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Bases materiales: la formación del

patrimonio monástico

Ruptura del aislamiento

Como se ha señalado, la comunidad de individuos que forman parte del monasterio deben vivir bajo la observancia de unas normas de obediencia, piedad y caridad. El objetivo que persiguen a partir de estos preceptos es alcanzar la perfección de la vida cristiana, para lo cual deben apartarse de la sociedad, de la influencia del mundo, en busca de un necesario aislamiento. En este sentido, la Regla de san Benito establece que «si es posible, debe construirse el monasterio de modo que tenga todo lo necesario, [...] y que las diversas artes se ejerzan dentro del monasterio, para que los monjes no tengan necesidad de andar fuera, porque esto no conviene en modo alguno a sus almas». Junto a este alejamiento del mundo, obediencia y humildad conforman los preceptos básicos de la vida monástica.

Aislamiento, obediencia y humildad se nos presentan como principios bastante alejados de la práctica del ejercicio del poder señorial, que sabemos fue común a todos los señoríos monásticos. Esto es lo que Fortún definió magistralmente como «contradicción originaria» (2002). En efecto, cualquier explicación sobre el punto de partida de la formación del dominio monástico, en tanto que base material para el ejercicio del poder señorial, debe partir de esta contradicción.

Parece evidente que debió producirse una ruptura del aislamiento ideal de la vida en el monasterio. Pero, ¿cómo se llegó a esa ruptura? ¿Cuáles fueron los motivos que llevaron a la formación de un dominio material fuera de los límites propiamente monásticos? El motivo principal fue la creciente necesidad de recursos que posibilitasen el desarrollo de las ocupaciones propias de los monjes como oratores. Si además tenemos en cuenta que el deseo de toda comunidad monástica de perpetuarse más allá de la vida de sus miembros implica obtener volumen de recursos mayor que el preciso para las necesidades de estos miembros, podemos apreciar que se hacía necesario romper ese aislamiento que los monjes sostenían como punto de partida.

En este momento cabría hacerse otra pregunta: ¿cuáles son esas funciones a las que el trabajo manual de los monjes queda en buena medida supeditado? La respuesta en este caso no puede ser unívoca. Por una parte, cabe señalar que el monacato europeo y peninsular recibió en su génesis la influencia del modelo insular, caracterizado principalmente por las labores de evangelización y por un intenso desarrollo de la vida intelectual. Obviamente, el desarrollo de estas actividades precisaba un gran flujo de recursos, que rebasa la austeridad propia del modelo benedictino. Se hizo necesario entonces recurrir al apoyo de los grandes propietarios, que los acogieron en sus dominios y terminaron por disponer del monasterio como uno más de sus bienes (Fortún 2002).

Por otra parte, la propia Regla de san Benito contempla tres vías que deben llevar al monje a alcanzar esa perfección espiritual que ansía: el ya mencionado alejamiento del resto de la sociedad, la oración y el culto divino, y la realización de algún trabajo, ya sea manual o intelectual. El paso por estas tres vías va a favorecer la emergencia de una nueva idea: la de la especialización de los cenobitas en el trato con las realidades invisibles. Esta especialización creará a su vez una conciencia de superioridad respecto a los miembros no especializados de la sociedad y de la propia familia monástica. Agudizar esta distinción requeriría, a su vez, dedicar más tiempo a aquellos trabajos y funciones que la propician (esto es, el culto, la oración y la labor intelectual), y por ello se terminaría recurriendo a los campesinos para obtener los recursos materiales necesarios para el desarrollo de la vida del monasterio (García de Cortázar 1987).

Evangelización y profundización del trabajo intelectual y el culto divino son, por tanto, las principales funciones que van a desempeñar por los monjes. Funciones que son, además, fuente de necesidades materiales, que difícilmente pueden ser satisfechas sin recurrir a agentes externos al monasterio. De esta forma queda establecida la ruptura que hizo posible la adquisición de nuevos bienes, que a su vez darían lugar a la formación de los dominios monásticos que sirven de base al ejercicio del poder señorial.

El patrimonio monástico

La primera base material está formada por el conjunto de bienes con los que cada monasterio contaba en su fundación, es decir, su dotación fundacional. El tamaño de esta dependía directamente de la capacidad de sus fundadores, en muchas ocasiones señores laicos, para dotar al nuevo monasterio de un mayor número de bienes raíces que asegurasen su sustento. Posteriormente, estas pequeñas células pasarían a formar parte del patrimonio de cenobios mayores, como consecuencia de la negación del derecho de los laicos a controlar iglesias.

A partir de esta dotación fundacional se inicia un proceso de adquisición de nuevos bienes a través de distintas formas jurídicas. Donaciones, compraventas, intercambios y préstamos constituyeron las principales vías de adquisición de los bienes raíces que engrandecerían el patrimonio monástico.

