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Ésa no soy yo: impostando el feminismo y la feminidad

Una es más auténtica

cuanto más se parece

a lo que siempre soñó de sí misma.

La Agrado en Todo sobre mi madre

«Cuando era pequeña, me llamaban marimacho, marimacho, macho, macho, sólo porque me comportaba de manera distinta a ellas, a las demás niñas, a esa parte de la población a la que se suponía tenía que pertenecer, comportarme y ser igual, sólo porque biológicamente nacimos con los mismos genitales … ¿Quién coño se ha atrevido a obligarnos a las que tenemos coño a ser y parecer lo mismo?» Con este manifiesto, comienza mi amiga Irene Sala su revelador vídeo Marimachos, otro hermanito mayor de mi Devenir perra. Afirmamos nuestras identidades torcidas como respuesta a la negación, como resistencia al ocultamiento, por venganza, por placer y por rabia.

La feminidad y la masculinidad son dos polos de adoctrinamiento masivo. Sus reproducciones tratan de moldear mujeres y hombres hasta el infinito, como en un bucle. Y fracasan estrepitosamente. «El género es una copia sin original», decía Judith Butler. Y no sólo hay transgéneros encallando la máquina binaria, no existe ni un solo humano que encarne sin fisuras el prototipo de su género asignado. Muy a pesar de aquel carnicero llamado John Money, que inventó en 1953 el protocolo médico todavía aplicado hoy para ajustar el cuerpo de los bebés a uno de los dos únicos modelos que la autoridad heteropatriarcal puede concebir. Quizás John pintaba sus labios de rojo sangre y emulaba a Marilyn Monroe en la intimidad de su hogar. A salvo de las miradas inquisidoras que él mismo había adoctrinado.

Princesitas frustradas

Al igual que yo, algunas de las perras a las que he entrevistado fueron princesitas frustradas de pequeñas, reprimidas en su feminidad espectacular por el entorno familiar y social. Unas porque fueron identificadas como chicos al nacer, otras por mil razones; en mi caso las medidas no fueron nada terribles. Me cortaban el pelo para que mi madre no se complicara aún más la vida peinándome y ninguna niña iba a mi escuela enfundada en un vestido de fiesta. (Me encantó saber que Mariana tenía de pequeñita dos pelucas y algún vestidito brillante, y que nadie en su entorno se oponía a que aterrizase en el colegio como si viviera en un eterno carnaval.)

Yo sentía que el espejo me devolvía una imagen que no era mía. Deseaba ardientemente tener una melena ondulada larguísima y una vida aventurera cargada de exotismo más allá de los bloques de mi barrio desiertos de glamour. Para mí vestir como un putón significa una conquista asociada a mi independencia de adulta.

Ayer recibí en mi correo electrónico una foto de Majo. Ella y su hermana parecen absortas frente a la tele con jerséis de cuello alto enfundados en la cabeza y echados hacia atrás simulando una larga melena de tela blanca. Carmela, Bego, tantas otras y yo misma utilizábamos muchas veces esa técnica infantil para restituir el cabello largo que sentíamos nuestro y nos faltaba. Como un miembro fantasma. «A mí de pequeña no me dejaban ser femenina, para mí la feminidad era un signo de rebeldía. No me dejaban ponerme minifaldas ni ropa ajustada. Tenía que ser asexual. No me dejaban tener el pelo largo, no me dejaban ponerme vestidos. Llevaba el pelo corto y rizado, parecía una ovejita. Lo pasaba mal con mi aspecto, me sentía castrada en mi feminidad», recuerda Majo.

