo de las ciencias sociales y por eso merece también nuestra atención.

Al darle estatuto de “ley” asumimos una de sus connotaciones, de sus secuelas semánticas: la regularidad de la que nos ocupamos gravita y actúa por encima de la imaginación y/o voluntad de los distintos actores políticos. No relativizamos la importancia de los liderazgos, tampoco desconocemos el carácter fundador y “milagroso” (en el sentido arendtiano del concepto) de la acción política, pero nos interesa enfatizar una dimensión habitualmente ignorada en los abordajes más habituales sobre el enfrentamiento político: su naturaleza estructural. Así, la polarización no es un elemento más en el mapa de fuerzas que están presentes en el campo de la política, sino que es su vector decisivo dotado del poder de lo inevitable: ningún posicionamiento puede sustraerse a su fuerza. También actúa como pilar que sostiene los debates mediáticos, académicos, políticos: se revela como el cimiento cultural de una época. Le da firmeza y durabilidad a un tipo de ordenamiento político; la polarización sostiene, resignifica y resiste a las novedades discursivas y a la creación voluntarista. Todo sueño de instalar “una nueva política” tendrá antes que derribar las firmes columnas en las que se sostiene y alimenta a diario la polarización.

Podemos observar estos intentos y estos sintomáticos fracasos en la historia argentina reciente. Visitemos algunos de ellos.

Desde su nacimiento como partido local en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el PRO desplegó una discursividad vecinalista y pospolítica que se recortaba dentro del paisaje discursivo “clásico” de la democracia. Evocamos su estilo originario porque, al identificar hoy al PRO como uno de los motores de la polarización contemporánea, solemos olvidar que su nacimiento (reciente) estuvo envuelto en la promesa discursiva de terminar con la confrontación ideológica –que era conceptualizada como un resabio arqueológico e indeseado del siglo XX– y dejar la pelea de las ideas por la pacificadora promesa de un lazo menos emocional y más transaccional entre la ciudadanía (“los vecinos”) y la política (como “gestión de las cosas”). En efecto, de allí viene su paradójico nombre: PRO, tratándose de un partido que desde hace años basa casi toda su estrategia de acumulación política en el “partidismo negativo”, es decir en la explotación de la emoción política llamada “antikirchnerismo”.

Lo cierto es que en sus comienzos, el PRO se presentaba liviano de ideología, fomentaba un desapego por la cosa pública, distante de ese aspecto racional de la política (los principios, las plataformas, la ética de la responsabilidad) y aspiraba a ciudadanos que se sumaran al proyecto con poca carga de pasado, sin importar de qué historia venían, con escasos y difusos compromisos programáticos. Bajo este “nuevo paradigma”, la política sería más parecida a la administración mínima de las cosas que a la realización de un ideario cargado de responsabilidades históricas. Sin embargo, algunos años más tarde, en 2019, ese mismo partido –sumado ahora a una coalición– nos propuso sumarnos una batalla final: ir a una guerra por la salvación del alma, de la libertad y de la república y evitar el desembarco de la dictadura castrochavista que traía el Frente de Todos (FdT). ¿Qué ocurrió en el transcurso de tan pocos años para semejante metamorfosis en el tono y en el discurso político de ese espacio? La transformación discursiva del PRO obedeció, entre otros factores, al contexto de polarización, del cual es causa y consecuencia como toda acción política.

Podemos advertir también los efectos de ese contexto en la cuasi extinción de otro concepto político y comunicacional que tuvo enorme presencia en los años recientes: la ancha avenida del medio. Desde esta perspectiva, la “grieta” era una cuestión de una minoría política que tercamente insistía en peleas artificiales, cuando la mayoría silenciosa de “la gente” en realidad demandaba consenso, moderación y diálogo. Desde esta perspectiva, lo más racional sería situarse electoral e ideológicamente en el centro. Este camino lo recorrieron fuerzas y dirigentes de muy distinto color político. El final es conocido: tales hipótesis no se verificaron en los hechos: los diferentes procesos electorales fueron centrifugando las propuestas de centro, estableciendo una suerte de “modo balotaje permanente y de hecho”, (1) mientras que los dirigentes más destacados de la propuesta “anchaavenidista” (Miguel Pichetto, Sergio Massa, Margarita Stolbizer, entre otros) terminaron incorporándose a algunos de los dos polos protagonistas del enfrentamiento que ellos se proponían disolver.

