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Los golpes de la vida

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Todas las tardes, cuando el sol ya caía hacia el oeste veía pasar a un personaje de los que llamamos “cartoneros”, esa especie de persona trabajadora, sin una labor específica en una oficina, en un taller o ni siquiera como peón de albañilería, sino el de tener una labor diaria recorriendo las calles en busca del factor que le permita vivir. Simplemente una persona más en este mundo tratando de solventarse honestamente con lo que la calle le pueda ofrecer, como los limpiavidrios o los que hacen malabares en los semáforos de las esquinas de la ciudad. Lo observaba empujar su carrito a “tracción sangre humana”, haciendo más fuerza a esa hora de la tarde porque ya venía cargado, y si tenía suerte, pues hasta el tope. Yo los llamaba “los hombre hormiga”, no despectivamente, no, en absoluto, sino por su laboriosidad caminando a cualquier temperatura recorriendo kilómetros en calles nada fáciles porque se mezclaban con vehículos de cualquier tamaño. Una tarde lo detuve cuando ya iba a entregar lo que había acumulado en su carro, para entregarle unas cajas de cartón que tenía en casa de unas resmas que había vaciado y me pidió en esa pausa, con cierto grado de educación, si podía alcanzarle un vaso de agua. Claro, la tarde era calurosa y con semejante trajín el hombre estaba necesitando apagar su sed. Le alcancé un vaso grande de soda fresca y la bebió hasta la mitad de un solo trago, sin hesitar. A todo esto, mi vecino Rodolfo que estaba hablando en la puerta conmigo, le dijo que tenía unas cajas desarmadas de unas compras que había hecho en su oportunidad y que se las alcanzaba, que para él iban a ser unos pesos más. Hizo una pausa el cartonero antes de vaciar el contenido del vaso y lo examiné con discreción. Vestía ropas de acuerdo a su trabajo, gastadas y de tipo deportivo, una barba sin ningún tipo de cuidado, claro, era viernes y tal vez la tenía acumulada desde el domingo pasado, tal vez… Lo vi macilento, aunque en sus brazos todavía la nervadura sobresalía en una musculatura ya no tan firme. No podía precisar su edad, quizás cincuenta o cincuenta y cinco años. Tenía un reloj, pero no anillos, y colgaba de su cuello una cadena con una medallita, al parecer de plata. Sus labios algo hinchados brillaban como hálito de vida mojados por la humedad de la soda y sus ojos se veían como dos luceros apagados, casi opacos, eclipsados por los párpados vencidos que apenas mostraban la mitad del globo ocular. El pelo, desprolijo como la barba, caía sobre la frente como una retama desmadrada de un balcón. Lo que más me llamó la atención fue su nariz achatada y no al parecer de nacimiento. Ver esa fisonomía me puso ante la evidencia palpable de que este hombre habría sido un camorrero de mil peleas, o un luchador de octágono o quizás un boxeador. Mi vecino Rodolfo trajo la caja ya desarmada y le sirvió otro vaso de soda una vez concluido el primero, que aceptó gustoso haciendo un movimiento con la cabeza.

—Te hago una pregunta tonta y sin querer molestarte —le dije—. ¿Vos fuiste boxeador o tuviste muchas trenzadas callejeras…? Digo, ¡por las “medallas” que se nota llevas! —le dije en alusión a tan golpeado rostro. Me contestó haciendo una mueca desganada y apenas sonriente.

—Piñas… piñas en la calle y en el ring.

—Ahh… ¿fuiste boxeador? Me lo imaginaba por tu nariz ñata. —Le señalé haciendo un gesto con mi cara en dirección a la suya. Seguí escudriñando su semblante, ya que me resultaba parecido a alguien, alguno conocido en ese deporte o profesión. Mi amigo Rodolfo también lo observaba a ver si descubría si era alguien famoso o un ignoto luchador. Entonces le pregunté para despejar la incógnita si había peleado en el Luna Park alguna vez—. ¡Perdoná mi ignorancia! —me disculpé.

Me miró, calibró mi desconocimiento y le habrá dolido no haber sido reconocido, pero no se ofuscó y se dio cuenta de que yo no conocía mucho de su historia y sus laureles, y no lo tomó mal porque quizás ya el tiempo habría calmado sus ambiciones y su egolatría. Me devolvió el vaso, se recostó contra el lateral del carro y nos explicó a mí y a mi vecino, que también permanecía atento al desarrollo en cuestión mientras su mujer lo llamaba para que la ayudara en algo y él se negaba con un “pará, Liliana, ¡ya voy!

—Sí, peleé en el Luna, ¡y varias veces! Nací en Tucumán, pero hace treinta años que estoy por acá. Mi viejo trabajaba en la cosecha de la caña de azúcar, en la zafra, vio, y yo después de la primaria también estuve en los cañaverales ayudando a la familia. Y me trencé con algunos peones no por camorrero, sino por otras cosas. Alguien me vio que era bueno con los puños y empezó a enseñarme a boxear, y como tenía calidad, me llevó a la ciudad y me hice profesional y cuando tenía veinte me llamaron de Buenos Aires, ¿se imagina?... Solo era campeón provincial. —Fue entonces cuando Rodolfo interrumpió:

—¡Vos sos Méndez!

