Читать книгу La magia de la vida - Isabel Cortés Tabilo - Страница 7
Caminos cruzados
ОглавлениеNunca Lucrecia Rodríguez había comenzado un día tan nerviosa, sabía que tenía una cita aquella tarde, era una entrevista de trabajo en la Universidad Estatal, donde siempre quiso desempeñar su profesión de profesora de psicología. Ella era una mujer de estatura mediana, de ojos almendrados, pelo castaño, de cuarenta años de edad, los que no representaba por su espíritu joven. La edad le preocupaba de sobremanera, ya que siempre la presentación personal es lo más importante. Eran alrededor de las cuatro de la tarde, se vistió con su mejor tenida formal y el más exquisito perfume que encontró en su tocador.
Cuando el reloj marcó las cinco de la tarde, la secretaria anunció su visita al rector de la Universidad, quien era Licenciado de Filosofía, en la enseñanza superior. Un señor de cabello cano, de amplia frente, de cuarenta y cinco años de edad, alto y fornido. Él no pasaba inadvertido por sus gustos refinados, su varonil presencia y extrema afabilidad, lo que Lucrecia percibió apenas ingresó en su oficina.
—Buenas tardes señor, mi nombre es Lucrecia Rodríguez.
—Buenas tardes señorita, yo soy Pedro Morales, tome asiento por favor.
—Gracias, es usted muy amable —contestó ella, mientras se acomodada en la silla.
A Pedro Morales le encantó el desplante en la personalidad de Lucrecia, al ser ella quien saludó en primer lugar, así que empezó inmediatamente con la entrevista, inquiriendo:
—Señorita Lucrecia, esta entrevista es algo inusual, como la universidad es católica, me gustaría hacerle algunas preguntas sobre la contingencia actual. ¿Qué opina de la Ley de Divorcio?
A lo que ella respondió:
—Estoy de acuerdo don Pedro, como católica, pienso que uno se casa para toda la vida; no obstante, el mundo ha evolucionado y hay algunos casos meramente justificados, en que sí se amerita estudiar la posibilidad de un divorcio; aunque, debo hacer hincapié, que no sería necesaria una ley de divorcio, si las personas realmente conocieran el verdadero significado del amor y conocieran a Dios. Sin lugar a dudas el verdadero amor permanece para siempre, hasta que las blancas alas de la muerte los sigan uniendo en la eternidad —contestó ella muy segura.
—Lucrecia, ¿qué opina del aborto?
Sin vacilar, ella contestó:
—En cuanto al aborto, estoy totalmente en contra, la iglesia siempre va a optar por la vida, si alguien por razones de fuerza mayor no puede mantener a su hijo, lo más lógico y sensato es darlo en adopción, porque los hijos son frutos del amor y son un regalo de Dios —emitió con un dejo de nostalgia.
—¿Qué opina de los métodos anticonceptivos? —preguntó Pedro.
—Pienso que en este tiempo son necesarios, ya que hay que tener una sexualidad responsable. «Los hijos por amor se traen y por amor no se traen» —contestó ella.
A lo que Pedro Morales añadió:
—Pero hay que enaltecer los principios cristianos y no se puede bajar la escala de valores —agregó él fortaleciendo el diálogo.
—En todo caso, ese pensamiento es un poco liberal quizás, y me ha traído muchos inconvenientes; incluso, se me ha negado la comunión por tomar anticonceptivos, ya que esta decisión va en contra de la doctrina de la iglesia porque según el clero, los anticonceptivos son abortivos. No obstante, argumentan que la iglesia sólo aprueba el método natural —afirmó Lucrecia totalmente en desacuerdo con esta resolución eclesiástica.
Conversaron amenamente durante una hora aproximadamente; a medida que pasaban los minutos dejó de ser una entrevista, convirtiéndose en una amena charla, ambos se sintieron muy a gusto con aquel diálogo. Él la citó para la semana siguiente, para darle personalmente la respuesta, si el cargo de profesora de psicología en la facultad sería para ella.
Una vez que Lucrecia se retiró de la oficina de Pedro Morales, él meditó respecto a la conversación sostenida con ella, reconoció que aquella mujer que acababa de entrevistar, era demasiado inteligente y con valores que sobrepasaban su experiencia, sus pensamientos se inundaron con la esencia que emanaba esta profesora.
