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ORFEO Y EURÍDICE

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¿Escucharon hablar del Hades? En la antigüedad era el nombre del lugar donde residían todos los muertos y, a veces, los seres queridos los podían visitar. Ahora les cuento un mito en el que podemos ver de qué se trataba esto. ¿Se animan?

Orfeo, el dios de la música y las artes, subyugaba a todos los seres vivos con su lira, un instrumento de cuerdas. Cuando tocaba el bosque cambiaba, los animales apaciguaban su andar furioso y algunos se acercaban a él como encantados por un acto de magia. El río tranquilizaba sus turbulentas aguas y se deslizaba apenas rumoroso. Las aves se posaban en las ramas para escuchar las notas de la lira y hasta las flores se abrían más grandes y bellas, y se resaltaba su color. Cuando Orfeo tañía la lira, el carácter de los hombres más ariscos se sedaba.

En la travesía marítima de los Argonautas de Jasón que iban a buscar el poder del Vellocino de Oro, Orfeo participó como jefe de maniobras, no como galeote. En un momento vio que, imprudentemente se aproximaban a las sirenas que embrujaban con su canto a los marinos para acercarlos y luego devorarlos.

—¡Oh, qué hermosas melodías! —gritaban contentos los remeros mientras dirigían veloces las naves hacia las sirenas.

Orfeo fue testigo de la osadía, comprendió el problema, pero ya no tenía tiempo de hacerles cambiar el rumbo y decidió tañer la lira con una música más dulce y además más potente para encubrir los cantos de las magas:

—¡Remen con fuerza, Argonautas! —los exhortó mientras tocaba el instrumento.

El sonido de su lira no solo fue más potente sino también más bello, puesto que, hasta las mismas sirenas, embelesadas, redujeron el tono de sus voces para escucharlo. Los marineros lograron superar la zona de peligro y continuaron su viaje.

El temple sereno y decidido de Orfeo salvó a los Argonautas, pero al llegar a destino les recordó el peligro y les advirtió que nunca más repitieran esa hazaña pues él no estaría con ellos para ayudarlos.

—Si hubieran escuchado el canto de las sirenas, si no hubiera logrado aplacarlas con mi música, no estarían vivos—les dijo severo y convincente.

Los compañeros agradecidos reconocieron su imprudencia y prometieron ser más cautelosos cuando navegaran.

Generalmente, Orfeo se internaba en el bosque, buscaba un valle o un rincón apacible y se sentaba durante horas para crear nuevas melodías.

Un día, mientras limpiaba su lira, vio entre los árboles a una ninfa que corría un cervatillo, jugando. Era la ninfa Eurídice:

—¡Qué regalo de los dioses ha llegado a mi puerta! —le dijo Orfeo—Es la primera vez que te veo por aquí.

—Me llamo Eurídice, los animales son mis amigos y el bosque es mi casa. Tal vez nunca habías detenido tu marcha en este valle encantado que hoy visitas y por eso no me has visto—aclaró ella y prosiguieron con una amigable conversación.


A partir de aquel encuentro y de la larga charla que mantuvieron esa tarde de primavera, Orfeo y Eurídice se enamoraron, se casaron y se fueron a vivir en la corte.

La ninfa nunca dejó de pasear por el bosque ni de visitar a sus amigos y jugar con ellos, pero un día, tropezó con el dios de los cazadores, Aristeo, que corría presuroso tras un cervatillo:

—¡Oh! ¿Qué ven mis ojos? —dijo el cazador al momento que detenía su carrera. Inmediatamente le preguntó a Eurídice:

—¿Por cuál de estos senderos ha huido el cervatillo?

Y aunque muy bien lo sabía, Eurídice no le respondió. No deseaba revelarle el camino pues ella quería y protegía a sus amiguitos del bosque. Jamás permitiría que un cazador lo atrapase.

—¡Dame un beso, ninfa protectora! —pidió Aristeo—No quieres responderme, pero si me das un beso me sentiré recompensado, menos agraviado.

—¡Jamás! – lo rechazó furiosa Eurídice y huyó veloz entre la maleza.

El cazador la persiguió enfurecido. Ella conocía muy bien los vericuetos y pasadizos secretos del bosque y no logró ser atrapada. Sin embargo, a mitad de la carrera pisó una serpiente y esta, al sentirse agredida, la mordió. En pocos minutos el veneno la mató y allí quedó, rodeada por todos sus amiguitos silvestres.

Al llegar la noche, en la corte Orfeo comenzó a preocuparse por la tardanza de su amada esposa, alertó a la servidumbre y todos partieron en su búsqueda. Ya estaba oscuro, se distribuyeron por senderos diferentes e iniciaron el rastreo en diversas direcciones.

