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HALLAZGO INESPERADO

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SÍLVIA CORTÉS

Hablábamos con Iván. Hablábamos de grabar a Héctor. Hablábamos de cómo hacerlo, desde dónde mirarlo... Yo partía de una primera idea: usar el desenfoque (el fuera de foco), una imagen borrosa... mostrar, pero no de una manera nítida. También era una manera de ilustrar el autismo, que no sabemos bien qué es, que no tenemos de él ninguna nitidez, sino pistas, desenfoques que nos obligan a trabajar con la intuición para explicarnos la imagen, lo que hay. Con este recurso visual, ilustrábamos la idea de que no podemos explicar del todo el autismo, que solo podemos observar e intuir. Además, el desenfoque nos permitía no exponer del todo a Héctor, protegerlo de juicios preconcebidos (a pesar de que uno de los objetivos del documental era, evidentemente, desmontarlos).

A pesar de esto, había algo en el desenfoque (no sabía qué) que no me acababa de satisfacer del todo. Hacía falta algo más. Pero tampoco sabía en qué consistía este más, ni dónde teníamos que ir a buscarlo. Y entonces, de repente, me vino la idea de tomar la dirección contraria: situar a Héctor en el foco. Se trataba de cambiar a Héctor de lugar, del «fuera de foco» al interior del foco. Hacía falta únicamente situar a Héctor ante el foco en un espacio neutro. La imagen resultante sería un contraluz que nos mostraría la silueta de Héctor. Con este recurso visual, además de situar a nuestro protagonista dentro del foco (que es, de hecho, el lugar que le corresponde en el documental), también conseguiríamos no exponerlo del todo, protegerlo.

Y sobre todo esto hablábamos con Iván, tomando un té en una terraza del barrio de Gracia, en Barcelona. Y mientras hablábamos de esto, tuvimos la visita inesperada de una palabra: me quería referir al movimiento repetitivo de las manitas de Héctor en el contraluz, pero me equivoqué de palabra. Quería decir estereotipias pero dije serendipias.

LA SERENDIPIDAD

No tenía ni idea de qué significaba, pero había dicho serendipias. Primero me reí, pero enseguida me pareció una palabra tan extraña que sentí curiosidad. En la web del Institut d’Estudis Catalans no aparecía. ¿Me la había inventado? No del todo. En un segundo intento, encontré serendipidad:

Descubrimiento casual o imprevisto hecho por un investigador en el transcurso de una investigación orientada hacia otros objetivos y con presupuestos teóricos diferentes.

¡Vaya por dónde, aquella palabra tan extraña que no sabía qué quería decir era una palabra preciosa! Y no sé por qué, algo de ese significado me provocaba una emoción enorme. ¡Me gustaba mucho mucho mucho! Y todavía me gustó más cuando me di cuenta de que, de hecho, había llegado a la palabra serendipidad por medio de una serendipidad. Eso me pareció, como diría Albert, «acustuflant».

Pero la cosa no terminó aquí: esta palabra, que había brotado de manera tan espontánea, me reservaba aún más emociones. Era una palabra llena de sorpresas. Bajo los efectos de la emoción, me imaginé que no me había equivocado de palabra, sino que había dicho exactamente la que quería decir. Y volví a leer el significado:

Descubrimiento casual o imprevisto hecho por un investigador en el transcurso de una investigación orientada hacia otros objetivos y con presupuestos teóricos diferentes.

¿Podría ser que yo misma fuese ese «investigador en el trascurso de una investigación»? ¿Y podría ser que el trascurso de la investigación fuese las estereotipias de Héctor (sus manitas que se mueven de manera incomprensible)? Si yo era el investigador y el trascurso de la investigación eran las manitas de Héctor, ¿cuál era el descubrimiento casual, el hecho imprevisto? Y fue en esta pregunta donde la serendipidad me reservaba la emoción más grande: el descubrimiento casual, el gran hallazgo, era que la imagen de las manitas de Héctor, moviéndose incomprensiblemente en el contraluz, ofrecían una danza preciosa, una belleza radical.

Podía haber dicho cualquier otra palabra, pero dije serendipias. Fue quizás una elección azarosa, pero es una palabra demasiado precisa, demasiado bien encajada. Por tanto, quizás este «término preciso» (que Josep Pla habría perseguido durante una semana entera) parecía haber sido escogido, a pesar de que no supiera que lo sabía. Con lo cual, sí, es posible que yo escogiera la palabra. Pero también podría ser que la palabra me escogiera a mí.

