Читать книгу ¡Préstame a tu novio! - Iris Boo - Страница 5
ОглавлениеCapítulo 1
―¡¿QUEEEEEÉ?!, ¿Estás loca?
―Por favor.
Ni de coña. Por mucha cara de pobrecita niña abandonada iba yo a hacer lo que Jane me pedía. Sí, vale, venía siendo mi mejor amiga desde hacía 6 años, vivíamos juntas y compartíamos la leche corporal de después de la ducha y el alquiler, pero hasta ahí. Yo no iba a hacer esa locura que me pedía.
―¿Tú te has escuchado?, ¡me estás pidiendo que te preste a mi novio!
―Lo sé, suena raro, pero lo necesito. Porfi, porfi, porfi.
Cuando Jane se ponía a suplicar era una auténtica bola de chicle en el pelo. Se pegaba a ti y no había manera de quitártela. Solo las medidas drásticas funcionaban con ambas, y en el caso de Jane era doblegarse a lo que pedía, aunque la idea me diera ganas de salir huyendo. Lo único que podía hacer era negociar y buscar alternativas. A veces funcionaba, otras, no.
―¿Por qué Noah?, conoces a cientos de chicos que estarían encantados de ser tu novio. ¿Qué pasó con ese tan mono de la semana pasada? Este… Phil, eso, Phil. ¿Por qué no él?
―Pues… porque ya se lo dije a mi mami.
Su mami. No entiendo cómo una mujer de 24 años aún sigue llamando a su madre así, pero en fin, cada uno manifiesta su lado infantil de la forma que quiere. Y Jane estaba sacando todo su armamento, de cuando tenía 10 años, para conseguir lo que quería. Estaba sentada en nuestro sofá, con las piernas metidas debajo de su cuerpo, y aferraba con fuerza uno de los cojines con forma de corazón que alguno de sus ex le había regalado. Tenía los ojos abiertos en demasía, la cabeza ladeada, el labio inferior mordido y esa expresión de niñita desatendida que conseguía que los corazones más duros se reblandeciesen. Y yo no era inmune a esos ojazos azules que me rogaban. Solté un suspiro y me senté frente a ella. Como siempre, me tocaba ser la que le sacara del lío en el que se había metido ella solita.
―¿Qué le dijiste a tu madre? ―Jane volvió a mostrar aquella sonrisa de un millón de dólares con la que los chicos caían a sus pies tantas veces, que ya ni las contaba.
―Oh, sabes que mami se preocupa mucho por mí. Y que quiere que siente la cabeza y eso.
―Sí, lo sé.
Estaba cansada de escucharle hablar con su mamá cada domingo por la mañana. Se tiraban casi dos horas de charla. Que qué tal con los estudios, que qué tal el trabajo, que si había encontrado a algún buen muchacho… Dejé de prestar atención a lo que hablaban hacía dos años. Básicamente era siempre lo mismo.
―Bueno, hace unos meses le dije que conocí a un chico y que había empezado a salir con él. Que era agradable, guapo y que tenía un buen trabajo.
―Bien, muchos chicos con los que saliste este año encajan en ese perfil. ―Ella encogió su cuello, sabía que lo que iba a decir ahora me iba a molestar.
―Le dije que era veterinario, que se llama Noah y que empezamos a salir hace ocho meses.
―¡Mierda!, lo sabía. O sea, que le has vendido mi vida sentimental a tu madre, pero asignándote el papel protagonista .
―Solo lo de Noah, te lo juro.
―¿Y qué más le has dicho?
―Le conté cómo nos conocimos en la consulta en la que trabajaba, cómo me invitó a cenar y.… bueno, ya conoces la historia.
