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CAPÍTULO II

NO ES MIEDO… ES UNA INCERTIDUMBRE VAGA E INDOLORA, APRIETA EL PECHO Y ENCOGE EL CORAZÓN


Por momentos le daba la sensación de que el lugar donde se encontraba lo conocía de toda la vida. Pero jamás había estado ahí.

Atardecía, y unas nubes oscuras amenazaban con dejar caer un aguacero. El aire que se respiraba era fresco y zarandeaba los árboles anunciando que pronto empezaría a llover. Los truenos retumbaban a lo lejos mientras el cielo se volvía de un gris oscuro. Unos minutos después, el panorama cambió radicalmente. El aire que soplaba desde el horizonte empujaba hacia la nada y las nubes se fueron disipando llevándose su mal augurio. Subió a lo alto de unas colinas, desde donde podía ver a sus pies toda una gran ciudad. Era como observar Barcelona desde Montjuïc. Solo que esta ocasión era diferente. Ahora observaba desde su casa.

Se quedó un momento disfrutando el crepúsculo apacible y, en el fondo, el contraste de los pájaros, revoloteando y cantando de alegría. Pero el sol se volvió a ocultar por completo y las nubes oscuras volvieron a aparecer, pronto una suave lluvia empezó a descender en forma de un rocío apaciguado, que era capaz de dar regocijo al verlo, y más al sentirlo.

Era la primera vez que se sentía feliz. No era miedo, no era conciencia, era vaga e indolora, apretaba el pecho y encogía el corazón y a su vez hacía flotar el cuerpo. No era miedo ni conciencia, o quizá sería una mezcla de todo lo que se podía sentir. Era algo en su pecho, una cosquilla interna. Algo que no se podría explicar se apoderó de él.

La lluvia seguía deleitándolo, era lo más bonito que había sentido nunca. El fuerte olor a tierra mojada, la primera tormenta del invierno era el comienzo de una nueva temporada. Dio un giro y se detuvo frente a la fachada de la que era su casa. La fuente de la entrada le obstruía la visibilidad, apenas distinguía la figura de una persona que agitaba sus brazos y le llamaba. Poco a poco se fue acercando y cuanto más avanzaba, más podía descifrar sus facciones. Sus mismos ojos café. Su mirada tierna y seductora, le jactaban hasta perderse en ellos.

Cuando la tenía solo a un palmo de distancia, le invitó a entrar.

—Sígueme.

Y se adelantó moviendo sus caderas y agitando su largo pelo negro, como una colegiala.

Para él, era encantador poder contemplarla. Poder vislumbrar su espléndida belleza. Fueron directos al comedor. En una mesa, un par de tazas de café les esperaban.

—Sabes, quiero decirte algo, aunque no sé. A lo mejor a ti te parezca una locura.

—¿Qué es? —preguntó él bastante intrigado.

Ella dudó un momento antes de contestarle. Le costaba decidirse a romper con su silencio.

—Quiero tener un hijo, un hijo de los dos —dijo por fin.

En la estancia se respiraba tranquilidad, mientras un abrupto congojo le ganaba la batalla al silencio. Los dos se veían directo a los ojos, pero nadie se atrevía a decir tan siquiera una palabra. Esta vez el silencio duro más tiempo, ni él, ni ella se atrevían a romperlo. Miguel intentó vagar por su mente, pero se había quedado bloqueado, se había quedado en blanco.

—No dices nada —musitó ella por fin, con un aire de pánico.

Miguel solo se limitó a contestarle con una sonrisa. Para él, era lo que le faltaba a aquel día para que fuera perfecto.

La sorprendió sujetándola por la cintura y se la llevó hacia su regazo, sus labios y los de ella se unieron en un beso profundo. Empezó a besarle el cuello y, sin ninguna prisa, empezó a recorrer cada parte de su cuerpo. Se amaron como dos adolescentes, descubriéndose mutuamente, olisqueándose todo su cuerpo, palpando con sus manos sus pechos y recorriendo con su lengua cada rincón de ella. Así, con tal frenesí, terminaron en la habitación principal.

