Читать книгу La ciencia de los sentimientos - Ignacio Rodríguez de Rivera - Страница 8

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planteamiento general

Desde hace mucho tiempo, sobre todo en el ámbito que llamamos ‘civilización occidental’ (heredera de la Grecia Clásica y del cristianismo), estamos acostumbrados a distinguir dos mundos diferentes dentro de los humanos: el mundo del pensamiento (más o menos de índole racional) y el mundo de las emociones o sentimientos (calificado como irracional).

De ahí proviene la conocida frase de que el corazón tiene razones que la razón no entiende.

Pero también hay que citar la frase de Goya, al pie de una de sus obras: El sueño de la razón produce monstruos.

Sin embargo, a pesar de esa dualidad, cada persona es considerada como una unidad indivisible, un individuo; aunque lo más frecuente ha sido pensar (o más bien creer ) que esa unidad está compuesta de dos cosas diferentes: cuerpo y alma, o cuerpo y mente, que para el caso es lo mismo, porque mente y alma son prácticamente sinónimos.

De esa forma de pensar, que en filosofía se llama dualismo, proviene el gran escándalo que produjo inicialmente (y aún ahora en muchos casos) la teoría iniciada por Darwin en el siglo XIX, cuando afirmó que la especie humana había surgido por evolución de otras especies animales; porque, según esa teoría, la especie humana no es sino una especie animal más, entre otras muchas.

De modo que, desde Darwin, eso que llamamos mente tiene que ser explicado como el producto de una evolución biológica, no como algo que se introduce repentinamente en un cuerpo, sino que se desarrolla paulatinamente en paralelo a la evolución de los organismos y, más concretamente, del cerebro de esos organismos. La pregunta que trataré de responder es: ¿cómo y por qué se produce el paso de lo físico (‘objetivo’) a lo psíquico (‘subjetivo’).

En cualquier caso, hasta bien entrado el siglo XX, el tema de la mente constituyó un problema casi irresoluble para la ciencia, hasta el punto de que algunas corrientes – como la psicología conductista – llegaron a afirmar que el mismo concepto de mente era un error, pues sólo podemos estudiar con método científico la conducta del individuo; y esa conducta podría explicarse mediante una serie de reflejos condicionados.

No obstante, a partir del nacimiento de la cibernética y de la investigación de los sistemas de información, la mente recuperó su rango de realidad digna de estudio; con lo que el viejo conductismo quedó obsoleto; sin negar sus logros en el campo de los reflejos condicionados que han servido, entre otras cosas, para la investigación del funcionamiento de la memoria (como es el caso del premio Nobel Eric Kandell, de 2000).

En consecuencia, la nueva psicología, llamada ‘cognitiva’, se ocupa principalmente de estudiar la mente desde el punto de vista de procesos de información, íntimamente vinculados al funcionamiento del cerebro.

Este campo ha tenido un enorme desarrollo sobre todo a partir de la década de los noventa del siglo XX, gracias a la innovaciones técnicas de exploración del cerebro, que siguen creciendo hasta ahora y que prometen seguir siendo muy fructíferas para comprender el cómo funcionan los procesos de conocimiento (no sólo humanos, sino de otras especies).

Pero una cosa es averiguar cómo se produce y se tramita la información, y otra bien distinta es comprender cómo y por qué esa información la sentimos del modo que la sentimos y cómo esa forma de sentirla condiciona nuestra respuesta o conducta.

Esto que acabo de decir nos pone frente a la dualidad humana entre pensamiento y sentimiento, porque parece que pensar y sentir discurren por distintos caminos y de forma muy diferente, a veces en mutua sintonía, pero con demasiada frecuencia en clara discordancia e incluso en conflicto: pienso una cosa y siento todo lo contrario ¿cómo es esto, si yo soy una única persona?.

El caso es que, aunque hemos averiguado mucho respecto al tema de pensar, entendido desde la perspectiva de procesar información, todavía sabemos muy poco del tema de sentir, a pesar de que nos hemos dado cuenta de que nuestro pensamiento está notablemente influido por nuestros sentimientos.

De modo que llegamos a la conclusión de que seguimos divididos ante el problema de ensamblar esos dos hechos que ocurren en nosotros, como si pensamiento y sentimiento fuesen dos mundos claramente diferenciados, cada uno siguiendo sus propias leyes o sus propias razones: las razones de la ‘razón’ y las del ‘corazón’, que sólo con gran dificultad logramos poner de acuerdo.

