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ОглавлениеPRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
DESENTERRANDO LAS MEMORIAS PERDIDAS
El cielo empezó a nublarse ya bien entrada la tarde, y ese día llovió durante toda la noche. El cantar a lo lejos de unos gallos le daba la bienvenida al alba, mientras un nuevo día comenzaba entre nieblas, por las colinas del volcán.
Era uno de esos días grises, y en aquel ambiente hostil se podía sentir la humedad hasta en los huesos; era uno de esos días que es mejor no salir de casa, de esos días que a los poetas les inspiran sus poemas melancólicos.
Salí de casa a eso de las nueve de la mañana, aún se podía sentir el suave rocío rezagado que seguía cayendo como ave de mal agüero.
Crucé a grandes zancadas, bajo una ligera llovizna, el valle que nos separaba de la gran casa. —Así llamábamos todos los empleados a la finca del patrón—. Era una hermosa casa, tenía un espléndido jardín y una fuente dando la bienvenida en la entrada principal. La fachada parecía una de esas antiguas postales que alguna vez me mostró el patrón, de cuando aún vivía en Barcelona.
Parecía un día interminable, las horas pasaban lentas, y poco a poco la tormenta volvió a resurgir, esta vez con más fuerza. Se convirtió en una tormenta horrible, de esas que ponen los pelos de punta, de esas que una cree que es el fin del mundo. Se cerró hasta el punto de que me fue incapaz el regresar a mi casa aquella noche. Fue hasta el día siguiente que, con los primeros destellos de claridad, salí corriendo a ver a Carmen.
La casa en la que vivíamos era propiedad del patrón, como todo lo que se encontraba en varios kilómetros a la redonda de su finca. Yo vivía con Carmen, mi hermana menor. Ella era todo cuanto tenía, nunca nos separábamos, éramos como uña y carne. Nunca dejó de ser mi niña, no obstante, ya se había convertido en toda una mujercita, a pesar de que yo me negara a reconocerlo. Quizás nunca comprenderé los caprichos de la vida, esa vida que a veces la veo con apatía por lo injusta que ha llegado a ser con nosotras.
Carmen estaba esperando un hijo del patrón, por ello nos dejaba vivir en una de sus casas.
Desde que había quedado embarazada, muy pocas veces la fue a ver, y jamás lo escuche hablar de ella. Los días eran largos y angustiosos, vivíamos entre la angustia y la incertidumbre de no saber que nos deparaba el destino. Reinaba un ambiente de miedo, la consternación se apoderaba de todos. Estábamos en una etapa muy dura, mucha gente yacía muerta y otros tantos que desaparecían. La dictadura del general Martínez no hacía más que empezar. Desde que Carmen había quedado embarazada, la pobre sufría una decadencia como si la tristeza la devorara por dentro. Su alegría se fue apagando poco a poco. Hubo días, en los que llegaron a mí, pensamientos negros que se aposentaron en mi cabeza, aunque jamás me atreví.
No lo olvidaré nunca, fue una noche a mediados del mes de noviembre. Sentí un vacío en mi estómago y un leve dolor en mi pecho. A pesar del frio, las manos me sudaban y un ligero temblor hacia bambolear mi cuerpo. Sabía que Carmen ya estaba a punto de dar a luz y no podía dejarla sola; pero aquella noche entre la oscuridad, que solo se interrumpía con los relámpagos, no hubiese avanzado nada y también tenía un riachuelo que cruzar, y con la tromba que estaba cayendo, me iba a ser imposible regresar. Así que me resguardé a esperar que amaneciera.
Yo sabía que algo no estaba bien, lo podía sentir. Era un presentimiento que no me dejó pegar ojo en toda la noche y, efectivamente, a eso de las diez de la noche le empezaron las contracciones leves, que se fueron intensificando más y más, y que apenas le dejaban caminar con dificultad. Con mucho esfuerzo logró llegar hasta la cocina, calentó un poco de agua y se preparó un té de linaza, cogió las sábanas de mi habitación y todo lo que pudo, como ya antes le había explicado yo.
Era la noche cruda y tenebrosa, solo los relámpagos y el rugir de los truenos dejaban ver que aquella noche no era un espacio vacío del universo o del mismísimo infierno. El viento soplaba con fuerza golpeando las ventanas, muy pocas veces en mi vida he sentido el miedo que sentí aquella noche.
Mientras las horas pasaban, las cosas para Carmen empeoraban aún más. Las contracciones no cesaron y tras rezar tres padrenuestros y tres aves marías, se dejó a la voluntad de Dios. Sintió que moría, el aliento se le escapaba y su vida se deslizaba como las gotas de agua por el ventanal, sus gritos se confundían con el rugir del viento, eran gritos de agonía. Había entrado en un estado de inconsciencia; hasta el punto de desvariar. Con el resplandor de los relámpagos, creía ver la silueta de una sombra que la observaba atento detrás de la ventana.
Por fin, después de casi seis intensas horas de agonía, ocurrió el milagro de la vida. Entre la tormenta infernal y los gritos de Carmen llegó al mundo una diminuta criaturita que después parecería un ángel. Era un hermoso niño, nació a las tres de la madrugada de aquel húmedo mes de noviembre. Cogió las sábanas y el cuchillo que teníamos en la cocina, ella misma lo limpió y procedió a cortar el cordón umbilical.
Para cuando yo llegué a casa; como a las seis de la mañana, los llantos de un bebé me erizaron la piel, corrí aturdida hacia la habitación de donde provenían los llantos. Me quedé atónita, no daba crédito a lo que veía. Sábanas ensangrentadas por doquier. Cuanto más avanzaba más me imaginaba lo peor; como sucede en estos casos.
