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CAPÍTULO 1

El currículo de Ciencias en acción:

discusiones sobre ‘Qué’, ‘Cómo’ y ‘Para qué’ enseñar1

Thiago Henrique Barnabé Corrêa2

Bruno dos Santos Pastoriza3

En el ámbito de la educación, las discusiones sobre el plan de estudios (currículo) traen al centro de los debates, cuestiones de contenido, metodología y objetivo. Aunque el currículo sea, como afirma Saviani (2008), “el conjunto de actividades básicas aplicadas por la escuela” (p. 16), este capítulo enfatiza la necesidad de los documentos educativos (que también actúan como documentos políticos), pensar el currículo a partir de un diálogo con los saberes curriculares [contenidos presentados en la escuela] para superar la visión de esto como un instrumento meramente prescrito, asumiendo tres dimensiones poco exploradas: la dimensión formal, transformadora y orientadora del currículo.

Por lo tanto, para esta discusión, será necesario algo más que simplemente definir ‘qué’ es el currículo; por ejemplo, decir ‘cómo’ hacerlo o ‘para qué’ trabajarlo, principalmente porque, así como dice Pacheco (2016), no buscamos su característica prescriptiva, sino su problematización para pensar la acción. Para esas cuestiones, nosotros proponemos pasar por discusiones que se enlazan con el currículo y lo componen, tales como las nociones de formación didáctico-pedagógica, la formación en la didáctica de las Ciencias y la articulación de ellas con la autonomía docente. Aun existan otros caminos posibles, pensamos que este es viable y que contribuye con una problematización del campo de la enseñanza de las Ciencias y la acción de su currículo.

El currículo como una cuestión de formación didáctica y pedagógica

Desde los años ochenta, Lee Schulmann ha investigado las relaciones de formación y acción pedagógica en el trabajo docente. Para este autor, existen algunas categorías básicas del conocimiento, las cuales pueden ser expuestas como: i. conocimiento del contenido; ii. conocimiento pedagógico general; iii. conocimiento del currículo; iv. conocimiento pedagógico del contenido; v. conocimiento de los estudiantes y sus características; vi. conocimientos de los fines, propósitos y contextos de la educación (Schulmann, 2014). Tales son las contribuciones de este abordaje, que es posible evidenciar muchos estudios que utilizan esas bases en sus construcciones y las amplían o problematizan (Mavhunga y Rollnick, 2016; Marks, 1990). Más que eso, se evidencian grupos de investigación que parten de las ideas de Schulmann, y la modifican, mezclan, adaptan y crean otras perspectivas para planear sus investigaciones (Parga-Lozano, Denari y Cavalheiro, 2017; Ariza y Parga-Lozano, 2011). Esos elementos básicos para el trabajo docente, señalados por estos estudios que miran el desarrollo de los conocimientos propios a la acción escolar, están distribuidos en diferentes fuentes, tales como en la formación académica, en los materiales de trabajo, en las investigaciones compartidas por los diferentes grupos que recurren a la investigación de la educación, y otros más.

De las proposiciones de Schulmann y otros autores (Padilla y Van Driel, 2011), es importante señalar que siempre surge la idea del desarrollo de los diferentes conocimientos. Más complejo de que lo parece a una visión ligera, escoger la necesaria presencia de conocimientos para la base de la formación docente, es apropiarse de la noción de que el conocimiento es algo más sistemático, reflejado y organizado que otros niveles de la experiencia (Noguera y Veiga-Neto, 2010). Si, por un lado, los conocimientos se caracterizan por una organización, por otro, cuando nos volvemos a la escuela, emerge la cuestión: ¿quién/quiénes organizan los conocimientos de ese espacio?, y esa es una pregunta que nos lleva a pensar sobre el currículo.

Comúnmente, podemos asumir el currículo como uno de los elementos centrales de la constitución de la educación escolar. Eso porque él puede ser comprendido como un conjunto de actividades inherentes a la vida de la escuela. Según Saviani (2003), el currículum “se refiere a la selección, secuenciación y dosificación de los contenidos de la cultura a desarrollar en situaciones de enseñanza-aprendizaje” (p. 35). Rescatando el origen latino de la palabra curriculum, podemos entenderla como un camino o trayectoria tomada en el proceso de formación. Pero, ¿qué son los “contenidos” de la escuela y qué compone esa trayectoria? ¿Cuáles son las comprensiones posibles sobre esos términos?

