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Capítulo 2. Isobel

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Moffat, Escocia, 6 de junio de 1959


El accidente de Isobel casi le hizo olvidar el día que era. Estaba tan preocupada por lo que había ocurrido que se movía con la misma rapidez y ligereza de un día normal de trabajo. Afortunadamente, como era habitual en esa fecha, no tuvimos inquilinos. Ese sábado tampoco fuimos al río a pasear con Betty. Sin embargo, la vela permaneció encendida durante toda la jornada hasta que se consumió al anochecer.

Mientras mi madre se dirigía a la cocina a preparar el desayuno, yo subí a mi habitación a asearme y vestirme, pero sobre todo a guardar el candado y la llave en un lugar seguro. En mis pensamientos, no dejaba de rogar al cielo para que mi madre no descubriera el cambio que había hecho y así poder regresar a ese pasado que guardaba bajo llave, siempre que quisiera. Antes de bajar me detuve frente al espejo. Me miré con detenimiento y desesperación en busca del más mínimo parecido con el que hasta ese momento había creído que era mi padre, pero lo único que encontré fueron los hoyuelos que compartía con el tal Elwyn que acababa de conocer. Mi cabello rizado y de un castaño claro, nada tenía que ver con el pelo ondulado y negro de John. El dolor que oprimía mi pecho se acentuó tanto que apenas podía respirar. Esa fue la primera vez de muchísimas más que odié haber abierto mi particular caja de Pandora, pero ya no había marcha atrás. Inimaginable era para mí lo que acababa de empezar. Mi madre me llamó desde la cocina para que bajara a desayunar pero yo me sentía incapaz de contener las lágrimas y de comer nada. Por un lado quería que se marchara de casa para poder regresar cuanto antes a esa historia que acababa de descubrir, pero por otro lado deseaba no haberla descubierto nunca. Desafortunadamente, los acontecimientos del día no me permitieron regresar a la buhardilla hasta bien entrada la noche. Cuando me volvió a llamar aparté las lágrimas con las manos, suspiré y escudándome en la desgracia de Isobel me dirigí a la cocina.

Aquel día que hubiese agradecido el silencio habitual de mi madre, no dejó de hablar durante todo el desayuno. Mis respuestas monosilábicas le hicieron sonreír más de una vez, confundida por los verdaderos motivos.

—No sabía que fueras tan amigo de Isobel —dijo con una sonrisa—. Nunca la habías nombrado en casa, pero me alegro de que os llevéis tan bien. En un par de horas Geena me la traerá para que se quede en casa mientras ella trabaja. Me ha dicho que la recogerá por la noche pero creo que es mejor que se queden a dormir aquí, así si ocurre algo estaré a su lado para atenderla. ¿No te importa verdad?

—No —contesté sin levantar la mirada del plato aunque para mis adentros no dejaba de pensar si aquella inesperada visita entorpecería mis planes.

—Te enseñaría a curar heridas de este tipo pero no creo que a Isobel le haga mucha gracia.

—Me lo imagino —dije sin entrar en más detalles.

Le contestaba por inercia, no porque verdaderamente la estuviese escuchando. Mi mente no dejaba de dar vueltas a las fotos que había visto y a lo poco que había leído. Necesitaba respuestas. En mi interior se estaba librando una batalla que no podía contener por más tiempo en las trincheras. Me salió sin pensar. Ni siquiera valoré las consecuencias. La primera pregunta que le hice marcó el inicio de mi aventura.

—Mamá, ¿por qué nunca me cuentas nada de cuando vivías en Birmingham? Apenas me hablas de mis abuelos. Solo sé sus nombres y que murieron hace muchos años —le dije con voz pausada y la mirada firme.

Mi madre me miró sorprendida mientras su sonrisa empezó a desaparecer de su rostro. Al cabo de unos segundos tragó saliva lentamente y me respondió.

—Tienes toda la razón, Philip. Debería hablarte de ellos más a menudo. No se merecen que los tenga guardados entre mis recuerdos como si no hubiesen existido nunca.

Su respuesta me tranquilizó porque intuí que no le importaría hablar de su pasado. La puerta se acababa de abrir. Estaba listo para cruzarla y empezar a caminar.

—¿Fue en Birmingham donde conociste a mi padre? —pregunté siendo muy consciente de cómo había formulado la pregunta.

