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Capítulo 1. Philip

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Moffat, Escocia, 5 de julio de 1975


Mr. Young me dijo que tenía que estar más al tanto de las señales. Su tono de voz y las palmaditas que me dio en la espalda al despedirnos me hicieron recordar a mi primer padre. Desde que huí a Lichfield con una diminuta maleta, siempre me trató como si yo fuera alguien especial para él, y así era en realidad aunque en ese momento no tuviera conciencia de ello. Le dije que tenía razón y que lo haría, para seguirle la corriente, aunque en mi interior pensaba: “¿qué está diciendo este hombre?” Pero cuando entré en el pub con Isobel y escuché la nueva canción de Pink Floyd Wish you were here empecé a entender a qué se refería.

Mi reciente ruptura con Claire me había hecho replantearme mi vida. Tenía una familia con la que apenas mantenía contacto, a excepción de mi madre y mi hermana pequeña y a mis treinta años parecía que nunca conseguiría sentar la cabeza. Una vez que tomamos la decisión de romper, o mejor dicho una vez que ella la tomó, la convivencia se hizo tan insoportable que necesité alejarme de Lichfield hasta que ella abandonase mi casa definitivamente, pero ¿dónde podía ir para no tener que dar explicaciones a nadie? La solución se me presentó cuando llamé por teléfono a mi madre. Parecía que el destino se había empeñado en devolverme al punto de partida. Desde que mi madre abrió el Bed & Breakfast nunca había hecho vacaciones en verano hasta, casualmente, ese año. Durante todo el mes de julio veranearía con su marido y mis hermanas en Saundersfoot en el país de Gales, así que la casa de mi infancia estaría libre para recibir a un solo inquilino: yo. Aprovechando la oportunidad que se me presentó le hice creer que había decidido finalmente pasar unos días en Moffat. Cuando me escuchó, se quedó sin palabras durante unos segundos como si no diera crédito a lo que le acababa de decir. No me hizo falta verla para saber que estaba llorando. Cuando pudo recomponer su voz, me dijo que aquel era el regalo que llevaba años esperando. Mi escueta y brusca respuesta le dio a entender que no quería hablar sobre el pasado así que no tardó en cambiar de tema. Ni siquiera me preguntó por Claire. Supongo que como no la mencioné, ya se imaginó lo que habría ocurrido. Como mi madre siempre estuvo al corriente del ir y venir de las mujeres que pasaron por mi vida desde que mi relación con Isobel terminó, su discreción en estos temas era absoluta. Después de darme las gracias por querer pasar unos días en casa, me suplicó que la esperase hasta su regreso. Y fue entonces cuando, sin saber porqué, le pregunté por Isobel. Desde que tomó la decisión que me rompió el corazón trece años atrás, no la había vuelto a ver. Aquel día no solamente rompí con ella, también lo hice con mi familia porque los consideré culpables de nuestra ruptura. Al cabo de unos años de aquel fatídico día, retomé la relación con mi madre pero nunca más volví a saber nada de Isobel. Para mi sorpresa descubrí que seguía viviendo en Moffat, que era la profesora más querida del colegio y que inexplicablemente no tenía pareja. ¿Sería una señal?

Tardé cerca de cinco horas en recorrer con mi Mini las doscientas treinta y tres millas que separaban Lichfield de Moffat, pero en ningún momento el viaje se me eternizó. Aquellas horas me sirvieron para intentar poner un poco de orden en mi cabeza. El dolor y la tristeza, fieles compañeros de las rupturas sentimentales, no me acompañaban en esta ocasión. Ahora parecía que las señales de las que me habló Mr. Young las veía con claridad. Tenía que haber dejado a Claire mucho tiempo atrás. Pero lo que en realidad me sorprendió fue volver a sentir esa alegría casi adolescente al no poder sacar de mi mente a Isobel. ¿Por qué había preguntado por ella? Parecía que el orgullo que me impidió regresar entonces hubiese desaparecido por completo. ¿Acaso estaba haciendo ahora el viaje de regreso a mi hogar, que nunca llegué a hacer entonces? Únicamente el tiempo me lo diría.

Cuando las agujas del reloj rozaban las doce del mediodía llegué a Moffat. Nada más cruzar la puerta de entrada de la casa que me vio crecer, los recuerdos y sentimientos que había conseguido encerrar en el olvido los últimos años, se agolparon en mi mente como si me estuviesen exigiendo que les prestara atención. Hacía una semana que la casa estaba cerrada pero todavía seguía oliendo a flores frescas. Me detuve unos minutos para mirar a mi alrededor. Aunque la decoración había cambiado ligeramente, no me sentí en una casa ajena. Dejé la maleta en el suelo y empecé a abrir las cortinas para que entrara la luz de un sol radiante que lucía sorprendentemente en la ciudad. Lo primero que hice fue dirigirme a mi antiguo dormitorio para deshacer la maleta. Al abrir la puerta comprobé que seguía estando tal y como yo lo dejé. Con un movimiento de negación de mi cabeza, cerré los ojos y suspiré apenado. ¿Cómo había sido capaz de hacer sufrir tanto a mi madre? En ese instante hubiese deseado tenerla a mi lado para abrazarla, pero una vez más nos separaban unas cuantas millas. Al abrir los ojos, sacudí mi cabeza con energía como si me estuviese diciendo que había llegado el momento de rectificar, al menos con ella y mis hermanas. En un abrir y cerrar de puertas y cajones coloqué toda la ropa con pulcritud y orden. Después de muchos años de oír la misma frase en boca de todas las mujeres que habían pasado por mi vida, desde mi madre hasta Claire, habían conseguido finalmente pulir mi ordenado desorden. Antes de salir miré a mi alrededor. Sobre la almohada de mi cama me sorprendió encontrar una nota. Me acerqué para leerla con curiosidad. Estaba escrita del puño y letra de mi madre.

Isobel. 5, Warriston Rd.

Le hará mucha ilusión volver a verte.

Mamá xxx

Isobel, repetí en mi mente. ¿Realmente se alegraría de verme después de las cosas que nos dijimos aquel día en la estación de tren? Tenía mis dudas. Lo que estaba claro era que no había regresado a Moffat para reencontrarme con ella. Esa historia ya estaba zanjada y terminada. Quizá mi madre me malinterpretó al preguntar por ella. Lo único que buscaba en Moffat era estar solo y alejarme del mundo, al menos durante el próximo mes. Aquella pregunta no había sido más que pura cortesía. Arrugué la nota y la guardé en el bolsillo del pantalón para tirarla después a la basura.

Bajé las escaleras como si llegara tarde al colegio. Al cruzar el recibidor para dirigirme a la cocina, me detuve junto a la mesa de madera que había frente a la entrada de casa. Estaba tal y como yo la recordaba. En el centro había un ramito de flores secas, en esta ocasión de color lila, sujetas por un lazo rosa junto a una vela blanca aún por encender. A la izquierda una foto de John con su bata blanca y su corbata, a la derecha una foto de Elwyn con su uniforme militar. Los dos hombres a los que había amado mi madre compartían, en igualdad de condiciones, aquel diminuto santuario. Miré detenidamente a mis dos padres. Al primero lo recordé con cariño, al segundo seguía sin poder quererle.