La idea de “contenidos” y de lo que compone la “trayectoria”, puede ser problematizada con otra pregunta: ¿Qué está contenido en la educación escolarizada? De ella, podremos evidenciar que el proceso escolar involucra una pluralidad de elementos. Por ejemplo, en una clase de Ciencias, es claro que tenemos como “contenido” las cuestiones conceptuales de esa área, como los conceptos de biomas, o del movimiento rectilíneo uniformemente acelerado, o de las diferentes proposiciones de la estructura del átomo. Pero, lo que está presente en esa clase no es solamente eso. Hay contenidos referentes al desarrollo de la capacidad de leer e interpretar fenómenos naturales [alfabetización científica], de conducirse, de socializar con los demás, de actuar y ejercer la ciudadanía, de intercambio y convivencia entre diferentes creencias, de características éticas, de matematización, de afectividad, de la estética del saber, entre muchos otros “contenidos” que compondrá ese espacio y su currículo.

Cuando se miran todos esos elementos, según Young (2014), en tono crítico, “es difícil (…) saber exactamente cuáles son los límites actuales del campo: no solamente lo que es teoría del currículo, sino también lo que no es la teoría del currículo” (p. 4). Todavía, en una comprensión más amplia de lo que “contiene” una clase, esa miríada de componentes se hace presente –y más importante que eso: en una clase, el trabajo de la crítica docente sobre lo que él cree que se quedan como contenidos de su acción, se hace elemental–.

Es cierto que, la escuela comparte algunos de esos “contenidos” con otros espacios y niveles de la vivencia de los sujetos, si bien en la escuela hay una sistematización y organización de los saberes y conocimientos que la apartan y diferencian de la vida cotidiana (Queiroz, 2011). Por ejemplo, Pastoriza y Del Pino (2015) esbozaron las construcciones propias que ocurren entre los muros de la escuela y que la especifican en su singularidad (todavía compartida, además, con otros espacios). Una de esas diferencias de individualización de la escuela, puede ser marcada por los propios contenidos conceptuales. En la vida cotidiana, no tenemos la misma ordenación de los contenidos conceptuales que tenemos en la escuela (Mortimer y Amaral, 1998), y puede ser, por esa razón, el destaque que usualmente se otorga a los contenidos conceptuales cuando se habla del currículo escolar.

En general, el foco en los elementos conceptuales, que actúa en un currículo comprendido como secuenciación de contenidos, es la concepción más comúnmente adoptada. Desde este punto de vista, hay, por lo menos, dos formas de entenderlo: 1) como un conjunto de estudios que se seguirán para adquirir una educación; y 2) como un conjunto de resultados de aprendizaje. En este sentido, verlo como una secuencia de unidades de contenido impregna la preocupación de que el papel del maestro en la escuela es lograr cumplir con el programa de contenido y, en la misma medida, el de la escuela es lograr los resultados esperados al final de la educación: desarrollar habilidades y destrezas (Eyng, 2010) o, lo mismo, desarrollar inteligencias. Todavía, asumir con tono crítico ese papel de la escuela y del proceso educativo, no implica decir que alcanzar los objetivos deseados del proceso educativo no sea importante; sin embargo, no debemos olvidar que el contexto real y las condiciones del proceso dicen mucho acerca de su efectividad. Así, el valor de cualquier currículo, de cualquier cambio propuesto a la práctica educativa y lo que se definen como sus contenidos, se demuestra en la realidad en la cual se pasa, en la forma en que se materializa en situaciones reales (Sacristán, 1998, p. 201).

Si, por un lado, algunas concepciones del currículo se vuelven como contenidos usualmente limitados a definiciones conceptuales que son implementadas, sea por un conjunto de estudios, sea por el punto de vista de la administración escolar; por otro lado, con el apoyo de Angulo y Blanco (1994), un riesgo adicional que enfrentamos es cuando asumimos el currículo estrictamente como planificación; o sea, como algo establecido, convirtiéndolo en un documento que definirá las intenciones educativas y las instrucciones de lo que se enseñará y aprenderá, como materiales y métodos de enseñanza.