En la mayor parte de los casos, las donaciones constituyeron la principal fuente de abastecimiento inicial. Gentes de todo rango entregaban una parte de sus patrimonios a los monasterios. A través del estudio de la documentación conservada al respecto podemos encontrar tanto las donaciones llevadas a cabo por reyes y grandes propietarios, que entregan bienes de gran valor y extensión, como las de miembros de las capas más altas de la jerarquía eclesiástica y las de pequeños propietarios, que entregan bienes de un valor sensiblemente inferior. En cualquier caso, una mayor afluencia de donaciones hacia un cenobio concreto nos habla de su mayor prestigio respecto a otros centros. Y es que no debemos olvidar que las motivaciones que llevaron a los benefactores de estos lugares sagrados a entregar parte de sus posesiones tienen, al menos en apariencia, un carácter hondamente religioso. En la documentación son abundantes las fórmulas piadosas que nos hablan, entre otros motivos, de los deseos de los donantes de alcanzar el perdón de sus propios pecados o de los de algún familiar, así como del anhelo de alcanzar la salvación eterna mediante la entrega de parte de sus riquezas.

No obstante, debemos señalar un aspecto de especial interés: las donationes pro anima y traditionis corporis et animae, en tanto que fórmulas jurídicas de donación de bienes en el caso de las primeras y de entrega personal en las segundas (Orlandis 1954), establecen condiciones de reserva de usufructo y de familiaritas entre receptor y donante. En ambos casos, por tanto, podemos apreciar una dinámica de relaciones de dependencia propia del feudalismo.

Entendemos por familiaritas el lazo que se establecía entre el monasterio como institución y la persona que se entregaba a él. Entregarse «en cuerpo y alma», a menudo después de haber sufrido un revés económico o de caer en una enfermedad, suponía adquirir un compromiso de participación en la vida del monasterio, pero además garantizaba el derecho a ser enterrado dentro del cenobio y a disfrutar de los beneficios de la oración de los monjes para la salvación de su espíritu. En ocasiones se solicitaba algún tipo de compensación económica para acoger a quien quería entregarse al monasterio.

Por otra parte, según señala García de Cortázar (1987), algunas donaciones mencionadas en la documentación parecen más una devolución de préstamos con garantía hipotecaria. A este respecto, Fortún señala el préstamo hipotecario como una de las fuentes para la apropiación de nuevos bienes, aunque le asigna un carácter meramente accesorio (Fortún 1993).

La compraventa es la segunda fuente de acceso a la propiedad de bienes raíces en cuanto a su volumen. Las razones que llevaron a los principales centros monásticos a proceder a la compra de bienes fueron muy diversas. La iniciativa partió de los miembros del cenobio, que intentaban adquirir los recursos que necesitaban y, en consecuencia, lograr un mayor y mejor aprovechamiento de los que poseían. Asimismo, mediante este sistema lograban bienes y propiedades más cercanos al monasterio que aquellos con los que ya contaban o que podían recibir mediante donaciones. Cabe señalar al respecto que los bienes adquiridos a través de las donaciones podían no beneficiar especialmente a sus receptores, sobre todo si tenemos en cuenta que la localización geográfica de estos podía estar muy alejada de la de las tierras monacales.

También podía suceder que, en sentido contrario, la iniciativa partiera de los campesinos. En estos casos es razonable intuir razones de necesidad. Enfermedades y epidemias, series de malas cosechas o imposiciones señoriales debilitaban la capacidad económica de los más necesitados para asegurar su propio sustento, de tal manera que la venta de sus bienes y su consiguiente subordinación al monasterio supuso una salida a su difícil situación. La propiedad alodial, es decir, aquella que quedaba fuera del control señorial por ser propiedad directa del campesino, menguaría poco a poco en este proceso de ventas en favor de los monasterios (entre otros señores).

Al hilo de lo expuesto sobre donaciones y ventas de bienes, podemos destacar que en buena parte de la documentación conservada encontramos cláusulas que permiten proteger al monasterio, como nuevo propietario, frente a las posibles reivindicaciones de los descendientes de donantes y vendedores. Su existencia indica, en gran medida, que la frecuencia con la que se dio este tipo de reclamaciones sobre la propiedad de los bienes donados o vendidos debió ser relativamente elevada.

A juzgar por su presencia en los textos monásticos, menos frecuentes que las donaciones y las compras fueron los intercambios. En este aspecto, hay que señalar una excepción, más tardía: la orden del Císter se procuró mediante este sistema una buena parte de sus propiedades, debido a su interés por instalarse en los núcleos urbanos. Pero, en general, la principal motivación que tuvieron los monasterios benedictinos para llevar a cabo estos intercambios fue similar a la que les empujó a la compra de nuevos bienes: mejorar la gestión y el acceso a los recursos adquiriendo posesiones más cercanas y fáciles de administrar o más capaces de proveerles de bienes que no estaban a su alcance.