Mi madre me miró en silencio durante unos segundos en los que sus labios temblaron ligeramente. Finalmente me contestó agachando la cabeza.

—No. Tu abuela Bárbara murió al poco tiempo de mi nacimiento y tu abuelo Robert murió en Dunkerque. Al quedarme huérfana, mi tía Jennifer me acogió pero al cabo de unos años decidí marcharme a vivir lejos de allí. Otro día te explicaré porqué. Una mañana emprendí el camino a Moffat con el hermano de tu padre, tu tío Michael, que vivía cerca de mi amiga Brenda. Al llegar aquí, tu padre me ofreció un trabajo que no pude rechazar en aquel momento.

—Se enamoró de ti nada más verte, ¿verdad? —le pregunté con una sonrisa para tratar de calmarla porque vi la tristeza que había en sus ojos.

—Era muy fácil querer a tu padre. Nos enamoramos al poco tiempo de conocernos.

—¿Por qué no tienes fotos del día de la boda?

—Eran otros tiempos, Philip. Nos casamos en la iglesia una tarde acompañados de Michael y Geena, nuestros testigos. No hicimos fiesta ni celebración, simplemente nos casamos y punto.

—Entonces cuando decías que te ibas a visitar a la familia y me dejabas con papá o con Geena ¿era para ver a tu tía Jennifer?

—Pues sí. Iba a Birmingham, la visitaba, pasaba la noche allí y regresaba a casa al día siguiente.

Aquella respuesta me tranquilizó. Por un momento pensé que aquellos viajes eran para ver a Elwyn, pero pronto descarté esa ridícula teoría ya que aquel hombre, según el diario de mi madre, había muerto años atrás.

—¿Por qué ya no la visitas? —pregunté extrañado.

—Porque no quiero dejarte solo —mintió—. Ahora la llamo por teléfono una vez al mes para ver que tal sigue y así me evito el viaje. Ella lo entiende.

—Y ¿vive sola?

—Philip, no quiero seguir hablando de ella —dijo con voz firme.

Su reacción no me sorprendió al recordar lo que había leído de la tía Jennifer en su diario. Había cometido un error al preguntar por ella. La conversación había terminado. Mi madre agachó la cabeza hacia su plato con el rostro cargado de tristeza. No me atreví a preguntarle qué día se casó con mi padre porque estaba seguro de que mentiría. Las fechas hablaban por sí solas. Mi madre tuvo que llegar a Moffat embarazada.

—El sábado que viene, cuando vayamos al río a pasear con Betty, ya me contarás cosas de mis abuelos ¿de acuerdo? —le dije con una sonrisa para relajar la tensión que había creado mi desafortunado interrogatorio.

Mi madre me miró con los ojos brillantes y una sonrisa temblorosa. Se levantó de la mesa sin haber terminado su desayuno y empezó a lavar los platos sin decir una sola palabra. Yo terminé mi porridge sin ganas, dejé el plato en el fregadero, recogí la mesa y le pregunté si no le importaba que me fuera a pasear un rato con Betty. Sin siquiera mirarme me contestó que estuviera el tiempo que quisiera. Seguramente no se despidió de mí con un beso, como hacía siempre, porque no querría que la viera llorar.