Y esta no es una cuestión menor. Porque una vez dije esta palabra preciosa, que había olvidado (o una vez esta palabra preciosa vino a encontrarme), me di cuenta de que siempre había estado en ese cajón de las peonzas que canta Serrat en «El meu carrer». Y, después, una vez reencontrada en voz alta, adquirió un estatuto nuevo. Allí donde yo quería mostrar la extrañeza (unas manos que se mueven de manera incomprensible), encontré la belleza. Es así como la serendipidad saltó del cajón de las peonzas a la vitrina de las opciones. Y como opción, ha sido recurrente en el proceso de investigación de Unes altres veus. La serendipidad (los hallazgos inesperados y las causalidades) saltó y seguirá saltando de la palabra a las imágenes, a la luz, a los espacios y a los objetos.

EL LABERINTO

La idea era situar a los protagonistas del documental en escenarios significativos. Para Albert, encontramos el laberinto de Argelaguer (instalado en el terreno abrupto de un bosque, con túneles larguísimos hechos de cañas, construcciones oníricas, figuras, objetos y torres altísimas). La idea del laberinto estaba muy clara. Lo que no esperábamos es que, justo después de empezar a rodar, una de las primeras cosas que Albert dijera fuese: «Este laberinto es como mi mundo interior. Es un mundo interior para mí, todavía más adentro».

EL DIVÁN

Puesto que los espacios de los protagonistas eran diversos (para Albert, el laberinto de Argelaguer; para los psicoanalistas, el Teatre Grec de Barcelona; y para los padres, un teatro a la italiana), el diván tenía que servir de enlace, de punto de encuentro de todos los testimonios (excepto en el caso de Albert). Aparte de todas las significaciones que cada uno pueda encontrar, la más clara era que, con el diván, quedaba representada la tesis psicoanalítica del documental. Grabamos a veinticinco psicoanalistas sentados en el diván, llegados de toda España, en una larga y soleada jornada de julio, en el Teatre Grec. Pero había tres que teníamos que grabar en Bruselas, aprovechando el Congreso PIPOL 5 de la Eurofederación de Psicoanálisis. Esto quería decir que debíamos llevarnos el diván hasta allí. Alquilamos una furgoneta para transportarlo. Y Marta Alonso y yo hicimos un largo viaje hasta la capital belga. Por cuestiones que me ahorro explicar ahora, cinco horas más tarde de lo previsto, llegamos a Bruselas. Una vez allí, el responsable del hotel en el que habíamos reservado las habitaciones para todo el equipo nos dijo que lo sentía pero que no estaban disponibles. Tuvimos entonces que buscarnos otro. Encontramos uno muy curioso en el que, además, nos dejaban guardar la furgoneta, con el diván, en el patio interior del edificio de al lado, donde se encontraban diversos artistas y restauradores. Durante una mañana en la que Marta trasteaba en la furgoneta, uno de ellos se interesó por el diván: «¡Qué gracioso, tengo uno idéntico aquí arriba!», nos dijo.

En Barcelona, habíamos estado durante tres días haciendo casting de divanes. Definitivamente, habíamos escogido bien. ¡Tenía que ser aquel!

EL CARRITO DEL SUPERMERCADO

La casualidad saltaba de un lugar a otro. Y a cada salto, ofrecía un hallazgo inesperado, nos reafirmaba los significados o los extendía aún más allá. Esto es lo que sucedió también con los carritos de supermercado.

Para las entrevistas con los padres, yo partía de la idea de construir escenografías significantes hechas con diferentes objetos. Lo que había en común en todas ellas era que los objetos debían disponerse flotando, fuera del lugar habitual o de su disposición común. Hice cuatro garabatos (el dibujo no es exactamente una de mis habilidades) y se los enseñé a Iván. Su expresión fue de una extrañeza total, cosa que me reafirmó en mi idea. Todo ello podía leerse como una representación de la extrañeza que envuelve a los padres, la angustia de un mundo del revés que intentamos entender. Pensamos en marcos de cuadros vacíos, en palabras sencillas (las primeras palabras que Héctor dijo), en paraguas cerrados, abiertos, al revés, como un cobijo necesario... Y nos hacía falta todavía otro objeto. Pero ¿cuál?

Hacía días que daba vueltas a este tema, cuando de repente me topé con un carrito de supermercado en el trastero del Teatre de Vic. No sé por qué me llamó la atención. No sé por qué me imaginé una escenografía con carritos de supermercado vacíos, del derecho y del revés, suspendidos en el aire. Y no sé por qué la imagen me pareció tan extraña que me convenció.