Al abrir los armarios de la cocina mi estómago empezó a gruñir. Si hubiese llamado antes a mi madre, la despensa estaría llena, pero no era el caso. Afortunadamente encontré algo de comer. Literalmente engullí un plato de beans on toast acompañado de una taza de té como si fuese un simple aperitivo. Fregué los platos y recogí la cocina ante mi total asombro. Al recordar las recriminaciones diarias de Claire para que no dejara los platos por medio, sonreí al ver que finalmente lo había conseguido. Lástima que no estuviera conmigo para saborear su victoria. Me dirigí al recibidor, me puse la chaqueta, cogí las llaves del coche y salí de casa para ir al supermercado.

En los trece años que no había vuelto a aparecer por Moffat, la ciudad había cambiado bastante. Conduje por Old Carlisle Rd intentando recordar donde estaba el supermercado más cercano. Al llegar a la calle The Holm giré a la izquierda para dirigirme al centro del pueblo pero inexplicablemente en lugar de seguir recto, giré en Park Circle, cogí la gran rotonda y salí la segunda a la derecha. “¿A dónde iba?”, pensé. Frené y estacioné en cuanto pude para dar la vuelta porque literalmente estaba perdido. Había vivido durante diecisiete años en esa ciudad pero parecía como si fuese la primera vez que la visitaba. Miré alrededor para tratar de ubicarme. Me había detenido delante de cinco casas pareadas. Todas ellas tenían un pequeño jardín en la entrada, cercado por unas vallas perfectamente barnizadas que daban un toque de color a la monotonía del gris de la fachada. Busqué a derecha e izquierda el nombre de la calle, 5 Warriston Rd. Volví a leer el nombre con los ojos desorbitados, estiré las piernas, palpé el bolsillo del pantalón e introduje lentamente la mano para extraer la nota que había olvidado tirar a la basura. Cuando la leí cerré los ojos. “Me rindo Mr. Young, tiene usted toda la razón”, pensé.

Mi pulso se aceleró y supe exactamente porqué. Una falsa lógica que no hacía más que enmascarar mi propio orgullo me decía que lo que tenía que hacer era dirigirme al supermercado y olvidar historias pasadas, pero algo en mi interior, al que me negué a llamar corazón, me repetía constantemente su nombre. Miré el reloj. Era la una y media. Con un poco de suerte la podía invitar a comer, pensé. Hasta las seis de la tarde tenía tiempo para hacer las compras. Pero entonces la razón me devolvió a la realidad. ¿Me podía presentar ante ella al cabo de trece años para invitarla a comer como si nada hubiese pasado? La arrogancia de creer que aquella relación ya no me afectaría y el carisma que había cosechado con todas las mujeres que habían pasado por mi vida me hicieron creer que sí. De repente las nubes pusieron fin a la tregua que le habían concedido al sol. El cielo se había vuelto gris.

Durante unos minutos mi cabeza intentó encontrar las respuestas adecuadas para lo que pudiese surgir con este reencuentro, pero aunque seguía pensando que aquello no era una buena idea, no me amedrenté. Salí del coche, estiré mi ropa y cuando estaba a punto de cruzar la valla me acordé de Claire. Tan solo habían transcurrido unas horas desde que la dejé en Lichfield. Miré la puerta de entrada de la casa. Lo que iba a hacer no era una nueva conquista, simplemente iba a visitar a una amiga de la infancia.

Las nubes habían oscurecido completamente el cielo. En breve empezaría a llover. Permanecí frente a la entrada de su nueva casa durante unos minutos sin atreverme a pulsar el timbre hasta que finalmente lo presioné. Cuando abrió la puerta me miró con aquellos maravillosos ojos azules que nunca había conseguido olvidar. Su mirada no pudo esconder la sorpresa que le supuso mi inesperada visita. Inmediatamente se subió el cuello alto de su jersey sin mangas hasta cubrir la mandíbula y se ajustó la chaqueta de punto que llevaba puesta para cubrir su hombro descubierto. Durante unos segundos nos miramos sin reparos como si quisiéramos admirar los cambios que el tiempo había generado en nosotros. Y fue entonces cuando entendí porqué no me había funcionado con nadie más.

Isobel se había convertido en una preciosidad. Su piel seguía tan fina y blanca como yo la recordaba. Su melena azabache había crecido hasta cubrir su espalda con unas ondulaciones que parecían suaves olas del mar. Literalmente tuve que morderme las ganas de besarla en ese mismo instante. Lo que menos me esperaba al verla era volver a sentir una pasión que ya creí olvidada. Durante unos segundos maldije mi maldito orgullo por no permitirme regresar por ella años atrás. Las palabras de Mr. Young cobraron vida una vez más: “Philip, aunque nadie puede volver atrás y hacer un nuevo comienzo, cualquiera puede comenzar a partir de ahora y hacer un nuevo final”. Hubiese dado lo que fuera necesario por saber qué estaba pensando ella. El silencio se hizo tan incómodo que no se me ocurrió nada mejor para romper el hielo, que utilizar la frase más moderada de mi repertorio de ligón de ciudad: “te invito a una cerveza en el pub”. Sin decir una palabra, dio media vuelta y desapareció en el interior de casa. Mi primera reacción fue pensar: “te lo mereces”, pero como la puerta siguió abierta me quedé esperando sin saber qué hacer. Aquellos diez minutos fueron los más largos de mi vida pero cuando volvió a aparecer, la espera había merecido la pena. Se había cambiado de ropa y retocado su melena en un tiempo récord. Lucía un vestido corto sin mangas, de cuello alto con grandes estampados florales en colores cítricos. El bolso y la chaqueta colgaban de su brazo. Ornamentó su melena con una ancha diadema de color blanco a juego con unos zapatos de grandes plataformas que casi la ponían a mi altura. Estaba impresionante. Cerró con llave y con su sonrisa infantil me dijo: “vamos antes de que empiece a llover”. La miré y sonreí porque tuve la sensación de que me estuviese esperando. Y como si todos esos años se hubiesen convertido simplemente en unas horas, retomamos nuestra amistad allí donde yo la abandoné.

Al entrar en el pub, Isobel empezó a tararear en voz alta la canción de Pink Floid que sonaba entre el bullicio de la gente. Después de pedir en la barra, nos sentamos en una mesa junto a la ventana. Brindamos con nuestras pintas sin apenas mirarnos a los ojos. Ninguno de los dos podíamos mantenernos la mirada. Ella cruzó las piernas con decisión y empezó a preguntarme por mi vida. Enseguida descubrí avergonzado de que estaba al corriente de todo lo que me había sucedido, incluso sabía que había roto con Claire. La discreción de mi madre tenía una excepción: Isobel.

—¿Cómo estás? —preguntó con una dulzura que denotaba preocupación.

—Bien, aunque suene extraño. Hay rupturas que duelen y otras que liberan. Afortunadamente esta es una de ellas.

