Читать книгу La magia de la vida - Isabel Cortés Tabilo - Страница 10
Desencuentro
ОглавлениеEn el regazo del silencio y la oración
florecen sentimientos de amor y muerte,
crujir de emociones fuertes, de éxtasis
que fluyen en el crepúsculo del alma.
En la candela de un amor prohibido
cosquilleo de azúcar y mariposas azules,
bailan sensaciones exquisitas en mi mente
besos furtivos asaltan mis noches de insomnio.
El rojo desprecio de tu mirada ausente
en la vereda dúctil de lo imposible,
desencuentro de nuestros caminos cruzados
hiere mi alma estrellándola en cenizas de palabras.
Te hallaré en algún resquicio del tiempo,
te buscaré al alba sacrosanta.
Te encontraré entre sábanas blancas,
en la eternidad del cáliz de nuestras almas.
Necesitaba urgente compartir con alguien lo que le estaba sucediendo, no se le ocurría a nadie de confianza, era un tema muy delicado que no podría hablarlo con cualquiera; además, necesitaba un sabio consejo para no equivocar su destino, ella siempre trató de llevar una vida correcta. En ese momento pensó en su abuela Dora, a quien le decían de cariño Nona, quien estaba de vacaciones en la ciudad por aquellos días. Lucrecia fue muy escueta en su planteamiento, y ella escuchó atentamente la versión de su nieta.
—Nona, un día en nuestras conversaciones triviales con el padre, nos miramos de tal manera que hasta nos encandilamos, y nos reímos de la luz que proyectábamos juntos. Otra vez, estábamos dialogando; de pronto, escuchamos el timbre de salida y era como si estuviésemos hipnotizados, absortos en nuestra conversación, era como si nos adentrábamos en el alma, como si no pasara el tiempo, y nos íbamos en un éxtasis espiritual.
—Hija, te contaré una vieja historia. Hace muchos años a mediados de siglo, cuando aún los curas vestían rigurosamente de negro y el cuello romano del sacerdocio, que les daba un aire aristocrático, había un sacerdote de mediana edad, usaba unos anteojos de vidrios redondos y delgados, que le entregaban a su rostro un sello de sabiduría y quietud; pues bien, este personaje fue muy conocido en el norte de nuestro país por su singular vida. Figúrate tú, que en las misas recibía muchas miradas penetrantes, libidinosas e insistentes de la población femenina de su feligresía. Hasta que un buen día llegó una mujer joven con un niño en brazos y un niño colgando de su mano. Esta hermosa mujer de ojos color esmeralda, era nada menos que su cuñada, que fue abandonada por su marido, quien la había dejado por otra mujer, y se mandó a cambiar al sur. Ella fue a suplicarle al cura un techo para dormir, éste muy preocupado le ofreció una pieza que tenía en el patio de la parroquia donde él vivía; pero la convivencia con ella y su belleza extraordinaria, hicieron que el curita perdiera la cabeza por ella, y la hiciera suya.
Vivieron una relación de muchos años, en concubinato como una familia clandestina. Del fruto de ese amor, tan grande y verdadero engendraron una hija. Después de varios años un día en plena misa, entró una niña de cinco abriles.
—¡Papito, a la mamá se le acabó la leche! —gritó ella en su inocencia, sin siquiera imaginar el torbellino de contrariedades que traería su declaración.
El sacerdote, se levantó su sotana, sacó de su bolsillo un billete y le contestó:
—Tome mi niña, llévele a la mamá el dinero para que compre lo necesario —mientras le temblaban sus manos y la barbilla, pensando en su encrucijada.
Las viejas que eran más papistas que el Papa, alegaron indignadas de comprobar sus sospechas, pero el cura con su encanto y sabiduría, explicó:
—El cuerpo no es más que el alma, y el alma no es más que cuerpo. Somos carne y somos espíritu. La omisión del cuerpo como parte del celibato es una aberración —agregó, secándose la frente y el sudor de sus manos, mientras la gente continuaba enmudecida, por decir lo menos—. Todos los sacerdotes del mundo son alma, pero también cuerpo y todos mis sentidos barbotean como fumarola viva —concluyó el cura con un suspiro de alivio.