En este panorama, Cristina Fernández de Kirchner resulta una figura central ya que, de algún modo, es la gran organizadora de las pasiones y es a quien se identifica demasiado rápidamente como una productora compulsiva de polarización política y de división. Debemos tener presente que en 2007, la entonces candidata a presidenta del oficialismo edificó su primera campaña electoral en la promesa de chilenización de la concertación oficialista, donde la “institucionalización y el reformismo” eran ejes centrales de aquella constelación discursiva y de aquella fórmula, en la que participó incluso un sector muy importante del radicalismo. Era la época de la transversalidad resumida en Cristina, Cobos y Vos. Pero luego, las cosas tomaron otro rumbo. Muy poco tiempo después, sobre todo después de la crisis de la Resolución 125 en el año 2008, Cristina Fernández fue el objeto de todos los ataques opositores y su propio discurso acompañó también un camino de polarización con el que fidelizó un respaldo electoral muy importante. Desde entonces, nunca dejó de ser la gran organizadora de las pasiones en el escenario político argentino.

Finalmente llegamos al 2020, año que, desde el punto de vista que desarrollamos en este libro, funcionó como el test final, como el examen más exigente que puso en evidencia la vigencia, la fuerza vinculante, y el magnetismo con el que actúa la ley de la polarización que rige sobre el escenario sociopolítico argentino. Rebobinemos al mundo pre-pandémico:

En octubre de 2019 triunfaba el FdT con un candidato que hacía eje en la recuperación del diálogo como herramienta política central. Nos podemos preguntarnos si, efectivamente, la promesa dialoguista había sido una motivación fundamental a la hora de explicar aquel resultado. Lo cierto es que, tras la sorpresa electoral, muchos análisis políticos insistieron sobre aquella explicación, desprovista por cierto de alguna clase de respaldo empírico. Los argentinos habían elegido “diálogo”, habían elegido un estilo. En cualquier caso, el candidato, y luego presidente, parecía decidido a cumplir ese contrato electoral que se interpretaba como un reclamo de moderación de las formas: entrevistas a todos los periodistas y en todos los canales, convocatorias a opositores a toda clase de mesas y ámbitos, etc. Incluso una “misa de reconciliación” como símbolo del inicio de una nueva etapa: dos días antes de asumir, Alberto Fernández compartió con el (aún) presidente Mauricio Macri una misa convocada por la Conferencia Episcopal Argentina en la basílica de Luján. No se podían sumar más gestos y signos para pensar una etapa de reconciliación.

Pocos meses después, el mundo era golpeado por la irrupción de la pandemia, todo entraba en duda, la vida tal como la conocíamos y vivíamos quedaba suspendida, interferida y amenazada. En ese marco, en un primer momento pareció, o pudo pensarse, que la pandemia suspendería el conflicto político, que la “salud no se politiza”, que lo natural sería la formación de consensos en la opinión pública y en la política alrededor del objetivo primario compartido de subsistir. Como confirmación de esa hipótesis, en una primera etapa la oposición se encolumnó detrás del presidente, los medios suavizaron su habitual tono beligerante, aparecieron las mesas pluripartidarias que los viernes daban datos sobre el impacto local de la pandemia y comunicaban las medidas de prevención. Tal vez la postal más emblemática de aquel inédito clima ecuménico se dio el 19 de marzo de 2020, cuando todos los diarios argentinos amanecieron con la misma tapa bajo el lema: Al virus lo frenamos entre todos. #SomosResponsables.

En síntesis, la gestualidad dialoguista del nuevo presidente y el nuevo clima de unidad que parecía configurar la pandemia prometían derretir el escenario de polarización y dejar atrás esa “manera de hacer política”. Pero no, sucedió todo lo contrario: rápidamente los sobreactuados consensos iniciales se desarmaron y quedaron a la luz profundas divergencias ideológicas en el abordaje de la crisis: en la esfera política y mediática surgió una intensa competencia narrativa entre la libertad y la protección. Incluso la experiencia subjetiva pandémica quedó sobredeterminada por las posibilidades afectivas de la polarización política, que en este tema mostraba toda su profundidad ya que hasta las percepciones de riesgo de los ciudadanos y sus conductas sanitarias fueron sustancialmente distintas en virtud de sus inclinaciones políticas. Los estudios empíricos empezaron a mostrar percepciones y “comportamientos sanitarios” diversos entre votantes oficialistas o votantes opositores; al igual que en Estados Unidos, donde los votantes de Donald Trump por ejemplo rechazaron masivamente el uso de barbijo y luego la vacuna. El conflicto político mostraba sus marcas en el cuerpo y la polarización involucraba ahora cuestiones concernientes a la vida y la muerte. Lejos de pacificarse, los afectos políticos se siguieron cargando de ira.

La actual etapa política –rápidamente recargada de polarización política pese a la “voluntad acuerdista” inicial contenida en la promesa albertista– y la pandemia operan entonces como verificadores de la fuerza con la que actúa la ley de gravedad de la vida pública contemporánea.

Hasta aquí nos ocupamos de los signos visibles a través de los cuales se viene manifestando esta “fuerza gravitacional”. Ahora bien, la polarización tiene diversas dimensiones y admite diferentes abordajes. Por un lado, se la ha identificado como el fin del centro político-ideológico para los partidos, los medios y los discursos sociales. En efecto, la expansión del enfrentamiento político y del conflicto en los extremos como modo “normal” de funcionamiento discursivo e institucional de la política trastorna muchas teorías que hasta hace poco pretendían explicar la dinámica política como una dinámica de los acuerdos, del diálogo, y por lo tanto donde la discursividad tenía todos los incentivos para colocarse siempre en el centro. Sin embargo, la polarización como fenómeno global (cuyos contenidos cambian pero no su intensidad y sobre todo sus formas de organizar al espacio público) comenzó a ser interpretada como “el retorno de lo reprimido”, como el regreso del conflicto como centro de gravedad de la actividad política democrática.

Justamente, en las últimas décadas algunos desarrollos teóricos que interpretaban el populismo avanzaron en esta dirección incorporando, además, los aspectos positivos y beneficiosos de la organización del campo de la política en términos de polarización dicotómica. De hecho, esta matriz interpretativa (que reconoce distintos linajes pero que sin lugar a dudas se alimenta de la teoría política de Carl Schmitt en la primera mitad del siglo XX y de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en el fin del mismo siglo e inicios del XXI) está presente en varios escenarios latinoamericanos y nutrió también algunos debates sobre las democracias europeas, especialmente en España y en Grecia. Algunos años más tarde, muchos marcos teóricos abiertamente de derecha aceptarán los núcleos centrales de esos desarrollos que inicialmente surgieron más próximos al “populismo de izquierda”.

Alrededor del fenómeno que estamos abordando, existe otra pregunta central: ¿se trata de algo novedoso? Esquematizando un poco, podríamos describir dos posibles respuestas antagónicas, o polarizadas. De un lado, la tesis según la cual la grieta no sería sino un nuevo capítulo, una nueva manifestación de la atávica contradicción que mueve la historia argentina: unitarios versus federales, radicales versus consevadores, peronistas versus antiperonistas, etc. Nada nuevo bajo el sol. Si bien resulta evidente que la actual confrontación política tiene continuidades con antiguos conflictos que atravesaron nuestro desarrollo histórico, advertimos novedades y rupturas que consideramos importante alumbrar. Por ejemplo: el enfrentamiento entre macrismo y kirchnerismo poco tiene que ver con la rivalidad entre radicales y peronistas de la década del ochenta, donde el contraste ideológico no era tan nítido como sí resulta ahora. Un segundo aspecto novedoso concierne a la creciente segregación ideológica de la sociedad argentina. Aludimos a la disolución de un espacio discursivo común: macristas y kirchneristas no habitan el mismo territorio cognitivo, hemos dejado de compartir una dieta mediática común, ya no vemos los mismos programas ni comentamos los mismos hechos, vivimos presos de agendas públicas crecientemente autonomizadas unas de otras. Retomaremos este inquietante aspecto sobre el final de este capítulo.