Sí, conocía la historia, porque era la mía. Había llevado a Flops, el viejo gato de mi abuela, al veterinario. Cuando ella murió, fui la única que quiso hacerse cargo de un gato más viejo que el catarro, y casi ciego. ¿Qué iba a hacer? El pobre animal ya había perdido a su única dueña, no iba a echarle a la calle o darle la inyección letal. Ni el veterinario se podía creer que siguiese vivo. Total, ¿cuánto podría vivir?, ¿un año? ¡Pues no, tres! Tres puñeteros años con el viejo gato a cuestas. Achacoso y todo, el gato seguía arrastrándose sobre el sofá. Ya creía que era inmortal, cuando una mañana lo encontré panza arriba y roncando despierto, bueno, en estado catatónico. Lo llevé al veterinario de urgencias y allí estaba Noah. Todo guapo con su traje de quirófano azul, pelo rubio y ojos color café. Mi héroe. Estuvo a mi lado cuando me dijo que Flops se moría, que sus pulmones estaban encharcados y que tomar aire era doloroso para él. Tomó mi mano mientras esperaba a que la inyección letal hiciera su efecto. Cuando dejó de respirar, ahogué mi llanto en su pecho. Me invitó a un café y se sentó en la sala de espera conmigo. Aquella semana me llevó a nuestra primera cita. Un restaurante chino al otro lado de la ciudad. Cuando me dejó en la puerta de casa me dio nuestro primer beso. Suave, tierno, una caricia sobre los labios, y después esperó caballerosamente a que cerrase la puerta. Y desde entonces salíamos juntos.
―Pues ahora le dices que has roto con él, y todos tan felices, ¿ves qué sencillo? ―Oh, ahí estaba otra vez mordiéndose el labio.
―Es que viene a pasar unos días a la ciudad con Tomasso, algo sobre su hijo pequeño que se muda aquí, y querían conocer a Noah, ya sabes.
Sí, me imaginaba. Seguro que lo de conocer a Noah era algo “improvisado”. Alexis Di Angello era todo lo que quisieras menos impulsiva. Esa mujer había supervisado y revisado una y cien veces el lugar donde su pequeña Jane iba a vivir. Estaba segura de que incluso investigó mi pasado. Si era amiga de su pequeño tesoro, tenía que estar segura de con quién la dejaba. Controladora era decir poco. Menos mal que su último marido la tenía ocupada con otras cosas. Tomasso no era el papá de Jane, pero era italiano, así que el instinto de protección lo tenía férreamente arraigado en su ADN. No, si al final me iba a dar lástima el pobre Noah, sufriendo el tercer grado de esos dos perros guardianes.
―Bueno, las rupturas a veces…
―Uf, no entiendes, vienen mañana.
―¡Genial!, tú siempre dejando las cosas para última hora.
―¿Lo ves? Cuando te pido prestado a Noah es porque eres mi única salvación.
―¿Y no sería mejor decirle la verdad?
―¿A mami? No, no. Hay que hacerlo despacito, que ya sabes cómo se pone.
Pues no, no tenía ni idea de cómo se ponía, porque nunca, digo bien, nunca, la había visto enfadada con Jane. Salvo por esa vena maniática suya controladora, era una mujer hecha de caramelo. Si no hubiese tenido madre, me habría quedado con ella. Bueno, menos cuando se ponía toda agente del FBI.
―A ver, Jane. Compréndelo, no puedo ir ahora donde Noah y decirle… ¿sabes?, los padres de Jane vienen mañana a la ciudad y adivina qué, tendrás que hacerte pasar por su novio. ¿Que si me importa?, para nada, Jane es mi amiga y confío en ella tanto como en ti. Podéis achucharos delante de todos nosotros con toda confianza, que después no voy a cortarte los testículos con un alicate de pelar cables.
―¡Jo!, lo dices de una manera que así no va a querer.
―No, Jane, a la primera que no me hace gracia es a mí. Que los novios no se prestan.
―Mira que eres egoísta. La primera interesada en conseguirte novio fui yo. Pues no te presenté chicos ni nada…
Sí, ya. Me presentaba a los amigos de sus ligues, más que nada para que no quedaran patas colgando, que ya se sabe, los números impares nunca funcionan en cosas de parejas.
―Que no, Jane. Que no me parece buena idea.
―Las amigas son para eso. Bien me lo recuerdas cuando necesitas que te preste algo.
Sí, ya, claro. Como si prestarme el rizador de pelo fuese lo mismo que prestarle el novio. Si no pensara en los hombres como “complementos”, a estas alturas ya tendría ella el suyo propio.
―Mira, si quieres buscamos otra solución esta noche, ahora tengo que salir pitando por esa puerta o no llegaré a mi turno.
―Tú medítalo, ya verás como lo que te pido es la única solución.
Cogí mi mochila y salí del apartamento. No di portazo, ¿para qué?, la puerta no tiene la culpa. Y tampoco serviría para meterle algo de sentido común a la cabeza de mi compañera de piso. Por culpa de aquel asalto en el último momento, tuve que correr para llegar a tiempo a la parada del autobús. Mi línea estaba abriendo las puertas cuando alcancé al último de la fila.