Esta declaración no tardó en llegar a los oídos del obispo de la ciudad, quien lo enrostró indignadísimo; sin embargo, decidió encubrir la situación ya que él tenía también amoríos con algunas concubinas de la feligresía, y esto era del dominio del sacerdote. La mayoría de los feligreses aceptaban la situación irregular de este cura, amigo de casi todos; quienes lo invitaban a los partidos de fútbol, el padrecito asistía puntualmente, y de paso alegraba su entorno. Esa era una de las razones por lo que la mayoría de la gente aceptaba, que el curita tuviera una familia escondida en el patio de aquella parroquia, además que pensaban que el celibato era inhumano. Hasta que un día removieron al obispo a la capital, y el nuevo obispo hizo investigar los rumores de este personaje, y lo destituyeron a otro país, luego de mandarlo a Roma a hablar con el Papa, por faltar gravemente a la doctrina de la iglesia. Su familia quedó a la deriva a la merced de la caridad cristiana.
—Lucrecia hija, esto ha sucedido siempre, lo que pasa es que la iglesia tapa el sol con un dedo y no todo lo que brilla es oro. Por lo menos este hombre de quien tú me has conversado, conquista a mujeres hechas y derechas, no es un pedófilo, aquellos que son como depredadores en vestiduras sagradas. Me alegra ver que eres una mujer de valores sólidos y no has caído; pero mi consejo es que te alejes inmediatamente de ese hombre inescrupuloso. Una mujer prudente se aleja del peligro, en cuanto a las vueltas que te diste a su oficina, quedas justificada por mi parte, y si te preocupa Dios, pienso que también estás perdonada, porque has luchado contra esta tentación tan grande, que tal vez es una prueba, porque tú siempre has sido muy puritana, moralista y cuadrada, pero eres un buen ser humano.
Esta información fue lapidaria para Lucrecia, quien resolvió no volver a ver nunca más al sacerdote. Así que concluyó que en vez de ir a la universidad y flaquear en su decisión de dejar el trabajo, era mejor llamarlo por teléfono para poner punto final a esta situación tan irregular, que la mantuvo muy triste y perpleja durante varios meses, y quizás ausente de su familia. Resolvió irse unos días a la playa con sus hijos, y su marido por razones laborales no podría acompañarla.
—Padre, quiero presentar la renuncia, cada vez estoy más confundida y no puedo continuar así. En todo caso gracias por la oportunidad brindada. Me iré unos días a la playa con mis niños, para desconectarme de todo —dijo muy seria.
—Y su marido, ¿no va con usted? —preguntó el padre tratando de sacarle información.
—No padre, se quedará trabajando, él no tiene vacaciones —contestó ella algo cortante.
—Lucrecia, ¡déjeme acompañarla! Como su amigo —solicitó él con ternura.
—¿Cómo se le ocurre padre? ¡No gracias! —resolvió ella tajante.
—¡Por favor, déjeme ir con usted! Sólo como amigos, a veces pienso que no la veré nunca más, y me voy arrepentir toda la vida, de no haber hecho nada por nosotros —agregó él en tono de súplica.
—Bueno, si insiste, pero sólo como amigos —contestó ella titubeando nuevamente.
—Voy hacer todo lo posible por viajar mañana, le hablaré para ponernos de acuerdo, y si por algún motivo no puedo llegar, me comprometo a llamarla por teléfono.
Lucrecia viajó al día siguiente con sus hijos, dispuesta a pasar una semana de recreación, y sobre todo encontrar la paz que añoraba su alma, como un bálsamo de rosas frescas. Todo marchó espléndidamente, ella estaba muy tranquila, pero a la vez inquieta porque su amigo cura no dio señales de vida. Como era una mujer que le hacía frente a cada problemática que le ponía la vida, a media noche con un nerviosismo que nublaba su mente, resolvió marcar el celular de él y llamarlo.
—Hola padre, ¿cómo está? —habló con un dejo de melancolía.
—Bien Lucrecia, y usted, ¿cómo lo está pasando? —contestó él sorprendido.
—Disculpe la hora, pero la duda me está matando, quería saber qué había pasado, ¿por qué no viajó? —preguntó ella decidida.
—Lucrecia, no fui, porque usted no quería que fuera, y yo jamás la voy a obligar a nada que usted no quiera hacer —respondió él con voz tenue.
—Padre, yo no quería que viniera; porque me he dado cuenta que usted es igual que todos los hombres, igual de infiel, usted al parecer hasta tiene un harem en la parroquia —ella sacó la voz que la caracterizaba y lo encaró sin ningún tipo de contemplaciones.
—Lucrecia, si yo hubiese podido elegir, la elegiría a usted, y si hubiese tenido algo que ofrecerle, lo hubiese hecho al principio cuando recién nos conocimos, usted me cautivó desde el primer momento —agregó él tratando de defenderse.