Salí de casa corriendo como si pudiese escapar de ese pasado que había convivido todos esos años conmigo escondido en la buhardilla. Mi fiel guardiana siguió mis pasos atenta a lo que yo pudiera necesitar. Ni siquiera me pidió que jugara con ella como hacía cada sábado. Se limitó simplemente a estar a mi lado y a hacerme compañía. Empezamos a caminar por el sendero en dirección opuesta al pueblo. Aunque ahora ya caminaba despacio mi corazón seguía latiendo como si continuase la carrera. Cuando llegué al claro del bosque que tanto me gustaba, me senté para tomar aliento e intentar poner en orden mis pensamientos. Había dos cosas que me torturaban. La primera, imaginarme lo mucho que debió de sufrir mi madre para que se le pasara por la cabeza la idea de quitarse la vida, y la segunda, pensar en mi padre y en lo que debió suponer para él criar el hijo de otro hombre. Al recordar las últimas palabras que me dijo entendí que la quería con locura sin importarle su pasado. “Prométeme que cuidarás de tu madre y que pase lo que pase harás lo que sea necesario para que sea feliz”. ¿A qué se refería con “pase lo que pase?”. ¿Trataba de decirme que descubriera lo que descubriera debía procurar hacerla feliz? ¿Sabía realmente él la historia de mi madre? ¿Acaso había leído su diario? ¿Qué debió de sentir al saber que estaba enamorada de otro hombre? Todo aquello me angustiaba pero me hizo querer mil veces más al que yo consideraba mi padre. Los pilares sobre los que se había sostenido mi vida hasta ese momento se habían desmoronado. No me quedaba más remedio que indagar para descubrir la verdad y empezar a construir mi nueva realidad. ¿Sería capaz de leer todos los secretos de mi madre y mantenerlos dentro de mí como si no los hubiese descubierto? Si era cierto que ese hombre había muerto en la guerra, lo único que quedaba pendiente era afrontar la verdad sobre quién era realmente mi padre. No sabía por dónde empezar ni hacia dónde me llevaría todo aquello, pero la clave se encontraba en ese diario. Las palabras que me dijo mi padre en su lecho de muerte las convertí en la misión de mi vida. Mi madre se merecía ser feliz. Me levanté con decisión como si me dijese a mí mismo: “adelante”. Betty me miró y movió enérgicamente su cola como si me dijera: “cuenta conmigo”. Le acaricié la cabeza y rasqué detrás de sus orejas, sonreí y emprendimos el camino de regreso.

Al llegar a casa, vi que Geena acababa de aparcar en la entrada. Corrí para acercarme a ellas y ayudar a Isobel a salir del coche. Nada más verme ajustó su chaqueta para que no viera las heridas del cuello. Abrí la puerta y le tendí la mano para ayudarla. Ella la cogió suavemente pero enseguida la apretó como si quisiera transmitirme sin palabras su dolor. Nunca me había fijado en la belleza de sus ojos hasta ese momento. Mi madre las acomodó en casa como si fuesen de la familia. Yo no sabía qué hacer. Me movía por los pasillos con torpeza como si estuviese ausente y desorientado. Al cabo de media hora, Geena se marchó al pub a trabajar. Precisamente el sábado era el día que le tocaba hacer horario completo. Besó a su hija repetidas veces como si así pudiese aliviarle el dolor y muy a su pesar, se marchó. Después de hacerle una nueva cura, mi madre me pidió que la acompañara al salón y le hiciera compañía mientras ella se marchaba al pueblo a hacer unas compras. La tristeza habitual de ese día había vuelto a ella, quizá motivada esta vez por mi desafortunado interrogatorio. Yo la obedecí sin rechistar. Mi primera intención fue prepararle un té, encenderle la televisión y una vez que estuviese cómoda, subir a la buhardilla a leer todo lo que pudiera antes de que mi madre regresara, pero finalmente no lo hice. La compañía de Isobel me dio paz en aquel horrible día. La acomodé en el sofá y la tapé con una manta fina que mi madre siempre tenía allí para cubrirse las piernas. Yo me acomodé en el lado opuesto donde mi padre siempre se sentaba a leer. Encendí la lámpara de la mesita, aunque eran las diez de la mañana, porque apenas entraba luz por la ventana. El cielo estaba completamente cubierto de nubes. Betty se tumbo en la alfombra frente a nosotros para hacernos compañía.

—Ya te imaginas cómo me llamarán el lunes en el colegio cuando se enteren de lo que me ha ocurrido, ¿verdad? —me preguntó mientras su cabeza negaba de un lado al otro.

Yo la miré sin saber qué decir. No tenía ni idea a qué se refería.

—Pues la verdad es que no lo sé —le dije mientras me acomodaba en el sofá.

—Gowdie. Me llamarán Isobel Gowdie —dijo mientras fruncía los labios.

—¿Y esa quién es? —pregunté desconcertado.

Isobel me miró sorprendida.

—¿Y tú has nacido en Escocia? Madre mía, ¡todo el mundo conoce la historia de Isobel Gowdie! —me dijo mientras se descalzaba y subía las piernas al sofá—. No hará más de cuatro años corrió el rumor de que un soldado británico había visto el fantasma de Isobel mientras acampaba en Auldearn. ¿No te acuerdas de haberlo oído?

