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1 «ANDALUCES DE JAÉN,
ACEITUNEROS ALTIVOS»

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La mirada de Rafael bascula de esa especie de choza mal aparejada, hecha de materiales abigarrados y precarios, de desechos tomados de cualquier parte, a la mirada satisfecha de su suegro Andrés, el Negro, que ha salido a recibir, junto a sus tres hijos mayores, al grupo de trece o catorce familiares venidos desde Jaén, tras la odisea del viaje hasta Gerona. Los ojos de Rafael perfilan el contorno de la perplejidad, apenas unos segundos, los que delimitan el tránsito hacia otro sentimiento que aflora con fuerza y que, súbitamente, transforma la expresión de su mirada: del desconcierto a la rabia sorda, por el momento sorda. ¿Así que era esto? ¿Esta era la situación esperanzadora que su suegro les había descrito en sus cartas para convencer a las dos familias, la de Rafael y su mujer, de que abandonaran su tierra y empezaran a edificar una nueva vida? ¿Esto era el futuro, el futuro que no existía en Jaén? ¿Así que era esto? ¿Esta era la alternativa a la miseria del campo andaluz? Rafael mira con rencor la mano que palmea su hombro, la mano de su suegro, el Negro. E inmediatamente mira a su mujer Isabel y al niño de nueve meses que lleva en brazos. Se le agua la mirada. Se le agrieta. Se le hace un nudo en la garganta. Mira también a sus hermanas y sus cuñadas, a su madre, a sus cuñados, que abrazan con júbilo al Negro y a sus hijos mayores y que parecen no darse cuenta de nada. ¿Esto era el futuro? ¿Cómo podía ser esto el futuro? Las venas, el pulso, la respiración de Rafael entran en ebullición: siente la efervescencia de la derrota, del fraude, de la impotencia. Vuelve a supurar el dolor de la nada en el horizonte. Después del jodido viaje que los ha traído hasta aquí, sobrellevado por la ilusión, una ilusión reacia, dura, una extensión de la dureza de los años de posguerra, pero ilusión, al fin y al cabo. Después del jodido viaje, el embate de la misma realidad sórdida que pensaban dejar atrás. Pero todavía permanece en silencio, todavía conserva un átomo de paciencia para esperar las explicaciones del Negro. Mierda, no, no era esto. Nuestro futuro no era esto.

Rafael aguarda, apretando las mandíbulas, a que acabe la ceremonia de besos, abrazos y palabras cariñosas de sus familiares. Siente que el tiempo se ha detenido. Siente, a su vez, que un cúmulo de palabras argamasadas por el despecho se le agolpan en la garganta y presionan con violencia hacia fuera. Mierda, no, no era esto. Y piensa: cómo ha podido engañarnos así, a su propia familia. Pero todavía le guarda el suficiente respeto a su suegro como para no montar una escena delante de sus hijos, delante de su mujer. Aguarda, aguarda impaciente. Y aprovecha el momento en que sus cuñados, los hijos mayores de Andrés, le enseñan las chozas al resto de la familia, para tomar del brazo al Negro:

–¿Podemos hablar un momento, Andrés?

–Sí, claro, Rafael, claro que sí. Pero alegra esa cara, hombre, que te veo muy serio. Alegra esa cara, que por fin estamos todos juntos, otra vez, alegra esa cara, joder. No sabes cómo os he echado de menos.

Empiezan a caminar, mientras Andrés le pregunta a su yerno cómo ha ido el viaje. Rafael contesta con monosílabos y se detiene al cabo de unos treinta metros. Contempla a su alrededor: una extensión de parcelas y huertos se expande ante sus ojos; la tierra está blanda y húmeda, se hunde bajo la suela de sus abarcas: esta tierra es otra, piensa, este frío húmedo es otro. En ese momento recuerda lo que le había dicho su suegro sobre el otoño en aquella región. Entrecierra los ojos. La mirada se le va lejos. Y su mente recupera el recuerdo de los dos días que tuvieron que pasar en Madrid, esperando a reunir el dinero suficiente para proseguir su viaje hasta Gerona. Aquellas dos noches que pasaron en un solar abandonado del centro de la capital, a la intemperie, sintiendo más el aguijón de la incertidumbre que el frío seco del otoño madrileño. Aquellos dos días en que unos muchachos desharrapados intentaron robarles los pocos enseres que llevaban. Y después de las penurias del viaje, esto. La mirada de Rafael vuelve a la realidad que lo rodea y mira con sequedad a su suegro. Aprieta de nuevo sus mandíbulas: no sabe cómo empezar a decir lo que le bulle por dentro. La voz le sale ronca:

–Andrés, ¿estas son las casas apañadas de las que nos hablabas en tus cartas?