—Quizás más de alguna vez se me cruzó por la cabeza, separarme para estar con usted, pensando que era un santo, y no es así. Mi marido me ha sido infiel más de una vez, eso me ha llevado años superarlo, pero durante cinco años he visto un cambio en él; pero usted, en menos de un año ha jugado con los sentimientos de quienes lo han idealizado, y piensan que es un santo por lo que usted simboliza. ¡Usted representa a Jesús en la tierra! —concluyó enfadada.
—¿Cómo sabe tanto? ¿Tiene algún poder especial? ¿Acaso lee la mente? —preguntó él furioso a punto de cortar la llamada.
—No se puede servir a Dios y al diablo al mismo tiempo, yo creo que usted debería decidirse por ser hombre o sacerdote, y medir el daño que hace —increpó ella tratando de desenmascararlo.
—Si me hubiese tenido que casar, para estar con usted me habría casado. Lo vivido con usted igual me sirvió, para imaginarme como hubiese sido mi vida de casado, en familia y con hijos —agregó él con infinita tristeza.
—Dígame, ¿le gustó imaginarse eso? —indagó ella más tranquila.
—No le niego que me gustaría estar en el lugar de su marido, con usted incluida, y tener todo lo que tienen construido juntos; pero, ¡dígame! ¿Qué tengo que hacer para estar con usted? ¿Qué le falta? ¿Qué puedo darle yo? —inquirió en tono suplicante.
—Padre, yo de usted no quiero nada, no espero nada, y no le creo nada. Usted no cumple nada de lo que dice; ni siquiera es capaz de cumplir su compromiso con Dios, que está en todas partes. Se le olvidó el Santo Temor de Dios, y eso es gravísimo. Yo elegí a mi esposo hace mucho tiempo, y voy a seguir casada con él, voy a tratar de restaurar mi matrimonio. En todo caso lo vivido con usted me enseñó a perdonar de corazón a mi marido. Más vale diablo conocido que diablo por conocer.
Además, el estar al otro lado, en el lugar de los pecadores me enseñó a valorar mucho más a mi familia, y no juzgar a nadie, porque ahora, ¿con qué moral podría hacerlo? —concluyo extasiada.
—Lo lamento Lucrecia, en cambio yo a usted terminé creyéndole todo lo que me decía, usted me tiene, nadie me había tenido así, y nadie me había tratado como usted lo hace —replicó una vez más esperando una señal.
—Padre, yo lo traté como a un hombre, porque usted se comporta como tal —respondió asediada del coloquio tan paradójico.
—Una última pregunta Lucrecia, ¿qué hizo su esposo para conquistarla y tenerla a usted? Que es la mujer más difícil que he conocido, la más equilibrada que conozco.
—Sebastián, me escribía poemas, me cantaba canciones, cumplió todo lo que me prometió, se ganó toda mi confianza, lo más importante es que supo esperarme, respetarme y me llevó al altar para obtener la bendición de Dios —contestó ella orgullosa.
—Lucrecia, todas las canciones que canté en las convivencias de la facultad, fueron dedicadas a usted— dijo con infinita paciencia.
—¡Padre, usted no me quiere verdaderamente! —emitió con un dejo de tristeza y coraje.
—¡Sí, la quiero! Por primera vez estoy confundido entre mi vocación religiosa y usted. De lo único que estoy totalmente seguro es que usted es la persona que yo andaba buscando, y deberíamos haber asumido lo que a los dos nos pasó, por eso se me hacía eterno cuando no la veía —concluyó resignado a perderla definitivamente.
—Lo siento padre, ¡yo nunca voy a ser amante, ni de usted ni de nadie! —agregó sintiéndose una mujer digna. Aunque no siendo aquello igual se sufre, pero se sufre menos, ya que no hay consecuencias que lamentar, pensó para sus adentros.
—¿Qué me hará por enamorarla? —inquirió de nuevo esperando su castigo.
—Nada padre, usted asuma lo suyo y yo asumiré mi parte. En todo caso le doy gracias a Dios, porque nunca pasó nada entre nosotros, o me sentiría peor de lo que me siento —expresó desanimada.
—En todo caso, para mí no fue nada lo que pasó entre nosotros, para mí fue casi todo. Si hubiese pasado eso, hubiese sido todo. ¿Si con el tiempo, esto que los dos sentimos no se nos pasa, qué vamos hacer? —replicó él con un nudo en la garganta.
—No sé, yo no soy adivina padre —expresó ella con agobio.
—Sé que al final yo me voy a quedar con usted Lucrecia, la voy a esperar todo el tiempo que sea necesario, porque usted vale la pena —agregó con evidente nostalgia.