—Pues la verdad es que no. ¿Y cómo murió?

—Quemada en la hoguera —me dijo en un susurro como si no quisiera que la oyeran.

—¿Era una bruja? —pregunté con curiosidad.

—Pues no lo tengo muy claro pero según cuenta la historia parece ser que era una ama de casa a la que acusaron de brujería. Nació en Auldern, en las tierras altas, donde aquel soldado dijo que vio su fantasma. Parecía que era una mujer normal y corriente hasta que la acusaron, pero claro ¿qué puedes hacer con una mujer cuando te dice que tiene el don de convertirse en el animal que quiera? Por lo que he leído, su confesión puso los pelos de punta a todo aquel que la oyó hablar. Y como lo contó todo con tanta exactitud y detalles, aunque no tuviera el aspecto ni se comportara como si realmente fuese una bruja, la acabaron condenando a morir en la hoguera. Cualquiera la dejaba con vida después de lo que había explicado. Ahora los historiadores dicen que posiblemente lo que tenía era alguna enfermedad mental y que se inventó la confesión para librarse de las llamas, pero ya ves, la locura te acaba matando de una forma u otra.

—¿Quién te contó esta historia?

—Nadie. Me gusta leer. Leo novelas y cuentos pero sobre todo libros de historia.

—¿Libros de historia? —pregunté extrañado.

—Sí. Siempre me he preguntado si la muerte de mi padre mereció la pena o no, por eso leo todo lo que puedo sobre la II Guerra Mundial. Cuando sea mayor seré profesora de Historia. Enseñaré a mis alumnos lo que ocurrió en el pasado para que no vuelva a ocurrir en el futuro. Y tú ¿qué piensas ser de mayor?

Isobel me estaba dando una lección de madurez. Su vida no había sido tan fácil como la mía. Mientras yo disfrutaba de mi tiempo libre pescando, ella hacía las tareas de su casa para ayudar a su madre. Yo estudiaba porque era mi obligación, ella lo hacía para labrarse un futuro que mejorara el bienestar de su hogar. Nunca me había planteado esa pregunta seriamente.

—Pues la verdad es que no lo sé —contesté levantando los hombros.

—Bueno, tienes este negocio y algún día, cuando tu madre se retire, quedará para ti, aunque siempre he pensado que serías un buen profesor.

—¿Por qué dices eso? —pregunté extrañado.

—Primero porque sacas buenas notas y eso dice mucho de ti, y segundo por la forma que tienes de ayudar a Malcom Johnson con los deberes del cole. No te das ni cuenta pero le estás dando clase, y la verdad es que lo haces muy bien.

La discreción con la que Isobel había seguido mis movimientos me demostró lo despistado que era. Había vivido todos esos años en mi mundo sin prestar atención a lo que tenía a mí alrededor. Lo que decían de que las chicas maduraban antes que nosotros era cierto, al menos en el caso de Isobel.

—Le voy a pedir a tu madre que me deje venir a trabajar a tu casa. Así la mía podrá descansar un poco. Y de aquí a unos años, cuando ya sea profesora, trabajaré en el colegio del pueblo para poder retirar a mi madre.

—Tú tampoco conociste a tu padre, ¿verdad? —le pregunté directamente como si diera por hecho que compartíamos la misma desgracia.

Ella me miró sorprendida al ver el giro inesperado que le había dado a la conversación.

—¿Qué quieres decir con “tampoco”? Tu padre no murió en la guerra y tú sí que tuviste la suerte de conocerle, aunque solo fueran unos años —me dijo sorprendida.

—Tienes razón —dije con una sonrisa forzada para disimular mi torpeza. Al menos ¿sabes qué le pasó y dónde murió?

—Claro que lo sé —contestó frunciendo la frente como si le hubiese ofendido la pregunta—. Hoy hace quince años que debería haber muerto, pero lo hizo un día después de ver a Charles de Gaulle hacer su primer discurso el catorce de junio en Bayeux. Tuvo muy mala suerte. Desembarcó en Gold Beach en la primera oleada. Sobre las seis y media de la mañana ya pisó tierras francesas. Lo que resultó ser un milagro fue lo que acabó con su vida.

—¿Qué quieres decir?