Pasó muy rápido la semana, Lucrecia nuevamente se arregló muy bien para ir a la Universidad a conversar con el rector, para saber si el nuevo cargo sería para ella.
Esta vez tuvo que esperar media hora, él estaba muy ocupado atendiendo a otras personas, lo cual hizo que se preocupara de sobremanera. Luego, la secretaria anunció su visita.
—Permiso, buenas tardes, don Pedro.
—Buenas tardes Lucrecia, pase, tome asiento. He estudiado los curriculum vitae, uno por uno y usted es la persona más idónea para el cargo, así es que la felicito, el puesto es suyo.
El rector le dio un apretón de manos, y le brindó la más cordial bienvenida a la facultad.
Durante este tiempo se desencadenaron una infinidad de conversaciones, algunas veces Pedro citaba a Lucrecia a su oficina, para solicitar asesoría para resolver situaciones de la Universidad.
Pasaron rápidamente dos meses, ella se sentía feliz trabajando en aquel lugar tan grato, todo fluía como un río caudaloso, los jóvenes a quienes ella impartía clases eran simpáticos, alegres y respetuosos.
Una tarde de otoño en que las hojas surcaban por alcanzar los sueños, ella fue citada nuevamente a la oficina del rector a la brevedad.
—¡Hola, señorita Lucrecia!, ¿cómo está?
—Muy bien gracias a Dios, y usted, ¿cómo está?
—Muy bien, gracias —contestó el sonriendo.
—Quería saber ¿cómo se ha sentido en el tiempo que lleva laborando con nosotros? —consultó Pedro con curiosidad.
—Me he sentido muy acogida por todos, estoy feliz haciendo lo que realmente me gusta, que es la pedagogía —contestó ella muy fascinada.
Él, poseedor de todas las situaciones, se sentía algo torpe y nervioso. Lucrecia notó esta actitud; pero en forma respetuosa aguardó silenciosamente que el rector se manifestara, luego de una fracción de segundos Pedro Morales, expresó:
—Sabe, tengo algo más que decirle, pero espero que no se lo tome a mal —confesó él.
Ella lo miraba con una curiosidad que le carcomía la mente, pensando que sería eso tan importante que aquel hombre tan simpático tenía que decirle; en el momento más inesperado sucedió algo mágico, ambos se miraron fijamente y se encandilaron; fluyó una luz misteriosa y divina, ambos bajaron la mirada sonriendo, sin entender que significaba aquello.
—Señorita Lucrecia, ¿se acuerda de la fiesta de bienvenida, en la semana mechona? —inquirió él con entusiasmo.
—Sí, lo recuerdo perfectamente, los alumnos estaban felices en su celebración —se refirió ella con exaltación.
—Lucrecia, ese día yo me sentí en el paraíso —declaró mirándola fijamente a los ojos.
—Don Pedro, ¿por qué se sintió así? —sonsacó ella con curiosidad.
—Porque estaba usted, Lucrecia —expresó con entusiasmo —Y usted, ¿cómo se sintió?
—También me sentí en el paraíso, porque estábamos todos y no faltaba nada —dijo ella con una linda sonrisa.
—Sabe Lucrecia, desde que usted llegó a la Universidad, siento que algo me pasa con usted y no sé lo que es, quizás usted podría ayudarme a descubrir lo que me pasa. Tiene que ver con los suspiros —Pedro sonrió con aquella amplia sonrisa tan seductora que lo caracterizaba.
—¿No será la presión arterial don Pedro? Como usted no es de acá... —ella se cohibió con su mirada profunda, no le quedó más remedio que bajar la vista por unos instantes.
—Pero, por favor míreme, a mí me gusta que lo haga. Debo confesar que no puedo sacarla de mi mente desde que llegó. Con cada pensamiento siento que usted aflora en todo lo que me rodea, incluso, pienso que hasta se me sale por los poros, a veces me siento inquieto —agregó cruzando sus brazos para sentirse seguro.
—¡No quiero mirarlo! Usted me pone muy nerviosa señor — expresó, esquivando su mirada, queriendo huir por unos instantes. Se daba cuenta que él estaba significando mucho en su vida.
—Lucrecia, usted no pasa desapercibida en esta universidad. ¿Sabe? Yo llevo años buscándola, es más, llegué a pensar que no existía —dijo él con tono poético.