Avancemos con las preguntas y los esbozos de respuestas. ¿Se trata de algo original o más bien de un fenómeno “importado”? Al sobrevolar el paisaje político de España, Brasil, Chile o Estados Unidos surge una primera impresión panorámica más próxima a la tesis del “oleaje epocal” que a la singularidad argentina. Desde una perspectiva panorámica es imposible no advertir que un mismo nervio de ira sacude la (¿engañosa?) tranquilidad de las democracias liberales y representativas. Nuevamente aparece la figura de la polarización en clave de “sinceramiento político”. De cualquier manera, al recorrer las calles interiores de esos escenarios nacionales se registran variaciones que conviene considerar antes de sacar conclusiones excesivamente universales. Lo que sí resulta evidente es que nuestro estado de polarización transita avenidas discursivas que tienen un visible aire de familia con los lenguajes y estéticas de los combates políticos de esas sociedades, más allá del inevitable “lost in translation”.

Una incógnita especialmente importante a la hora de identificar a los responsables explicativos del fenómeno se podría formular en los siguientes términos: la polarización nace ¿desde arriba o desde abajo? Es el enfrentamiento retórico de las élites –y la espectacularización mediática de esa confrontación– lo que esparce sobre una tranquila sociedad un estado de enfrentamiento causando fracturas ideológicas. ¿O acaso sucede exactamente lo contrario?: Es decir, son las divisiones que existen en la sociedad las que conducen a la “oferta discursiva” (políticos y medios) de adaptarse a ese desacuerdo ideológico presente en el seno de la sociedad. En otros términos: ¿FdT y JxC son las causas o las consecuencias de la polarización? Leídos en conjunto, el capítulo de Facundo Cruz sobre la “simplificación binaria” en dos grandes coaliciones del sistema político argentino y el texto de Casullo y Ramírez en el que examinan “desde abajo” la anatomía de la polarización, ejemplifican la complejidad de poner el acento únicamente en la oferta o solamente en la demanda. En síntesis, en vez de pensar la polarización como un fenómeno causado desde abajo o desde arriba, resulta mas adecuado conceptualizar en términos de un círculo, virtuoso o vicioso según el momento, el aspecto analizado o directamente el gusto de cada lector o lectora.

Al costado de la mirada política (tenga acento en la demanda o en la oferta) debemos considerar una lectura más social, relacionada con el rol que ocupa en esta historia la creciente desigualdad del mundo contemporáneo. ¿En qué medida el deterioro del tejido social y la acentuada fragilidad social producen la polarización política? ¿Qué lugar tienen la precarización de la vida y la agudización de las desigualdades en las configuraciones políticas contemporáneas? El sociólogo francés François Dubet, por ejemplo, establece un estrecho nexo entre la proliferación de las emociones políticas de este tiempo y el agravamiento de las condiciones de vida que se manifiesta en la mayoría de las democracias occidentales.

Pero las preguntas no terminan aquí, ya que aún no hemos ni siquiera mencionado que la polarización también suele ser explicada como un subproducto de los medios. El periodista norteamericano Ezra Klein, en su nuevo libro Why we are polarized?, repasa las múltiples causas de la polarización política en Estados Unidos. Entre los diversos aspectos que examina, se detiene sobre la partidización de la oferta mediática como proceso reciente y rasgo novedoso. Convencido de que esta transformación ocupa un lugar destacado en el menú explicativo de la polarización, el autor sostiene que Los medios polarizados no enfatizan los puntos en común, arman las diferencias; no se enfocan en lo mejor del otro lado, te amenazan con lo peor”