—Logró salvarse de aquella matanza con solo un par de heridas. Pero había tanta muerte a su alrededor que ni siquiera se prestó atención. Siguió luchando con su regimiento hasta que liberaron Bayeux al día siguiente del desembarco. Cuando por fin las tropas se dieron su primer respiro se dio cuenta de lo débil que estaba. Murió en el hospital de esa ciudad de una septicemia.

Al ver mi cara de interrogante supo que era la primera vez que oía aquella palabra.

—Una septicemia es una infección muy grave que se expande rápidamente por todo el cuerpo y es mortal. Si se hubiese encontrado peor quizá lo hubiesen atendido y ahora estaría vivo —dijo agachando la cabeza.

Yo me acerqué a ella para cogerle de la mano. Ahora que recuerdo aquel momento soy consciente de que nada sucede por casualidad. En el fondo el destino tiene su plan secreto aunque nosotros no lo entendamos en un principio. El 6 de junio de 1944 la vida de nuestros padres se cruzó con un fin al igual que lo hizo la nuestra.

—¿Y cómo supisteis lo que le ocurrió? —le pregunté sorprendido.

—Por las cartas que escribió a mi madre. En la última que recibió escrita por él le pidió que me llamara Isobel y si nacía un niño, que le pusiera su nombre, Gareth. Un mes más tarde, mi madre recibió una carta del hospital en la que le confirmaban su muerte. Creo que una de las monjas que lo cuidó fue la que nos escribió.

—Supongo que tu madre te habrá explicado cómo era, ¿no? —pregunté mientras soltaba su mano y me alejaba discretamente de ella.

—Por supuesto. Le conozco como si hubiese vivido con él. Me siento muy orgullosa de mi padre. Sus fotos son mi mayor tesoro. Sé que fue un valiente que luchó por defender a su país. He leído sus cartas tantas veces que ya me las sé de memoria. Incluso en mitad de la batalla no dejó de ayudar a sus compañeros. Imagínate que hasta salvó a un soldado al que todos daban por muerto. Recuérdame algún día que te enseñe la foto que se hizo con él. Al oír sus palabras, algo en mi interior despertó. ¿Y si por aquellas casualidades del destino, el primer amor de mi madre aún viviese? La miré directamente. El azul cielo de sus ojos me tranquilizó tanto que estuve a punto de confesarle mi descubrimiento, pero finalmente no lo hice. Preferí seguir con la conversación.

—¿Dónde está enterrado?

—En el cementerio que construyeron para los nuestros en Bayeux. Dicen que es muy hermoso, que parece un perfecto jardín británico con sus árboles y un césped verde como si estuviera siempre recién cortado. En la entrada han construido un monumento con una inscripción que demuestra lo orgullosos que somos.

—¿A qué te refieres?

—“Nosotros, que una vez fuimos conquistados por Guillermo, liberamos ahora la patria de nuestro conquistador” —dijo con voz solemne.

—¿Guillermo? —pregunté otra vez a la espera de una nueva reprimenda.

Isobel me miró con la boca abierta. Supongo que no daba crédito a mi ignorancia en temas históricos.

—¿Robin Hood? ¿Normandos y sajones? ¿No te suena nada? —dijo sorprendida pero sin querer entrar en el tema—. Creo que fue idea de Churchil desembarcar en Normandía para saldar las deudas que teníamos pendientes con ellos. Otro día te lo explicaré, ¿vale? —dijo al ver mi cara de desconocimiento—. Pienso trabajar sin descanso hasta que pueda reunir el dinero suficiente para visitar el cementerio y llevarle flores a mi padre.

Aquellas palabras me encogieron el corazón. “¿Y si Elwyn también estaba enterrado en aquel cementerio?”, pensé. Mientras la miraba sin saber qué decir, tuve la certeza de que la vida de Isobel y la mía habían transcurrido por caminos paralelos hasta que el destino nos unió en ese día por algún motivo que en ese momento aún desconocía.

—Yo te llevaré, te lo prometo —dije con el total convencimiento de que algún día cumpliría mi promesa.

Isobel me miró sorprendida pero con una luz en su mirada que denotaba la alegría que le había supuesto aquella afirmación. Cuando vi que sus ojos se empezaban a nublar, intenté animarla.

—Tu padre tuvo que ser un héroe —le dije con entusiasmo—. Si has leído tantos libros de historia, debes de conocer un montón de anécdotas de la guerra. ¿Me explicas alguna?