Solo después de asesorarme que Carmen y el bebé descansaban. Bajé en busca de la comadrona, para asegurarme de que los dos habían salido ilesos de tan angustiosa odisea. Su llegada fue para darle la enhorabuena por lo valiente que había sido Carmen, dijo que en su vida había visto persona tan valiente como ella.
Cuando la comadrona se alejó, después de ayudarme a enterrar la placenta en un descampado que quedaba detrás de la casa, yo entré y me fui a recostar en una hamaca, donde tardé un santiamén en quedarme dormida. Estaba tan cansada, que solo tenía fuerza para recordar cuando había irrumpido en la habitación y me había quedado boquiabierta.
Entre las sábanas, aún ensangrentadas, vi el largo cuchillo que guardábamos en la cocina. Lo había reconocido enseguida, un segundo más tarde me di cuenta de que algo se movía entre las sábanas, lo observé de hito en hito no sé por cuánto tiempo, hasta que me armé de valor y di unos pasos más, lo acogí entres mis brazos, lo limpié y lo acomodé en la cama. Enseguida me di cuenta de que Carmen no estaba en aquella habitación, corrí desesperada por toda la casa en su busca.
Por fin la encontré inconsciente al frente de una ventana entreabierta, que permitía que entrara la poca luz que se colaba por entre las nubes. La cogí como pude y la llevé a su habitación, junto a su hijo. Temblaba de frío y por ello me di cuenta de que aún seguía con vida. Una vez en su cama vi como su rostro se iluminaba con una sonrisa entre dientes y una mirada de felicidad, mezclada con el horror por la pesadilla que acababa de pasar. Entre el cansancio y el recuerdo de aquellas imágenes, hicieron que pasaran mil cosas por mi cabeza.
Cuando me desperté bajé a la cocina y le preparé un caldo para que recuperara fuerzas.
«Tranquila», le dije, «ya ha pasado todo, ahora descansa». Hubo que esperar a que pasaran tres días para que empezara a recuperar su semblante de fuerza y valentía que la caracterizaban, aunque jamás volvió a ser la misma. Tanto el bebé como ella evolucionaron milagrosamente, tanto que se encontraba con valor para contarme como había ocurrido todo, y de cómo no podía olvidar aquellas sombras que creyó ver que la observaban por las ventanas. Habló de las sombras, de las cuales yo no le presté mucha importancia, puesto que creí que fueron alucinaciones suyas, producto del impacto nervioso al que había estado sometida. Sin embargo, el bebé crecía cada día más y se volvía más fuerte.
Era tarde y la noche se abría paso. La luna empezaba a cobrar su derecho de interrumpir la oscuridad, con su luz azulada o más bien grisácea. Podía ver aquella señora bastante cansada, quizás por sus años, o por el dolor que le ocasionaban el traer a su mente viejos recuerdos, que le abrían dolorosas heridas. La interrumpió dándole una palmadita en el hombro y un beso en la mejilla, quizás porque de alguna manera se sentía culpable de verla así. Él la había obligado a que desenterrara sus memorias perdidas al preguntarle el por qué siempre estaba tan sola y si aún le quedaba algún pariente.
—Gracias por contarme esta historia. Pero es mejor que sigamos mañana, ya es tarde y usted necesita descansar.
Ella asintió con un ligero movimiento de su cabeza, y una mueca de sonrisa, disimulando la tristeza que le ocasionaba el recuerdo de los días de su juventud.
Él la acompañó hasta su habitación y, una vez más, dándole un beso en cada mejilla, se despidió.
—Buenas noches —le dijo.
—Igualmente, hijo —contestó doña Marta—. Hasta mañana, que descanses bien.
Doña Marta era una señora bastante extraña, pero a la vez adorablemente amable. En su rostro se dibujaban un montón de arrugas; su hermoso pelo blanco, que parecía de plata, le llegaba hasta la cintura. Había algo en su mirada aguileña que el pasar de los años la habían convertido en una persona capaz de ocultar un pasado lleno de desdichas por el capricho de la vida.
Con el rostro cansado y la mirada con semblante aristócrata, parecía leer a las personas como un libro abierto. Eso y sus gestos irónicos, lograban que cualquier persona se sintiera incomoda antes su presencia. Ello le hacía ganar muchos puntos a su favor al tratar de entablar cualquier tipo de conversación. Él quiso imaginarse todo cuanto le acababa de contar y de cómo sería el desenlace de tan interesante historia; pero Las mil y una noches le nublaron de espesa niebla su mente. Aún se sentía aturdido, se encontraba en un país totalmente diferente al suyo, se había adentrado en una ciudad donde no conocía casi a nadie. Pero dentro de él, resurgía un frenesí incontrolable, una necesidad insaciable por saber los vestigios de su pasado. Ello le había hecho cruzar todo el océano y embarcarse en su mayor aventura.
Era su misión personal, para ello contaba con muy pocas pistas. Solo tenía en sus manos una vieja dirección de una casa que nadie parecía recordar que hubiese existido y el nombre de un sacerdote que habría ejercido hacía más de treinta años en la catedral de la Virgen de la Paz, la patrona de la ciudad.
Hacía mucho calor, unos treinta y siete grados, más o menos. Aún no lograba acostumbrarse a su nuevo ambiente. Por momentos extrañaba todo lo que había dejado en Barcelona. Pero el encuentro con aquella misteriosa señora le era placentero, había algo que no lograba llegar a descifrar, parecía conocerla desde siempre.
—Qué extraño —pensó en voz alta, pero hizo caso omiso a sus pensamientos.
Vio su reloj, no era muy tarde. Solo marcaba las ocho treinta. Así pues, decidió indagar un poco adentrándose por una de las callejuelas de la ciudad que solo por coincidencia llevaba su mismo nombre: Miguel.
Corría el inseguro año 1971, cuando Miguel llegó a El Salvador.
Aún a sabiendas que las situaciones políticas en el país siempre fueron precarias, se adentró corriendo todos los riesgos. Sabía que era peligroso, pero el día que decidió averiguar de dónde venía, aceptó todos los riesgos, e incluso hasta fracasar en el intento. Empezó a caminar bajo la noche, solo con la luz de la luna azulada y el calor asfixiante. Se fue alejando con sus pensamientos. Dejando atrás la posada de doña Marta. Los rayos de la luna exhibían casi en total plenitud las torres puntiagudas de los campanarios de la catedral, por ello supo orientarse y dirigirse hasta la iglesia.
La posada de doña Marta se encontraba justo al costado de la catedral, solo era necesario recorrer unas callejuelas, y poderse parar frente a su fachada principal. Se dirigió por un callejón que creía sería el más eficaz en su trayecto, caminó varios minutos sin encontrarse tan siquiera con un alma viviente, le era extraño no encontrar a nadie a esa hora; él que estaba acostumbrado al bullicio y a las alegres y coloridas calles de Barcelona. Ahora era tan diferente, la ciudad en la que se encontraba le parecía fantasmal e incluso empezó a pensar en voz alta.
De pronto tuvo una extraña sensación, creía percibir que alguien lo observaba. Y aquella sensación se fue apoderando de sus miedos. Se detuvo delante de un lugar, que parecía un mercado, creyó escuchar voces que comentaban las ventas del día. Pero no prestó mucha atención y siguió su camino sin detenerse. Mientras se alejaba a pasos aligerados, descubrió a unos niños que recogían las verduras que aquel día no habían logrado vender. Después de aquellas escenas, empezó a parecerle una ciudad con vida.
Desde que había llegado de Barcelona no había tenido la oportunidad de conocer casi a nadie, a excepción de los que se encontraban en la posada de doña Marta, donde él alquilaba una pequeña habitación, que no eran muchos.
Sus pequeñas casas de tejados rojizos y angostas callejuelas se abrían como viejas heridas, era como una escena sacada de una novela que aún no se había logrado escribir, viviendo solo en las imaginaciones que aún no existían. Poco a poco se fue alejando de aquellos niños que parecían contentos terminando un día más de faena. Llegó hasta el parque Guzmán, ya no podía ver la catedral, ya que al levantar su vista solo divisaba las copas de los almendros que se alzaban frente a su fachada.
Se dirigió hasta el centro del parque donde descubrió a un ángel. Era una imagen bastante pequeña, parecía que era el guardián del parque, se quedó un momento absorto observando la diminuta estatua. Cuando otra vez sintió la misma sensación de que alguien lo observaba, esta vez escuchó unos pasos. Sí, efectivamente, eran unos pasos.
Seguido de los pasos, escuchó unas voces, corrió evitando hacer ruido. Se escabulló entre unas plantas, logrando llegar hasta unos árboles que le brindaban protección. Desde ahí podía ver a dos siluetas que se aproximaban. Era una pareja de jóvenes cuyos rostros no podía ver por la oscuridad. Se sentaron en uno de los asientos, parecían discutir algo pero no podía oír lo que discutían, hablaban como si ambos trataran de contarse secretos. Por su posición privilegiada a los jóvenes casi les era imposible que se pudieran dar cuenta de que allí había alguien. Con cautela se aproximó un poco más, hasta poderlos escuchar perfectamente.
—La verdad es que estos hijos de puta nos seguirán jodiendo siempre. Y seguirán haciéndose más ricos a costa nuestra, yo digo que ya es hora de ponerlos en su lugar. Ya basta de tantas barbaridades, ahora es el momento de actuar. Es la hora del golpe. Que ya empiecen a pagar un tanto de sus incontables crímenes.
Cuando escuchó lo que hablaban los jóvenes se dio cuenta de que era un asunto muy delicado, quiso retractarse. Pero ya era tarde. Aquellas palabras seguirían retumbando en su cabeza.
—No —contestó el otro—. Aún no. Tenemos que prepararnos más, de lo contrario nos pasará lo mismo que les pasó a los del treinta y dos. Y nuestro esfuerzo se esfumará quedando en vano. Tenemos que seguir los planes de Ismael, todo se hará a su debido tiempo.
Por un momento se arrepintió de haber tomado la decisión de escuchar aquella conversación. A su entender, planeaban un golpe de estado. O al menos eso fue lo que logró comprender. Decidió alejarse lo más silenciosamente que pudo, caminando en sentido contrario de dónde estaba su posible salida del parque, no le quedaba más opción si quería pasar desapercibido.
Al salir del parque fue a dar justo en la entrada principal de la catedral. Pero en ese preciso momento unas nubes empezaron a esconder la luna y la oscuridad se fue adueñando del lugar, era un poco supersticioso y la oscuridad le fue portadora de malos presagios. Se detuvo un momento tratando de orientarse, pero la oscuridad pertinaz, le bloqueaba toda visibilidad. Unos segundos después sus ojos se fueron familiarizándose con la tenebrosidad. Y enseguida empezó a planear cómo podía regresar a la posada, en aquella tenaz penumbra.
No podía apartarse de su mente tan desafortunada conversación que hacía tan solo un momento acababa de escuchar. Para cuando logró llegar a la posada, la noche estaba en todo su apogeo, entró sigilosamente y se fue directamente a su habitación. Empezó a desprenderse de toda su ropa y completamente desnudo se metió en la cama. Ya hacía tiempo que había aprendido un ejercicio de relajación que practicaban los adeptos del arte del fuego.
Extendió sus brazos en forma de cruz, cerró sus ojos y empezó a respirar profundamente para que el aire abriera paso entre su cuerpo, llenara los pulmones y despertara su alma. Pronto empezó a sentir cada parte de su cuerpo. Empezando por los pies y así sucesivamente cada parte de él, luego agudizó sus sentidos en los cuatro elementos, durante un largo rato, hasta que de pronto empezó a sentirse extraño, creyó levantarse y abandonar su cuerpo. Empezó a observarse a sí mismo. Solo era un cuerpo inerte tendido en la cama. Una corriente de aire y una sensación extraña, le invadieron. El cuerpo que observaba tendido en la cama permanecía inmóvil y totalmente ajeno a él.
De repente, se despertó y de un salto logró ponerse de pie. Su corazón estaba exaltado y se encontraba sudando. Tenía pánico de volver a la cama. Aquello para él era una experiencia nueva, nunca antes lo había experimentado. Pero su cuerpo estaba hecho trizas. Era como si viniera de un largo viaje, aun así tenía que dormir; aunque su consciente se negara rotundamente. Después de un largo rato por fin el cansancio venció la batalla y poco a poco se fue sumiendo en un pesado y profundo sueño.
Cuatro frondosos árboles de amate, entrelazándose como si trataran de fundirse en un profundo y eterno abrazo, lo arropaban con sus sombras. Y una sensación espeluznante, que hizo erizar su piel, se deslizó desde su interior. Esos árboles misteriosos, que pareciera que muestran las vísceras del mundo cuando salen al exterior, y dan esa sensación de repugnancia y escalofríos al observarlos, desde sus raíces que empiezan a arquearse.
Y cuanto más lo observaba; sus curvas trataban de forjar formas que su subconsciente trataba de descifrar. A veces lograba sonrisas, a veces caras de espanto. ¡En una rama de uno de ellos algo colgaba! Quería ir a investigar qué era, pero cuando intentó dar un paso, sus pies no respondían. No era capaz ni de mover una sola parte de su cuerpo que se había quedado aletargado, no era capaz de mover un solo dedo de sus manos. Su cuerpo pesaba como si fuera de plomo.
Quería averiguar qué demonios era lo que colgaba de la rama del amate, pero su cuerpo se negaba. Hasta los mismos árboles parecían tener vida y verlo con sarcasmo. Al ver que le era imposible moverse, después de hacer tanto esfuerzo, no le quedó más opción que tumbarse exhausto en el suelo. Su consciente se debatía con sus músculos y cuando por fin logró moverse, vio a doña Marta sentada en una de las grandes raíces que sobresalían de los amates. Estaba llorando desconsoladamente bajo la sombra que colgaba. Le empezó a gritar desesperadamente, pero no fue capaz de verlo, parecía que no era parte de su realidad. Luego, la silueta de un hombre se acercaba a grandes zancadas; no se lograba definir su rostro y su vestimenta era una sotana negra y larga que le cubría desde los pies hasta la cabeza. Él gritaba, pero era inútil, nadie lo escuchaba. Aquella sombra pasó a centímetros de él. Pudo sentir la brisa que agitaba su vestimenta negra. Cuando volvió a observar a doña Marta, ya no lloraba. Esta vez se reía a carcajadas; pero lo que más le extrañaba era que siguiera ignorando su presencia. Luego, doña Marta se alejaba sin escuchar sus gritos. Solo se quedó con la sombra que colgaba del árbol.
Quería salir corriendo detrás de doña Marta, pero todo esfuerzo se desvanecía en la nada. La luna lo bañaba con su grisácea luz y los grillos hacían su concierto en la oscuridad de los matorrales, y como soneto de fondo las rimas del riachuelo, que se afanaba en su interminable recorrer.
La noche parecía ser infinita e inacabable hasta que…
—Dios. Solo ha sido un sueño.
Si, solo una pesadilla más. Recordaba haber soñado sombras. Eran sueños de sombras.
—Miguel —dijo una dulce y tierna voz.
Alguien llamaba a su puerta.
—Un momento, por favor —respondió.
Aún estaba aturdido por tan extraño sueño, aún su corazón palpitaba como si hubiese visto al mismísimo Satán.
—Su desayuno lo espera. La mesa ya está servida. Y dese prisa que a doña Marta no le gusta esperar.
La chica que lo había ido a despertar era Isabel, la ayudante de doña Marta, que también se encargaba de la limpieza en la posada. Siempre andaba atareada y de mal humor, a excepción de los domingos que era su día libre y se escapaba con un joven, quien sabe para dónde, pero siempre aparecía los lunes por la mañana puntual a su trabajo.
Él se vistió deprisa y salió corriendo para el comedor, sin prestarle atención a lo que había soñado. De todas maneras, solo era un sueño más.
Doña Marta estaba sentada en el extremo inferior de la mesa, con una taza de café en sus manos.
—Buenos días —saludó.
—Buenos días —le contestó doña Marta—. Espero que descansara bien, lo veo un poco pálido, debió haber tenido una mala noche —dijo, e hizo uno de sus gestos irónicos, como riéndose de él.
Su rostro parecía más cansado de lo normal, sus ojeras delataban su desvelo.
—He pasado una noche placentera —contestó, tratando de no mirarla directamente a la cara, ocultando la cara de trasnochado que tenía.
—Tome asiento que su café se enfriará —señaló doña Marta, bajando la mirada decepcionada por su arrogancia.
Mientras Miguel se sentaba, en su rostro un destello de luz le iluminó, y tuvo un buen presentimiento intuyendo que aquel sería un buen día.
Desayunaron casi sin decir palabra y evitando mirarse directamente a la cara.
—Me gustaría hacerle unas preguntas —dijo Miguel un tanto inseguro, tratando de encontrar un tema de conversación.
—Tú dirás —respondió doña Marta fríamente—. ¿Sobre qué quiere saber...?
—La verdad es una historia que no logro entender muy bien y no sé por dónde empezar.
—No te preocupes. Las cosas no hay que complicarlas, debes ir directo al punto, di lo que piensas y no lo compliques nunca. La simplicidad es lo más ingenioso que puedes hacer cuando trates de comprender algo que se te presente difícil.
—Me gustaría saber un poco de este país —contestó.
Le molestaba a Miguel no poder controlar la conversación. La última respuesta no era lo que pensaba. La verdad él quería preguntarle por las personas que buscaba, y quería hablarle sobre los motivos, de su viaje. Pero tuvo una corazonada e intentó enseguida cambiar el tema.
—Mejor sígame contando la historia que dejamos a medias anoche. La dejamos donde Carmen le contaba cómo había acontecido el parto y de cómo parecía recordar que alguien la observaba detrás de la ventana.
Fue lo más sensato que se le ocurrió para tratar de cambiar la conversación. Enseguida se dio cuenta de que se encontraba entre la espada y la pared.
Doña Marta dirigió su mirada a la mesa, y enmudeció… Se quedó callada, como ausente. Su mirada se perdió escudriñando su alma, revolcándose en el infinito de sus recuerdos. Volver a sentir como se le erizaba la piel al revivir cada detalle de lo vivido, volver a sentir la brisa en su cara mientras caminaba por aquellos valles. El viaje a su interior fue breve para la percepción de Miguel. Aunque para ella había durado una eternidad.
De pronto, levantó la mirada, su rostro estaba pálido, parecía diferente. Como no estarlo, si acababa de soltar uno de sus demonios internos que, cual perro rabioso, la arrastraba hasta esos días que ella no quería recordar.
Un momento más se quedó pensativa, vagando quizás por los días de su juventud.
Los pelos se le erizaron a Miguel, cuando ella por fin dijo:
—Hijo mío. Dicen que la cabra siempre tira al monte.
Miguel entendía aquel refrán, pero por más que le dio vueltas a su cabeza, no pudo encontrarle coherencia con la conversación. Parecía que doña Marta se había enfadado.
Ya estaba dispuesto a abandonar la mesa, al darse cuenta de que, por motivos que desconocía, doña Marta no seguiría contándole el resto de la historia. Eran extrañas sus metáforas.
Y tras aquel acontecimiento una duda se fue arraigando dentro de él. Le era extraño porque parecía conocerla de toda la vida. Sus gestos irónicos, se convirtieron en rasgos de alguien que envejece muy deprisa, sus arrugas parecían marcar más lo duro de su vida.
Lo único que Miguel quería era salir corriendo, pero sus pies no respondían, sin querer se habían hecho un lío con la conversación.
Los dos fijaron sus miradas el uno al otro. Se quedaron viendo por un breve instante que a Miguel le pareció una eternidad, su mente se bloqueó. Era incapaz de ordenar sus ideas, era algo que solía ocurrirle con frecuencia cuando estaba confundido o pensativo en algo.
Pero por fin ella le sonrió.
—Lo espero por la noche para que me acompañe a cenar, ya que supongo que querrá salir a conocer la ciudad, y por la tarde a lo mejor tenga respuesta a alguna de las preguntas que no logro formular ahora.
Sin decir más se levantó de la mesa.
Miguel se quedó sentado en la mesa sin moverse observando a doña Marta hasta que desapareció por el largo pasillo que recorría cada una de las habitaciones de la posada. Lo primero que se le ocurrió fue ir a su habitación y sacar de una vieja maleta todos los apuntes que logró recoger en Barcelona antes de partir. Tenía un papel entre sus manos y lo releyó una vez más. No era mucho.
Juan, sacerdote de la diócesis de la catedral de San Miguel.
Ordenado en 1928 hasta 1936.
Casa de don Alberto González, cuidad de San Miguel
República de El Salvador, en la América Central.
Esta última la copió de un centenar de sobres desocupados que encontró por casualidad en una de las cajas en donde el padre Joan guardaba sus documentos más importantes. Cuando las encontró, supuso que a lo mejor no quería que se enterara de sus contenidos, ya que las cartas no las logró encontrar nunca por más que las buscó. Pero al menos una dirección podía decirle algo y eso le hizo pensar que al encontrar la casa de la dirección citada en los sobres, podría hacer las mil y una preguntas que siempre se había hecho: las que el padre Joan jamás le quiso contestar, las que le marcaron su vida y lo llevaron a aventurarse en semejante travesía.
Sin pensar más, se puso en marcha a explorar la ciudad.
Al salir de la posada todo era distinto a la noche anterior, a la noche que sorprendió al par de jóvenes hablando de derrocar al gobierno. Era increíblemente distinta a la ciudad fantasmal que creyó haber visto antes. La mayor parte de sus pequeñas aceras estaban ocupadas por pequeños negocios improvisados con una cantidad de productos de todo tipo. A lo lejos repiqueteaban las campanas de las torres puntiagudas de la catedral, llamando a sus feligreses.
Caminaba sin detenerse, absorto con cuanto veía. Muchos le veían con caras de extrañeza, a lo mejor por su aspecto de forastero, o por su forma de vestir, llevaba puesto unos vaqueros bien ajustados y una camisa de un color azul muy llamativo.
Caminar por una de las angostas callejuelas, le trajo a su mente escenas remotas de algún mercadillo, que alguna vez viera en alguna película antigua. Aunque a veces le parecía como si fuera Lo que el viento se llevó. Sus carretas con caballos, hombres anunciando a gritos sus productos, otros esperando la oportunidad para hacer un buen trueque… Tan perplejo iba que sin darse cuenta se tropezó con unos jarrones que se hicieron añicos.
Una señora de una edad bastante avanzada salió corriendo con la velocidad que sus extremidades le permitían moverse.
—¡Desgraciado! —escuchó decir a sus espaldas.
Mientras la anciana se acercaba cada vez más en su dirección, se divisaba en su rostro las ganas de estrangularlo en aquel preciso momento. Paralelamente, apareció una hermosa joven de rostro angelical. Automáticamente, se perdió en su mirada. Como no hacerlo en aquellos ojos hechos de segmentos de estrellas. Su pelo negro azabache, oscuro como la noche, lo llevaba recogido en dos graciosas trenzas que se deslizaban como dos cascadas, una a cada lado de sus mejillas. Llevaba una camisa blanca de hilo que dejaba insinuar un par de hermosos pechos.
Tan embobado se quedó ante su presencia que no se percató del escándalo del que era causante. Tuvieron que pasar unos segundos para que se diera cuenta de que era el centro de todo tipo de murmuraciones. Para cuando llego a reaccionar y darse cuenta de lo que pasaba, ya era tarde.
—Disculpe, señora, fue un accidente, verá, yo…
Pero no le permitieron terminar con sus excusas.
—¡Debe de ir borracho! —escuchó que gritaba la gente.
—¡Llamen a la guardia! —decían voces, desde el tumulto que se había formado en cuestión de segundos.
—Ese hijo de puta tiene que pagar las ollas, como hay Dios, o lo hago picadillo ahora mismo.
Solo después de soltar una letanía, que más bien parecía arameo por qué no entendió ni pepinillos, lo vio desenfundar un machete, tan largo, que superaba el metro. Se quedó pasmado al ver cómo se acercaba a él, decidido a cumplir con sus amenazas.
No le costó trabajo reconocerlo, era él. Uno de los hombres que la pasada noche había espiado en el parque Guzmán, el que hablaba de política y de un golpe de estado al gobierno. Pero por ironías, eso de poco servía en ese momento para su favor.
Quiso salir corriendo, pero era mucha la gente que se encontraba como testigo y en su situación no era conveniente un escándalo, o tener problemas con las autoridades. Entre la furia del escándalo que se había desatado, se había olvidado de la chica que le había embrujado con sus pechos, cuando reparó en ello, vio que lloraba en brazos de la anciana, que aún seguía maldiciéndolo. Mientras, un par de hombres trataban de detener al enfurecido del machete, su estado era precario, por lo que le dio tiempo de deducir que no había parado de beber licor en toda la noche.
En cambio, otras personas ya se habían encargado de poner al tanto a las autoridades. Una pareja de guardias apareció de la nada, en tanto que los otros hombres se llevaban apresurados al hombre del machete, que se iba echando chispas, como si estuviera poseído.
Un hombre vestido con un traje verde sujetó a Miguel por los hombros.
—No se mueva, granuja, usted tiene que pagar por este escándalo.
—Pero señor, fue un accidente, tiene que entender...
Empezó con sus explicaciones, pero tuvo que callar por el dolor que le ocasionaban mientras le retorcían el brazo.
—Señor, yo me distraje y, sin querer, me tropecé. Estoy dispuesto a pagar por ellos, solo tiene que decir cuánto es.
—Muy bien —dijo, y enarcando su ceja frente a él lo observó por un momento y luego agregó: —Aquí la única que decidirá cuánto debe de pagar es la señora alfarera y su hija.
Ya las dos discutían cuanto debía de pagar mientras el señor de la guardia nacional se disponía a desalojar a todos los curiosos que se habían aglomerado tras el escándalo.
—¡Anda, que aquí no ha pasado nada, todos a misa! ¿No oís que os están llamando? —gritaba con segura voz de autoridad.
Y tras sus gritos en un momento, el tumulto que se había formado se disipó. Como las hormigas abandonando su hormiguero, los únicos que quedaron eran el señor de la guardia nacional, la pobre anciana, su hija, y él. El resto, uno a uno, fueron abandonando el lugar. Hasta uno de los señores de la guardia había desaparecido.
Sus grandes ojos café se fijaron en él, disparándole una mirada asesina, que no podía resistir. Le perforaba quizá el peso de su rabia, o tal vez miedo, quién sabe, quizá un poco de cada una.
—Sepa usted, señor —dijo, con un ligero titubeo y sin poder ocultar lo indignada que estaba—, que nos ha roto cinco jarrones grandes y ocho pequeños.
Pero su voz se quebraba en cada frase con evidente perplejidad, sus mejillas se sonrojaban al dirigirse hacia él.
—No te preocupes. Ha sido una imprudencia por mi parte, dime, ¿cuánto es?, dime el precio de los jarrones que he roto.
Y dándole la espalda, la chica se acercó la anciana, a consultárselo. En un instante regresó.
—Los jarrones grandes dice mi madre que son a un colón y los pequeños a cincuenta centavos.
—Serán en total nueve colones —se adelantó Miguel al percatarse que ella hacía las cuentas con mucha dificultad, contando con los dedos—. No hay problema.
—Espere que le preguntaré a mi mamá —que aún no se lograba recuperar de tal nerviosismo.
—Si tonta, son nueve colones. Y será mejor que los cojas antes de que se arrepienta, que bien sabes que en estos tiempos que corren casi nadie paga sus deudas a no ser con machetes o riñas —intervino el señor de la guardia nacional.
Pero Miguel volvió a tomar la iniciativa, sujetó de la mano a la chica, que parecía bastante exaltada.
—No te preocupes, son nueve colones. Aquí los tienes.
Depositó en su mano nueve billetes de colón y se volvió a disculpar. Verdaderamente estaba apenado con aquella familia.
Cuando la muchacha tuvo los billetes en sus manos parecía que nunca en su vida hubiese poseído semejante cantidad de dinero en sus manos. Su rostro pareció iluminársele por instantes.
—Muy bien —dijo el señor de la guardia—. Dejémonos de tanto sermón, y dígame, amable caballero, ¿a quién he tenido el privilegio de salvar de una muerte casi segura en esta mañana tan espléndida?
En su mirada se podía advertir que procuraba cuanto podía para agradarle; pero por lo visto a Miguel no le inspiraba ni pizca de confianza. Al darse cuenta de su imprudencia, le tendió su mano.
—Para usted, Antonio dispuesto a ser su amigo y servidor —dijo muy halagadoramente.
Se transformó en una persona verdaderamente amable y muy humilde, pero algo no se podía borrar así por así. Tenía el aspecto de un hombre bastante extraño. Era de esos hombres que dan malas sensaciones. Antonio era un hombre alto y de complexión fuerte, de acuerdo con su cuerpo, casi siempre vestía un viejo uniforme verde descolorido. Era un hombre muy curioso y arriesgado. Por ende, era el jefe de la guardia nacional de la ciudad de San Miguel.
Al darse cuenta de que no tenía más opciones.
—Miguel, mucho gusto —contestó y le estrechó la mano.
—¿Miguel qué?, si no es mucho preguntar —dijo mientras seguía sujetándole fuertemente la mano, como si tratara de intimidarlo.
Miguel dudó un momento...
—Como te podrás dar cuenta, sabrás que yo conozco mucha gente en esta ciudad y, a lo mejor, hasta te puedo ser de mucha ayuda —terció el guardia—. No es por jactarme y disculpa mi imprudencia, pero este mal lo he heredado de mi madrecita, que Dios me la tenga en su santa gloria. Si no se la quedó San Pedro para sus interrogatorios, y ahorrarle faena, la pobre.
—Miguel González —contestó por fin.
—González… —repitió exaltado, mientras se quedaba un momento pensativo—. No me suena de nada. Pero eso no importa. Y dime —prosiguió— ¿qué te ha traído por estas tierras en estos tiempos tan malos que corren? Porque, que yo sepa, los tiempos del dorado quedaron atrás y en las manos de nuestros burgueses y la madre patria.
—Mi viaje son asuntos sin mayor importancia.
La verdad, se estaba volviendo cada vez más impertinente con tanta charlatanería y a Miguel eso le fastidiaba mucho. Pero, sin embargo, estaba convencido de que se había tropezado con la persona idónea; para que le ayudara en su investigación. Solo era cuestión de tiempo el ganarse su confianza.
Caminaron por diversos callejones, que parecían no tener salida, hasta que se encontraron frente a la catedral. Sus campanarios puntiagudos los bañaban con su sombra y los protegían del abrumador calor. Miguel se detuvo un momento a observar una imagen de un Cristo con las manos extendidas situado entre las dos torres. Parecía darle la bienvenida. Al fondo, un sacerdote empezaba la misa, la habitual de los domingos, a la que acudían la mayor cantidad de feligreses.
—No pretenderás entrar —se detuvo Antonio, enarcando sus cejas, luego encogió los hombros y se quedó disimulando una sonrisa irónica.
—No —contesto fríamente Miguel—. Tengo cosas que hacer.
—Bien, ha sido un placer conocerte. Me encantaría poder hablar otro día contigo. Quién sabe, a lo mejor hasta podemos ser amigos.
—Será para mí un gusto. Me hospedo en la posada de doña Marta, cuando quiera, ahí me puede encontrar.
Por lo visto el día no fue el esperado para Miguel, se despidió de Antonio y se fue directo a la posada. Sin embargo, había algo que no le dejaba tranquilo. Las imágenes de aquella chica asustada. Era la india más hermosa que sus ojos jamás hubieran visto. No tardó mucho tiempo en llegar a la posada, y tampoco podía apartar de su cabeza su mirada, sus grandes ojos café y lo que su blusa permitió que viera.
Como no encontró a nadie en la posada, dedujo que se encontraban en la catedral. Recorrió todo el pasillo y se dirigió directo a su habitación, se sentó en el borde de la cama y empezó a preguntarse si hacia bien en querer averiguar sobre su pasado o solo era una obsesión creada por su complejo de solitario. Le daban ganas de regresar a Barcelona y olvidarse de todo, ponerle flores a la tumba del padre Juan en Montjuïc y seguir con su vida, como una persona normal. Pensaba en buscar una mujer, casarse y tener hijos. Y cuando le preguntaran por sus abuelos, inventarse alguna historia. Hasta que el cansancio de tantas incoherencias y el cambio de horario hicieron que se quedara dormido.
Había una daga de plata que él siempre había cargado en un costado de su cintura, ese día se la había tocado en más de una ocasión. Era una sensación de intranquilidad. Aquel día Miguel se sentía diferente, parecía que todo el mundo tuviera puesto los ojos en él. Iba por un camino que le resultó familiar. Entonces, vinieron a su mente olores y recuerdos, entrelazándose el pasado con el presente. Recordó aquel perfume que llevaba el día que se conocieron, aquel día cuando se dieron el último beso, la forma de sus labios, su forma de caminar, la forma en la que le miraba. Todo era tan absurdo, y es que no la había visto nunca, pero la conocía tan bien por haberla soñado tantas noches.
Después de haber doblado la esquina, alguien al que no había tenido tiempo de verle el rostro, le arrebató la daga en menos de lo que se persigna un cura loco, y se la incrustó en el abdomen en un abrir y cerrar de ojos. Lo había dejado casi inconsciente. Pero que raro, eso era como un recuerdo. Luego sintió otro golpe. Uno de sus brazos había caído al suelo. Ahí reaccionó.
«Demonios, que sueño más tonto», pensó.
Los días que siguieron pasaron sin mayores incidentes. Se fue acostumbrando al nuevo ambiente, al nuevo horario, y a la gente campesina, trabajadora y servicial, que iba conociendo por doquier. Salió a conocer algunos pueblos cercanos a la ciudad. Pasó unos días en Usulután y otros en Ciudad Barrios. Desde ahí había viajado a pueblos remotos en el norte de Morazán, ya en la frontera con Honduras. Ahí conoció a gente muy humilde y a la vez interesante. Se encontró con un señor con la barba desaliñada en un pueblo llamado Perquín. Mientras intercambiaban opiniones sobre la política en Europa y la comparaban con América Latina se bebieron todas las cervezas Pilsener que había en aquella pequeña posada. Nunca más volvería a encontrarse con aquel hombre, aunque tiempo después leería su tesis en la universidad nacional. De regreso del último, no se encontraba muy bien; pero aun así decidió pasar por el puesto donde anteriormente había roto los jarrones. Quería volver a ver aquella hermosa chica, a la que no lograba sacarse de la cabeza, quería disculparse, ya que no había tenido la oportunidad de hacerlo.
Pero fue en vano. Por más que preguntó nadie le dio razones de tal puesto. Parecía que solo lo había soñado, como una visión, pero él se negaba a convencerse de tan absurdas ideas, sabía que la había visto, sabía que no habían sido alucinaciones suyas. Pero al fin tuvo que desistir. Dio las últimas vueltas que siempre lo terminaban llevando al mismo sitio: a mundos sin respuesta. Cada vez se encontraba más confundido, y sus pies ya no le respondían, se sentía un poco mareado.
—Mejor me voy a descansar, otro día volveré.
Cuando llegó a la posada, saludó a doña Marta y se fue directo a su habitación a meterse en su cama. Sin embargo, no quería dormir. Tenía miedo a sus sueños. Últimamente, se aglomeraban y se convertían en pesadillas o en un brote psicótico, en donde prevalecían alucinaciones que no podía controlar, en las que ya ni él era dueño ni de sí mismo. Era como si alguien se empeñara en jugar con él. Peleaba para que sus párpados no lograran cerrarse, y cuanto más luchaba, más recordaba las sombras. En cierta manera tenía miedo de convertirse como Mr. Hyde. Pero no lo lograba nunca, al final siempre se quedaba dormido. Y se sumía en las sombras.
Esta vez caminaba por unos senderos, entre unos sembrados de maíz. El sol aún no se había ocultado y teñía de colores las nubes del horizonte; pero no se veía ningún alma viviente, solo su soledad. Y su mundo el que lo transportaba hacia sendas que jamás en su vida había pisado. El viento suave que azotaba el maizal, lo sumía en una constante danza de pasos sincronizados en cada mata.
Miguel seguía caminando, perdiendo su vista entre el maizal y en cada contraste que le daban las nubes de colores. Qué bonito parecía el crepúsculo. De repente, creyó ver algo. Cuando se aproximaba, se detuvo frenando sus pasos del espanto que le causo una bandada de zanates que alzaban el vuelo al percatarse de su presencia.
—Qué tontería. Solo son pájaros —se dijo a sí mismo.
Continuó su camino, lo que antes había visto de lejos ahora tenía forma, era la figura de un hombre. Se acercó con cautela tratando de hacer el menor ruido posible. Pero cuando se encontraba a tan solo unos pasos de distancia, se llevó una gran sorpresa: Solo era un espantapájaros, con sus ropas harapientas y un sombrero deshilachado. Su rostro era un trozo de madera con una cara humana mal tallada.
Quiso regresar a casa, pero no tenía ni idea de dónde se encontraba, ni qué era lo que hacía ahí. Por un momento tuvo la noción de lo que ocurría. No supo cómo, pero tenía que despertar. Aquello era una más de sus pesadillas.
Le golpeaba constantemente en su cabeza.
—Tienes que despertar, solo es un sueño, ¡despierta!
Cuando abrió los ojos, la habitación estaba impregnada de un ambiente cósmico, era como si el universo a escala estuviera ante él. No despertaba, solo se transportaba a otro sueño donde todas las siluetas que se perfilaban eran sombras. La soledad solo era un borrón gris que se hacía espacio en su conciencia y cobraba vida en la bruma de sus sueños.
Cuando terminaba de cruzar el lapso de oscuridad, el sol volvía como si la vida fuera capaz de adelantarse al tiempo normal. Desde el valle lograba ver en lo alto de una colina una casa que ardía en llamas. Ya no podía distinguir si era un sueño o era realidad. Era tan real como la vida misma, tan real que como nacemos morimos, tan real que como tal, nada es eterno. Aunque haya males que duren más de cien años.
Salió corriendo en busca de gente a la cual poder ayudar, pero cuando logró llegar al incendio, cinco gatos negros huían despavoridos del lugar. Él no se detuvo, quería ver si había gente dentro de la casa. Pero las inmensas llamas que se levantaban varios metros, no le permitían acercarse más. Sentía un ardor en su frente, estaba empapado en sudor, su mirada se perdía y se caía en pedazos junto a la casa, y sus gritos se confundían con la furia voraz de las llamas. El fuego le quemaba, y consumía su irrealidad sacándolo de su sueño.
Para cuando despertó, el sol ya se había levantado y sus rayos se colaban por la ventana dándole en toda la cara. Estaba empapado de sudor, y se sentía exhausto, pero le esperaba un día por delante, y como cada vez que los sueños le invadían tenía que tratar de olvidarlos, haciéndoles el menor caso posible.