«A los catorce años decidí irme a un instituto en el que no daba clases mi padre y ahí empezó mi rebeldía en todos los aspectos. Me dejé un melenón hasta la cintura, parecía una leona. Llevaba una doble vida. En la entrada de mi casa había un espacio donde estaban los contadores de la luz y allí guardaba los modelitos con los que salía de casa. Creo que estuve dos años cambiándome y descambiándome en la entrada, llegaba siempre tarde a primera hora. Me maquillaba en el espejo del ascensor, los labios rojos, muy femme fatale. Fue cuando empecé a transexualizarme como mujer.» Me muero de la risa al pensar que los esfuerzos de la familia de Majo para moldearla como una chica asexual e inocente han fracasado tan rotundamente. Sólo hay que verla. Convertirte en perra puede ser la más dulce de las venganzas.

A Sara, de pequeñita, tampoco le permitían airear la princesa que albergaba dentro, pero sus circunstancias eran muy distintas. Su infancia transcurrió en medio de una fuerte agitación de mujeres contra la autoridad patriarcal. La madre y las hermanas mayores de Sara batallaron contra un sistema legal que todavía no contemplaba el divorcio para librarse de un padre violento. «A mí me iba castrando este impulso mi madre, me decía “no estamos aquí para gustar, tenemos la cabeza para pensar, no para peinarnos”. Se me repetía que mi aspecto físico podía traerme problemas, que vigilara y que no dedicara mis esfuerzos a mi aspecto. Yo no pude explorar esto entonces y lo he hecho después.» Sara no lo recuerda como una imposición traumática: hoy le encanta la licra trepadora y es una incansable defensora de las mujeres contra la violencia.

Criaturas genderfucker

No hay dos experiencias con la feminidad ni con la masculinidad idénticas, el contexto y la percepción de los propios devenires son también aquí únicos. Alfredo —marica mutante transgenérica— siempre me dice que todo gay conoce los códigos de la masculinidad normativa y sabe hacerse pasar por hombre heterosexual cuando lo necesita: de ello depende su supervivencia. Pero para él, las señas de identidad femeninas fueron potenciadas por el círculo de mujeres de su familia en su remota infancia. «Yo nací en los años setenta en las Azores, entonces allí no se hacían ecografías a las embarazadas y no se sabía el sexo de los bebés. Mi madre deseaba que yo fuera una chica, estaba convencida de ello. Me iba a llamar Francisca, que era el nombre de mi abuela. Cuando nací y vio que era un chico biológico, ella siguió con sus planes. Me ponía pañuelitos en la cabeza, falditas y a veces me llamaban Francisquita, ella y mis tías. A mí me dijeron demasiado tarde que era un chico.»

Carmela también siente que la feminidad más teatral ha formado parte de su vida desde que tiene memoria. «Hace poco mis padres me regalaron unas cintas en superocho que habían pasado a dvd y me di cuenta de que, desde muy pequeñita, desde que tenía dos o tres años, ya era bastante putón y bastante vedette. Ya era como soy ahora, continuamente salgo levantándome la falda, bajándome las bragas, bailando, mirando a la cámara, y mis padres ni me reñían ni me decían nada al respecto. Era muy princesita y muy femenina», recuerda. Begoña, Pilar, Mónica, Mariana y Laura también pudieron desarrollar su princesismo infantil sin oposiciones externas, cada una a su manera. Laura era la gamberra del barrio, iba siempre con los chicos, despeinada y macarra, pero encantada en su feminidad. Helen vivía en el campo y su infancia transcurrió salvaje y sin imposiciones estéticas.

Vero siempre cuenta que, cuando tuvo que mudarse a casa de su padre y de su madrastra, el peso del género impuesto le cayó encima como una losa. Se le exigía la masculinidad, excepto cuando cuidaba de sus hermanitos menores: nadie rechaza la ayuda de una canguro gratis, aunque venga del hijo rarito. La soledad también debía de jugar una mala pasada a la conservadora madrastra de Vero: a menudo terminaban las dos frente a la tele practicando aerobic a escondidas del padre.

