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Segregación ideológica y partidismo negativo.
ОглавлениеSea con nostalgia o con realismo, al referirnos a un espacio público polarizado pensamos también en las dificultades para el despliegue de una promesa fundante del ideal democrático: la creación de un espacio público plural, abierto, deliberativo y respetuoso de la palabra del otro. Algo que podríamos reconocer como el ideal habermasiano de esfera pública. La polarización, tal como la vivimos en Argentina y en otras partes del mundo, opera casi como lo contrario: funciona como un parteaguas radical, separa a los ciudadanos al punto de convertirlos en un otro-no-deseado. La palabra del otro, y el otro mismo, muchas veces se nos aparece como fuera de nuestro horizonte, algo que solo imaginamos o deseamos fuera de la comunidad a la que pertenecemos.
En este sentido, la imagen de una espacio público segregado ideológicamente –más allá de los algoritmos y las cámaras de eco analizadas por Aruguete y Zuazo en este mismo texto– resulta muy disruptiva para nuestra representación clásica de Argentina, que suele identificarse más con las imágenes de la deliberación política clásica, como tal vez existió durante las dos primeras décadas de la democracia recuperada luego de la larga noche de la dictadura. Entre otras fuentes, el cine nos ha aportado escenas de un costumbrismo nacional donde las discusiones políticas en la mesa familiar, entre vecinos de la misma “cuadra”, o los debates furtivos en el mundo del trabajo, eran uno de los rasgos folklóricos más diferenciadores de nuestra politizada vida nacional. Extremando la distopía, asistimos a un fenómeno donde esa convivencia se va reduciendo y esas peleas familiares desaparecen, no tanto por una pulsión acuerdista sino porque desaparece la diversidad que le daba sentido y origen a ese desacuerdo expuesto. En un espacio público segregado, no nos exponemos a lo diferente, a otros puntos de vista que nos recuerden la particularidad de nuestra experiencia, la parcialidad de nuestra mirada.
Un espacio público segregado involucra espacios de formación, interacción, socialización y participación crecientemente segmentados y aislados entre sí. Se trata más bien de una escena donde imperan las distancias, las desconfianzas mutuas, y donde los ciudadanos prefieren refugiarse en la zona de confort de los iguales antes que ingresar a un espacio de intercambios abiertos. La palabra del otro no solo ha perdido interés, sino que no tiene el estatus ontológico de lo que estamos dispuestos a escuchar. Aportamos un ejemplo: nuestra clase política dirigente se formó casi íntegramente en las mismas universidades públicas que han sido siempre espacios de diversidad, de polémicas entre distintos y de fuerte presencia de la política. Ese origen común va siendo sustituido por trayectorias educativas cada vez más segmentadas que desembocan con “menos contingencia sociológica” en diferentes “destinos políticos”.
La segregación constituye la otra cara del mismo fenómeno. Se trata de habitar barrios cerrados de la subjetividad política, moverse en el mundo de los idénticos, aceptar la endogamia ideológica como regla central de la cultura política y favorecer –al tiempo que se celebra– la “diabolización” del otro (político). No solo se trata de una especie de narcisismo simbólico, donde solo el espejo que devuelve mi propia imagen es el único que me tranquiliza, sino que estoy dispuesto a vivir en un estado de aislamiento cognitivo que no interrumpa mis propias convicciones. El otro político se nos aparece únicamente como una representación cada vez más deformada y demonizada, como lo indeseado y como la fuente de todos los males que ocurren en la comunidad política. Las marcas más fuertes de esta disidencia radical las encontramos en las redes sociales (el lugar por excelencia del narcisismo posmoderno), donde el lenguaje político se reduce a un ejercicio minimalista del lenguaje, una competencia por la adjetivación extrema, la descalificación del otro y el uso de imágenes (emoticones, memes, etc.) que resumen el desprecio por lo diferente. En consecuencia, la endogomia ideológica incuba intolerancia política, disuelve el campo de lo común y agudiza actitudes poco compatibles con una cultura política propia del régimen democrático.