—¿Has vuelto a Moffat a pasar el verano o solo para desconectar unos días en tu casa? —dijo mientras bebía un sorbo de su cerveza.

—La verdad es que aún no lo sé. En teoría tenía que impartir unas clases de recuperación las próximas dos semanas, pero Mr. Young me recomendó que empezara mis vacaciones, así que no tengo que regresar a Lichfield hasta finales de agosto.

—¿Quién es Mr. Young? —preguntó como si no lo supiese.

—El director de la escuela donde trabajo. Es una gran persona y un gran profesional al que no le gustan los escándalos, así que cuando Claire se presentó en el claustro de profesores contando a los cuatro vientos nuestra ruptura y su parte de verdad, me llamó a su despacho para que le informara de lo ocurrido. Evidentemente no era su intención inmiscuirse en mi vida privada, pero quería estar al corriente de los hechos para tomar las decisiones oportunas. Aún no sé porqué, pero me tiene en buena estima y creo que hasta se alegró de que terminara con ella. Claire nunca fue santo de su devoción. Me dijo que ya buscaría un suplente para las clases de recuperación y que lo mejor que podría hacer era regresar al punto de partida y volver a empezar. Y por eso estoy aquí.

—Pero cuando regreses a Lichfield y te encuentres de nuevo con ella ¿no volverás a caer en sus brazos? —me preguntó apretando la mandíbula.

—Afortunadamente ha decidido regresar a Londres. Dice que echa de menos las ciudades de verdad.

—Pues en Moffat se hubiese muerto de asco, ¿no crees? —dijo con una carcajada.

—Seguramente. En un par de semanas, cuando termine su trabajo en la escuela, regresará a Londres. Le dijo a Mr. Young que no contase con ella el curso siguiente, así que asunto resuelto.

—Ahora que lo pienso ¿cómo te has atrevido a dejarla sola en tu casa? ¿Y si cuando regresas te la encuentras vacía o destrozada?

—Es una histérica con clase. Cogerá sus cosas y se marchará sin más.


La madurez de sus treinta años le había permitido conservar sus facciones juveniles y su comportamiento dicharachero y en ocasiones un poco infantil. La Isobel que yo recordaba se había convertido en una mujer hermosa que ocultaba las heridas de su infancia bajo telas de colores. Mi sonrisa, mi silencio y la forma en cómo la miré la ruborizaron tanto que no tardó en cambiar de tema

—¿Cómo has podido aguantar tanto tiempo con una mujer así? Dime al menos que en la cama era buena porque no lo entiendo. Inglesa, profesora de matemáticas, rubia, ¿pero qué viste en ella?

Por lo visto mi madre le había hecho una descripción exhaustiva de mi última pareja. En el fondo tenía razón. ¿Qué había visto en Claire? ¿Qué esperaba conseguir con esa relación? ¿Y con las anteriores? Sin darme cuenta había seguido los consejos de Mr. Young al pie de la letra. Me encontraba en el lugar donde todo empezó y ahora que la veía frente a mí supe que estaba donde tenía que estar. Sonreí y sin dejar de mirarla a los ojos levanté mi pinta de cerveza para brindar.

—Por los nuevos comienzos, Isobel.

Ella me miró durante unos segundos sin saber qué decir. Sus mejillas se enrojecieron sutilmente hasta que sus labios se empezaron a curvar en una leve sonrisa.

—Y para que sean definitivos, Philip.

A las seis y media salimos del pub. La tarde había transcurrido sin apenas darme cuenta, incluso me olvidé de que estaba hambriento. Una fina lluvia caía sobre nosotros como si fuese el rocío de la mañana. La temperatura había bajado considerablemente, así que subí la cremallera de mi chaqueta hasta el cuello. La acompañé a su casa como si volviéramos a ser los mismos adolescentes de años atrás. Durante el camino de regreso la Isobel de siempre volvió a aparecer con aquella alegría innata tan contagiosa que te hacía sentir feliz. Era lo que menos me esperaba pero lo agradecí. No sé qué habría hecho si se hubiese comportado como me merecía. Al llegar a casa nos cobijamos bajo el techo de la entrada para guarecernos de la lluvia. Si ninguna excusa de última hora lo impedía, la hora de la despedida había llegado pero yo no me quería marchar. Había añorado tanto su compañía que las horas que habíamos pasado juntos me supieron a poco. Isobel me daba paz. Cuando le vi sacar las llaves del bolso, improvisé lo primero que me vino a la cabeza para volverla a ver. Ella se giró y me miró con cara de interrogante al preguntarle si le apetecería acompañarme a pescar a la mañana siguiente. Qué poco tacto había tenido con aquella proposición, pero ya era demasiado tarde para rectificar. “Si esperas que acabemos como la primera vez que me invitaste, estás muy equivocado”, me dijo. Cuando pude reaccionar me separé de ella tímidamente y me limité a decirle con el semblante serio: “solo quería verte y pasar la mañana contigo, nada más”. Ella me sonrió, me guiñó un ojo y me dijo: “mañana a las diez en punto. El pícnic corre de mi cuenta”. Se despidió con la mano y una sonrisa que me llegó al alma, y sin más cerró la puerta con decisión. Yo permanecí unos minutos sin moverme porque me negué a creer que no me invitara a entrar, pero no volvió a abrir. Mi físico y mis dotes de seducción que para otras eran completamente irresistibles, parecían no afectarle ya lo más mínimo. Aquel verano prometía ser el curso de recuperación de una asignatura que tenía pendiente de aprobar desde hacía muchos años.

Me dirigí hacia el coche porque de repente recordé que seguía hambriento y sin pensármelo dos veces puse rumbo a Marias Fish & Chips shop en High Street para darme un merecido banquete. Ya encontraría un momento al día siguiente para llenar la despensa.


La casa de mi infancia estaba situada a las afueras del pueblo. Una vez que pasabas el campo de rugby, girabas la primera a la derecha para adentrarte en una carretera estrecha y oscura que atravesaba un bosque frondoso. La luz del sol apenas podía entrar a través de aquellos árboles altos y espesos. Al cabo de una escasa milla, se abría un claro en el bosque y aparecía mi hogar. Aquella casa había sufrido varios cambios a lo largo de los años. Inicialmente se construyó como una granja con área de cultivo y ganado. Al adquirirla mi padre, la transformó en su consulta médica y en su hogar. Las tierras pasaron a manos del ayuntamiento y las cuadras se transformaron en un porche para el coche y en habitaciones para ampliar la casa. Antes de morir la convirtió en el Bed & Breakfast que era hoy en día. Literalmente estábamos en medio del bosque.