Distribuimos de manera azarosa a los padres en las diferentes escenografías. Íbamos a hacer tres entrevistas en la escenografía de los cuadros; tres, en la de los paraguas; tres, en la de las letras; y tres, en la de los carritos de supermercado. La de los carritos fue la última que rodamos. Tengo que decir que la intensidad de todas las entrevistas me resultó extrema. Suerte tuvimos de la oscuridad, pensaba, porque en muchas ocasiones me superaba la emoción.

Los últimos fueron José Antonio y María Jesús, los padres de Miguel. Se sentaron en el diván, rodeados de carritos de supermercado suspendidos en el aire, del derecho y del revés. Y entonces la serendipidad hizo una triple pirueta y fue a parar dentro de uno de los carritos. El padre de Miguel lo señaló con la mano y comenzó a hablar de la culpa, de aquel día que subió a su hijo en el carrito del supermercado para hacer la compra (cosa que está prohibida pero que todo el mundo hace), y en un traspié el niño se cayó al suelo. Durante muchos años José Antonio se había torturado pensando si la caída de aquel carrito había sido la causa del autismo de su hijo. Y lo más impactante fue enterarnos de que su mujer era la primera vez que escuchaba esa historia.

Todavía no sé por qué escogí los carritos de supermercado pero creo que —si en el caso de las estereotipias de Héctor, allí donde quería mostrar extrañeza, había encontrado una belleza radical— en esta historia me encontré con un relato sobrecogedor. En efecto, es posible que la palabra serendipidad me escogiera a mí y no yo a ella. Y quizá con el carrito había pasado exactamente lo mismo.

LOS ESPEJOS

En la búsqueda de objetos escenográficos también pensé en espejos. Tampoco sabía exactamente por qué, únicamente que me resultaba una imagen sugerente. Pero la descartamos por las dificultades técnicas que suponía rodar con espejos en un espacio lleno de focos. Pero, aunque no están grabados como una imagen, el documental está lleno de espejos. Y tienen mucho que ver con la serendipidad.

Una noche, en el debate posterior a una de las proyecciones en los cines Girona de Barcelona, un hombre del público se identificó como padre de un niño autista. Quiso expresar su disconformidad con el optimismo del documental y también con el hecho de que se presentasen imágenes tan bonitas, cuando en realidad el autismo, decía, era terrible.

Hace unos días leí una noticia en la prensa y me hizo pensar en esta cuestión. El artículo hablaba de los galardonados con los premios Ig Nobel. Estos premios, que parodian a los que otorga la Academia sueca, premian investigaciones cargadas de una vis cómica, por el hecho de ser absurdas o contradictorias, o porque, en realidad, esconden alguna cosa más relevante. Este último caso era el de un estudio italiano en el que se llega a la conclusión de que contemplar un cuadro que se considera bonito aligera el dolor que provoca un rayo láser en la mano. Al contrario, si el cuadro es feo, el dolor aumenta. Visto así, quizá la serendipidad nos había venido a encontrar para aligerar el dolor. Y esta fue una de las opciones. En aquel mismo debate, otros espectadores elogiaron el documental por la elección de esta opción. Y quizá, todo ello, era una cuestión de espejos.

Aquella queja me hizo pensar también en el día que entendí (meses después de empezar a trabajar en la película) aquello que Iván me decía desde el primer día: la gente espera este documental. Y entendí que la gente esperaba este documental cuando entendí que Unes altres veus era «una buena noticia». Y entendí que era una buena noticia cuando comprendí que no estábamos haciendo un documental sobre el autismo, sino un documental sobre la singularidad; y cuando entendí que no estábamos haciendo un documental sobre el psicoanálisis, sino un documental sobre el respeto a la diferencia. Y así es como, poco a poco, fui entendiendo Unes altres veus. Y a base de escuchar a los espectadores en los debates posteriores a las proyecciones, a base de escuchar cómo cada uno se confesaba impactado por cuestiones muy diferentes, entendí que el documental estaba lleno de espejos. En estos descubrimientos me vi reflejada yo misma también, recorriendo aquel camino que supone el encuentro con el autismo. Un camino de incertidumbre, de dolor, de extrañeza, pero también de sorpresas, serendipidades y espejos que cada uno encuentra en lugares bien diferentes.

Quizá mi espejo más grande me vino aquel día hablando con Iván en una terraza de Gracia, cuando dije serendipias en vez de estereotipias. Y en aquel momento se desplegaron como opciones todos los grandes descubrimientos casuales y los hechos imprevistos que se sucedieron después... Y diría que fue así como las serendipidades se convirtieron en estereotipias... para mí, de una belleza radical.

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