Parecía que fuera la primera y la última vez que se amaran, como si el mundo después del acto terminaría para los dos. Lentamente, la fue desprendiendo de su ropa, prenda por prenda, hasta dejarla desnuda. Sus pechos parecían tallados a mano. Y su figura angelical desprendía un olor que le hipnotizaba.

Poco a poco, fue envolviéndose en su cuerpo, era como si el cielo y la tierra se unieran. Después de recorrer con sus labios todo su cuerpo y escuchar sus gemidos de placer que lo elevaban a un estado de locura, le cogió por los hombros mientras podía ver en su mirada gritos que se ahogaban en suspiros. Suspiros que le pedían que la amara.

Aquel instante se perdió, y se quedó en blanco. Fue como una corriente que le recorrió todo su cuerpo y lo fundió con el suyo. Como las materias cuando se unen, formando un solo elemento. La penetró con un deseo insaciable y un instinto brutal, hasta quedarse exhausto de placer. Fue como un rito hasta llegar al éxtasis, fue una locura, hasta que llegaron al punto cúspide, donde solo hay nada y el todo. Ese momento de subirte a la montaña rusa, sentir el vértigo y la energía deslizándose por tu cuerpo en ese preciso momento en el que no hay marcha atrás. Para Miguel fue mítico.

Ver su silueta desnuda contra el cristal lluvioso de la ventana era su nirvana. Una escena de ensueño, un instante mágico lleno de regocijo, demasiado bonito para que fuera real.

Cuando cerró sus ojos, empezó a caer en un abismo y empezó a ver sombras, rostros que jamás había visto. Un niño que parecía perdido lloraba desconsoladamente, una mujer con una soga atada al cuello colgaba de un árbol. Alguien sin rostro emitía gritos desgarradores...

Luego otro mundo oscuro, donde solo había un panorama hostil y un suelo raso, vociferaban palabras incomprensibles para él. No había ni una señal de vida, solo estampas suyas desfilando.

Sintió su corazón encogerse de agonía, mientras la brisa fría y brusca, que le golpeaba su frente, lo transportó como en un viaje astral hasta los más recónditos recuerdos que guardaba de su vida. Las estampas empezaron a desfilar y a pasar como estrellas fugaces desapareciendo en el infinito, sin conciencia del pasado ni del presente. Ahí se perdió.

Unos secretos que no llegaba a comprender y unas siluetas que no llegaba a reconocer aparecieron ante su vista borrosa. Temblaba de frío mientras un miedo vago le poseía, como si su cuerpo no le perteneciera. Quiso ponerse en pie, pero sus extremidades no respondieron a los impulsos de su cerebro.

—¡Vuelve en sí!

Oyó que alguien balbuceaba.

—Por Dios, Miguel, qué susto nos ha dado. ¿Qué diablos ha bebido, o qué puñetas ha hecho?, lo creíamos ya casi muerto.

Era la pobre señora Marta.

—Miguel, le hemos encontrado dando gritos, y ardiendo en fiebre. Lleva toda la noche delirando.

Él no sabía ni qué hora era, ni cuánto tiempo llevaba tumbado en aquella cama. Dos personas más se encontraban en el fondo de su habitación. Por la poca luz que daba el farol amarillento y chillón no podía distinguir sus rostros.

—¿Quién la acompaña, doña Marta? —preguntó con la voz entre cortada.

—¿Usted quien cree? ¡Muchacho!

Frunciendo el ceño y con un leve movimiento de hombros, hizo un gesto de no imaginarse quienes podrían ser aquellos extraños.

—Acérquese, padre, que le presentaré al joven Miguel —dijo doña Marta.

Vio a un hombre bastante grande, con una sotana negra que le recordó enseguida al padre Juan, pero al contrario que este, en vez de consuelo le dio más bien, miedo.

—El padre José para servirle a Dios y a usted —dijo con una voz que le dio escalofríos.

—¡Hombre, muchacho! ¿Qué ha pasado? por un momento creíamos que se nos iba para allá de donde dicen que nadie vuelve; pero me da mucho gusto ver que ha decidido quedarse de nuestro lado. Y que esto no haya sido más que un susto, si eso. Solo un susto.