Al entrar agradecí que la calefacción llevase tiempo funcionando porque la verdad es que hacía frío. Había olvidado que los veranos en Escocia se convertían en inviernos cálidos al anochecer. Me quité los zapatos nada más entrar para no manchar la mullida y pulcra moqueta del recibidor, colgué la chaqueta en el perchero y me dirigí al dormitorio para calzarme mis slippers. Antes de salir de la habitación me dirigí a la ventana. Si algo me gustaba de aquella estancia era las vistas que tenía. Abrí la cortina para admirar las frondosas montañas siempre húmedas y verdes que parecían estar allí para resguardar la parte de atrás de la casa. Las ovejas pastaban plácidamente desperdigadas por las laderas como si estuviesen en su paraíso particular. Durante el mes de julio en los picos de las montañas se podía ver una franja de luz que no desaparecía en toda la noche, como si fuese un continuo amanecer. Dejé la cortina abierta y me dirigí a la cocina para prepararme una taza de té que me ayudase a entrar en calor. No eran ni las ocho de la tarde y no tenía más planes que ver la televisión y dormir así que me lo tomé todo con calma. Afortunadamente Claire no tenía el teléfono de casa así que no me molestaría con sus insultos, recriminaciones y las insistentes sugerencias para que visitara a un psiquiatra. La soledad de la casa fue lo que más agradecí en ese momento.

Al entrar en el salón noté un ligero cambio de temperatura. Hacía frío. Mi cuerpo tembló de arriba abajo. Miré a un lado y al otro como si estuviese buscando algo pero evidentemente solo vi muebles, cortinas y decoración de porcelana. La lámpara que estaba en la mesita junto al sofá estaba encendida. Me sorprendió mucho ya que traté de recordar sin éxito cuándo la había encendido. Mientras caminaba hacia el sofá, me negué a aceptar que el calor que brotó desde el interior de mi cuerpo lo hubiese provocado el miedo. “¿Miedo de qué?”, pensé. Suspiré enérgicamente y negué con la cabeza para alejar aquellas tonterías de mi mente. Me dirigí al televisor, lo encendí, me dejé caer sobre el sofá y cuando iba a dejar la taza de té sobre la mesita fue cuando lo vi.

El diario de mi madre descansaba junto a la lámpara como si me estuviese esperando. No me podía creer que lo hubiese dejado allí olvidado con lo cuidadosa que era para proteger las palabras de su vida. En esta ocasión lo cogí y lo abrí sin remordimientos. Con la ayuda de mi pulgar pasé las páginas rápidamente hasta llegar al final.


23 de junio de 1975

Sé que perdí a Philip hace años. Y lo peor de todo es que ya no sé cómo recuperarlo. A él le debo que mi vida volviera a brillar y sin embargo yo permití que la suya se oscureciera. Lo que creímos hacer por su bien acabó alejándolo de mi lado. ¿Cómo pude mantenerle al margen de mí? Me avergüenzo cada día de mi actitud y solo espero que el destino me lo devuelva pronto para poder enmendar mis errores y ayudarle a encontrar su camino. Sé quién le puede hacer feliz. ¿Soy una mala madre por no decirle lo que tiene que hacer? Seguramente no aceptaría mis consejos. Necesito que vuelva. Quiero que regrese junto a mí. Por favor Philip, vuelve”.

Una vez más aquel diario volvía a cambiar el rumbo de mi vida. Las palabras de mi madre me partieron el corazón. Me moría de ganas por volverla a ver. Lo cerré despacio y lo devolví a la mesita. En esos momentos lo que menos quería era recordar todo aquello. Dirigí los ojos hacia la televisión para olvidarme de lo que había leído, pero ya estaba en manos de un destino que no dejaba de enviarme señales, tal y como me profetizó Mr. Young. El programa Top of the Pops anunciaba una nueva actuación. Sobre el escenario 10cc empezaba a entonar I’m not in love. La letra de esa canción resumía mi propia realidad. Yo también conservaba una foto de Isobel. La luz de la lamparita empezó a parpadear como si de un momento a otro la bombilla se fuese a fundir hasta que se apagó. La sala de estar se quedó iluminada solo con la luz del televisor. Yo me acurruqué en el sofá como si tuviese frío pero en realidad, aunque me avergonzaba la idea, sentí miedo. Mientras la canción repetía big boys don’t cry miré el diario y recordé la primera vez que lo vi. Yo solo tenía catorce años y a partir de ese momento, toda mi vida cambió.


El baúl que guardaba mi madre en la buhardilla de casa fue mi juego preferido hasta que se convirtió en mi gran obsesión y en el mayor descubrimiento de mi vida. ¿Qué hubiese sido de nosotros si no hubiese descubierto lo que escondía en su interior? Aunque a día de hoy me sigo arrepintiendo de la aventura que emprendí, siempre pensé que mi madre se merecía ser feliz.

Cuando era un niño siempre me decía que debía protegerlo porque dentro guardaba un gran tesoro, y en cierta forma así era. Los días que el frío del invierno impedía jugar en el jardín de casa, pasaba las horas en la buhardilla luchando con la espada de madera que me había hecho mi padre, frente a un ejército imaginario para defenderlo. Durante los años de mi infancia nunca le pregunté a mi madre qué guardaba dentro del baúl, porque mi propia fantasía me hacía creer que estaba lleno de joyas, pero cuando crecí y le pedí que me enseñara la fortuna que había estado protegiendo en mis juegos, ella se limitó a decirme que solo guardaba ropa antigua y nunca encontró el momento adecuado para abrir el misterioso baúl en mi presencia. Si sus palabras eran ciertas ¿por qué lo tenía cerrado con llave? Unos años más tarde pasé de ser su ferviente defensor a convertirme en el más obsesivo saqueador. Intenté abrirlo de mil formas diferentes sin ningún resultado. Si mi madre hubiese estado al tanto de mis fallidos intentos, seguramente se habría alegrado de tener su secreto a salvo, pero sobre todo de ver mis nefastas dotes de ladrón. Tampoco pude descubrir donde guardaba la llave para abrirlo. La única opción que me quedaba era romper el candado, pero si no quería ganarme una buena reprimenda debía fingir que algo había caído sobre el baúl para romperlo. Aunque no me hizo falta llevar a cabo mi ingeniosa idea. Creo que el destino me había elegido para cambiar el curso de nuestras vidas.

La mirada siempre melancólica de mi madre, su inseparable cuaderno negro de tapas gruesas donde decía que escribía recetas de cocina que nunca puso en práctica, sus visitas de madrugada a la buhardilla cuando pensaba que yo dormía y aquel baúl que parecía tener vida propia, se habían convertido en un gran interrogante al que necesitaba encontrar respuestas. Algo en mi interior me instaba a abrirlo.

Al principio pensé que su tristeza se debía a la muerte de mi padre, pero entonces empecé a recordar cómo era ella cuando él aún vivía, y si había un rasgo que la caracterizaba era los momentos en los que parecía estar ausente con la mirada perdida y muy lejos de nuestro lado.

Mi padre, John McCoolant, había sido durante toda su vida el médico de Moffat, así que le resultó fácil diagnosticarse la enfermedad que acabó con él. Una de las ventajas de su profesión era que, desde el primer momento, podías averiguar, con un margen de error, el tiempo que te quedaba de vida. Él lo utilizó para dejarnos la nuestra resuelta. Cuando años más tarde le pregunté a mi madre la causa de su muerte, su respuesta no hizo más que sembrar en mí la incógnita que me llevaría a descubrir su gran secreto. Nadie se muere de tristeza.