—Tan poca fe tenía don Pedro —indicó ella con algo de picardía, prontamente sonrió y sus mejillas se ruborizaron con aquella declaración inesperada. —Don Pedro, es posible que me tenga que trasladar a otra ciudad por razones laborales de mi esposo —sentenció Lucrecia dándole un giro a la conversación descabellada que tenían ambos en ese momento.
Entonces, Pedro extendió sus manos sobre el escritorio por un breve instante, tal vez para que Lucrecia las tomara, ella se sintió incómoda y se escondió detrás de un crucifijo que estaba sobre el mesón y no pudo alcanzar sus manos. Se quedaron en silencio por una fracción de segundos esperando una señal.
—¡Por favor no se vaya!, a mí me ha hecho muy bien haberla conocido, usted lo tiene todo- dijo él rompiendo esa atmósfera de silencio e incertidumbre.
—Don Pedro, a mí también me encanta conversar con usted, a veces ni siquiera quisiera irme de su oficina, para disfrutar un poco más de su compañía, y estoy muy agradecida de la oportunidad que usted me ha brindado en la facultad —agregó ella con infinita ternura.
—Lucrecia, yo estoy enamorado de usted y no sabía cómo decírselo, usted es una persona muy especial para mí, yo pensaba que personas como usted ya no existían, además la encuentro tan formal, tan correcta.
—Don Pedro, usted es muy especial, a veces yo también me siento atraída por usted, pero soy una mujer casada, con hijos y no soy mujer de aventuras, lo único que le puedo ofrecer es una amistad sincera.
Lucrecia se despidió con un beso en la mejilla, él percibió aquel perfume que le encantaba y se quedó en su oficina ensimismado, pensando que tal vez no fue bueno haberse declarado, ya que esto podría romper la linda amistad que había entre ellos.
Esta declaración de sentimientos no fue inalterable para Lucrecia. Se formuló un sinfín de preguntas, sabiendo que las respuestas las obtendría de Dios directamente a su corazón; sin embargo, prevalecían sus valores que la hacían permanecer unida a la voluntad de Dios y sus mandamientos, decidió continuar firme en su providencia de ser fiel a su vocación de esposa, madre y como funcionaria en la Universidad.
Pasaron varios meses, Lucrecia y Pedro siguieron siendo amigos, ella no se fue de la ciudad, su marido no fue trasladado de su faena. Una tarde otoñal en que el viento soplaba deshojando el tiempo y las quimeras, tuvieron una convivencia en el salón de conferencias, a la cual ambos fueron invitados. Él y ella se sentaron frente a frente e intercambiaron algunas palabras.
—Don Pedro, ¿cómo le fue en su viaje a la capital? —preguntó ella tratando de romper el silencio.
—Bien Lucrecia, incluso traje unas fotografías que me gustaría enseñárselas.
Sacó de su bolsillo una cámara digital y comenzó a exponer a Lucrecia, unas fotos con paisajes bellísimos, con céspedes y árboles muy frondosos, de un lugar hermoso que parecía un jardín del Edén; pero a medida que Lucrecia miraba las fotografías, sintió un atisbo insistente de él, percatándose que Pedro mantenía sobre ella su profunda mirada. Desde las más finas hebras de su piel, ella sintió como un río de emociones que fluía copiosamente por su cuerpo, hasta ruborizarla por completo y sentirse muy inquieta, al verse sorprendida por él. Era evidente que Pedro Morales quería algo más, y ella no era totalmente indiferente a ese hombre fascinante, algo en él la atraía desde el primer día que cruzaron palabras y no podía seguir negando aquello.
Cierto día lúgubre, el destino conspiró en arrebatarle un ser querido, demostrando lo frágiles que son los seres humanos en esta vida. Lucrecia fue a solicitarle permiso al rector para ausentarse del trabajo algunos días.
—No hay problema Lucrecia, vaya tranquila —concedió él, sintiendo ganas de consolarla, abrazarla y besarla.
—Gracias Don Pedro, es usted muy amable.
—Lucrecia, antes que se retire, sé que no es el momento quizás adecuado, pero necesito preguntarle algo, ¿usted ha pensado respecto a nosotros? —consultó ceñido en un suspiro que le salió del alma.