—¡Eurídice, amada mía! ¿Dónde estás? —la llamaba Orfeo angustiado. Desde el fondo del bosque las montañas le devolvían un eco de su propia voz: “¡Eurídice, amada mía! ¿Dónde estás?

Casi al amanecer la encontraron y llevaron su cuerpo inerte a la casa. El alma de la ninfa descendió al Inframundo, la sede de los muertos.

Orfeo se desesperó y partió consternado con su lira rumbo al río donde había conocido a Eurídice. Allí tocaba canciones tan tristes que todo el bosque y sus habitantes lloraban con él.

—Orfeo, debes viajar al Inframundo y buscarla. —Los dioses te guiarán en tu camino—le recomendaron las ninfas y Orfeo, aunque desconsolado, aceptó el consejo y decidió bajar al Hades, morada de los muertos, el mundo de las profundidades. Superaría las dificultades que se presentaran con tal de traer a Eurídice de vuelta a casa.

Cuando llegó al río Estigia se encontró con Caronte, el responsable de cruzar a los muertos en su barca del otro lado, es decir, al Infierno. Al verlo, el barquero de la muerte lo interrogó:

—¿Qué haces aquí, insensato? Este no es lugar para ti, ningún ser vivo puede subir a mi barca.

Entonces Orfeo, muy cauto, pensó que la única forma de obtener su benevolencia sería tañer una bella melodía con su lira, y así lo hizo. Se sentó sobre la hierba y de su instrumento comenzaron a brotar notas tan armoniosas que sedaron a Caronte a tal punto que, conmovido, aceptó llevarlo.

—Vendrás conmigo—le dijo—pero del otro lado está Cerberos, el perro de tres cabezas que custodia la entrada a los Infiernos y no te dejará pasar.

Navegaron por algunos minutos que para Orfeo parecieron horas, tan ansioso estaba por reencontrarse con su amada, por obtener su objetivo, por recuperarla.

Cuando arribaron, ahí estaba el fatal Cerberos. Orfeo, sereno, comenzó a tocar una dulce melodía y el perro, que estaba siempre alerta, se acostó a un costado de la cueva y a los pocos segundos por efecto de la música se durmió.

Descendió entonces el joven Orfeo de la barca, dio algunos pasos hacia el interior y allí se enfrentó con Perséfone, la reina del Hades, residencia de los muertos. Se arrodilló a sus pies e implorante le habló:

—Perséfone, he sorteado los más grandes peligros para llegar hasta aquí. Busco a mi amada, Eurídice. Te ofrezco los sacrificios y dones que me pidas, todo con tal de que me permitas recuperarla.

—Admiro tu valentía, reconozco el amor que le tienes. Te concederé lo que me pides, no quiero dones ni sacrificios, pero te impondré una condición.

—Dime, reina, accederé a lo que me pidas.

—Irás hasta el lugar donde ahora se encuentra, la reconocerás y le pedirás que te siga por el camino de regreso. Debes concentrarte solo en hallar la salida. No debes girarte, no debes mirarla, si lo haces, la perderás para siempre.

Orfeo aceptó la propuesta, bajó al lugar de los bienaventurados, halló a Eurídice, se abrazaron y le explicó detalladamente la condición impuesta por Perséfone. Ella comprendió e iniciaron el lento peregrinar.

Orfeo iba adelante, por los oscuros senderos, elegía el rumbo cada vez que hallaba una bifurcación y proseguía. En varias ocasiones tuvo deseos de girar su cabeza, mirar si realmente venía Eurídice tras él, pero siempre se controló.

Logró llegar al exterior, se sintió feliz e impulsivamente giró sobre sí para abrazar a Eurídice. Ella estaba demorada, todavía le faltaba un paso para salir a la luz. Entonces fue que su amada Eurídice se desvaneció para siempre ante sus ojos desesperados. No habría una segunda oportunidad. Orfeo la perdió para siempre.

Regresó a su morada, pero la mitad de su ser ya no estaba, su corazón jamás halló consuelo, quedó triste y eternamente desolado. Su andar y su música evidenciaban una angustia infinita, irrecuperable. Parecía que solo esperaba la muerte para poder reencontrarse con Eurídice.

Las bacanales lo persiguieron y trataron de seducirlo. Las mujeres tracias también quisieron conquistarlo, pero ninguna logró su objetivo.

Después de mucho tiempo, desmejorado, depresivo, murió de un modo extraño. Cuenta la leyenda que, finalmente, en el Hades se reencontró con Eurídice. Allí, en el Infierno, morada de los muertos, recuperó la alegría y deambula junto a su amada regalándole su canto cada vez más enamorado.

¡Qué amor grande el de Orfeo! El amor más allá de la muerte. Como ven, Cupido siempre anda rondando, aunque no lo veamos. ¿Seguimos?

¿Me contás un mito, abuela?

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