Recuerdo los cinco años que la vida me permitió disfrutar de la compañía de mi padre como lo mejor de mi infancia. Parece increíble que el paso del tiempo no haya conseguido borrar las cosas que viví con él. Sus pacientes eran su vida y nosotros dos su pasión. Cuando terminaba la consulta, dejaba su bata sobre la silla, se desabrochaba la corbata y corría escaleras arriba en mi busca para jugar un rato mientras mi madre preparaba la cena. Cuando terminábamos de comer, recogían juntos la cocina, preparaba dos tazas de té y nos dirigíamos al salón a descansar y a ver un poco la televisión. Siempre nos sentábamos en el sofá de la misma forma. Él en la esquina porque siempre tenía algo que leer a la luz de la lámpara que había sobre la mesa. Mi madre se tumbaba con las piernas encima de un par de cojines y su cabeza sobre la pierna de mi padre y yo, acurrucado encima de él hasta que me dormía. Aunque parecía que era un sueño, siempre era consciente de la dulzura con la que me arropaba en la cama y me daba las buenas noches con un beso.

Si tuviese que escoger tres días de esos cinco años no tendría ninguna duda de cuáles elegiría. El primero, el día que mi padre me llevó de la mano al porche de casa para hacer mi espada. Cepillamos la madera, sus manos sobre las mías, después de que la cortara con un serrucho, hasta que la dejamos suave y sin ninguna astilla. Le dimos varias capas de barniz para ponerla reluciente y lustrosa y la dejamos secar hasta la mañana siguiente. Aquel año, Papa Noel me trajo un sombrero pirata, un parche para mi ojo y un cinturón donde poder envainar mi espada.

El segundo día fue la primera vez que me llevó a pescar. Mi madre nos preparó una cesta con bocadillos y galletas, un termo de té para él y otro con leche para mí. Aunque aquella mañana de domingo lucía un sol radiante, ella se quedó en casa. Cuando emprendimos el camino hacia el río se despidió de nosotros con la mano y una sonrisa que denotaba felicidad. Por mi parte me sentí como si ya fuera mayor, aunque cuando vi el primer pez que luchaba por volver a su ámbito natural, me asusté tanto que me refugié a la espalda de mi padre para no ver aquel agónico baile. Creo que lo devolvió al río al imaginarse que sería incapaz de comérmelo más tarde. Supongo que pensó que con el tiempo acabaría apreciando su gran afición.

Y el tercer día, cuando me despedí de él.

Dos días antes de su muerte, mi madre me hizo entrar en el dormitorio para darle las buenas noches. Su lenta y pesada respiración era una agonía constante. Recuerdo perfectamente la palidez de su rostro y lo envejecido que estaba. La perenne sonrisa que se dibujaba en sus labios no consiguió esconder su tristeza y dolor. Me abrazó y me colmó de besos con las pocas fuerzas que le quedaban. Literalmente se estaba despidiendo de mí. Aunque le costaba hablar, sacó fuerzas de donde no las tenía para decirme cuatro cosas que quedaron grabadas en mi mente para siempre.

—¿Estás malito, papá? —le pregunté preocupado.

—No, solo estoy un poco resfriado, por eso tengo que descansar. Pero antes de que me duerma necesito que me prometas una cosa.

—Lo que quieras papá —le dije mientras me acercaba a su lado como si fuera a decirme un secreto al oído.

—Prométeme que cuidarás de tu madre y que pase lo que pase siempre harás lo que sea necesario para que sea feliz.

A mi tierna edad era casi imposible que entendiera a qué se refería, pero aquellas palabras me hicieron sentir otra vez mayor, así que se lo prometí sin dudar y sin ser consciente de que acababa de asumir la primera misión de mi vida.

—Te lo prometo, papá —le dije mientras trazaba con el pulgar una cruz sobre mi corazón y sellaba mi promesa con un beso en mi dedo tal y como él me había enseñado.

—Buen chico. Y una última cosa, hijo mío. Prométeme que no olvidarás nunca lo mucho que te quiero y lo feliz que me has hecho.

Yo se lo prometí sin entender a qué venía todo aquello. Mi madre me abrazó y necesitó unos momentos para recomponer su voz encogida por el llanto.

—Yo me encargaré de que no te olvide nunca, John. Anda, Philip, dale un beso de buenas noches a papá.

Cuando me acerqué a él para besarle vi unas discretas lágrimas que caían por su rostro. Le besé y al salir de la habitación me despedí con la mano.

La noche que mi padre murió, mi madre me había acostado temprano pero sus lamentos no me dejaron conciliar el sueño. Me levanté de la cama y caminé descalzo hacia la habitación donde ellos se encontraban. Al llegar, me quedé agazapado bajo el dintel de la puerta. La muerte era para mí algo desconocido hasta ese momento, así que cuando vi a mi padre tumbado en la cama con los ojos cerrados pensé que simplemente dormía. Mi madre estaba de rodillas en el suelo junto a él. Lo tenía cogido de la mano y su cara descansaba junto a su pecho. Entre sollozos no dejaba de repetir sin descanso: “perdóname”. Años más tarde entendería a qué se refería. El pecho de mi padre se levantaba en un ronquido agónico como si fuese a dar su último suspiro de un momento a otro. De repente abrió los ojos y giró la cabeza hacia donde yo estaba como si se le hubiese caído hacia ese lado. Yo me asusté pero cuando vi como me sonreía, me tranquilicé. El pecho de mi padre descendió lentamente y ya nunca más volvió a elevarse.


Meses antes de su muerte, mi padre había convertido nuestra casa en una casa de huéspedes o Bed & Breakfast, como se empezó a llamar después de la guerra, pero tendrían que pasar seis meses desde su fallecimiento para que mi madre tuviera el negocio a punto para abrir las puertas. A primeros del mes de agosto nuestra vida cambió de la noche al día. Los primeros inquilinos empezaron a aparecer como si estuviesen esperando en la puerta para entrar, y yo pisé por primera vez las aulas del colegio. Allí fue donde conocí a Isobel. Aunque tenía unas ganas tremendas de que llegara el primer día de clase, porque mi madre me había dicho que allí era donde me enseñarían a convertirme en un hombre, cuando vi que ella se quedaba en la puerta y yo iba de la mano de una desconocida, mi desesperación me llevó a gritar como un niño aterrado. No sé quién lloraba más, si ella o yo. Como mi profesora la conocía, le permitió a mi madre unos minutos más para que nos volviéramos a despedir. Ella me abrazó y con sus dulces palabras consiguió calmarme. “Recuerda lo que le prometiste a papá, me dijo, tienes que estudiar y convertirte en un hombre para cuidarme”. Por supuesto que lo haría. Me sequé las lágrimas con las manos, besé a mi madre y de la mano de mi profesora me dirigí al aula con una misión que cumplir.


