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La miraba como una diosa

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La nave marchaba sin que nada al parecer se moviera, solo se oía el leve murmullo de sus turbinas. La noche era profunda a esa hora en que navegábamos en aguas del llamado Triángulo de las Bermudas, de Bahamas rumbo a Miami. Ya nos estábamos acomodando en nuestra mesa y el camarero muy solícito se nos acercó con la lista de la comida. Elegimos carne de res con unas verduras hervidas. Por uno de los ventanales del crucero se distinguían a lo lejos las luces de otras naves. Parecían estrellas flotando en el mar. De pronto, hizo su aparición ella. La rubia alta, delgada, vestida con un pantalón negro no necesariamente ajustado y una blusa con mangas largas y de una textura hecha de seda y un chal sobre los hombros. Venía sola y llamaba discretamente la atención mientras se balanceaba garbosamente hasta llegar a la mesa delante de la nuestra, distante a unos cuatro metros. Aun así, percibimos el aroma de su perfume que se mezclaba con el de mi mujer. Su aparición atraía tanto miradas masculinas como femeninas. Mi mujer me deslizó con mucho criterio: “Debe ser modelo, tiene todo el tipo”. Después de verla acomodarse en la silla, poner su chal y un diminuto sobre plateado en la otra silla y sentarse finalmente, revisó su móvil buscando tal vez algún mensaje. Desvié la mirada hacia mi derecha y vi a otro personaje que también me llamó la atención. Sería para mí el primer protagonista de esa noche.

Era un muchacho alto, muy delgado, de tez cetrina y una pequeña barba ensortijada y renegrida que hacía terminar su rostro en punta. Era un tripulante del enorme crucero al servicio del comedor. Es muy probable que su origen fuera de la India o de Pakistán. Estaba dentro de la distribución de los platos o fuentes de comida que venían de la cocina y de allí los derivaban a los camareros y estos a su vez los llevaban a las mesas de los turistas.

Lo vi como embobado observando con atrapante atención desde su aparición a esa figura de negro con atractiva cabellera dorada que caía adornando su espalda. Lo vi apoyado en ese mostrador circular esperando las órdenes de sus compañeros. Lucía una camisa blanca y un pantalón azul casi cubierto por un delantal gris con pechera y sin llegar a las rodillas. Sus labios casi oscuros dibujaban una leve sonrisa, pero el brillo de sus ojos reflejaba una supuesta historia elaborada en segundos al ver a la dama. Creo que soñó con enamorarse, en poseerla como si fuera un amor que al fin llegó a su vida. Se deleitaba mirándola arrobado en un paraíso de espacios limitados. Su sonrisa era de adoración, ensoñación… como una cobra hipnotizada por el “pungui” de su poseedor. Él no la veía como un objeto sexual; la veía como algo difícil de conseguir, inalcanzable, utópico. Como si una vez pensara que fuese el dueño del Taj Mahal y anduviese por sus salones y sus jardines viendo su figura reflejada en las aguas del estanque con toda la fisonomía y vestimenta de maharajá. Eso pensaba yo que supuestamente tenía en mente el muchacho. Algo así como “¿Cómo puedo pretender algo semejante, un simple mesero indio de cocina al servicio de los señores…? ¿Y por qué no?... Estamos en el mismo mundo, pero en escalones distintos, ¡pero con la imaginación se llega hasta donde uno quiere!”. Supongo que habrá pensado eso utilizando la sapiente filosofía de la India, y yo inmiscuyéndome en su pensamiento.

A los dos minutos apareció la pareja de ella. Alto, cabello oscuro, serio y espigado. Caminando como si nada hubiera a su alrededor, pero acompañado también de miradas indiscretas de ambos sexos. Parecían dos modelos de alta costura o de un producto sofisticado al que estaban publicitando haciendo una pasada por los salones. Vestía un pantalón claro, un saco azul oscuro y un pañuelo en el cuello que luego se quitó. Un clásico. El peinado impecable y lustroso como si le hubieran desparramado una gelatina brillante. Le sonrió cuando llegó a la mesa y ella se la devolvió con sutileza, pero sin estridencias. Suave y tenue como se veía ella. El único al que la sonrisa le iba disminuyendo de a poco era al amigo supuestamente de la India o de Pakistán, porque fue despertando casi ipso facto de ese sueño tan breve pero dorado como los cabellos de la dama, y más aún cuando un compañero de servicio le trajo una fuente con platos para distribuir, y al ver que aquel seguía estático, con los ojos puestos en la mesa veintidós, le gritó: “Eyy… despierta, que aquí tienes para las mesas nueve, quince y veinte… ¡¡Ey, que se enfrían!!”.

¿Viajamos? A bordo de la vida

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