¿Ser humano es ser inteligente exclusivamente de forma racional? Entonces nos parece que esa persona carece de humanidad. ¿O ser humano consiste exclusivamente en ser inteligente emocional? Entonces nos parece que esa persona es poco racional.

¿Pensar o sentir?: este es el dilema (Hamlet parafraseado).

¿En qué radica la unidad del individuo humano?.

Este es un problema o una pregunta que pretendo abordar: ¿cómo podemos comprender que cada uno de nosotros es un individuo (no divisible)?. La hipótesis de la que parto, para comprobar su validez de acuerdo con los conocimientos de los que disponemos actualmente, es que sentir y pensar son dos facetas de un solo hecho que es el conocimiento, entendiendo que conocer implica necesariamente sentir.

Aclaremos una cosa: no es lo mismo conocer algo que saber de algo: yo puedo saber mucho de Moscú, pero no lo conozco; tu puedes conocer Moscú y saber muy poco de esa ciudad.

El principal obstáculo con el que nos venimos tropezando desde que se inició la ciencia moderna, allá por tiempos de Newton, es que el campo de estudio de las ciencias se ha limitado a aquellos hechos que pueden ser observados de igual modo por distintas personas, hechos que pueden ser repetidos a voluntad del investigador mediante el procedimiento que llamamos experimental. También se pueden estudiar científicamente hechos no experimentales, como es el movimiento de los astros, pero cuya observación se repite reiteradamente; de modo que, una vez repetidas las mismas observaciones, podemos formular leyes que se cumplen invariablemente en esos hechos. Ya tenemos, pues, observaciones que llamamos objetivas, porque no dependen de quién sea el observador; y tenemos también unas fórmulas o leyes que corresponden a esas observaciones.

Finalmente, siguiendo con el procedimiento científico, tratamos de explicar esos hechos regulares (obedientes a leyes) mediante establecer una relación entre el hecho en cuestión y su causa; es decir, decimos que ese hecho (efecto) es causado por otro (causa), cuando a la causa siempre le sigue el efecto, y nunca se produce el hecho-efecto sin que haya ocurrido el hecho-causa.

Ejeemplo: primero observamos y medimos el movimiento de los astros, después enunciamos leyes que enuncian su regularidad; por último establecemos una hipótesis teórica de la fuerza gravitatoria como causa de esas leyes.

Con estos tres pasos – expuestos muy tosca y resumidamente – podemos decir que hemos logrado una teoría científica que nos explica aquellos hechos que habíamos observado y que, además, nos permite predecirlos siempre que ocurran los hechos causantes que hemos averiguado.

Esa teoría explicativa sigue siendo válida mientras no observemos algún otro hecho que la contradiga. Por eso se considera que toda teoría científica es provisional y susceptible de ser invalidada mediante nuevas observaciones.

Así nos hemos venido manejando con bastante éxito durante aproximadamente tres siglos, en los cuales ha imperado el punto de vista inaugurado por Newton cuando explicó el movimiento de los cuerpos materiales mediante las leyes de la física mecánica y la causa de la fuerza gravitatoria: los cuerpos se atraen en proporción directa al producto de sus masas y en proporción inversa al cuadrado de su distancia (dejo de lado las operaciones numéricas, pues ahora no nos interesa el aspecto cuantitativo).

Tanto éxito ha tenido esta forma de entender el mundo que llegó a creerse que todos los procesos del universo podían ser explicados con esas leyes; de modo que todo fenómeno podría predecirse si tuviésemos la suficiente información del estado actual de las cosas del mundo (Laplace).

El Mundo era, entonces, un complicado reloj y el Creador un genial relojero.

En el Mundo, claro está, se incluía a todos los seres vivos, incluido el ser humano, aunque éste con la particularidad de poseer un alma pensante (so pena de muerte para quien afirmase lo contrario, a quien se tildaba de materialista).

El asunto, pues, es que la materia no puede pensar, que eso es cosa del espíritu.

Pero siguiendo con el materialismo (al margen del poder de las iglesias) se siguió investigando el comportamiento de la materia, incluyendo la energía, pues se descubrió que el calor y otras formas de energía se comportaban de acuerdo con la leyes de la mecánica (termodinámica) y, más tarde, cuando se inició el tema de la información (que también tiene que ver con la energía-materia), el ‘materialismo’ encontró despejado el terreno para estudiar el funcionamiento de la mente humana como un proceso de información.