Desde el primer día nunca nos faltaron los clientes. De lunes a viernes poca era la ayuda que le podía ofrecer pero los fines de semana eran diferentes. Aunque ella nunca me despertaba, yo me levantaba tan pronto la oía en la cocina. Me aseaba, me peinaba los rebeldes rizos y me vestía con ropa limpia para bajar a servir los desayunos y dar un poco de conversación a nuestros huéspedes. A todos les hacía mucha gracia ver los hoyuelos de mis mofletes cuando sonreía. Después, mientras ella limpiaba las habitaciones y cambiaba las sábanas, yo fregaba los platos. Al principio tenía que hacerlo de pie sobre una silla hasta que crecí lo suficiente para llegar al fregadero por mí mismo.

Los sábados por la tarde era mi momento preferido, ya que cuando terminábamos de comer, nos dirigíamos al parque a jugar con Betty, la border collie que adoptamos al morir mi padre, y a pasear junto al río hasta la hora de cenar. Solo entonces parecía ver a mi madre realmente feliz.

La casa nunca se cerró al público a excepción de un solo día: el seis de junio. Durante toda la jornada mi madre parecía estar ausente. Año tras año aprendí a respetar su silencio porque pensé que era el día en el que teníamos que recordar a mi padre. Y la verdad es que así era. Se levantaba de madrugada y aunque caminaba despacio por la buhardilla para no despertarme, la madera no dejaba de crujir bajo sus pies. Cuando la oía bajar para preparar el desayuno, me levantaba para acompañarla. Al cruzar el recibidor para dirigirme a la cocina ya me encontraba sobre la mesita de la entrada una vela blanca encendida y un diminuto ramo de flores secas sujetas por un lazo, junto a la foto que había puesto de John. Entraba en la cocina casi de puntillas y me sentaba en la mesa sin decirle ni buenos días para no interrumpir sus pensamientos. Cuando dejaba mi plato de porrish junto a mí, se acuclillaba para ponerse a mi altura, cogía mi cara con ambas manos y me miraba a los ojos con una sonrisa llena de melancolía. Durante varios minutos se perdía en mis facciones como si en ellas encontrase la calma que necesitaba en ese día. Luego me besaba y nos sentábamos a desayunar en silencio. Cuando crecí me surgieron dudas que nunca me atreví a preguntarle. ¿Qué tenía que ver el seis de junio con mi padre? No era su cumpleaños, no era la fecha de su muerte. ¿Acaso fue el día que se conocieron? Todas esas incógnitas estaban a punto de encontrar respuestas.

El 6 de junio de 1959 empezó como todos los anteriores, pero ese día la vida de Isobel y la mía cambiarían para siempre. Estaba amaneciendo cuando mi madre subió a la buhardilla. Su sigiloso caminar me despertó pero esperé acurrucado bajo las mantas a que bajara a la cocina. No había pasado ni una hora cuando oí ladrar desesperadamente a Betty. Me incorporé en la cama de un salto alarmado por los ladridos y por los gritos de Geena pidiendo auxilio.

Geena era la madre de Isobel y la mejor amiga de mi madre. Al igual que muchas mujeres, había perdido a su marido en la guerra así que no tuvo más remedio que criar a Isobel sola. Aunque era una mujer joven y guapa no había encontrado todavía el hombre que pudiera igualar a Gareth. Trabajaba de cocinera en el pub del pueblo y desde que mi madre abrió el Bed & Breakfast, hacía unas horas por la mañana en nuestra casa para ayudarla y sacarse un dinero extra. Isobel y yo teníamos la misma edad así que íbamos juntos a la misma clase, pero no sería hasta este suceso cuando empezó nuestra verdadera amistad.

Me puse las zapatillas y corrí escaleras abajo hacia la puerta de entrada con mi madre tras de mí. Durante los años que estuvo casada con mi padre se había convertido en una magnífica enfermera. Nadie curaba las heridas tan bien en todo Moffat como lo hacía ella.

—¡Geena! ¿Qué ocurre? —preguntó mi madre mientras la cogía por los brazos para tratar de calmarla.

—¡Por favor ayúdame! —gritó desesperadamente con los ojos inundados de lágrimas. ¡A mi hija se le ha caído una olla de agua hirviendo encima!

Al oír aquello mi madre emitió un angustiado ¡Dios mío! mientras corría hacia el interior de casa en busca de su botiquín. Betty no dejaba de dar vueltas alrededor de ella como si estuviese tratando de encontrar la forma de ayudar. La voz de Geena solo repetía una y otra vez “mi niña” con unos lamentos desgarradores que me hicieron temblar al pensar en el dolor que estaría sufriendo Isobel. Se tapaba los ojos con las manos como si no quisiera que la viera llorar. Me acerqué a ella sin saber qué decir para consolarla pero sobre todo para abrazarla fuertemente ya que parecía que de un momento a otro se desplomaría en el suelo. Geena se aferró a mí con fuerza, presa de los nervios y la desesperación. Cuando mi madre salió de casa, literalmente la arrancó de mis brazos y empezaron a correr hacia la valla de la entrada de casa para coger el coche. Geena se dejaba llevar. Yo me quedé en la puerta sin saber qué hacer hasta que las vi desaparecer por el camino hacia el pueblo. Betty se sentó junto a mí y levantó su mano para acariciar la mía mientras emitía unos gemidos de tristeza. Por aquel entonces Isobel y yo no éramos grandes amigos. Íbamos a la misma clase pero apenas hablaba con ella, sin embargo sentía que no me podía quedar de brazos cruzados sin hacer nada. Tenía que vestirme, coger la bicicleta y dirigirme a su casa por si mi madre necesitaba ayuda. Con catorce años ya era lo suficientemente mayor para aprender a curar heridas. Pero cuando llegué a mi habitación para cambiarme de ropa, me acordé del baúl. Por un instante pensé que lo más importante en ese momento era ayudar a Isobel pero luego recapacité sobre si esta era la oportunidad que había estado esperando durante tanto tiempo. Finalmente decidí subir a la buhardilla para comprobar si el baúl estaba cerrado con el candado o si, por el contrario, estaría abierto. Betty me siguió. Subí las escaleras despacio como si fuera consciente de que estaba cometiendo un grave error, pero seguí adelante con paso firme. Cuando llegué junto al baúl y vi que estaba sin candado cerré los ojos asustado. Betty empezó a ladrar suavemente mientras avanzaba y retrocedía como si me quisiera decir que nos fuéramos de allí. Me agaché para ponerme a su altura y le empecé a rascar detrás de las orejas.

—Tienes que ayudarme, Betty. Necesito ver lo que mi madre guarda en este baúl pero ella no se tiene que enterar, así que avísame cuando ella regrese, ¿lo entiendes?