Doña Marta y el padre José lo miraron de reojo con un notable reproche por su comentario tan fuera de lugar.

—Y ustedes, ¿de qué se conocen? —preguntó doña Marta sorprendida.

Miguel y Antonio se miraron, como ocultando un asesinato. Antonio le guiñó un ojo a Miguel, que solo el padre José advirtió.

—Ha… ha venido a verme hace unos días a mi puesto —respondió Antonio—. Quería información acerca de la seguridad de la ciudad.

El padre José no se creyó la respuesta de Antonio y dirigió una mirada a cada uno, luego a Miguel.

—Me contará Miguel, ¿qué lo ha motivado a hacer un viaje tan peligroso y aventurarse por estas tierras? Tengo entendido por doña Marta que viene usted de Barcelona, España. Y me sorprende más en estos tiempos que corren, no es lo más aconsejable para un joven como usted. Excepto que sea su viaje de suma importancia.

—La verdad, padre —contestó Miguel —es una larga historia, pero descuide que en cuanto me encuentre bien y en condiciones prometo hacerle una visita en la iglesia, y entonces que me dé su consejo. Quién sabe, a lo mejor hasta me puede ayudar.

Mientras Miguel hablaba, Antonio le transmitía una mirada, como si dijera: «Primero seré yo quien averigüe, que para eso soy la autoridad en esta ciudad».

A decir verdad, Antonio era el único que le inspiraba más confianza de las tres personas con las cuales —de alguna manera— ya había instalado una relación, y que cada una lo podía llevar por caminos completamente diferentes.

—Lo estaré esperando encantado, ya sabe, siempre estoy en la casa de Dios, y será un placer para mí poderlo ayudar.

Empezaba a atardecer, ya se perdía el horizonte tras los cristales de la ventana y se encerraba entre las colinas. Doña Marta se retiraba a la cocina, a por café.

—No, no se moleste, doña Marta. Ya me retiro con el compromiso de Miguel de que me visite en cuanto se encuentre mejor. ¿Verdad, Miguel? —dijo el padre José.

—Le doy mi palabra de que así será —contestó Miguel.

Y sin más, el padre José se dispuso a abandonar la habitación.

Se sentía bastante mejor como para poderles relatar ese extraño sueño con sombras, pero decidió callar.

—Creo que Miguel necesita descansar —dijo doña Marta dirigiéndose a Antonio—. Es mejor que lo dejemos solo. Yo estaré pendiente de él. Y otra vez gracias por todo, lo mantendré informado de cualquier incidente.

Miguel fingió haberse quedado dormido, pero Antonio sabía que no era cierto.

Antes de salir le guiñó un ojo mientras le aparecía una sonrisa en la comisura de sus labios. Cuando doña Marta ya había cruzado el umbral, le susurró algo que a doña Marta le fue imposible poder escuchar.

—Lo espero en mi puesto —le dijo casi mordiéndole sus orejas.

Él hizo caso omiso de sus gestos y no se inmutó lo más mínimo.

—Yo también lo dejo descansar —agregó doña Marta que ya había dado marcha atrás al ver que Antonio tardaba más de la cuenta—. Nos vamos, Antonio —dijo doña Marta sujetándolo del brazo.

Al verse solo, volvieron a su mente los recuerdos de tan extraño sueño. La noche ya había caído. Y con su complicidad decidió salir a observar el cielo, harto de estar postrado en aquella cama. La luna aún no había asomado, pero el cielo estaba lleno de estrellas que embellecían el infinito.

Se quedó sentado en un banco a esperar a que la luna apareciera. Mientras por su cabeza no dejaban de pasar, una tras otra, ideas sin sentido. Por fin, la luna hizo su aparición y llegó a suplir su alma, llena de desasosiego. Ahí se quedó observando aquella bonita escena, tan encantadora hasta que otra vez se quedó dormido.

Se despertó con el alba abriéndose paso a través de la bruma de la madrugada, ya la fiesta de las estrellas con la luna había cerrado su velada. Se introdujo en su habitación atravesando todo el pasillo de la posada a punta pie. No quería despertar a nadie y mucho menos que se enteraran que se había quedado dormido en el patio de la posada.

Después de unas cuantas horas, ya cuando el sol se alzaba, doña Marta llamó a su puerta.

—Le traigo un poco de comida, ¿se puede entrar?

—Sí, adelante. La puerta está abierta.

—¿Cómo se encuentra?

—Muy bien, gracias por preocuparse así por mí.

—Es lo menos que puedo hacer por mis inquilinos, que se sientan bien es mi deber, que para ello cobro.

—De todas maneras, gracias —insistió Miguel—. Nadie se había tomado tantas molestias así por mí. —Ni siquiera el padre Juan, pensó para sus adentros. O al menos no lo recordaba.

Cuando doña Marta cerró la puerta precipitadamente, un destello de luz golpeó su sien, y una profunda melancolía le invadió, mientras un dolor muy fuerte le oprimía el pecho. Quería tratar de imaginarse cómo sería su madre si aún estaba viva. Y trataba de buscar explicaciones de su pasado en un mundo borroso. Se preguntaba a sí mismo porque se habría criado con aquel hombre tan extraño, se preguntaba qué le había ocultado hasta su muerte, mientras se reprimía al pensar que había partido al más allá sin darle respuesta sensata de su pasado.

Recordaba con un profundo desdén como el padre Juan le explicaba la historia de la caja de Pandora para que dejara de hacer tantas preguntas y así evitara el castigo.

Recordaba con un profundo reproche, porque no se había inventado una historia coherente de su verdadera familia. Pero desde su interior le revitalizaba saber que tenía una misión. Tenía que encontrar a su familia, necesitaba saber qué se sentía al no estar solo. Aunque había momentos que se preocupaba seriamente por su obsesión, e incluso hubo momentos que creyó que se estaba volviendo loco.

El padre Juan, siempre le prohibió terminantemente que se relacionara demasiado con sus compañeros del colegio y por ello aún guardaba en sus adentros la angustia que sentía cuando llegaba el verano y la mayoría de sus amigos se iban a sus pueblos, o a pasar fuera las vacaciones con sus abuelos. Miguel nunca las tuvo. Cuando llegaba el verano se quedaba solo, a excepción de los días que bajaba a la librería de Pedro, el bibliotecario, que siempre lo dejaba hurgar en su librería, y le permitía que se quedara con los libros que a él más le apetecieran.

A veces cogía antiguos volúmenes que no lograba comprender. También solía leer novelas de todos los géneros. A veces románticas, a veces policiales; a veces se imaginaba ser Sherlock Holmes, cuando leía sus aventuras. Pero también había ocasiones en las que le permitía leer libros raros. Pedro fue su único amigo de verdad durante su infancia y durante su vida, aunque este tenía casi treinta años más que él, pero con el alma de Peter Pan.

Fue con él, que empezó a leer los antiguos tratados del célebre alquimista Fulcanelli, mientras iba haciéndose más mayor, y su curiosidad aumentaba en dimensiones astronómicas.

En aquellos momentos en que era invadido por sus recuerdos, también pasaron por su mente los recuerdos que guardaba de su primer amor y de las chicas que de alguna u otra forma habían formado parte de su vida. Pero el más insistente era el recuerdo de Laura, su primer amor. Era un poco tímido en aquellos tiempos, y desgarbado, más bien le tenía miedo; pero no solo a ella, sino al mundo entero. Por ello intentaba pasar lo más desapercibido posible ante la demás gente.

Pero en sus adentros sabía que tenía que tratar de llevar su vida lo más normal posible, sabía que los libros de Pedro fueron su único mundo, los que le prepararon el camino en la vida, hasta que llegó la hora de alistarse para hacer el servicio militar.

Fue entonces cuando cambió su vida por completo. A veces le arrebataban lejanos y remotos anhelos de haberse quedado como Pedro, soñando con mundos de fantasías.

Ya habían pasado varios días, y se encontraba totalmente recuperado. Pero, desde aquel sueño, algo parecía que se había arraigado en su interior, algo que lo hacía presa de angustia y melancolía. Pero él era muy fuerte y trataba de disimular cuanto podía.

Sueños de sombras

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