Читать книгу ¿Viajamos? A bordo de la vida - Ivana Pucheta - Страница 6
Los abuelos
ОглавлениеEran dos abuelos que se alojaban en un hogar mixto de ancianos, una residencia para mayores en un barrio de la ciudad. Estaban en los momentos de esparcimiento donde veían la TV, o leían o recibían visitas, separados por unos metros unos de otros. Prácticamente muy pocos ancianos se conocían entre ellos, excepto los más antiguos que entre charla y charla hacían más llevadera su estancia en el lugar. Las relaciones eran contadas y casi siempre del mismo género. Los hombres veían algún partido de fútbol por televisión cuando no eran nocturnos o se entretenían con algún otro programa por la tarde. Otros permanecían silenciosos con los ánimos perdidos en otros tiempos, y algunos releían por infinita vez viejas y queridas cartas o veían fotos de épocas pasadas. Las mujeres, de acuerdo a sus estados de ánimos, se relacionaban más entre ellas.
Estos dos abuelos eran extranjeros, hacía mucho tiempo que habían llegado al país y se sentían tan ciudadanos como los nacionales por el simple hecho de haber vivido la mayor parte de su vida aquí, formado una familia, tenido amigos y finalmente terminar sus historias en estos lares.
Él era italiano de la zona de viñedos de Frascati, una antigua y bonita ciudad con edificios del Medioevo en la provincia de Roma, a veinte kilómetros de la ciudad. Ella, española de Valladolid, llegó al país con sus padres cuando era una niña de cinco años, justo para inscribirse en la escuela primaria. Ambos no se conocían ni de nombre, apenas se habían visto a la ligera cuando almorzaban separados en alguna mesa del salón. Él era residente desde hacía dos años y ella casi año y medio. La señora se llamaba Verónica y solo los fines de semana recibía la visita amorosa de su nieta que siempre le traía alguna ropa o cosas que podía comer admitidas por el médico del hogar. De vez en cuando venía con su marido y el pequeño bisnieto a llevarla a pasear o bien a que se quedara a dormir con ellos cuando había algún festejo familiar.
El abuelo, de nombre Pablo, no tenía tanta suerte porque el único visitante que venía a verlo a la ligera cuando se acercaba a pagar generosamente la renta en la residencia era su sobrino mayor, hijo de un hermano. Pablo tenía un hijo que por razones de trabajo se había trasladado a Italia, a Milán, para ser más precisos, con su mujer y sus dos hijas, y una vez al año volvían y entonces lo iban a ver al hogar. Eso había sucedido una sola vez y el abuelo contaba los días para volver a abrazar a su único hijo. Más de una vez pensaba “qué extraño es el destino”. Él se vino de allá para aquí a trabajar por una vida mejor, y ahora era el hijo el que se había ido a Italia a forjar su porvenir. El abuelo hacía tres años que era viudo después de casi sesenta años de haber compartido su vida con Carmela.
Pero un día, comenzaron a acercarse el uno al otro aun sin proponérselo. Quizás una ayudante colaboró con la magia de lo que no imaginamos y los acercó. Algo fortuito. Y de a poco se empezaron a conocer, a reconocer sus rostros y sus voces y de sus tímidos saludos de “buenos días”. Pablo supo que ella se llamaba Verónica y a Verónica le quedó el Pablo sin tener que memorizarlo; y de a poco las palabras elaboraban pequeñas charlas, y se fueron despojando de vergüenzas, a intimar más asiduamente en sus soledades y a extrañarse en las separaciones de cada noche cuando iban a acostarse en habitaciones distintas, y a buscar estar juntos al otro día para tomar el desayuno y en la hora de la comida y a veces dejaban de lado la hora de la siesta simplemente porque no querían dejar espacio sin cubrir con sus cercanías. Esa sublime compañía que servía para apañarse uno con otro. Y tal vez, desde algún rincón la ayudante que sin querer los acercó ahora sonreía porque veía a dos abuelos diferentes a los demás.
¡Y se enamoraron! Se enamoraron sin tiempos ni futuro, solo el hoy… Y dicen que alguien escuchó en cierto momento que Pablo le decía: “Sabes, creo que el amor nos rejuvenece… porque desde que te conocí, desde que empecé a hablar contigo, he vuelto a sentir ganas de seguir viviendo… de volver a importarme la vida… ¿Y tú, no?”. Y la sonrisa de ella borró las marcas del tiempo en su rostro, y tomándole la mano que él tenía apoyada en el respaldo del sillón y fijándose que nadie los observara, con el brillo de sus ojos y la mano apretando la de él, estaba diciendo toda su respuesta.