Para Eyng (2010, p. 23), lo que se espera es que el currículo tenga intenciones justificadas, que sirvan de referencia para detallar los planes que desarrollarán los maestros, que deben ajustarse a cada contexto educativo particular en el que se desarrollarán. Esta declaración permite, entonces, analizar el currículo en su aspecto medular, como una realidad interactiva, que rescata la centralidad de la participación de los docentes en la definición del currículo, ya que constituyen “una parte integral del proceso curricular que, junto con los estudiantes, el contenido cultural y el medio ambiente están en interacción dinámica” (Clandinin y Connelly, 1992, p. 392). Es en esta rica interacción que el maestro, como objeto animado, vivo e interactivo, es capaz de definir qué, cómo y para qué enseñar, ajustando las mismas preguntas para el verbo evaluar.

El currículo como realidad interactiva implica fundamentalmente la consideración de la dinámica entre la planificación de la escuela y de la clase y la consideración de las convergencias y/o divergencias existentes entre el currículo como una intención y el currículo como acción. Esta visión destaca al maestro como el principal agente curricular, por lo que su capacitación es vital para comprender, planificar y administrar el currículo adecuadamente (Eyng, 2010, p. 24).

Por lo tanto, es evidente que el profesor, al incorporar su conocimiento pedagógico, práctico (experiencial) y otros conocimientos, no es un simple técnico que ejecuta un plan de estudios; es un agente constitutivo y transformador de esto que permite que la intención de la enseñanza converja con la justificación de lo aprendido y para qué aprender. En esta visión, al hablar del currículo, necesitamos mirarlo mucho más que contenido conceptual. Necesitamos pensarlo como contenido formativo. Considerar en cuáles condiciones ese contenido es desarrollado y cómo adquiere significado para los estudiantes, al convertirse en un conocimiento poderoso y significativo en su vida, es extremadamente importante si queremos superar la inflexibilidad de esto.

En esa dirección, la propuesta de Saviani, previamente señalada, gana una amplitud mayor cuando no la vemos solamente limitada a los contenidos conceptuales, pero más abarcadora. Los profesores se constituyen en sujetos, los cuales deben movilizar conocimientos de diferentes niveles. Si a ellos no les cabe solamente ejecutar una lista de un programa de contenidos conceptuales, sino escogerlos, organizarlos y readecuarlos a su contexto para, entonces, articularlos con las impresiones de su clase, con las características de sus estudiantes, con el proceso del aprendizaje que el grupo desarrolla, con las cuestiones sociales que afectan a la clase, con los objetivos de enseñanza establecidos por ellos y demás sujetos escolares, entre otros; esas acciones dibujan la pantalla de diferentes contenidos, los cuales los profesores tienen que pensar, operar y poner en acción. Contrariamente a la ideología de “para enseñar, solo necesitas tener conocimiento del contenido”, es importante resaltar que “para ser maestro, se requiere, además de un notorio saber, un notorio saber de relaboración conceptual. Y es este segundo que nos diferencia y califica como docentes profesionales” (Corrêa, 2017, p. 166). Son nuestros conocimientos formativos y experienciales –nuestros repertorios– así como nuestra capacidad de ajustes metodológicos y de crear teorías, lo que nos legitima como prácticos reflexivos capaces de reinventar la realidad de una clase.

Teniendo en cuenta que “la existencia de un conocimiento sistematizado no es suficiente para que exista la escuela”, es necesario hacer viables las condiciones para su transmisión y apropiación, lo que implica “dosificarlo y secuenciarlo para que los estudiantes pasen gradualmente de su no dominio a su dominio” (Saviani, 2008, p. 18). En ese sentido, es claro que los “(...) principios de selección de contenido se refieren a la necesidad de organizarlo y sistematizarlo en base a algunos principios metodológicos, vinculados a la forma en que serán tratados en el currículo, también en cuanto a la lógica con la que serán presentados a los estudiantes” (Castellani Filho et al., 1992, p. 31), pero es necesario esclarecer que tanto la lógica citada como los límites de decisión necesitan ser objetivados y esclarecidos. Hacer eso es implicar y explicitar, en el proceso educacional, elementos de carácter subjetivo de quien/quienes organizan el currículo (comprendido aquí en el nivel micro, o sea, en el nivel de una clase).