Hace poco, vi a Jazz en el blog de Maro, mi genderfucker (literalmente, jodedor del género, estadio de eterna transición, negación del binarismo extremo por el que un cuerpo indeciso debe transitar de una de las dos identidades permitidas a la otra y nunca quedarse en medio). Jazz es una niña transgénero de seis añitos que sonríe a la cámara vestida de hawaiana y que adora a las sirenas, porque no tienen nada entre las piernas por lo que discriminarlas. A su lado, la mirada triste de Camerron: ni siquiera sabemos cómo quería que la llamásemos. Se ahorcó en febrero de 2008 en su habitación, arropada por un salto de cama, después de que su madre le contestara que no podría vivir como una niña hasta la mayoría de edad. Le faltaban ocho años y debió de pensar que no iba a soportarlo. «La diferencia entre una vida digna y una solución desesperada llena de soledad», reflexiona Maro. Y sabe muy bien de lo que habla.

Porque el único problema real que para mí tienen la feminidad y la masculinidad es que se nos imponen. Que se erigen en un objetivo que tratará de boicotear de por vida el fluir de nuestras mutaciones continuas, de nuestra identidad en permanente reconstrucción. Los sistemas de control para ajustarnos al género considerado adecuado son muchos y permanentes. Desde la imposición de una determinada vestimenta hasta la hormonación y mutilación genital en bebés diagnosticados intersexuales —aplicando el protocolo Money—, que son los que peor parte se llevan en este empeño brutal de seguir produciendo mujeres y hombres a toda costa.

Aprendices de camioneras

Fuera cual fuera nuestra experiencia infantil con la feminidad, la iniciación en el mundillo feminista nos hizo abandonar a casi todas, por un tiempo, la depilación y otras señas de identidad princesiles. (Es curioso, en general las perras renunciamos a depilarnos durante nuestra fase de mayor crítica a la feminidad normativa. La depilación parece ser el gran lugar común de la feminidad en nuestra cultura occidental, casi más que ningún otro. Para Carmela, volver a depilarse supuso un reencuentro: «A mí me encanta ir rasurada y siento un placer morboso y fetichista depilándome».)

Como decía, casi todas pasamos por nuestra etapa de aprendices de camioneras con el fin de evitar que el malvado patriarcado siguiera inscribiendo en nuestros cuerpos su vergonzosa marca. «Estaba investigando qué mujer quería ser y ésta fue una fase de mi búsqueda muy interesante, porque me di cuenta de que yo soy feliz siendo femenina. Nosotras hemos hecho un camino de ida y vuelta con la feminidad y no se tiene que despreciar nuestra elección», me dijo Paula.

Bilbao, mediados de los noventa. Mi fiebre activista es tan elevada que ya sólo subo a la universidad para participar en asambleas, conferencias, reuniones y actos miles. Cada vez centro más mi energía revolucionaria en el feminismo. Me corto el pelo yo misma, abandono la cera depilatoria y cualquier rastro de maquillaje y trato de emular a las bollos bilbaínas con sus mallas elásticas y camisetas reivindicativas. Mi fase camionerilla duró muy poco tiempo, recuerdo que me miraba al espejo y pensaba: nena, vas hecha un cuadro, pero es lo que toca, ya te acostumbrarás.

Traté de relegar los malvados sujetadores pero, con una talla noventa, no es tan fácil parecer andrógina. Por supuesto, ésta es también la época en la que empecé a follar con chicas. Estaba investigando una estética que reflejara mi posicionamiento político y a la vez mi deseo, recuerdo mucha indecisión y mucho cambio. Pero llegó un día en que me puse un vestidito y dije: ay, que liberación. Mi amiga Bego transitaba entonces en Iruñea por parecidas encrucijadas en la construcción de su identidad, aunque a ella la conversión al feminismo estético más extendido le duró tres minutos. Es mucha Begoña.