–Sí, claro, Rafael, ya las has visto. Hemos tenido suerte, porque están abandonadas, mucha suerte.

–Son casetas, Andrés, son casetas de hortelano, casetas para guardar herramientas y aperos, casetas de mierda, Andrés, por Dios. Yo no he dejado mi casa para meterme ahí, yo no meto a tu hija y a tu nieto ahí, por Dios, por Dios santo.

–No me jodas, Rafael, no me jodas, ¿ahora te vas a poner estupendo? Estábamos en la miseria, estábamos en la miseria, y aquí hay trabajo, ya viviremos en un sitio mejor, ¿ahora te han venido ínfulas de señorito? No me jodas, Rafael, no me jodas.

–No vamos a dormir ahí, no, no vamos a dormir ahí, por encima de mi cadáver.

Isabel, la mujer de Rafael, lo ve avanzar hacia ellos a grandes trancos, con una expresión sombría, el rostro tenso, y a su padre detrás de él, haciendo aspavientos con las manos y diciéndole algo que no acaba de entender, como si lo estuviera reconviniendo o instándolo a que recapacitara. Cuando ya están a unos diez metros, distingue algunas palabras de su padre:

–Por Dios, Rafael, piénsalo mejor, por Dios, piénsalo mejor, Rafael, por Dios, aquí está tu familia, dónde vais a estar mejor que aquí.

Pero Rafael no hace caso, y, cuando llega a la altura de Isabel, la mira con los ojos cargados de azufre, como si ella también fuera responsable de aquel fiasco, y dice, con sequedad:

–Nos vamos.

El Negro insiste, en un tono que empieza a adquirir una consistencia de súplica:

–Por Dios, Rafael, por Dios, ¿adónde vais a ir?, ¿adónde vais a ir si ya está atardeciendo y no conocéis nada?, por Dios, Rafael, hazlo por mi hija y por mi nieto, hazlo por ellos, ¿dónde van a estar mejor que con su familia?

–Yo no meto a mi familia en estas casetas de mierda. Nos has engañado, Andrés, nos has engañado como a chinos, por el amor de Dios.

Los cuñados y las cuñadas de Rafael intentan convencerlo también de que se quede al menos hasta que encuentren algo mejor. Isabel mira a sus hermanos, a sus hermanas. Mira a su marido. Sus pupilas se sostienen en un equilibrio precario y líquido. Y abraza con fuerza a su bebé de nueve meses, que ha empezado a llorar al escuchar los gritos de los adultos: intenta consolarlo meciéndolo y bisbiseando algunas palabras tiernas. Y entonces la hermana de Rafael, Luisa, que lleva en brazos a su hija de año y medio y tiene cogido de la mano a su hijo de cinco, alza la voz para decir que ella se va con su hermano, que esas casetas son una mierda, y que ellos tienen la suficiente dignidad para no dormir en un sitio peor que la casa que han tenido que abandonar para llegar hasta allí. La madre de Rafael, la mama Lela, también dice que ellos no van a dormir allí, que su hijo tiene razón, que los han engañado, que son pobres, pero no tanto como para perder la dignidad durmiendo en casetas para perros. Hay un cruce de reproches, de miradas cargadas de resentimiento. Hasta que Luisa suelta un momento la mano de su hijo, coge del brazo a su marido, y dice:

–No hay nada más que hablar, nos vamos.

Y ahora vean a Isabel, con su hijo de nueve meses en brazos y los ojos llorosos, entre dos aguas, mirando alternativamente a sus padres y hermanos –que le siguen diciendo que se quede–, y a su marido, su suegra y su cuñada, junto a su marido y sus hijos, que emprenden la marcha hacia no se sabe dónde. Se acerca a su madre, primero, a su padre, después. Los abraza, los besa. Y empieza a caminar hacia donde están su marido y su familia política, que avanzan a través de los huertos y de la tarde hacia un horizonte desconocido. En ese momento, justo cuando le da la espalda a su familia, empieza a llorar en silencio. Abraza con fuerza a su bebé. Y cuando está a punto de alcanzar a su marido, su suegra y su cuñada, que va cogida del brazo de su marido, con su hija en brazos y su hijo de cinco años caminando a su lado, sus pupilas vuelven a tener el perfil duro y enjuto de siempre: Isabel vuelve a perfilar la mirada mate que la ha protegido de tantas cosas hasta entonces. Y cuando ellos se vuelven para registrar su avance, los mira a todos con un rencor infinito. A todos. Pero especialmente a su marido Rafael.

