Читать книгу No tendrás casa en la puta vida - Ismael Llopis Navarro - Страница 6
ОглавлениеPrólogo a la segunda edición
Joaquín Fortanet
Hace quince años Ismael Llopis publicó una serie de fotografías y textos en un libro que se armaba en torno a un lema que había comenzado a estar presente en ciertos movimientos anticapitalistas: No tendrás casa en la puta vida. De alguna manera, con su mirada afilada e intuitiva, se sumó a una reivindicación que tenía que ver con el maltrato material a toda una generación de la que formamos parte y que veía cómo se le impedía el acceso al mercado laboral, a la vivienda y a una cierta estabilidad vital. Dicho rápido, asumimos que íbamos a hacer de la precariedad un modo de vida. Este libro tiene que ver con esa precariedad, con la cartografía vital en la que, quienes nacimos en las últimas décadas del siglo pasado, nos instalamos casi sin darnos cuenta, inevitablemente. Es un tema que, como es obvio, continúa siendo de una actualidad insalvable, de ahí la necesidad de que se reedite. Y es que No tendrás casa en la puta vida creo que tiene muchos aciertos que hacen que sea importante su reedición en unos tiempos en los que las nuevas respuestas a la precariedad pueden ser muy problemáticas.
Volvamos por un momento al 2004. La vivienda hacía tiempo que había dejado de ser un derecho para convertirse en un bien de mercado. El acceso al mundo laboral era casi impracticable. La bolsa de alquileres en las grandes ciudades era un zoco en el que cabían todas las malas artes de los comerciantes. Vimos pisos miserables que visitaban para alquilar más de 30 personas en cada turno. Agentes inmobiliarios que aseguraban que encima de un armario cabía una cama y eso se contaba como habitación extra. Dueños que aseguraban que alquilar un piso sin grifería ni célula de habitabilidad estaba a la orden del día. Corríamos hasta la moto para, yendo en contradirección por las aceras, llegar a la inmobiliaria antes que el resto y depositar la señal. Pero siempre llegábamos tarde. Sufríamos todo un mercadeo que asfixiaba y agotaba a quienes, armados de avales paternos y maternos, sumas de entradas y meses extras a las agencias, recorríamos la ciudad en busca de un techo en dónde meternos tres o cuatro a vivir. Pese a todo, éramos felices porque éramos jóvenes y porque teníamos paraísos artificiales y naturales con los que hacer trincheras. Pero la vivienda era un síntoma de una mercantilización de la vida entera que no vimos llegar. Tan sólo queríamos sobrevivir, vivir, salir, aprender. Y nos precarizamos sin pretenderlo, aprendiendo que no hay mañana, que no había futuro que imaginar, que sólo nos quedaba instalarnos en el presente para agotarlo. Las fotos de Ismael Llopis son una mirada al puro presente, a la inmediatez de las vidas que se instalan en el instante.
La crisis del 2008 agudizó esta precariedad material y la convirtió en algo existencial. Ya no la aplicábamos tan sólo a la vivienda, sino al trabajo, a las relaciones, a los proyectos, a las expectativas, al sentido de lo que hacíamos. Estudiábamos, escribíamos, cantábamos, pintábamos, hacíamos fotografías no porque resultaba útil para labrarnos un futuro o una marca, sino porque nos apasionaba, porque era el presente que queríamos vivir. Esto es importante. Las redes sociales apenas eran relevantes y nuestros actos no tenían un eco en la formación de nuestra marca personal. Las reglas eran sencillas. Actuábamos según nuestras creencias, pasiones e impulsos. No había ningún cálculo ni utilidad en la dirección que tomábamos. La mayor parte de las veces nuestras decisiones eran absurdas, pero, a veces, entre tanta inconsciencia, la vida daba giros intensos, tremendamente joviales. Nos reíamos como quien se ríe de estar vivo, con una extraña mezcla de felicidad y estupefacción que renuncia al mañana, como si el ahora fuese nuestro último verano. Nos reíamos, pero, al mismo tiempo, trazábamos redes de amistad en los que la risa solamente valía si incluía al otro. No había utilidad, no había mañana, pero existían las otras personas y nuestras pasiones las tenían en cuenta. Había jovialidad pero también una extraña moral cuyos imperativos tenían que ver con seguir las propias pasiones e incluir a las otras personas.
Decíamos que la crisis del 2008 agudizó la situación. Llevó la precariedad hasta el tuétano. Eso lo sabíamos. Pero, poco a poco, comenzó a extenderse algo que no detectamos. Oculta en la precariedad, se nos coló toda una batería de modos de existencia con los que no contábamos. Algunos lo han llamado la creación del individuo empresa, el individuo neoliberal. Sea como sea, baste decir que, sin darnos cuenta, la gente comenzó a asumir en su propia individualidad los patrones de la empresa. Nos convertimos en capital humano. En competitivos. Comenzamos a pensar que el único modo de hendir la precariedad, de hacerse con un futuro, era invertir en uno mismo, hacer cosas útiles, crearse una propia marca, cultivar esa marca, provocar la repercusión social de esa marca, hacerse publicidad, convertirse en mercancía. La extensión de las redes sociales es contemporánea de esos nuevos modos de conducirse que, desde hace unos años, se añaden a la precariedad vital y material que padecemos.