«Siempre he sido muy femenina, menos en una época en que tomé contacto con el feminismo, como activista y como lectora, y empecé a ver esa feminidad como una opresión, como algo impuesto, y me planteé que yo tenía que ser otra cosa. Después comprobé que a mí me gustaba ser femenina y punto. Pasé por esa maravillosa época en la que decides no depilarte, porque es una opresión patriarcal y los hijos de puta de los hombres te obligan a depilarme. Pero yo no lo vivía bien, de hecho esta fase fue muy cortita en mi caso. Yo lo hacía porque sentía que políticamente era lo que tocaba pero a mí no me sentaba bien, vivía en una contradicción. Era una autoimposición, yo me lo marcaba como un objetivo», recuerda.

Para resolver esa contradicción, Bego empezó a llevar una doble vida. «Durante años pensaba antes de salir de casa: me he puesto este escote, no puedo ir a este bar o a este otro porque me encontraré con mis compañeras de lucha y qué van a pensar. O: tengo reunión, ni de coña me pongo este vestido ajustado. Yo consideraba que mi aspecto tenía que estar en la misma línea del sitio al que iba, porque si no me sentiría rechazada. Cuando esto se prolonga durante mucho tiempo te va generando una sensación de no saber dónde estás ni quién eres. Me ha costado mucho, hasta hace relativamente poco tiempo, decir: salgo como me sale del coño y me da igual quién me vea.»

Laura también relata su tránsito por la masculinidad política con ironía: «Cuando entré en la universidad y empecé a estudiar teoría feminista, llegó una fase de mucho enfado en mi vida, de enfado por las injusticias, en especial las que sufrimos las mujeres. En ese momento, la feminidad en la que siempre me había sentido cómoda empezó a darme asco. Me rapé la cabeza, me dejé crecer los pelos de todo el cuerpo, sentía que depilarme las cejas era un invento de los hombres. Por supuesto no me maquillaba, llevaba pantalones y camisetas muy anchas. Creo que no queda ninguna foto de aquella época, servirían para hacerme chantaje».

Si, hasta ese momento, el halago de su aspecto por parte de los chicos nunca había molestado a Laura, de pronto empezó a sentirlo como un ataque insoportable. (Creo que todas hemos pasado por esa época en la que un chico apenas te mira y tú ya estás preparada casi para tumbarlo al suelo de una patada.) «Adopté cierta masculinidad como reacción ante lo que entendí que era una imposición de los hombres. Recuerdo que veía chicas en minifalda y pensaba: pobres, todavía no han visto la luz. Creo que es un proceso que tienes que pasar para llegar a estar cómoda con cómo eres y cómo estás.»

Ésa no soy yo

En algún u otro momento, todas las perras de las que hablo hemos colgado nuestro disfraz de putillas en la pared y lo hemos escudriñado desconfiadas. ¿A que soy tan boba que me he puesto el uniforme de esclava sin darme cuenta? ¿A que me la han metido una vez más y yo creyéndome tan lista? Cuando una sale a la calle embutida en licra trepadora y ha mamado tanto de la teta del feminismo encarna una paradoja, vive en ella. Este libro pende de la misma cuerda floja político-estética. Pero es que yo no puedo con las certezas ni con los puertos seguros, desconfío ante tanta calma. Cuando me dan la razón demasiado, cuando se respira ese aire de consenso beatífico, ahí sí que temo que van a metérmela. Y yo sin lubricar.

No creo que nadie recree su identidad o performe su género sin cortocircuitos, sin extravíos, sin miedos, sin renuncias. Hasta el padre de familia, blanco y de clase media más autocomplacido anhela secretamente muchas noches mandarlo todo a la mierda. Probablemente, él más que nadie. La trabajadora sexual y activista italiana Carla Corso se manifiesta así en su autobiografía política Retrato en vivos colores: «No quiero ser coherente, porque algunas veces la coherencia es estupidez: prefiero estar en contradicción antes que ser tremendamente coherente, como si me cogieran y me pusieran ahí, estática y estúpida».

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