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Advertencias

Antes de nada quiero advertirlo. A pesar de que mi madre y el Ministerio de Educación creyeron en mí y me pagaron la carrera de periodismo, esté donde esté me expreso como un camionero atascado en la M-30. Es superior a mí. Como excusa, argumento que me crié en un barrio de bloques, en una época en la que las criaturas campábamos a nuestro aire por las calles sin actividades extraescolares y sin miedo a los pederastas.

Nunca he pasado por buena. Ésa ha sido una batalla perdida de antemano que jamás me interesó librar. Ya de canija era demasiado contestona y me gustaba decir la mía más de lo aconsejable para las buenas chicas. Mi padre me lo repetía mil veces: desde que me vio recién nacida supo que iba a darle problemas. Y vaya si se los di. Aunque no tuve otro remedio que aguantarla, nunca acepté su violencia contra nosotras.

Ya nací en guerra con el orden patriarcal que amenazaba mi vida y la de todas las mujeres: sólo podía ser feminista.

Cuando mis tetas empezaron a despuntar en aquella masa de carne inocente y caté las mieles del pecado, tampoco quise conformarme con el roce de un solo cuerpo. Siempre me ha gustado cómo suena la palabra puta. Así que mis novios también me llamaban mala. Después descubrí los cuerpos de mis amigas. Y todavía fui peor.

Esta precoz tendencia mía a no encajar en lo que se esperaba de una buena chica supuso una revelación. Nunca iba a ser feliz conformándome a los límites de la feminidad. Tenía que reventarlos. Como no se me dan bien las líneas rectas, me he perdido mucho para llegar a donde estoy. Pero ahora publico un libro sobre putas feministas; y ya nadie me va a mandar callar. (Otra ventaja de ganarse la vida como camarera, además del alcohol gratis, es que no necesito prostituirme cuando escribo.)

Me interesa desde dónde y para qué muchas mujeres feministas nos calzamos el disfraz de puta (desarrollemos o no un trabajo sexual remunerado). Desde la poderosa reapropiación del insulto. Desde la asunción de que a todas las mujeres se nos trata en algún o muchos momentos como a parias abordables sexualmente. Desde la resistencia diaria a deshacernos de minifaldas y corsés para ser tomadas en serio o para pasar desapercibidas. Desde la construcción placentera de nuestro personaje social.

«He aceptado la pureza como la peor de las perversiones.» Estas palabras de Marguerite Yourcenar me persiguen, se repiten en mi cabeza como un rezo. La verdad objetiva siempre es la versión del poder. Y yo escribo desde los márgenes, desde las alcantarillas del sexo. Desde el activismo y desde la rabia de género y de clase, como mujer mala y como pobre.

Éste es un tratado de amor. Y también de revancha. Las perras de las que hablo son mis amigas. Hubo infinitas horas de charla previas a las entrevistas de este libro. Las adoro y voy a retratarlas como las siento. Para mí son diosas lúbricas. Mi voz se confundirá con las suyas y con las de tantas otras que llegaron a mí a través del activismo, de mis reportajes periodísticos, de los trabajos, de las noches de ronda, de los libros, de los recuerdos ajenos que hago míos, de las pantallas, de los vientos extraños. No creo en el sujeto, no creo en la persona, no creo en mi voz.

Abogo desde aquí por la discordancia de género como mecanismo de sabotaje sexual y lingüístico. Nunca me ha salido del coño generalizar en masculino, pero tampoco quiero entorpecer mi narración con tediosas as/os o arrobas o estrellitas. La segregación biológico-social de género es para mí cada vez más turbia. Ya no sé lo que es una mujer, ni me interesa. A mi abuela Susana Goikoetxea, que tiene ahora noventa y ocho años, lo primero que le patinó cuando empezó a perder las conexiones con su entorno fue el concepto establecido de género. Nos hablaba a nosotras en masculino y lo mezclaba todo. Aupa, amona, por fin te has librado del lenguaje simbólico que te destinó a ti y a todas las mujeres a servir en la casta inferior.

Pues lo dicho, seguiré la rebeldía senil de mi amona Susana y no suscribiré la lógica semántico-sexual que nos ha puteado a ella, a mí, a ellos, a todas. Como anunciaba al principio, por supervivencia no me quedó otro camino que ser feminista. Además descubrí que se estaba muy bien merodeando por estos parajes de la feminidad proscrita. Y mientras autonombrarse feminista siga teniendo tan mala prensa, insistiré en ello. Lo digo tanto por los cortos de mente alérgicos a todo lo que huela a denuncia del sexismo como por las feministas decentes que se ofenden cuando una zorra como yo se confiesa como tal.

También recuerdo a un novio estilo talibán que tuve —los mentecatos no sólo salen con las otras—. Cuando vio claro que ya me había cansado de nuestra asfixiante burbuja, acusó a mi amiga perra Bego de ser una feminista radical y de estar malmetiendo contra él. No pude reprimir la carcajada: feminista radical, y lo dices como insulto. Ella y yo todavía nos morimos de risa al recordar aquel episodio y lo bobo que era el pobre.

Por cierto, ésta es otra advertencia: soy radical. Radical se dice de quien busca la raíz de las cosas. Así que no ser radical es ser, como poco, superficial y, en realidad, estúpida. A pesar de lo que digan los telediarios.

Una de las acusaciones más habituales con las que se nos suele menospreciar a las feministas es la cantinela de que odiamos a los hombres. En mi caso, nada más lejos de la realidad. A mí me encantan los hombres. A quien no soporto es a los machos. Tengo muchos más amigos hombres que la mayor parte de imbéciles que me han señalado a lo largo de mi vida como antihombres. Y el feminismo ha sido precisamente el discurso vital que ha permitido que me cure las heridas abiertas por la brutalidad de los machos y me alíe con los hombres. Transformar esta pesadilla en mi mundo habitable.

Respecto a los machos, a los hombres que se creyeron el cuento de ser hombres, nunca me cansaré de repetir las palabras de mi perra amiga Virginie Despentes en su explosiva Teoría King Kong. «Cuando defendéis vuestros derechos masculinos, sois como los empleados de un gran hotel que se creen los propietarios de la finca… siervos arrogantes, eso es lo que sois.»

Ah, se me olvidaba. Ya sea por temperamento, por las hormonas endógenas y sintéticas que me revolucionan a cada rato, por mi afición al gin-tonic, por mi horóscopo maya o por haber transitado mi infancia en aquella Rentería de los años ochenta que llamaban Beirut, soy exaltada, incendiaria y majara.

Por tanto y recapitulando: soy una zorra vasca feminista radical malhablada panfletaria. Antes de que lo escupa nadie, ya lo he dicho yo.

Devenir perra

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