Los siguientes dos datos alumbran con elocuencia el fenómeno que estamos caracterizando. Veamos un estudio que realizamos desde FLACSO Argentina: la mitad de los votantes de Juntos por el Cambio (JxC) declara no tener votantes del FdT en su círculo social o familiar más estrecho. Por su parte, un tercio de los votantes del FdT tampoco tiene en su círculo más íntimo votantes de JxC. Para dimensionar los datos, tenemos que tener presente que ambas fuerzas políticas tienen un share social muy extendido, es decir, no hablamos de identidades políticas “exóticas” o minoritarias. Sería algo equivalente a que un hincha de River no conociera directamente a un hincha de Boca o viceversa, o para decirlo más barrialmente, que un hincha de Racing que vive en Avellaneda nunca se hubiera cruzado en una plaza o en la feria con un hincha que tiene la camiseta de Independiente puesta y que hace alarde de las conquistas del “Rojo”: estadísticamente imposible.
El segundo dato –íntima y explicativamente asociado al primero– refiere a lo que aquí llamamos la “representación del otro (político)” y revela cuán extendidas están en ambas constelaciones electorales, las denominaciones del votante rival cargadas de estigmas. Esto es, el rechazo político registrado en este indicador no apunta a los dirigentes o representantes de una ideología, sino más bien a lo que los ciudadanos consideran “encarnaciones” de esa ideología (percibida como equivocada y amenazante de manera recíproca). La mitad de los votantes del FdT está de acuerdo en que los votantes de JxC “son una amenaza para la democracia”. Entre los votantes de Cambiemos esa mirada demonizada se manifiesta en proporciones aún más generalizadas: 7 de cada 10 votantes de la fórmula Macri/Pichetto considera a los votantes del FdT como una “amenaza para la democracia”.
Anatomía de la polarización política
Endogamia ideológica
¿Tiene entre sus amistades y familiares alguien que haya votado a…?
Fuente: Estudio sobre actitudes políticas basado en una encuesta nacional dirigido por los autores, octubre de 2020.
Demonización del votante opositor
¿Cuán de acuerdo o en desacuerdo se encuentra con la frase…?
Fuente: Estudio sobre actitudes políticas basado en una encuesta nacional dirigido por los autores, octubre de 2020.
Dos observaciones sobre los datos: la endogamia ideológica y la demonización del otro se encuentran muy difundidas en ambos hemisferios de la polarización. Ahora bien, ambos indicadores muestran también que la polarización es asimétrica, esto es: los votantes de Cambiemos muestran un comportamiento ideológicamente más endogámico y –seguramente vinculado con aquello– una mirada aún más diabolizada de los votantes rivales.
La literatura politológica viene documentando este fenómeno, al que conceptualiza como crecimiento del “partidismo negativo”. Toda identidad política se apoya sobre un elemento de afirmación y un componente de alteridad, de rechazo al adversario, al que se puede advertir o no como amenaza, pero seguro se lo distingue como diferente. Las lealtades “partidarias” (con todas las comillas que requiere esa figura) estarían siendo revitalizadas no tanto por amor al grupo propio, sino fundamentalmente por el marcado rechazo al espacio político adversario.
Abramowitz y Webster documentan este proceso para Estados Unidos y vinculan el partidismo negativo con el crecimiento de la división ideológica como eje estructurador del comportamiento de la opinión pública, de la oferta mediática y de la oferta política. Los autores registran un fenómeno que hasta hace poco hubiera resultado inverosímil: el crecimiento de la lealtad partidaria en el comportamiento electoral de los estadounidenses. Ahora bien, ese fenómeno, comprueban, está apalancado por un crecimiento de la valoración negativa del partido rival, es decir, los demócratas son cada vez más anti-republicanos y los republicanos son más anti-democrátas que nunca, lo cual configura una polarización apoyada sobre un partidismo negativo. La identidad afirmativa de pertenencia aparece como débil o insuficiente a la hora de evaluar las propuestas políticas en épocas de polarización y así se produce este desplazamiento hacia la negación del otro como un reaseguro de mis propias convicciones y de mi identidad con los idénticos.
Este fenómeno de constitución de subjetividades puede adoptar diferentes formatos según el tipo de sistema político imperante, pero alude a un tipo de sujeto social y de constelación de valores que se consideran amenazantes. Los datos examinados y los resultados de los últimos procesos electorales (con FdT y JxC consolidados como las dos fuerzas más votadas del país, y que sumadas concentran más del 70% de las preferencias) permiten incluir a Argentina y a nuestra cultura política contemporánea dentro de este marco de expansión del partidismo negativo que, como vimos, viene asociada con una representación del otro (político) en la que las diferencias aparecen exageradas y muchas veces deformadas.
En el caso de nuestro país, este tema también aparece atravesado por diferencias relacionadas con la carga de negatividad que una y otra coalición otorgan a los valores que están presentes en el otro (político). Más arriba dijimos que el kirchnerismo, y en particular la figura de Cristina Fernández de Kirchner era la gran ordenadora de las pasiones. Pero en este mapa de amores y odios las cargas no están compartidas. Cristina Fernández despierta ambos sentimientos, sin embargo organiza una constelación que tiene un significado muy distinto de uno y otro lado de la polarización. Cristina es tan amada como odiada, pero esto coloca a las pasiones positivas (el amor incondicional por su líder) con cargas de intensidad que podríamos colocar más dentro de las pasiones positivas y desde allí al rechazo del otro como lo no deseado. Sin embargo, esto no es simétrico del otro lado de la grieta. Mauricio Macri tuvo la capacidad (sobre todo en 2015) de transformarse en el polo que concentraba todos los rechazos y odios al kirchnerismo pero no despertó nunca los afectos positivos de sus seguidores como sí lo hizo la ex-presidenta. O, al menos, no en la intensidad y la proporción que logró Cristina en sus momentos de gloria e incluso en su ocaso electoral.
Si bien existen importantes diferencias ideológicas, socioeconómicas, etarias y hasta geográficas entre las dos coaliciones (como lo muestran Casullo y Ramírez en el texto que forma parte de este libro), al igual que ocurre en España y Estados Unidos, esas diferencias se agigantan imaginariamente configurando una suerte de brecha de percepciones recíprocas donde sectores con muchos puntos o rasgos en común se perciben abismalmente lejanos y diferentes. Por ejemplo, los votantes demócratas perciben que el 44% de los votantes republicanos son “ricos” (250.000 dólares al año es el parámetro que suele usarse) cuando solo el 2% de ese electorado tiene esos ingresos. Los demócratas perciben que la mayoría de los republicanos pertenecen a los grupos etarios de mayor edad y que son mayoría los que tienen más de 65 años, cuando en realidad es solo el 20%. De igual forma, los republicanos perciben que el 46% de los demócratas son negros, cuando en realidad es solo el 24%. (estudio de Douglas Ahler y Gaurav Sood realizado en 2018).
Se ha puesto de moda hablar de “política de identidades” como si estuviéramos ante una novedad. Toda competencia política es una competencia de identidades, nunca se trata de un debate ad hoc y frío sobre asuntos específicos. Y la política articula identidades sociales. El problema es que esas identidades deben saber reconocer sus diferencias, pero también poder inscribirse en un espacio afectivo y simbólico común, no excluyente.
En suma, en este libro no nos interesa tanto reivindicar o impugnar la ley de gravedad que estructura este espacio público polarizado, sino ilustrar sus luces y sus sombras, describir sus efectos favorables vinculados con la “organización democrática” del desacuerdo ideológico pero también problematizar algunas de sus consecuencias más disfuncionales para la resolución de problemas estructurales e ilustrar efectos inquietantes para la conversación pública. La polarización puede ser buena, puede ser mala, pero sobre todo es lo que es. Ahí vamos.
1- Pese al inestable contexto pandémico, y a tratarse de elecciones “provinciales”, las recientes elecciones legislativas de 2021, fueron el proceso electoral legislativo con la mayor concentración de votos de las dos principales fuerzas nacionales (sumados, el FdT y JxC superaron el 75% de las preferencias positivas) desde 1997, consolidando la escena electoral cristazalida en 2019, cuando se “estrenó” la competencia entre estas dos grandes coaliciones. Desde entonces ocupan el centro de la escena nacional y no hay señales de desintegración en ninguna de las dos, más allá de cambios internos o de éxitos y fracasos circunstanciales.
2- Nos parece que los análisis sobre crecimiento de la abstención electoral en procesos electorales “envueltos de pandemia” aún requieren de prudencia y tiempo.