Es cierto que las diferentes naciones tienen sus orientaciones curriculares y sus estándares –además de compartir, en la actualidad, muchos elementos en común–, y los docentes tienen que seguirlos por un principio normativo. Ese, es posible decir, es la producción en el nivel macro del currículo. Por él se pasan cuestiones más amplias, como las políticas sociales, económicas, del trabajo, entre otras. Todavía, aunque un programa curricular de una nación encamine, en el nivel macro, su propio foco en los elementos conceptuales u otros, es una atribución de los profesores decidir sobre cuáles “contenidos” serán empleados en su acción en el nivel micro: si hay que enseñar reacciones químicas o la taxonomía, los modos, las formas, el nivel de profundización y los tiempos de esa enseñanza, en la gran mayoría de las veces, tiene que ser definida por los profesores. Ellos son los que tienen que analizar “qué contenidos” se van a traer para que determinado concepto disciplinario (o más amplio) sea aprendido. De ese modo, la cuestión de conocimientos variados sobre su área, sus alumnos, sus contenidos conceptuales y no conceptuales, tienen que ser mediados en el plan de clase. De esta forma, la noción de currículo, todavía muchas veces, se ha restringido a la enumeración de conceptos, no es reducida a la conceptualización, sino es ampliado a la acción, transformación y producción de conocimientos que necesita alguien capaz de organizar y adjuntar los diferentes elementos “contenidos” en su producción.

Todos estos (y otros más) son contenidos que serán integrantes del currículo escolar, y no es posible hablar de esos elementos sin traer la necesaria cuestión recurrente de la discusión curricular, y que ahora la empleamos a partir de Young (2014): “¿Cuál conocimiento debería componer el currículo?” (p. 8). Esa pregunta recibe atención especial cuando nosotros nos ponemos en un mismo campo de debates –la educación de las ciencias–. Eso porque en la especificidad de un campo disciplinar emergen cuestiones puntuales sobre el ‘qué’ y ‘cómo’ enseñar en una especificidad que necesita atención.

Sobre la cuestión señalada, Young (2014) también la contesta de una forma interesante, que nos remite a la crítica de las comprensiones reducidas ya citadas: “la verdad es que no sabemos mucho sobre currículos, excepto en los términos cotidianos – horarios, lista de asignaturas, planes de examen y, cada vez más, matrices de competencias o habilidades” (p. 8). Así, si deseamos pensar más allá de la restricción a contenidos conceptuales, a lista de asignaturas, a matrices de competencias, entre otras, es importante comprender que la formación docente es uno de los caminos posibles para la cualificación de ese escenario.

En el campo de la enseñanza de las Ciencias, esto significa una comprensión de los procesos didácticos y pedagógicos de ese campo. Por ejemplo, en términos de la didáctica, ella “como disciplina, debe desarrollar la capacidad crítica de los profesores en formación, para que puedan analizar de modo claro y objetivo la realidad de la enseñanza de forma a posibilitar que el estudiante construya su propio saber” (Barbosa y Freitas, 2015, p. 11). De eso, emerge la centralidad de la acción de los profesores (sea en formación, sea en actuación en las escuelas), lo que pensamos que, más allá de la didáctica y pedagogía, es una temática enlazada con la cuestión de autonomía docente.

El currículo y la autonomía: un requisito indispensable para la enseñanza

En esta discusión, hablar sobre el currículo implica tomar como parte del método de la práctica pedagógica, la selección del contenido de la enseñanza; en otras palabras, sus prioridades. Por lo tanto, decidir qué, cómo y para qué enseñar, debe ser una tarea que respete principios pensados por los profesores en su nicho, y eso, en el campo de la enseñanza de las Ciencias, recibe una centralidad frente al contexto contemporáneo, puesto que es más destacada la necesidad de pensar elementos básicos de lo que se enseña, tales como: 1. relevancia social del contenido; 2. adecuación a las posibilidades sociocognitivas del alumno; y 3. objetividad y enfoque científico del conocimiento (Gama y Duarte, 2015).