Betty se dirigió a la ventana, se incorporó sobre sus patas y se apoyó en el marco. Me miró y movió su cola con energía como si me estuviese diciendo que estaba preparada. Yo le dije: “buena chica” y caminé despacio hacia el baúl. Cuando estuve frente a él supe que iba a traicionar la confianza de mi madre, pero aunque mi comportamiento me avergonzaba, decidí seguir adelante. Durante unos segundos pensé que si ella no había querido compartir conmigo lo que guardaba en su interior, tenía que ser por algún motivo, o a lo mejor era cierto que solo guardaba ropa antigua y habían sido mis propias fantasías las que me hicieron creer que allí dentro encontraría algún secreto inconfesable. Mis pensamientos luchaban separados en dos bandos, unos a favor de abrirlo y otros en contra. ¿De qué manera podía contentar a las dos partes y encontrar un poco de calma? La solución se me ocurrió de repente. Antes de abrirlo me hice la promesa de que encontrase lo que encontrase, nunca le desvelaría a mi madre que lo había abierto, así su secreto siempre quedaría a salvo.

Me arrodillé frente al baúl. El candado estaba en el suelo junto a la llave. Aquello era lo mejor que me podía haber ocurrido. Levanté la tapa y con la respiración contenida miré en su interior. Sobre el fondo del baúl solo encontré tres cosas: unos zapatos de claqué negros y relucientes, un vestido azul de manga corta doblado perfectamente y unos calcetines blancos. Me senté sobre los pies con la boca abierta como si me hubiesen echado un cubo de agua fría por encima. Seguramente debía de tener cara de tonto. Cuando reaccioné, cerré la boca y fruncí los labios. Estaba decepcionado. ¿De quién era aquella ropa? Que yo supiera, mi madre nunca había bailado claqué. Cuando recordé todos los años en los que había intentado abrir aquel baúl me eché a reír. ¿Cómo había podido dudar de mi madre? Así que era verdad lo que me había dicho. Aún con la sonrisa en los labios apoyé mis manos en el fondo del baúl para incorporarme cuando inesperadamente cedió. Levanté mis manos rápidamente al pensar que lo había roto, pero pronto descubrí que solo era un falso fondo. Me volví a agachar para extraer con sumo cuidado aquella madera. La dejé en el suelo junto con el vestido y los zapatos y miré el interior.

Todo estaba perfectamente colocado. Numerados y ordenados uno junto a otro guardaba doce cuadernos negros de tapas gruesas como el que tenía para anotar sus recetas. Junto a ellos encontré unas fotografías, una nota escrita a mano y cinco cartas metidas en sus correspondientes sobres y atadas todas ellas con un lazo rosa. Cogí la nota y la leí detenidamente.


“Es necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos horribles que su extinción” Samuel Johnson. Te quiere, Daddy.

La devolví a su sitio y cogí la primera foto para verla más de cerca. En ella aparecían dos parejas abrazadas entre sí en un parque. Todos sonreían menos una de las mujeres. Aquellas personas eran unos completos desconocidos para mí. La devolví a su sitio y cogí unas fotos que estaban envueltas en un papel de color rosa muy desgastado. La primera era la de un joven soldado que sonreía y lucía unos hoyuelos idénticos a los míos. En la parte de atrás había escrito una frase: “Sueña con el primer amanecer que podremos ver juntos sin tener que separarnos nunca más”. Birmingham, 21 de mayo de 1944.

La segunda fotografía fue un gran descubrimiento. Aquella joven que lucía un vestido idéntico al que tenía junto a mí era mi madre. Miré el reverso y pude leer lo siguiente: “El día que esta foto te hable, yo dejaré de quererte”. Birmingham, 2 de mayo de 1944.

Cómo había cambiado mi madre en esos quince años. No cabía duda de que la vida había hecho mella en su rostro. Volví a mirar las fotos y las fechas. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Quién era aquel hombre? ¿Su primer novio? Si allí dentro había querido encontrar respuestas, lo único que conseguí fueron más preguntas.

Con la foto aún en la mano, traté de recordar la convivencia de mis padres. Aunque solo tenía cinco años cuando mi padre murió, aún guardaba en mi memoria momentos de nuestras vidas. Yo era feliz, éramos una familia feliz, o al menos eso fue lo que yo creía. ¿El motivo por el que mi madre le pedía perdón cuando mi padre murió era por el hombre de la foto? Me negaba a creer que ella quisiera a otro hombre en ese momento. Mi padre no se merecía tal cosa. La volví a dejar en su sitio con rabia e indignación. Mi mala interpretación de los hechos me hizo odiar a mi madre en ese momento. Cerré el baúl de un golpe como si quisiera romperlo. Betty se asustó pero siguió atenta a su cometido. Apreté mis puños cerrados junto a mi cara porque no quería llorar pero las lágrimas ya seguían su propio curso. Empecé a bajar por las escaleras para alejarme de allí pero de repente me paré en seco. ¿Por qué guardaba los libros de sus recetas bajo llave? ¿No sería más lógico que los tuviera en la cocina? Betty me miró extrañada pero siguió mis pasos sin rechistar. Cuando vio que volvía a abrir el baúl, retomó su posición de guardia. Miré los cuadernos con la mandíbula apretada preso de los nervios y de la incertidumbre. No sabía cuál coger primero, pero como estaban numerados decidí empezar por el principio. Al abrirlo, encontré en la primera página una fecha: 5 de marzo de 1944, seguido de una perfecta caligrafía. “Brenda me ha dicho su nombre, se llama Elwyn… Allí no había recetas de cocina. Pasé unas cuantas páginas más: me ha dicho que mañana marcha hacia el sur para unirse al ejército”… Mi corazón se aceleró sin control. Aquello que tenía entre mis manos era el diario de mi madre.

Miré hacia la ventana, Betty seguía alerta por si ella regresaba. Ni siquiera volví a pensar en la pobre Isobel. Delante de mí tenía doce cuadernos que debía de leer hasta el final, pero estaba claro que en cuanto mi madre regresase, volvería a cerrar el baúl. Dejé el libro en el suelo y empecé a dar vueltas con los ojos cerrados tratando de encontrar una solución. Me detuve frente al candado, lo miré, vi la llave y entonces apareció la respuesta que estaba buscando. El candado de mi bicicleta. Bajé las escaleras seguido de Betty como si estuviéramos haciendo una carrera. Corrí hacia el porche de casa, saqué el candado que colgaba de la rueda y volví a subir escaleras arriba hasta mi habitación. Empecé a abrir los cajones de mi armario para tratar de encontrar la segunda llave que me habían dado cuando lo compré. Por primera vez maldije no haber hecho caso a mi madre cuando me repetía cada día que pusiera orden en mi habitación. ¿Dónde estaba la maldita llave? Después de remover cielo y tierra sin éxito, cogí la caja donde guardaba las canicas y el tirachinas y finalmente la encontré. Suspiré agradecido mirando hacia el techo como si quisiera darle las gracias al cielo. Cuando compré el candado, coloqué una de las llaves en mi llavero y gracias a que mi madre me dijo que guardara la segunda copia, no la tiré. Me dijo que quizá algún día la podría necesitar. Qué razón tenía. Volví a correr hacia la buhardilla seguido de mi desorientada mascota. Dejé mi candado y mi llave en la misma posición que el de mi madre y el suyo lo coloqué en mi bolsillo para guardarlo más tarde. Me asomé a la ventana para controlar si había regresado. De momento todo estaba bajo control así que sin perder más tiempo volví a adentrarme en los secretos de mi madre. Betty volvió a su posición y yo me acomodé en el suelo para empezar a leer el tiempo que me permitiesen las heridas de Isobel.