—Lo de nosotros don Pedro, es imposible, aunque lo que siento por usted es fuerte —agregó ella bajando la mirada.
—¡Es imposible porque usted no quiere! ¡Yo sí quiero estar con usted! ¡Por favor, invíteme un día a su casa! Cuando no esté su marido para conversar, y sacar todo esto que tengo guardado en mi corazón para usted, déjeme visitarla, ir a bendecir su hogar, yo visito enfermos, etc. —se exaltó Pedro Morales.
—Mi casa es sagrada don Pedro, yo jamás llevaría a ningún hombre, por respeto a mi esposo y a mis hijos, acaso si usted fuese mi marido, ¿le gustaría que yo hiciera eso?
—Por supuesto que no, pero no tenemos donde más vernos. Lucrecia, yo a usted la amo desde el primer momento que nos conocimos, además nadie lo va a saber y todo el mundo lo hace —inquirió con ese dejo de aire de superioridad que lo caracterizaba.
—Don Pedro, a mí me hubiese gustado conocerlo en otro tiempo, cuando aún no estaba casada, pero eso es imposible. Que tarde nos conocimos —respondió con infinita tristeza.
—Pero por lo menos nos conocimos Lucrecia, aunque, igual me duele pensar que ni siquiera un beso nos hemos dado —expresó él pensando que tal vez ella en ese momento, se atrevería a obsequiarle un ósculo de amor como despedida.
—Nunca tuvimos tiempo de nada —contestó ella en señal de queja y resignación.
—Pero, ¡dígame entonces! En la vida eterna ¿a quién elegiría?
Él le había hablado a Lucrecia de la eternidad como algo mágico y prodigioso, más que sobrenatural divino, más allá de lo habitual para un hombre de su cargo, de su altura. Que le hablara de un amor eterno, manifestando su amor sublime, encaminado en el reino de Dios, eso era quizás lo que más le atraía de ese hombre maduro y seductor; porque ella era una mujer espiritual. Luego de pensar unos segundos su respuesta, confesó:
—Don Pedro, a veces, siento que el corazón lo tengo dividido entre usted y mi marido, pienso que si lo hubiese elegido a usted en otro tiempo sería feliz, nuestra espiritualidad en cierta forma nos hace estar unidos del alma; sin embargo, lo elegí a él hace mucho tiempo cuando nos casamos —contestó ella sinceramente.
—Para mí, usted es mi octava maravilla, ¡y no me va a sacar de su vida tan fácilmente! Porque yo no lo voy a permitir. ¡Llevo años buscándola! —respondió él, enfadado.
Lucrecia se paró precipitadamente de la silla y se despidió.
A partir de ese día ambos decidieron distanciarse, era cada vez más difícil mantener la compostura y no cometer alguna locura. Ella trabajaba normalmente, luego se retiraba a su casa; sin embargo, algo sucedía en ella que no era habitual. Comenzó a pensar en él más de lo normal. La música que estaba en boga tenían letras que la hacían fantasear con aquel amor furtivo. Él era muy caballero, era encantador, cada vez que lo encontraba en las aulas de la universidad, tenía esa sonrisa que lo iluminaba todo. Ella pensaba que era un ángel que se le había escapado a Dios; pero era un adonis prohibido.
Antes que Lucrecia retornara a la universidad, después del permiso solicitado, decidió ir a misa para orar por esta confusión que amenazaba su alma, que la confundía de sobremanera. Mientras sintió las campanas de la iglesia, su corazón le palpitaba precipitadamente. Aceleró el paso, previa genuflexión entró al templo, se persignó y casi se desmayó de la impresión, cuando vio ahí frente al altar, vestido con una sotana blanca y unos zapatos negros… Era él, no había ninguna duda, ¡Pedro Morales era un sacerdote! Quizás por eso provocaba aquella fascinación tan increíble en ella.
—¡Dios mío! Y yo que me estaba enamorando de un hombre prohibido y que además era un hombre consagrado a Dios —pensó. Dios, a quien ella amaba más que a nada en el mundo.
Lucrecia, quedó paralogizada con la mente en blanco durante varios minutos. Una vez que salió de ese estado, pensó en lo paradójica que suele ser la vida; haber encontrado a un hombre ideal, cuando estaba casada y para colmo era un sacerdote, un hombre de Dios. Mientras pensaba escuchó una oración: