Читать книгу Cafiche de mi corazón - Iskra Pavez Soto - Страница 7

Nuestros cuerpos/Carpeta: Enviados

Оглавление

De: ivana.parraguez@hotmail.com

Para: luchoazul.cardenas@hotmail.com

16 de octubre de 2005 a las 10:23

Asunto: Nuestros cuerpos.

Ayer te escribí un mail laaaaaargo para recordar nuestra historia desde sus inicios, pero se me borró y no alcancé a enviarlo. ¡Me dio tanta rabia! Decía algo así como esto:

Ahora que estoy lejos, siento que te amo más. Quisiera que estuvieras aquí conmigo, en mi piso de Barcelona y no allá en Colina, a más de diez mil kilómetros de distancia.

Siempre me acuerdo del día en que te conocí: con un grupo de voluntarios de la parroquia fuimos a hacer colonias urbanas al paradero 40, a la población Claudio Arrau, departamentos fiscales recién entregados. Nos habían dicho que los niños no tenían vacaciones, porque sus papás debían trabajar, entonces, se quedaban solitos todo el día. Primero pasamos por las casas inscribiendo y al otro día nos juntamos en la cancha de la Rosita Renard (en ese tiempo era una plaza y ahora es un basural), les pintamos las caritas y pusimos música. De repente llegaste a preguntar que qué estaba pasando. Te contamos y dijiste que ustedes tenían sus propios grupos de acción social y no necesitaban que unas niñitas cuicas fueran a hacer caridad (ahí me enamoré de ti). Te dije que no éramos cuicas, que vivíamos en Las Águilas y que solo hacíamos lo que Cristo hubiera hecho en nuestro lugar (ahí te enamoraste de mí).

Ese verano pudimos hacer las colonias urbanas con la condición de que Los de Abajo, tu club deportivo y social, también participara. Después de trabajar todo el día en la Peto, de sol al sol como temporera, me iba al 40 y cuando llegaba tenías todo organizado. Nos poníamos a jugar con los niños y les dábamos once con las ayudas de la JUNAEB o de la Vicaría.

Me acuerdo que una tarde nos pasamos a La Ponderosa por debajo de la pandereta, a través del canal de mi casa, nos bañamos todo el día en la piscina y después salimos por la puerta principal, como si nada. Otras veces, íbamos a bañarnos al río Colina (cuando todavía tenía agua), a los pozones de La Comaico o a las compuertas de Peldehue. Lo mejor era cuando el padre Charles nos llevaba en su furgón a la piscina del Carvajalino de Esmeralda, me gustaba ese lugar porque estaba lleno de árboles milenarios. Cuando no había nada mejor, ustedes abrían el grifo de la Rosita Renard y nos bañábamos ahí tomando sol en unos colchones viejos. Qué cuma, je, je. Te recuerdo flaco, pelito largo, jeans gastados, zapatillas Adidas y tus infaltables poleras de Nirvana.

Cuando volvimos a clases en marzo, en la tarde nos juntábamos a tomar la micro en Mapocho o nos veíamos en la misa de las ocho y a la salida nos quedábamos conversando afuera de la parroquia. En esos encuentros cambiábamos el mundo y soñábamos con lo que íbamos a hacer cuando fuéramos grandes. También se quedaban los chiquillos, como el Feo o la Mary y hasta el padre Charles salía a hablar un ratito; una vez me dijo que no estudiara tanto, porque iba a dejar de creer.

Mis compañeras del colegio me decían que el hombre tenía que ir a dejar a la mujer, pero yo me creía moderna y te iba a dejar al 40. De vuelta tomaba un colectivo a mi casa o me iba caminando; además, no podías entrar a Las Águilas, porque los hueones del Colo te tenían amenazado.

No queríamos separarnos. Los fines de semana pasábamos jugando con los niños en las actividades de las colonias urbanas. Yo era feliz, aunque, ahora, a la distancia, me parece increíble que pasáramos tantos meses juntos sin darnos siquiera un besito, en plena adolescencia. Personalmente, me encantaba ese ritmo lento y profundo de nuestro vínculo. Le decía a la Mary que eso lo hacía especial. Te encontraba el mino más rico del 40, de Colina y del mundo; hubiera pasado toda mi vida así, compartiendo mis días contigo.

Durante harto tiempo nos dimos puros besos. Me acuerdo una vez que apostamos si éramos capaces de besarnos todo el camino (de Mapocho a Colina). Íbamos por la Panamericana al fondo de una micro llena, y se hacían tacos. Nos demoramos caleta, así que nos dimos un beso laaaaargo mientras todo el mundo nos miraba; quería parar, pero no me dejabas y me mordías los labios para que siguiera pegada a ti. En La Corvi nos detuvimos y ahí nos dio un ataque de risa, parecíamos locos, estábamos locos de amor.

Cada día que pasaba, sentíamos más ganas de hacerlo, pero creíamos que era pecado y queríamos ser la pareja más católica de la parroquia de Colina. ¿Te acuerdas cuando fuimos a la caminata de Los Andes y nos confesamos con un cura que nos dijo que, si nos amábamos de verdad, lo hiciéramos nomás, pero sin condón, porque si dios quería enviarnos un hijo, debíamos aceptarlo?

El deseo crecía cada día más, incluso contra nuestra propia voluntad. En las noches, nos quedábamos en el sillón de tu casa, viendo películas hasta tarde, con la luz apagada. Una vez nos pilló tu mamá y nos tiró el medio discurso sobre la castidad de las parejas católicas, decía que si queríamos hacer algo teníamos que casarnos.

Me sentía culpable y me pasaba confesando, pero era obvio que nos queríamos. ¿Podía ser pecado nuestro amor? Yo te dije que quería hacerlo, que deseaba que tú fueras el primero en mi vida y yo ser la primera en la tuya; tú decidiste que no, porque querías llegar virgen al matrimonio. Al final, aceptaste, pero no teníamos dónde, entonces nos fuimos a acampar a El Bosque del Litre. Habíamos ido allí con tu club deportivo y era un lugar tranquilo, lejos de Colina, con árboles nativos, un río y ese aire de precordillera.

¿Te acuerdas cómo fue nuestra primera vez?

No quiero que se me olvide nunca, por eso voy a contártelo como si no lo supieras: fue el día que detuvieron a Pinochet en Londres, así que todo el mundo andaba en otra y nadie se dio cuenta. Nos juntamos en la misa de las ocho. Después nos fuimos al Montse y tuve que comprar condones en la farmacia, porque a ti te daba vergüenza. Nos mirábamos todo el rato con complicidad. Tomamos la micro del Turco y nos bajamos en la entrada del Fuerte Arteaga, caminamos por la carretera tomados de la mano y en silencio. Llegamos a El Bosque del Litre como a las nueve de la noche, hicimos una fogata, cantamos, comimos papas fritas y tomamos vino en caja, después nos tendimos a mirar las estrellas y a pedir deseos. Cuando me explicabas las constelaciones, te pregunté por tu infancia y me contaste que habías vivido en la población Juan Antonio Ríos de Conchalí, luego escribimos en mi agenda un pacto de amor: íbamos a estar siempre juntos, for ever, y lo firmamos.

Armamos la carpa y con la luz de la linterna nos sentamos de frente sobre los sacos de dormir, nos sacamos la ropa con calma, sin dejar de besarnos, nos acariciamos y nos frotamos. Me sentía lista para que entraras en mí y te quedaras allí eternamente. Te pusiste el condón y me preguntaste si lo hacías, te dije sí, ven, unámonos en cuerpo y alma; lo hiciste despacio primero, preguntando todo el rato si me gustaba y si lo estabas haciendo bien y me pediste que te avisara si sentía dolor.

Tenía miedo de que me doliera la primera vez, recordaba las palabras de mis compañeras que decían que habían sangrado, pero que igual era rico, y empecé a imaginarlas con sus pololos; no podía creer que ahora estuviéramos haciéndolo.

Me gustó sentirte adentro, era como si estuvieras unido a mí desde las entrañas de mi ser. Empezaste a moverte más rápido y te dije que siguieras, pero lo hacías más fuerte, ya no me preguntabas. Ahora te confieso que me dolió un poquito, porque había perdido excitación, no estimulabas mi clítoris y yo tampoco. Acabaste, te echaste pa’trás y te quedaste dormido. Mientras te hacía cariño y miraba tu pelito largo y tus labios gruesos, comprendí que te amaba y, en un acto performativo, te nombré mi príncipe.

