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Introducción

Partí, como historiador, tras las huellas de los abuelos que no tuve. Sus vidas se terminan mucho antes de que la mía comience: Mates e Idesa Jablonka son tan parientes míos como absolutos desconocidos. No son famosos. Se los llevaron las tragedias del siglo xx: el estalinismo, la Segunda Guerra Mundial, la destrucción del judaísmo europeo.

No tengo abuelos por el lado paterno: esa es mi normalidad. Por supuesto que están Constant y Annette, los tutores de mi padre y de mi tía, pero no es lo mismo. También están mis abuelos maternos, quienes logran atravesar toda la guerra con una estrella en el pecho. En junio de 1981, antes de cumplir mis 8 años, les escribo para manifestarles mi amor. Mi letra es grande y torpe. Hay faltas de ortografía por doquier y dibujé corazones al final de cada frase. Al pie del papel de carta, un elefantito con gorra anda en monopatín en medio de una jungla de flores gigantes. He aquí lo que escribo: “Pueden estar seguros de que, cuando mueran, pensaré en ustedes tristemente, toda mi vida. Aun cuando mi propia vida se acabe, mis hijos los habrán conocido. Incluso los hijos de ellos los conocerán cuando yo esté en la tumba. Para mí, ustedes serán mis dioses, mis dioses adorados que velarán por mí, sólo por mí. Pensaré: mis dioses me abrigan, puedo quedarme en el infierno o en el paraíso”.

¿Qué se me habrá dicho –o no se me habrá dicho– para que redactara semejante testamento a los casi 8 años de edad? ¿Vocación de historiador o resignación de un niño abrumado por el deber de transmitir, eslabón de una cadena de muertos? Porque con la distancia, me parece evidente que esas promesas se dirigen no tanto a mis abuelos maternos, sino a los ausentes de siempre. Los padres de mi padre murieron y siempre estuvieron muertos. Son mis dioses tutelares, velan por mí y aún me protegerán cuando los haya alcanzado. Puede resultar tranquilizador aferrarse a escenas originales, traumatismos fundadores, pero en mi caso no hubo revelación: nadie nunca me sentó y me contó la “terrible verdad”. Estoy familiarizado con sus asesinatos desde siempre –hay verdades de familia, así como hay secretos de familia–.

El niño creció y no creció. Tengo 38 años, soy padre de familia. ¿Todavía tengo fuerzas como para cargar a esos seres de quienes soy la proyección en el tiempo? ¿Acaso no puedo alimentar sus vidas con la mía, en lugar de morir una y otra vez por sus muertes? Pero Mates e Idesa Jablonka sólo dejaron detrás de sí a dos huérfanos, algunas cartas, un pasaporte. ¡Qué locura querer trazar la vida de unos desconocidos a partir de la nada! Cuando estaban vivos, ya eran invisibles; y la Historia los ha pulverizado.

Esas cenizas del siglo no descansan en alguna urna del templo familiar, están suspendidas en el aire, viajan al antojo de los vientos, se humectan con la espuma de las olas, bordan de lentejuelas los techos de la ciudad, pinchan nuestros ojos, y se van por un avatar cualquiera, pétalo, cometa, libélula, todo lo que es liviano y fugaz. Esos anónimos no son los míos, sino los nuestros. Por lo tanto, es urgente encontrar las huellas, las improntas de vida que dejaron, pruebas involuntarias de su paso por este mundo, antes de que se borren definitivamente.

Concibo mi investigación como una biografía familiar, una obra de justicia y una prolongación de mi trabajo de historiador. Es un acto que engendra, lo contrario de un sumario criminal, y me conduce, con suma naturalidad, al lugar de nacimiento de mis personajes.

Historia de los abuelos que no tuve

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