Una pregunta clave que enfrentan los profesores es decidir ¿qué caminos de aprendizaje deben seguir los estudiantes en su educación escolar? Para esto, las respuestas son muy diversas y tienden a ocurrir de acuerdo con los conceptos que las personas aportan al conocimiento y, sobre todo, al currículo. Eso significa decidir qué constituye un conocimiento poderoso, útil e indispensable en la formación humana de esa comunidad. En esta perspectiva, las condiciones históricas creadas, basadas en la cronicidad de la racionalidad técnica en los últimos siglos, condujeron a prácticas curriculares que conciben el conocimiento especializado, fragmentado, acumulativo y lineal como una solución para el desarrollo de habilidades especializadas, que se consideró el más pertinente o “científicamente” correcto. Además, este mismo modelo mecanicista legitimaba la enseñanza en una práctica simplista. Por lo tanto, la organización del conocimiento, a través del camino de la interacción pedagógica, debe llevarse a cabo en el contexto, que es complejo y tejido por múltiples dimensiones, de modo que sea relevante y un instrumento importante en la vida cotidiana de las personas (Maldaner, 2000).

Si en las secciones anteriores hablamos de la necesidad de conocimientos didáctico-pedagógicos, y si con ellos también defendimos la formación en la especificidad de la didáctica de las Ciencias para profesores de esa área; cuando hablamos de la necesaria acción de los profesores en el diseño curricular (no como ejecutores, pero sí como sujetos centrales en sus definiciones, organización, encadenamiento, entre otros), estamos hablando del desarrollo de la autonomía. Decir esto no significa asumir que un profesor podrá hacer toda y cualquier acción que desee en su clase: ¡no! La autonomía, aunque amplíe los grados de libertad de la acción, no tiene una relación de independencia de todo el contexto general de la educación escolar, de las propuestas curriculares de los departamentos o del país en lo cual ese profesor actúa.

Por lo contrario, discutir y afirmar la autonomía implica establecer una relación de cooperación entre esos elementos que se organizan en un nivel macro y los que ocurren en el nivel micro de una escuela o salón de clases. O sea, es cierto que existen orientaciones curriculares generales y que el trabajo de los profesores tiene que ser referenciado en estas orientaciones. Sin embargo, las especificidades tienen que ser adaptadas y organizadas por ese profesional que, con su capacidad intelectiva, su experiencia y varios conocimientos profesionales, ejecuta su planeación; y, así como dice Nóvoa (2017), refrenda su posición y afirma su profesión. Hacer eso es afirmar también la autonomía; es ejercer los grados de libertad que una profesión bien establecida y profesionalmente desarrollada permite.

Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿en qué medida el proyecto escolar puede definir propósitos educativos, configuración curricular y sus propios sistemas de evaluación si los productos de aprendizaje, elementos finales de la acción escolar, son, en general, definidos, regulados y medidos por el sistema (mercado)? Con base a esta preocupación, Contreras (2012) también nos advierte sobre:

proyectos curriculares en los que todo lo que el docente debe hacer, paso a paso, está perfectamente estipulado o, en su falta, los textos y manuales didácticos que enumeran el repertorio de actividades que deben hacer docentes y alumnos, etc. Todo esto refleja el espíritu de racionalización tecnológica de la enseñanza, en la cual el maestro ve su función reducida al cumplimiento de prescripciones determinadas externamente, perdiendo de vista el conjunto y el control sobre su tarea (pp. 40-41).

Como profesionales de la enseñanza, debemos ser conscientes de que el énfasis en el control sobre el trabajo docente se legitima en varios matices (en el rendimiento como una medida de la productividad, y en los resultados medidos y comparados a través de sistemas de evaluación), que no contribuyen a estimular las prácticas pedagógicas enfocadas en la autonomía docente. Por ese escenario que tenemos de, cada vez más, afirmar nuestra legitimidad, profesionalización, capacidad y comprensión de nuestra profesión y, con ellas, nuestra autonomía.