Después de esa primera vez, nos pusimos a culiar a cada rato y en cualquier parte, era incontrolable, al rato sentíamos culpa y nos íbamos a confesar. Una vez nos pilló mi mamá, pero no nos dijo nada, ¿te acuerdas? porque justo ese día había ganado Ricardo Lagos y andaba celebrando. Otro día fuimos a andar en bicicleta a la Reina Sur y descansamos un rato en Las Lechugas. Apenas nos mirábamos con esa complicidad, nos daban ataques de risa y calentura, y nos besábamos como si el mundo se fuera a acabar, entre los surcos, llenos de tierra.

Otra vez, fuimos a un retiro a la capilla de Santa Filomena. Mientras los chiquillos hacían la oración final, preparamos la once y empezamos a acariciarnos bromeando con las manos como cuando se tocan las paltas para saber si están maduras. Ahora que escribo esto, me parecen locuras totalmente normales que se hacen durante la adolescencia cuando empiezas a conocer el amor y el sexo, pero somos un país tan cartucho.

A veces usábamos condón y otras no. Iba a tomar pastillas, pero no me dejaste, porque tenías profundos conflictos morales en aceptar que nuestra vida sexual ya había comenzado. Recordábamos al cura de la caminata de Los Andes: si no podíamos aguantarnos, teníamos que hacer el amor como dios manda y aceptar su voluntad.

Seguimos creciendo de manera conjunta y, al mismo tiempo, cambiando; yo había empezado a estudiar en la universidad y tú a trabajar. Los fines de semanas ya no los pasábamos juntos: tú seguías en las actividades de tu grupo de acción social, mientras yo iba a un grupo feminista. Los horarios no encajaban y empezamos a discutir; te pedía que pasaras más tiempo conmigo, pero decías que no te paqueara. A veces terminábamos y me daban ataques de llanto, entonces llamaba a la Mary o al Feo y me consolaban. Al cabo de unos días, volvíamos y prometíamos que estaríamos juntos for ever. Así estuvimos varios años, hasta que me gané la beca.

Al principio fue bueno. Por un tiempo volvimos a amarnos como dos adolescentes, y contábamos los días que faltaban para mi partida. Ya me había ido de Colina, arrendaba un departamento en el centro de Santiago, así es que te quedabas a dormir conmigo. A veces discutíamos, cada vez más heavy, incluso con garabatos. Nunca antes había pasado algo así. Después te extrañaba por adelantado y volvíamos a juntarnos.

Siento que todavía te amo. Cuando pienso que no tendré tus abrazos por tanto tiempo, me pongo triste. Extraño que me hables de tu revolución, extraño tu voz grave que ahora vuelve a mis oídos como una caricia tardía. Deseo tocar tu pelito que he visto crecer durante años. Añoro tu cuerpo pegado al mío y poder amarte, mirándote a los ojos y que me digas que vamos a estar así, for ever.

El cuerpo es tan importante. Me siento unida a ti y tu cuerpo, eres un cuerpo en resistencia, al unísono, con tu alma, en conexión, y tu mente en movimiento, tú eres mi lucha social, mi amor es un panfleto. Digo que estoy lejos de ti, pero en realidad estoy lejos de tu cuerpo, porque seguimos unidos. Quisiera algún día estar tranquila y descansar junto a ti. ¿Cuándo llegará esa tranquilidad? ¿Tiene que haber esta distancia corporal para que llegue? A veces siento que no me vas a perdonar, aunque dices respetar mis decisiones. La culpa que siento es como un saco de arena que está arriba de mi cabeza y va a caer en cualquier momento, tú tienes el control remoto para hacer que caiga.

¿Experimentas algo parecido?

¿Te sientes abandonado, porque mi cuerpo no está en Chile? ¿Quién abandonó a quién?

Cuando abro el correo y no tengo respuestas de tu parte, siento que me has abandonado.

Cafiche de mi corazón

Подняться наверх