Aquel diario era una sucesión de anotaciones encabezadas por fechas. Era como si mi madre hubiese escrito las decisiones que había tomado o momentos que habían significado algo importante en su vida para no olvidarlos nunca.


Birmingham, 21 de mayo de 1944

Querido diario:

He tomado una decisión. No lo sabe nadie, ni siquiera se lo he dicho a Brenda. Solo te lo digo a ti porque sé que me guardarás el secreto. Voy a pasar la noche con él. Lo he pensado mucho pero al final me he decidido. Esta tarde he quedado con Elwyn para despedirnos. Mañana de madrugada marchará al sur para unirse al ejército. ¿Y si le ocurre lo mismo que a mi padre? ¿Y si no vuelve? Si pudieras hablar me dirías que solo soy una niña de dieciséis años, pero como dice la madre de Brenda: “en tiempos de guerra se madura antes”. Me siento como una mujer perdidamente enamorada que sabe lo que quiere y lo que quiero es estar con él. Aún no se lo he dicho y tampoco sé a dónde iremos pero no me pienso echar atrás. Lo que menos me preocupa es el castigo que me pondrá mi tía cuando sepa que he pasado la noche fuera de casa, pero no me importa porque lo peor que me podría ocurrir es no volverle a ver nunca más.


Birmingham, 22 de mayo de 1944

Mi querido diario:

Seré incapaz de olvidar mientras viva la noche que viví ayer con Elwyn. Tan solo te diré que él es y será siempre el hombre de mi vida. Ojalá esta guerra acabe pronto y pueda regresar junto a mí para no tener que separarnos nunca más. Cuando he terminado de trabajar en la panadería, mi tía me ha encerrado en mi dormitorio con llave sin cenar. No quiero escribir aquí todas las cosas que me ha dicho. No quiero volver a repetirlas. Menos mal que Peter me dio dos scones esta mañana. Me los comeré cuando termine de escribir. Los insultos que me ha dicho no me han ofendido porque no son ciertos. Hoy me he dado cuenta que tengo los días contados en esta casa. Tengo que escribir todo lo que me ha contado Peter. Ahora entiendo muchas cosas. Sabía que había alguna explicación que justificase el comportamiento de mi tía. Pero yo no tengo la culpa de nada de lo que ocurrió. Solo puedo contar con Brenda y Peter hasta que Elwyn regrese.


Birmingham, 25 de junio de 1944

Querido diario:

Acabo de llegar del hospital. Esta mañana, cuando me tocó el turno de revisar las listas de los fallecidos en el frente, ha ocurrido lo que llevaba todo este tiempo temiendo. He visto su nombre. Las piernas me flaquearon y me caí al suelo. Entre dos hombres me levantaron mientras yo no dejaba de llorar desesperadamente. Cuando recobré las fuerzas salí corriendo de allí sin apenas darles las gracias. No lo oí. Nadie lo oyó. Las sirenas no nos avisaron. Tan solo cuando volé por los aires y me desplomé en el suelo oímos la explosión de la bomba que había caído sobre la ciudad. Eileen avisó a mi tía Jennifer de que estaba en el hospital. Creo que vino para comprobar si por fin estaba muerta. El médico que me atendió nos dijo que milagrosamente solo tenía varias magulladuras que sanarían pronto y que en cuanto al bebé deberíamos de esperar para ver lo que ocurriría en los próximos días. Estoy embarazada de Elwyn. Acabamos de llegar a casa. Mi tía me ha dicho que me vaya, que no piensa mantener y criar al hijo de nadie más. No sé a dónde ir. Si no llevara en mis entrañas a su hijo, me quitaría la vida ahora mismo.

Los latidos de mi corazón resonaron en mis oídos como si fuesen los tambores que marcan el ritmo de boga. Mi respiración se aceleró y un sudor frío empezó a aflorar en mi frente. Todo aquello se me escapaba de las manos. No alcanzaba a creer que lo que acababa de leer fuese en realidad la vida de mi madre. Ahora podía entender los momentos en los que ella parecía estar ausente. ¿Quién puede olvidar y superar un pasado así? A raíz de lo que había leído me empezaron a asediar un sinfín de preguntas sin respuesta. ¿Qué había pasado el seis de junio? ¿Tuvo mi madre a ese hijo? ¿Lo perdió con la explosión? ¿A dónde se fue cuando su tía la echó de casa? Lo primero que pensé era que en algún lugar de mi geografía cercana tenía un hermano, pero se me hacía imposible creer que mi madre lo hubiese abandonado. Inmediatamente después supuse que ese niño nunca llegó a nacer. ¿Cuándo entraba mi padre en escena? ¿Cuándo se conocieron? ¿Cuándo fui engendrado? Volví a repasar las fechas y al contar con los dedos de mis manos los meses que transcurrieron desde ese suceso hasta mi nacimiento, llegué a la dolorosa conclusión de que posiblemente ese niño podía ser yo.

Betty empezó a ladrar con nerviosismo. Ni siquiera me asomé a la ventana para confirmar si era mi madre o no. Coloqué el cuaderno en su sitio, las fotos tal y como estaban y devolví el falso fondo a su lugar. Cerré con cuidado el baúl, palpé mi bolsillo para confirmar que tenía el candado a buen recaudo y agarrando el collar de mi fiel guardiana, bajamos escaleras abajo como si nos siguiera el propio demonio. Al llegar al recibidor mi madre entró en casa.

—¡Philip cariño qué susto me has dado! ¿Qué te pasa, mi amor? Estás pálido.

Corrí hacia ella y la abracé llorando. Mi desesperación era absoluta. No le podía decir que había descubierto su secreto, no le podía pedir que me explicara lo que había leído, no le podía preguntar quién era en realidad mi padre.

—Tranquilízate cariño, Isobel está bien. La pobrecita ha sufrido mucho pero con el calmante que le he puesto podrá descansar un poco. Geena me la traerá cada día para que le haga las curas pero por desgracia no podré evitar que su piel se quede marcada para siempre. Por suerte el agua hirviendo no le ha tocado la cara, pero el cuello y el pecho derecho están lesionados.

Mi madre me separó de ella un poco para coger mi cara y mirarme a los ojos. Con sus pulgares arrastró mis lágrimas.

—Prométeme que a partir de ahora vas a hacer lo posible para que Isobel no se sienta sola. Quiero que seas su mejor amigo. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo mamá y también te prometo que te cuidaré y que haré todo lo posible para que seas feliz.

Mi madre me miró extrañada.

—¿A qué viene todo esto Philip? Yo ya soy feliz. Te tengo a ti.

Volví a abrazar a mi madre con fuerza incapaz de poder dejar de llorar. Ella me estrechó entre sus brazos y me empezó a besar para tratar de calmarme. En ese instante empezó mi aventura.

Gold Beach

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