Ya no enviábamos a la mierda a determinadas personas, ese síntoma de gran salud vital. Ya no actuábamos según nuestras creencias o pasiones o, al menos, las modulábamos para encarrilarlas hacia la senda de lo útil, de la marca, de la empresa. Dejamos de hacer fiestas los miércoles a las 11 de la mañana, dejamos de ir a las ventanas de los amigos a las 2 de la madrugada con la moto rugiendo para despertarlos y hacernos un pitillo, dejamos de escribir cosas que no tenían salida, de pensar cosas que no tenían cabida, de relacionarnos con gente que no era nadie, de cuidar de los otros. Comenzamos a tomar apuntes. Nos decíamos que no pasaba nada, que nosotros no éramos eso. Pero se nos olvidaba que, precisamente, somos lo que hacemos. Nada más. Nos convertimos poco a poco, como las ciudades, en nuestra marca individual. Tiramos por la borda la jovialidad y la moral de ser quienes somos junto a otros. Fracasamos como generación volviéndonos cínicos, huraños, cobardes, exitosos, aislados. El 15-M quizá fue el último grito contra todo este entramado, un grito coral, moral y jovial que fue devorado.
Pero No tendrás casa en la puta vida, en un nudo paradójico, nos habla también de ese momento en el que éramos libres. Hablamos no de esa libertad de hacer lo que nos de la gana, tomarnos dos cañas, tener tres amantes, escribir cuatro libros, ocultar la verdad y desdecirnos a conveniencia. Sino de ese momento en que éramos con los otros. Cuando no teníamos importancia y lo importante eran las personas que nos tejían, las pasiones y lecturas que nos atravesaban y el modo en que pisábamos el tiempo. Si observamos las fotos de Ismael nos encaramos a personas joviales, pero también tristes, serias, graves, apesadumbradas. Personas que no miran al futuro ni a sí mismos, sino a su instante, con sus piedras, baches y suciedad. Personas de verdad que no se dejan reducir a personajes.
Hoy en día, las nuevas respuestas a esta situación han tomado diferentes caminos, pero han asumido hasta lo más hondo la mercantilización del uno mismo y el individualismo. Básicamente, podemos ver dos respuestas aspiracionales contra las cuales el libro de Ismael Llopis protesta. La primera la podemos llamar la vuelta al pueblo. La segunda, la reivindicación del derecho a la piscina. Ambas giran en torno a un mantra que vendría a ser que nuestros padres y madres vivían mejor que nosotros. Que queremos vivir, al menos, como nuestros padres y madres. Olvidan, de manera escandalosa, que los rostros que fotografía Ismael Llopis nos dicen precisamente lo contrario, que están ensayando modos de vida diferentes a los de sus padres y madres. Que, quizás, vivir mejor es algo diferente y más amplio. Para lograr vivir como sus padres o madres las respuestas actuales son o bien volver al pueblo, en una especia de realización nostálgica de un pasado idealizado o reclamar los medios materiales mediante la puesta en marcha de la maquinaria mercantil del uno mismo para lograr un adosado con piscina, aspiración final y marca de éxito que se identifica con una vida mejor.
Estamos, así, entre el pueblo y la piscina. Como si nuestras vidas acabasen en la opción de volver a los lugares de los cuales salimos o en la opción de lograr el éxito que nos venden: la piscina. En cuanto la vuelta a lo rural como salida a la precariedad, Ismael Llopis nos muestra en sus fotografías y los textos que la acompañan que no hay ninguna nostalgia en el ensayo de vida que realizan sus protagonistas. Volver al pueblo de los ancestros no es otra cosa que idealizar los cuentos de la infancia, de la adolescencia, intentar restañar la herida del tiempo instalándose en ese lugar que no es sino el tiempo de la niñez. Se trata de soluciones propias de un mundo que ya no existe. Nos marchamos a las grandes ciudades para desarrollar nuestra extraña legitimidad, nuestras diferencias, para probar hasta el extremo hasta dónde estirar esa fuerza que guiaba nuestros modos de vida.
Por otro lado, anhelar la piscina implica realizarse como clase media aspiracional en una vida mercantilizada. La piscina es el éxito de la marca propia. No hace falta realizar una crítica profunda de la piscina. Es suficiente con volver al relato de Cheever El nadador. La piscina es la utopía neoliberal. Pero, en el relato, Cheever nos muestra cómo Neddy Merrill, un domingo cualquiera después de beber demasiado, siente la imperiosa necesidad de evasión y comienza una fuga atravesando las piscinas de sus vecinos, en lo que parece una verdadera huida de los complejos residenciales de la clase medio-alta estadounidense. Resulta una fuga infructuosa, porque las piscinas no acaban y porque el tiempo comienza a pasar velocísimo. Pasan las estaciones, los años, pero las piscinas no tienen fin. Después, sólo espera la muerte. De todo se sale, menos de las piscinas. Porque se convierten en un destino, porque la vida acaba ahí.
La vida acaba en el pueblo, que es el pasado, y acaba en la piscina, que es el destino. Entre pasado y futuro sólo nos queda el presente. Lo que creo que Ismael buscaba con su objetivo de 55mm. es, precisamente, la belleza de nuestro presente que es, en cierto modo, la belleza honesta de nuestro fracaso. Una belleza que es moral, analógica y jovial, la de un tiempo en el que fuimos con los otros. De la que podemos aprender que la verdadera moral y felicidad tienen que ver con hacer cosas que no sirven porque precisamente, esas cosas, no sirven a nadie. Ni a nosotros mismos. Pero, por eso mismo, tejen un mundo común, diferente, más libre, más justo, más jovial. Necesitamos esos mundos comunes, necesitamos esa belleza analógica que tiene todavía algo de verdad, necesitamos no tener casa en la puta vida para armarnos de futuro de nuevo.