—Por supuesto —dijo con una sonrisa de satisfacción—. Hay una que es la que más me gusta.

—Soy todo oídos —dije mientras me acomodaba en el sofá.

—Cuando te la cuente, verás como tú también te sentirás orgulloso de ser escocés.

Nuestra conversación le había hecho olvidar las heridas de su cuerpo. Se la veía feliz, pero no tan solo por hablar de su padre y de las historias que le fascinaban sino, como sabría al cabo de un tiempo, por disfrutar de mi compañía. Isobel empezó a relatar aquella historia como si me estuviera contando un cuento.

—Sobre las ocho de la mañana del día D, el General Lord Lovat desembarcó en Sword Beach con dos mil hombres a su cargo. Su misión: enlazar con las unidades de la 6ª División Aerotransportada que habían descendido en planeadores y paracaídas durante la noche anterior.

—Pero ¿cómo sabes que era la 6ª División Aerotransportada? —pregunté con cara de asombro.

Isobel me miró con cara de enfado.

—Ya te he dicho que leo libros de historia. ¿Quieres que te cuente lo que pasó o no?

—Claro que sí —contesté educadamente.

—Pues entonces calla y escucha. A todos sus hombres se les identificaba rápidamente. A diferencia del resto de los soldados ninguno llevaba casco sino boinas verdes. Que machotes que eran ¿verdad?

—Por supuesto, y lo seguimos siendo —dije con una sonrisa.

—Ya lo creo. Pero tú no sabes lo mejor y es que cuando se iban acercando con las barcazas a la orilla, se levantaban y gritaban a los alemanes: “¡Aquí, estoy aquí! ¿No me ves? ¿Quién te ha enseñado a disparar? ¿Tu madre?”. Y cuando las bombas caían al lado de las barcazas se levantaban y se reían de la mala puntería que tenían y así todo el rato hasta que llegaron a la playa. En fin, que me hubiese gustado verlo, la verdad. Cuando llegaron a la orilla se encontraron con la primera oleada de soldados inmovilizadas por los alemanes. Sus comandos, al son de las gaitas, avanzaron a través de las líneas de infantería hasta que derrotaron a las ametralladoras alemanas. La playa ya estaba conquistada y el camino libre, ahora solo les quedaban por delante diez kilómetros que debían de recorrer en apenas tres horas y media. Si querían llegar a tiempo no podían permitirse tropezar con los alemanes, así que eligieron, astutamente, una ruta alternativa. Los comandos avanzaron a través de setos, atravesaron alambradas y cruzaron fosas antitanques. Y ahora viene lo mejor. Al toparse con un campo de minas prefirieron atravesarlo antes que perder tiempo en un largo desvío.

—No me lo puedo creer —dije con la boca abierta—. ¿Y la atravesaron?

—Por supuesto.

—¿Y no pisaron ninguna mina?

—Si lo hicieron en los libros no dicen nada así que vamos a pensar que no. Sobre las doce del mediodía, Lord Lovat y sus hombres se aproximaron al punto de encuentro. La 6ª División Aerotransportada llevaba luchando más de doce horas. Las fuerzas y la munición de aquellos hombres estaban llegando a su fin. Pero entonces empezaron a oír a los lejos el sonido de las gaitas. Sobre la una de la tarde los vieron llegar mientras tocaban Blue Bonnets over the Border. Aquella música hizo olvidar a los soldados donde se encontraban. Empezaron a saltar, a gritar, a abrazarse y a correr hacia sus salvadores ante los ojos atónitos de los alemanes, que no entendían lo que estaba ocurriendo. Antes de regresar al combate unidos, Lord Lovat se dirigió al coronel al mando y echando un vistazo a su reloj, dijo con voz tranquila: “Siento haber llegado con unos minutos de retraso”.

Isobel empezó a aplaudirse con una sonrisa de satisfacción y yo me uní a ella con una carcajada. Qué hombre debió de ser Lord Lovat, pensé. Aquella historia me entusiasmó y me hizo olvidar tan solo por un tiempo mi otra realidad.

—Caramba, no tenía ni idea de esta historia, pero tienes razón, los escoceses somos únicos —dije con orgullo—. El lunes, al salir de clase, si no te importa te acompañaré a tu casa para que me enseñes esos libros y las fotos de tu padre. Me gustará conocerle.

Isobel no dijo nada, simplemente me miró con una sonrisa y un suspiro que no me pasó desapercibido. Fue como si finalmente hubiese conseguido lo que llevaba tiempo esperando. Aquel día empezó nuestra amistad.

Mi madre regresó a casa al cabo de una hora que transcurrió como si solo hubiesen pasado unos minutos. La compañía de Isobel me embrujó de tal forma que me hizo olvidar que el mundo seguía existiendo fuera de las paredes de mi casa. Al oír la puerta de entrada nos levantamos del sofá a la vez como si nos hubiesen sorprendido haciendo algo incorrecto. Acudimos al recibidor al encuentro de mi madre para ofrecerle nuestra ayuda, pero ella, después de darnos las gracias, se negó en redondo. Cuando la miré supe que buscaba soledad. Isobel se quedó de pie en el recibidor frente a la vela que se consumía despacio al lado de la foto de mi padre y me miró extrañada. Desoyendo la petición de mi madre, la acompañé a la cocina para ayudarla a guardar la compra. Isobel nos siguió y se sentó junto a la mesa.

—Sra. McCoolant, ¿murió su padre en el desembarco de Normandía? —preguntó con curiosidad.

Mi madre no fue capaz de girarse para mirarla. Siguió guardando la compra como si no la hubiese oído. Al cabo de unos segundos en los que supe que no podía responder a aquella pregunta, salí en su ayuda.

—No. Mi abuelo murió en Dunkerque. Si lo preguntas por la vela, es una costumbre que tiene mi madre. De vez en cuando la enciende en recuerdo de mi padre.

Mi madre se giró muy despacio para mirarme de reojo. Estaba llorando pero con su sonrisa supe que me daba las gracias. Me apresuré en guardar todo lo que había comprado. Tenía que sacar de allí a Isobel para que mi madre tuviera la soledad que necesitaba ese día.

Aquel seis de junio representó un antes y un después en mi vida. No solo por todo lo que descubrí en el diario de mi madre, sino también por lo que empezó entre Isobel y yo.

Aunque Geena llegó a casa bien entrada la noche, todos quisimos esperarla despiertos. Sus facciones denotaban el cansancio de su larga jornada laboral pero eso no fue inconveniente para que corriera al encuentro de su hija y la abrazara con mucho cuidado de no lastimarla. Mi madre preparó té para todos y unas galletas que saboreamos en el salón, mientras Isobel le explicaba a su madre lo bien que lo había pasado conmigo y con Betty. Geena sonreía al ver que su hija estaba feliz y no pensaba, de momento, en las secuelas que le quedarían de aquel fatídico accidente.

No había transcurrido más de media hora cuando decidimos ir a dormir. El día había sido demasiado largo para todos. Cuando nos dirigimos escaleras arriba hacia los dormitorios mi corazón empezó con su particular carrera, al ver que se acercaba el momento de regresar a la buhardilla. Después de darnos las buenas noches en el rellano cada uno se dirigió a su dormitorio. Madre e hija caminaron abrazadas hacia una de las habitaciones de invitados pero antes de desaparecer tras la puerta, Isobel se giró hacia mí para regalarme una sonrisa que consiguió ruborizarme. Mi madre sonrió al ver el color de mis mejillas. Se acercó a mí, me abrazó y me besó con la ternura que era habitual en ella, pero esta vez se me quedó mirando como si quisiera decirme algo. Sé que intentó hablar pero finalmente no lo hizo. Yo traté de sonreír pero creo que fui incapaz de disimular el remordimiento que me consumía por dentro. Me acarició el pelo y finalmente se dirigió a su dormitorio. Yo no me moví hasta que la vi desaparecer tras la puerta.

El recibidor se había quedado sumido en la penumbra de la noche. Miré escaleras arriba. Quería subir a la buhardilla cuanto antes pero debía ser cauto. Tenía que esperar un tiempo prudencial para asegurarme de que todas estuvieran durmiendo. Entré en mi dormitorio y encajé la puerta sin llegar a cerrarla del todo para evitar cualquier ruido. Me puse el pijama, me senté en la cama y esperé pacientemente mientras miraba el cielo estrellado a través de la ventana. Al cabo de un cuarto de hora los ojos me pesaban como dos losas. Me levanté de la cama porque sabía que si me tumbaba acabaría durmiéndome. Froté enérgicamente la cara con las manos mientras caminaba hacia la ventana y una vez allí acerqué la mejilla al cristal para conseguir que el frío me despertara. Los ojos me seguían pesando pero la ansiedad me apremiaba a retomar el camino que había emprendido esa misma mañana. Con sumo cuidado saqué del armario una linterna. Mi llavero ya estaba en el bolsillo del pijama. Cogí la manta pequeña que cubría la parte baja de la cama, me envolví en ella y empecé a caminar. Después de encajar la puerta de mi dormitorio con el mayor sigilo posible, miré el recibidor. Todo estaba en calma. No quise encender la linterna así que esperé a que mis ojos se acostumbraran a la penumbra. Finalmente conseguí ponerme en marcha sin romper ni la luz ni el silencio de la noche. Mi única preocupación era el crujir del suelo de la buhardilla. En el último tramo de escaleras encendí la linterna. Cuando finalmente llegué, me sorprendió encontrar la puerta abierta de par en par pero la tensión del momento me impidió recordar si la había cerrado o no esa mañana. Me quedé en la puerta petrificado como si hubiese visto la cara de Medusa. Nunca antes había subido allí de noche. En el exterior, el sonido de los árboles meciéndose al compás de un viento agitado me hizo temblar de frío pero en realidad, aunque no lo quise reconocer en ese momento, no era solo frío lo que sentía. La única ventana que había era demasiado pequeña para que entrara la suficiente luz que iluminara toda la estancia. Tan solo se veía con claridad el centro de la habitación pero el resto quedaba sumido en la oscuridad. Ni siquiera me atreví a dirigir la luz de mi linterna para echar un vistazo general, porque tenía la extraña sensación de que me estaban observando. Aunque conocía perfectamente lo que había en cada rincón de esa habitación, ahora parecía como si fuese el escondite perfecto para cualquier intruso. Me tuve que repetir varias veces que estaba solo para armarme de valor y entrar, pero cuando fui a dar el primer paso pensé que era mejor regresar de madrugada. No me lo pensé dos veces. Me giré decidido a volver a mi habitación pero cuando estaba bajando las escaleras me avergoncé de mi cobardía. Volví a subir y sin querer mirar nada de lo que me rodeaba, me dirigí directamente hacia el baúl con la mirada fija en el suelo. Más que caminar, deslicé los pies para no hacer crujir la madera. Cuando mi linterna iluminó el baúl casi me quedé sin respiración. Estaba abierto. No tenía la menor duda de que lo había cerrado por la mañana para dejarlo tal y como lo encontré. Mi corazón empezó a latir como si hubiese perdido el control sobre sí mismo. Lo que me esperaba era encontrarlo cerrado con el candado, por eso traía mis llaves. Por la tarde habría jurado oír a mi madre subir a la buhardilla. Pensé que lo había hecho para cerrarlo. ¿Por qué ahora estaba abierto? ¿Acaso me estaba dando permiso para que leyera su diario? No sabía qué hacer. Mi pesada respiración rompía el silencio de la noche. No me atrevía a mirar ni a derecha ni a izquierda y mucho menos a mi espalda. ¿Estaba mi madre escondida en algún rincón? Durante unos segundos valoré la idea de preguntar en voz alta: “¿mamá, estás aquí?” pero finalmente no lo hice. Cerré los ojos y me dije “adelante”. Me acurruqué bajo mi manta como si pudiese desaparecer dentro de ella. Alargué mi mano temblorosa hacía el baúl y saqué el primer cuaderno. Me senté en el suelo con las piernas cruzadas y sin poder controlar el temblor que sacudía todo mi cuerpo retomé la lectura allí donde la dejé esa misma mañana.

El 25 de junio de 1944 marcó un antes y un después en la forma de escribir ese diario. De anotar frases cortas, sentimientos y hechos concretos, pasó a convertirse en lo más parecido al relato de una vida. Mi madre ya no quería tan solo recordar momentos, ahora lo que pretendía era conservar cada detalle de lo que había vivido.

Las primeras palabras de aquella historia me hicieron olvidar lo aterrado que estaba.

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