Durante el trayecto medité sobre lo que Jane me pidió. Medité mientras cambiaba mis zapatillas deportivas por los mocasines de hospital. Medité mientras llegaba al control de enfermeras de pediatría de la planta de neonatología. Pero cuando Ivanna dijo mi nombre, decidí que ya había meditado suficiente.
―Hola, María, hoy tengo buenas noticias para ti.
―¿Sí? Cuéntame.
―La semana que viene comenzarás las rotaciones en partos.
¡Bien!, no saltaba de alegría porque era una chica grande para hacer eso. ¡A la mierda!, salté, y solté un gritito de victoria, como si mi equipo hubiese ganado la Superbowl. Había deseado ese puesto desde el momento que vi nacer al primer bebé mientras hacía las prácticas de hospital. Matrona, era mi sueño, y el de mi abuela Caridad. Su mamá era partera en Cuba y ella aprendió el oficio de niña. Cuando llegó a Estados Unidos, luchó y estudió hasta conseguir trabajar en la profesión que tanto amaba. Casi tenía 40 años cuando entró en plantilla en el mismo hospital en el que ahora estaba yo. Las dos Castillo nos llamaban, la vieja y la joven. Me alegraba por mí y también lo hacía por ella. A un año de jubilarse, su nieta venía a darle el relevo. Trabajar a su lado era más que un orgullo para mí. Su nieta favorita, me decía, y yo sé por qué. De cinco nietos, tres chicas y dos chicos, yo era la única que había seguido sus pasos en el campo sanitario. Mis primas Helena y Cari (porque había que diferenciarla de mi abuela), eran amas de casa a jornada completa. Mi primo Manu (porque Manuel era mi padre), todavía estaba en el colegio. Mi hermano Alex (porque Alejandro era mi abuelo), se había metido de lleno en el taller de autos con mi papá. Los “tuneadores”, les llamaban en el barrio, y es que los dos trabajaban en un gran taller que se dedicaba a tunear autos. Mi papá era un “artesano” de la tapicería. Sus manos se encargaban de los pedidos más exigentes. Y mi hermano era el genio de los decibelios. Podía instalar cualquier equipo de audio en cualquier cosa que tuviese ruedas. Por fortuna o por desgracia yo no tenía auto. En fin, dejemos a la familia, que ahora tocaba trabajar.
Lo peor de la planta de neonatología era ver la lucha que algunos bebés tenían con la muerte. Verlos tan pequeños y agarrándose con todas sus fuerzas a la vida era lo que me motivaba para seguir adelante. Mis problemas eran menos importantes, siempre. Ellos ponían la parte más difícil, yo solo les daba medicamentos, cuidados y amor.
Cuando llegué por la noche a casa, después de ver luchar mano a mano a aquellos pequeños guerreros, me encontraba agotada. Mi cuerpo estaba molido, sobre todo mis piernas, pero mi alma estaba llena. Unas veces triste, cuando perdíamos la batalla, otras veces feliz, cuando parecía que la ganábamos.
Cuando abrí la puerta de casa, ya noté que algo no iba bien. Normalmente, Jane está sentada en el salón, viendo algún reality show, en penumbra y con una caja de pañuelos de papel bien cerca. El sonar de mocos era mi recibimiento casi diario. Pero ese día no. Las luces estaban encendidas y las voces que escuchaba no procedían de la televisión. Cuando entré en el salón, casi sabía lo que me iba a encontrar. Sentados en el sofá estaban los padres de Jane, bueno, su mamá y su marido. Y enfrente, sentada en el reposabrazos del sillón y de espaldas a la puerta, estaba Jane. Cuando me vieron entrar, lo primero que vi fueron las sonrisas de Alexis y Tomasso Di Angello. El rostro de Jane se giró entonces a mí y la vi sonreír, pero había algo en aquella sonrisa que no acababa de gustarme.
―Oh, ¿ya estás aquí? Te estábamos esperando.
Las piernas de alguien asomaban del sillón y recé porque esa persona tuviese el mismo gusto de zapatos que Noah. Pero no, su cabeza asomó por un hueco y sonrió mientras su brazo, que yo no había notado antes, se retiraba de la cintura de Jane.
―Hola, María. Me alegro de verte.