Reflexiones finales

¿Lo que se enseña en las escuelas es realmente importante y útil? Una posible pregunta muy valiosa que guía esta búsqueda es: “¿quién es este sujeto al que voy a enseñar y cuáles son sus especificidades y necesidades?” Infortunadamente, el modelo de escuela y currículo que tenemos usualmente concibe sus personajes y los mecanismos de educación como algo uniforme, estándar e inmutable. Eso porque el modelo escolar sufre o ha sufrido pocas transformaciones importantes a lo largo de la historia. Por lo tanto, no es absurdo decir que su paso temporal es diferente de los otros espacios.

Es importante aclarar que lo que se enseña en las escuelas es cultural e históricamente valioso, pero el análisis del propósito de este contenido no ha seguido el ritmo de la dinámica de las necesidades y cambios sociales, políticos y ambientales. Esto se puede confirmar si le preguntamos a un maestro de Química qué considera importante enseñar sobre esta ciencia. Ciertamente, la respuesta será una superposición de contenidos y conceptos que presenten una lógica de enseñanza. En otras palabras, presentará un currículo de Química, pero ¿realmente se debe contemplar todo lo que es importante para la química en una formación escolar? Si la finalidad es formar un químico, un científico, ¡sí! Pero si no asumimos este punto de vista, necesitamos cuestionar siempre nuestro contenido y nuestra práctica, así como la forma en que enseñamos y para qué enseñamos.

Un currículo enyesado y que no permite la autonomía docente, va en la dirección opuesta a lo que entendemos por escuela como un ambiente activo de formación ciudadana (humana), ya que el papel central de ella, además de proporcionar acceso al conocimiento sistematizado, es ofrecer un repertorio de herramientas interpretativas y contemplativas. Esto quiere decir que, lo que enseñamos en las escuelas (como en el currículo de Ciencias) debe ayudar al estudiante a interpretar los fenómenos en su espalda y ofrecer elementos para sus indagaciones y, al mismo tiempo, proporcionar placer en conocer y conocer [el mundo y él mismo]. Así, si una clase no despierta en los estudiantes el placer del conocimiento, ella está condenada al fracaso. En la misma dirección, creemos que la educación es una práctica de libertad y no de libertinaje; es una ventana a nuevas miradas y racionalidades. Por lo tanto, defendemos una educación que tenga ciencia para la formación de conciencia [comprensión de la vida y su papel en ella], que contribuye, sobre todo, a una cultura de solidaridad, sostenibilidad y paz.

Con esto, el papel social de la escuela es de hecho social, pero no de estandarización, sino de transformación. Esto significa que la escuela es el lugar donde consigues un repertorio cultural –de vida– lugar ese que permite el diálogo (interlocución de personas e ideas), el respeto por la (bio)diversidad, por la naturaleza, la reflexión, el despertar de potencialidades (inteligencias), la indagación, así como dudar y errar. En suma, la escuela es lugar de (auto)conocimiento y emancipación.

Quizás, si en todo el contenido enseñado nosotros cuestionamos su propósito de acuerdo con las necesidades formativas del momento, nos daremos cuenta de que lo que se enseñará no siempre seguirá el mismo camino. Por lo tanto, el currículo está asociado a la coherencia de contenido y forma que adoptaremos en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Así, un currículo no debe determinar una trayectoria rígida de formación, pero sí la capacidad de flexibilidad de nuestro propósito de transformación.

Referencias

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1 Presenta los resultados de reflexión en torno al currículo y la flexibilidad curricular del proyecto de investigación: “Una mirada al currículo desde la enseñanza aprendizaje de las Ciencias Naturales en básica primaria”, SGI 2693, financiado por la Vicerrectoría de Investigación y Extensión y la Dirección de Investigaciones de la UPTC

2 Doctor en Química y profesor de la UFTM, Brasil. Investigador externo del proyecto “Una mirada al currículo desde la enseñanza aprendizaje de las Ciencias Naturales en básica primaria”, SGI 2693, financiado por la VIE y la DIN de la UPTC. Correo electrónico: correa.uftm@gmail.com

3 Doctor en Educación en Ciencias y profesor de la UFPel, Brasil. Investigador externo del proyecto “Una mirada al currículo desde la enseñanza aprendizaje de las Ciencias Naturales en básica primaria”, SGI 2693, financiado por la VIE y la DIN de la UPTC. Correo electrónico: bspastoriza@gmail.com

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