—Adiós padre, que esté bien —concluyó ella a punto de llorar.
—Adiós Lucrecia, Dios la bendiga, ojalá algún día pueda perdonarme y sobre todo entenderme —ultimó con algo de incertidumbre.
Y esa fue la última vez que hablaron, nunca más se dirigieron la palabra.
Lucrecia, un día en que las nubes rompían por llover, igual que su alma cohibida por los deseos prohibidos y por las razones que la razón no entiende, recordó un secreto de familia, que la Nona le había revelado. Ella le había dicho que en la larga vida matrimonial, muchas veces iba a sentir pasión por otras personas; sin embargo, para no ser infiel de hecho en cuerpo y alma, y evitar enfermedades sexuales, era mejor que cuando estuviera con el marido, haciendo el amor, cerrara los ojos y se imaginara en los brazos de su ruiseñor enamorado, para sacarse definitivamente las ganas y santo remedio.
Lucrecia, recordó que un día después de una fiesta de aniversario en la facultad, luego de haber compartido con su amigo sacerdote, como consecuencia de haberse seducido el uno al otro con la mirada, perenne como un amor tormentoso y prohibido. Cuando llegó aquella noche en que surcaron los sueños de mujer enamorada, llevó a cabo el consejo de la Nona. Tenía en su mente la mirada seductora de Pedro, sus manos blancas y refinadas, su olor pulcro, sobre todo su voz penetrante. Fue fácil imaginarse el romance con él. Dejarse envolver por sus brazos tan deseados, esconderse entre las sábanas ficticias, sentir su calor, sus besos, su amor y su sexo. Sintió que su voz profunda estremecía cada fibra de su alma, tenía un trinar de sensaciones, sus palabras de frenesí que aún jugaban como un carrusel fantasma en su mente, y se entregó por fin a ese amor platónico. Ese instante, de amor y locura fue mágico, se sintió en el paraíso; aunque, inmediatamente se mortificó al sentirse pecadora e infiel, sobre todo se sentía culpable de haber tenido que usar a su esposo, a quien todavía amaba, a pesar de todo; pero él ¿cuántas veces no habrá hecho lo mismo? Peor aún había sido infiel en cuerpo y alma, se preguntó a continuación, para tratar de justificarse.
Ahora bien debía seguir adelante con su vida y tratar de ser feliz, pues ahora se sentía plena y con nuevos bríos.
La abuela Nona antes de regresar a su ciudad natal, fue a despedirse de Lucrecia, para asegurarse que todo había terminado.
—Lucrecia hija, ¿cómo terminó todo con el susodicho? y ¿cómo está la familia? —preguntó con cariño y comprensión.
—¡Bien Nona! no lo he vuelto a ver, no lo he llamado nunca más y la familia mucho mejor, tratando de reencantarme de nuevo en mi matrimonio —dijo con mucho entusiasmo.
—Qué bueno hijita, te escapaste jabonada de una grande, porque por una calentura lo hubieses perdido todo y no valía la pena.
—Sí Nona, gracias a Diosito que me ayudó siempre y que por gracia de Dios soy lo que soy —contestó ella feliz.
—Hay algo que no te he dicho hija, y que creo que es necesario que tú sepas. Tal vez la atracción por la espiritualidad tan grande que tienes, lo llevas en los genes —confidenció la Nona, con certeza.
—¿Por qué Nona? ¿A qué te refieres? —inquirió ella envuelta en un manto de incertidumbre.
—Aquella niña, la que interrumpió la misa, la hija de ese cura y fruto de ese amor clandestino era yo…
—Nona, ¡no te puedo creer, qué prodigiosa tu historia!
¡Gracias por todo, eres increíble! No sé qué hubiese hecho sin ti —se abrazaron envueltas en un caudal de lágrimas.
—Tanto va el cántaro al agua, que termina por romperse—murmuró Dora mientras se alejaba tranquila de la casa de su nieta.
Tiempo después, una tarde cargada de matices crepusculares, donde la vida nunca termina de sorprender, como broche de oro, el hijo mayor de Lucrecia, de dieciocho años de edad, le confesó:
—Mamá, he sentido el llamado de Dios, me inscribí en el seminario para ser sacerdote. Espero contar con todo tu apoyo, como tú eres igual de espiritual que yo —reveló su hijo con mucho entusiasmo.
Lucrecia lo miró con sus ojos llenos de desconcierto y sentimientos encontrados, que carcomieron su frágil corazón. Lo abrazó y le contó una vieja historia…
«¡El barco donde va Jesús, puede oscilar ¡pero hundirse nunca!»