—Sí, soy Méndez. —Y se ufanó de que lo hubieran reconocido y prosiguió—. En el Luna y en los buenos estadios del país… y en Uruguay, Brasil, México… En España y en Francia, bueno, ahí gané el título mundial… en la propia casa se lo gané al francés.

—Sííí —le respondí porque me había venido a la memoria y añadí—. ¡Fue al francés Pigard!... allá por el… —Pero él me dio la fecha justa y al toque:

—¡El 18 de abril del 98!... ¡Como para no acordarme! —Bajó su rostro mirando las baldosas reviviendo esos momentos en segundos—. Soy Ceferino Méndez, el tucumano campeón de los welters, el mismo que peleó en el Madison con un negrito que me ganó por puntos… Me robaron el título esa noche, en mi tercera defensa… me afanaron y nunca más me dieron otra posibilidad.

Mi amigo Rodolfo por tercera vez se negaba al reclamo de su mujer y miraba boquiabierto al campeón que en su breve relato estaba comenzando a revivir su gloria, aunque sea por un momento.

—¡Hiciste un montón de peleas, Ceferino! —dijo mi amigo y yo asentía.

—Sí —dijo aquel—. ¡Hasta en Australia!... ¡En ese lugar me hicieron ver los canguros de tantas piñas que me dieron! —Y lanzó una carcajada como expulsando el recuerdo de una vieja noche de dolor.

—¿Y ahora qué? —pregunté tontamente.

—¿Ahora qué? —me respondió con otra pregunta demostrando que ahora todo lo que tenía estaba ahí, a su lado, a la vista.

—Pero habrás hecho mucha plata, con tantas peleas tenés que haberte ganado unos cuantos pesos.

—Muchas peleas. Mucha plata, todo en dólares… también muchas mujeres y un montón de amigos —me contestó con una resignación valerosa—. ¿Sabe? Yo no sé si tenía minas porque era pintón o porque era rico, pero tenía un montón… hasta gente del espectáculo. Sí, ¡así como me ve con la ñata aplanada! —No dijimos nada para no enturbiar más sus recuerdos.

—Así que ahora…– —arriesgó Rodolfo.

—Y ahora tengo un carro y cicatrices en todas partes, pero el recuerdo grande de sentir los aplausos como cada vez que me acuesto antes de dormirme, de los que me vitoreaban, las palmadas de los amigos ¡que cada vez que ganaba una pelea y más plata más tenía!

—Disculpame, ¿ahora cuántos te quedan?

—¿De ese tiempo?, ¡ninguno! Salvo dos o tres crotos como yo. Los otros se piantaron cuando el bolsillo se vació, porque un día… me quedé sin un mango. Ustedes no saben —dijo mirándonos a los dos—. Qué tristeza haber tenido todo ¡y un día quedarse sin nada! Ninguno de esos quedó ni para pedirle una chirola para un café con leche. El boxeo me dio mucho, pero más me dio la vida enseñándome… gran maestra es la vida, jefe. —Se estaba poniendo entre las barras del carro para reiniciar su labor—. Lástima, amigos, que tardé demasiado tiempo en darme cuenta, ¡en no haber guardado un poco de inteligencia para después de los golpes! —Su voz dejaba entrever una filosofía modelada por la carencia de muchas cosas, principalmente la del sentimiento, el despojo, las pérdidas…

Nos volvió a dar las gracias por la soda con la que le habíamos quitado un poco de sed y se iba apurado porque los camiones que compraban su mercancía ya lo estaban esperando en el punto de encuentro y se fue. Lo vi empujando su carro de la vida, ese que ahora le daba de comer sin escuchar las aclamaciones, sin ver su nombre en los afiches y marquesinas anunciando sus grandes peleas, sin sentir las voces de sus amigos arengándolo a despilfarrar en fiestas lo que en una noche había ganado a los golpes. Ahora iba gastando el resto de sus fuerzas empujando un carro de madera con ruedas de bicicleta y cargando cientos de kilos a puro pulmón. Ya se iba perdiendo, apurado entre un bosque de cemento y vehículos que lo sorteaban y yo pensaba “Cuántas mañanas habrá madrugado para correr y poner su físico a punto, privarse de comida para dar el peso y de tantas cosas que nos ofrece la vida y dejar parte de su juventud sin tener una voz digna, honesta, patriarcal en un rincón de su vida, no solamente en el ring, que le hubiera enseñado también esa lección que no supo entender. Y pensé, que, quien más, quien menos, todos tenemos un carro para empujar y una vida para aprender.

¿Viajamos? A bordo de la vida

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