Podríamos describir este proceso de partidización de los medios de comunicación en términos de un “retorno a los orígenes”, ya que se trata de una tradición que venía del siglo XIX (el diario La Nación nacía en 1870 bajo el lema “Tribuna de Doctrina” y escrito por intelectuales que eran políticos o ex-presidentes) pero parecía totalmente superada, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX. En efecto, y volviendo a los años ochenta del siglo pasado, el mundo de la prensa gráfica y audiovisual se mostraba en aquella época como un periodismo crítico, que investigaba y producía informes agudos y basados en los hechos, y que ejercía su rol de manera independiente de los partidos políticos aunque no de las ideas que sostenían. Se trataba de una escena mediática típica de la modernidad, donde los medios se presentaban como el escenario común que albergaba a todas las voces y donde los políticos podían ir a presentar sus ideas y el debate se enriquecía con las disidencias (“las dos campanas”) ante cualquier tema relevante que se tratara. Los políticos suscitaban el interés principal y los periodistas asumían el rol de la crítica y la administración equilibrada de la palabra de quienes confrontaban sus ideas. En el escenario actual, los medios no solamente no son plataformas de expresividad política externa a los intereses e ideologías de las empresas que los patrocinan sino que, además, logran la fidelidad de sus públicos justamente porque defienden intereses ideológicos y partidarios concretos. En este nuevo formato, obturar (o denigrar) la palabra de un adversario constituye el eje central del pacto de recepción con sus audiencias. Con relación a nuestro hábitat mediático, y más allá del peso explicativo que le asignemos, resulta evidente el acelerado proceso de partidización de la oferta mediática. La reconfiguración del contrato de lectura de Clarín, y la consolidación de C5N y La Nación+, son algunos de sus ejemplos más conocidos, pero no los únicos.

De cualquier manera, las preguntas siguen abiertas. ¿En qué medida este fenómeno es tan solo un síntoma del nuevo espacio público-digital, con sus segregaciones ideológicas y cognitivas? En cualquier caso, la polarización se encuentra también asociada con el lenguaje y con los entornos cognitivos que habilita cada etapa cultural, tecnológica e histórica.

Por último, surge un interrogante tan relevante como difícil de responder, la polarización: ¿hace bien? ¿Enriquece y ordena el debate democrático o todo lo contrario? Al ser más frecuente escuchar impugnaciones a la grieta (“divide, causa violencia, etc.”) empezaremos por señalar un posible efecto favorable bastante soslayado. La polarización inhibe (¿y revierte?) el proceso de “desencantamiento del voto” (cuyos síntomas más comunes son el crecimiento de la abstención o de los votos “epidémicos” a liderazgos outsiders) que venía provocando hemorragias de legitimidad en los sistemas políticos. En efecto, en sociedades polarizadas aumenta la participación electoral. (2) La polarización pareciera restaurar uno de los sentidos más esenciales del voto: elegir entre opciones que se perciben diferentes, ya que sin esa diferencia la idea misma de “elección” queda debilitada. Ahora bien, la polarización de ninguna manera produce un espacio público idílico. Además de los problemas asociados con la segregación ideológica y la intolerancia, niveles muy agudizados de polarización política aumentan las dificultades para establecer los consensos mínimos que exige el abordaje de algunos de los problemas estructurales del país. Emmanuel Alvarez Agis aborda algunas de estas cuestiones en su capítulo dedicado a la economía (política)

Finalmente ¿cuál es la causa, la ley de la ley? Más que como una competencia entre explicaciones, preferimos pensar la diversidad de las argumentaciones expuestas como el signo que acredita que estamos ante un fenómeno complejo, y que exige aproximaciones desde perspectivas muy diversas, y que solo en conjunto será posible retratar la ley de nuestro tiempo. A lo largo de este libro, a través de los aportes de autores y perspectivas distintas, nos ocuparemos de muchos de los aspectos referidos al proceso de polarización política que estructura la escena pública nacional.

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