Por último, los préstamos permitieron a los monasterios acceder a la propiedad, al menos de forma temporal, de nuevos bienes. Mediante este sistema, el dueño de los bienes continuaba manteniéndolos bajo su propiedad, pero los beneficios y rentas derivados de los mismos pasaban a engrosar el patrimonio del monasterio (Jular 1999). Dado su carácter temporal, el intercambio no implicaba un aumento definitivo del patrimonio disponible, aunque es posible que todas las series de confirmaciones de donaciones regias que encontramos en la documentación nos remitan a un tipo de prestimonia revisable después de la muerte del propietario de los bienes prestados (García de Cortázar 1987).

En cuanto a la tipología de los bienes adquiridos en esta búsqueda del engrandecimiento del señorío, los bienes inmuebles (villas, pequeños monasterios o iglesias con sus posesiones) y los derechos de uso de bienes comunales (en la documentación, silvae, montes, prata, etc.) forman el grupo de mayor volumen. Sin embargo, en muchas ocasiones se consideró más importante la consecución de privilegios que facilitasen el ejercicio del poder señorial. La adquisición mediante estos privilegios de competencias jurisdiccionales sobre el patrimonio monástico, en tanto que estas suponen inmunidad frente al poder regio, se llevó a cabo de forma paulatina, comenzando por concederse a propiedades concretas. El especial interés por conseguir la completa inmunidad explica el elevado número de falsificaciones documentales que fabricaron algunos de los cenobios de mayor importancia a partir del siglo XII.

Siguiendo un ideario similar al que motivó la adquisición de privilegios, los monasterios de esta época prestaron especial atención a la consecución de exenciones e imposiciones. Exenciones en el pago de portazgos y otros impuestos al tránsito, así como la posibilidad de cobrar imposiciones sobre la producción como el diezmo, permitían a los monasterios obtener aquellos beneficios generados por la circulación de bienes o la producción agraria. En este aspecto radicaba la importancia de que formaran parte del patrimonio del monasterio.

Dos modelos de crecimiento: el modelo benedictino y cisterciense

Fortún Pérez de Ciriza (2002) trazó una interesante comparativa entre los modelos de crecimiento del patrimonio monástico propio de benedictinos y cistercienses. En su estudio, realizó un muestreo en base a la documentación publicada sobre monasterios de ambas órdenes, para poder establecer cuáles fueron las diferencias entre sus modelos de formación del dominio monástico. Para ello, tomó como límite cronológico el año 1250. Los datos a los que haré mención en las siguientes líneas proceden del trabajo al que acabo de hacer referencia.

Como veremos de forma más extensa en la segunda parte de esta obra, buena parte de los grandes monasterios

benedictinos fueron fundados o apoyados por los poderes públicos, que los dotaban con amplios recursos. Desde el siglo IX, estas dotaciones comenzarán a incluir villas enteras, y a partir del XI, monasterios de menor tamaño que el receptor de los mismos. Además, la reforma gregoriana acrecentará su capacidad para captar donaciones. Este proceso expansivo culminará durante el primer tercio del siglo XII. Así sucederá en San Millán de la Cogolla o San Pedro de Cardeña entre 1106 y 1109, en San Juan de la Peña en 1137, Leyre en 1134 o San Pedro de Montes después de 1100.

La principal fuente patrimonial para los dominios monásticos benedictinos fueron las donaciones. Si analizamos el total de las adquisiciones a partir de la documentación disponible, en torno al 75% de sus bienes raíces fueron adquiridos mediante esta fórmula. Compras y préstamos, con porcentajes del 19,7% y el 5% respectivamente, serán fuentes secundarias.

El modelo cisterciense presenta unas características muy diferentes. Para empezar, su cronología es mucho más tardía: por las noticias que podemos rastrear, se inicia en 1140, año de fundación del monasterio de Fitero. Sin embargo, debemos destacar que el ritmo de expansión de los dominios monásticos cistercienses fue mucho más rápido. Por lo general, los grandes monasterios benedictinos precisaron de entre dos y tres siglos para llegar al punto álgido de su crecimiento. Los cenobios cistercienses fueron capaces de articularse en un siglo, o incluso menos.

A grandes rasgos, se aprecia un claro descenso de la importancia de las donaciones, que suponen un 49,2% de las adquisiciones. Las compras, sin embargo, tienen una mayor relevancia que en el modelo benedictino, alcanzando el 47,8%. El elevado número de compras revela una creciente necesidad de recursos monetarios, que pudieron obtenerse a través de donaciones en metálico, mucho más difíciles de rastrear que las de bienes raíces por no dejar señales tan evidentes en la documentación.

A pesar de estas diferencias, el resultado de ambos modelos es similar, en tanto que originan unos centros monásticos que actúan como núcleos de poder señorial, que poseen un conjunto diverso de bienes y que se insertan dentro de la propia dinámica de la sociedad feudal.

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