Así las cosas, a lo largo del siglo XX se han producido muchos descubrimientos científicos que han cuestionado gran parte de lo anterior:

El gran matemático H. Poincaré introdujo en el panorama de las ciencias algo totalmente nuevo, que venía a contradecir a Laplace, quien había considerado que todo estado del mundo futuro sería predecible, aplicando las leyes de la mecánica newtoniana, siempre que tuviésemos toda la información del estado actual de las cosas del mundo físico.

La novedad de Poincaré surgió cuando trataba de estudiar el movimiento de tres cuerpos que interactúan gravitatoriamente entre sí; pues descubrió que cualquier mínima variación o inexactitud en los datos iniciales producía enormes desviaciones en los cálculos de sus trayectorias en un futuro cercano.

Esto quiere decir que dicho estado futuro, aunque está determinado según las leyes mecánicas clásicas, no es predecible.

Aún así, se continuó creyendo que dicha predicción era teóricamente viable, siempre que pudiésemos evitar aquellas pequeñas inexactitudes iniciales.

Pero en los años 60 del siglo XX, Loren confirmó experimentalmente lo que había planteado Poincaré, diseñando un modelo con tres variables que interactúan entre sí y comprobando que, efectivamente, se comporta de modo impredecible; a pesar de que las variables iniciales estaban perfectamente definidas.

Con esto nació la teoría matemática del caos determinista, que nos permite estudiar la trayectoria de sistemas hasta ahora considerados caóticos (sin ley ni orden), que sólo podemos formular en términos de probabilidad, pero que sí obedecen a leyes deterministas; aunque se continúa utilizando el calificativo de caótico porque parecen sin orden alguno.

Por otra parte, el mismo Poincaré inició un tipo de geometría, la topología, en la que no se opera con medidas, (es decir, con cantidades), como la distancia entre los puntos, ni su colocación espacial, sino que lo que estudia es la relación que existe entre esos puntos; de modo que las líneas imaginarias que unen unos puntos con otros, aunque se doblen o retuerzan, aunque la forma del cuerpo en cuestión se modifique como si fuese de plastilina, si esas líneas se conservan sin romperse, el cuerpo topológico mantiene su identidad: dos cuerpos de forma diferente, pero cuyos puntos o elementos están relacionados entre sí del mismo modo, son topológicamente iguales.

Por ejemplo, una taza con asa, si la deformamos sin romperla, conservando el agujero del asa, podemos convertirla en un donut (en geometría clásica se llama toro al donut); de modo que la taza y el donut son equivalentes en términos de topología.

La importancia, entre otras cosas, de esta nueva geometría es que la matemática empieza a ocuparse de algo que no es cuantitativo, sino cualitativo, pues se trata de las relaciones, no de las medidas de cantidades. Lo cual es fundamental para el concepto de información, ya que la información de dos sistemas es la misma si las relaciones internas entre sus elementos son iguales en ambos sistemas.

Por otra parte, como de todos es sabido, a principios del siglo XX, Einstein cambia todo con la teoría física de la relatividad, cuya principal revolución para la ciencia estriba en que dos pilares de la mecánica de Newton, el espacio y el tiempo, dejan de ser magnitudes fundamentales: el espacio no es ya algo que existe por sí mismo, ya no es, por decirlo en términos coloquiales, un lugar en el que ocurren los hechos; ni el tiempo es algo que existe por sí mismo, o una dimensión durante la que transcurren los sucesos, sino que espacio y tiempo son dos medidas de los hechos.

Las consecuencias que esto tiene para nuestra forma de pensar el mundo son innumerables y, como veremos a lo largo de mi exposición, es fundamental para comprender el modo de funcionamiento de nuestra mente en su doble faceta de consciente e inconsciente, pues la consciencia opera con espacio y tiempo, mientras para la mente inconsciente no rigen tales dimensiones.

Por si todo lo anterior fuera poco, cuando los físicos se ocupan de estudiar los tamaños ínfimos, empezando por el átomo, y descubren que esa partícula mínima considerada indivisible (que eso es lo que significa ‘átomo’) – está a su vez compuesta por otras unidades más pequeñas (partículas subatómicas) y que, además, la energía, que se consideraba como una especie de fluido continuo, es decir, infinitamente divisible, resulta que sólo se manifiesta (se transmite, se emite o recibe) siempre en ‘paquetes’ de cierta medida y nunca menor de esa medida, nace una nueva mecánica, la mecánica cuántica (un cuanto es una unidad de energía-materia). Lo cual introduce en la física el hecho de la discontinuidad.

Otra de las grandes innovaciones producidas en el ámbito científico durante el siglo XX ha sido el estudio de los sistemas complejos, en los que intervienen múltiples elementos cuyos estados son variables y que interactúan entre sí: dicho estudio ha permitido comprobar que, cuando ese conjunto de elementos está sometido a determinadas restricciones de sus grados de libertad, las mutuas interacciones entre esos elementos producen unos parámetros de orden que antes no existían, es decir, que el sistema se autoorganiza generando un orden interno que no le ha sido impuesto desde el exterior.

Un ejemplo de esto puede ser un conjunto de soldados que marchan en desorden por un camino ancho; llegan a un estrecho puente y se aproximan entre sí, hasta el punto de que se tocan hombro con hombro y casi se tocan con el de delante y detrás. Con esta nueva distribución de la tropa, ya no pueden marchar en desorden, sino que forman filas y marchan al mismo paso, sin que nadie les haya impuesto ese orden (autoorganizado).

Dicho de otro modo, la materia inorgánica (mundo ‘inanimado’) puede generar una organización nueva que produce nuevas funciones o comportamientos del sistema. Lo más importante – a mi modo de ver – es que las características de ese nuevo sistema no pueden reducirse ni explicarse a partir de las características de cada uno de los elementos que lo componen.

Por decirlo con un ejemplo muy sencillo: las propiedades del agua no son deducibles de la propiedades del hidrógeno y el oxígeno que la forman (H2O): la materia ha ‘inventado’ el agua cuando las relaciones entre el oxígeno y el hidrógeno se producen bajo determinadas condiciones (térmicas, de presión y electromagnéticas). El agua desaparece y se convierte en oxígeno e hidrógeno cuando cambian esas condiciones.

Este fenómeno de la autoorganización ha dado pie para una nueva disciplina científica, iniciada por Haken en 1970, que recibe el nombre de Sinergética.

Todo lo anterior nos pone de manifiesto un mundo muy diferente del universo contemplado por la ciencia de corte newtoniano: de un mundo mecánico en el que nada nuevo podía producirse, en el que todo era predecible según una trayectoria lineal de causa-efecto; un mundo que existía en el espacio y transcurría en el tiempo; un mundo que se movía según una corriente continua, sin saltos (de ahí el cálculo infinitesimal = infinitamente divisible); un mundo regido por leyes propias de la lógica racional; de ese mundo hemos pasado a otro discontinuo, sin espacio ni tiempo, impredecible, en que la incertidumbre no es un accidente, sino una realidad, en el que no todo se puede medir, porque no es un universo meramente cuantitativo, sino cualitativo, donde las cosas no son cosas compuestas de otras cosas, sino que las ‘cosas’ no son sino ‘relaciones entre relaciones’.

Este nuevo mundo es tal que ya no podemos pensarlo con nuestras mentes conscientes, no podemos ‘imaginarlo’ (ponerlo en imágenes…: no podemos imaginar cuatro dimensiones, por ejemplo); pero sí podemos operar con él, calcular con sus datos, comprobar que nuestros cálculos se cumplen o verificar cuándo no se cumplen; es decir, podemos estudiarlo con método científico y hacer teorías sobre él, y cambiar esas teorías cuando nuevas observaciones las hacen inválidas.

De modo que, con todo este nuevo equipaje de conocimientos, ahora estamos en condiciones de empezar a estudiar una realidad tan compleja como es el ser humano que, desde luego, no se ajusta para nada a la racionalidad clásica; con la esperanza (hipótesis que debemos confirmar) de que la realidad humana sí tiene explicación científica; teniendo en cuenta que la realidad humana no es solamente racional, sino también (tal vez sobre todo) emocional. Teniendo en cuenta que, además de pensamientos, los humanos también sentimos (sensaciones y sentimientos).

Espero que lo anterior sirva como planteamiento del asunto que me propongo tratar en estas páginas y deseo que te interese continuar leyendo, pues me produciría una gran satisfacción que mi esfuerzo tenga fruto.

(Eso, en todo caso, es un sentimiento mío cuyo origen y significado yo conozco pero no creo que te interese a ti conocerlo).

La ciencia de los sentimientos

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