Los veo avanzar por la tarde. Los puedo ver porque me han contado la historia demasiadas veces. Los veo hundiendo sus pies en aquella tierra húmeda y desconocida, a través de los huertos, parcelas y campos de labranza, sintiendo ese frío que es otro, ese frío que cala hasta los huesos, que se infiltra en los tendones y en el alma, no el frío seco y afilado de Jaén, no, otro frío, penetrante e invasivo, el mismo frío al que nunca se acabarán acostumbrando, el mismo frío que les recordará, quizá solo como una intuición, que están en otra tierra, que han tenido que dejar demasiadas cosas en el camino hacia una nueva vida. Y avanzan en silencio, masticando el vértigo de lo incierto, el vértigo de la decepción. Y puedo sentir su soledad, su soledad expansiva, una soledad que devora los márgenes de la tarde. Puedo ver, también, cómo el lastre del desengaño vence sus hombros e inyecta plomo fundido en sus pasos. Esa es la estampa: dos matrimonios con sus hijos, dos de ellos bebés y el otro un niño de cinco años que no para de decir que tiene frío y hambre y que pregunta a cada rato a dónde van, que cuánto falta para llegar, que tiene frío y hambre. Esa voz magra y aterida es la única que rompe el silencio. Lo rompe y, sin embargo, lo realza, lo recorta, le da unos contornos abisales, porque queda inmediatamente engullida por él. Dos matrimonios y una mujer mayor, de rostro curtido, sin dientes, a sus sesenta y pico años, la mama Lela, prematuramente avejentada: las muescas de la guerra y el hambre. Cinco adultos, un niño de cinco años y dos bebés avanzando hacia ninguna parte, atravesando la tierra enfangada de una realidad decepcionante, una realidad que debía ser promisoria y que de momento se distingue poco de la realidad que pretendían dejar atrás. Así los veo avanzar. Cargados con los pocos enseres que han traído, con sus ropas oscuras y modestas, con la mirada perdida, sostenidos, únicamente, por un orgullo que les impide aceptar, al menos de momento, que han tenido que dejar sus casas para vivir en un sitio peor.

Está oscureciendo. Y el grupo de los cinco adultos y tres niños venidos desde Jaén divisa, a lo lejos, un conjunto de casas en construcción, así como la vía del tren y un edificio que bien podría ser una iglesia, el ayuntamiento o un colegio. Se aproximan al núcleo urbano. Aquello tiene más aspecto de civilización. Aunque siguen en silencio, puedo sentir cómo renace, tímidamente, su esperanza, un sentimiento extraño, infundado, de hecho, porque tampoco tienen dinero para buscar dónde pasar la noche a cubierto. Continúan caminando. Deben de llevar tres o cuatro kilómetros recorridos, no demasiados, alrededor de tres cuartos de hora atravesando aquella región por un camino de tierra. El niño de cinco años dice, llorando, que ya no puede más. Su madre, Luisa, intenta consolarlo asegurándole que ya queda poco, aunque no tiene ni idea de cuánto queda ni de a dónde se dirigen. El grupo se detiene un instante cuando llegan a la vía del tren. Miran a su alrededor. Las sombras de la tarde confieren un contorno apagado al paisaje urbano que ahora registran los ojos de los cinco adultos. Rafael toma la palabra:

–Está anocheciendo. No podemos seguir caminando. Tenemos que ponernos a cubierto y pasar la noche donde sea.

Su hermana Luisa lo mira con sorpresa:

–¿Cómo que dónde sea, Rafael?

–Donde sea, Luisa, coño, donde sea, no podemos seguir caminando de noche, no tenemos dinero, ya seguiremos buscando mañana.

Luisa no da crédito a lo que oye:

–Pero, Rafael, Rafael, por Dios, ¿cómo vamos a dormir en cualquier sitio, con este frío tan endemoniado que se te mete dentro, Rafael, y las criaturas qué, Rafael, y las criaturas, qué?

–¿Y en aquellas casetas de mierda íbamos a estar mejor? ¿No has dicho tú que allí tampoco ibas a dormir?

–Porque creía que tenías pensado algo, Rafael, por el amor de Dios.

Rafael no contesta a las palabras de su hermana, se separa del grupo, cruza la vía del tren e inspecciona los dos puentes que atraviesan un río que corre en perpendicular al edificio que podría ser una iglesia, el ayuntamiento o una escuela. Ellos no lo saben todavía, pero se trata del río Güell, uno de los cuatro ríos que recorren Gerona, y uno de los puentes es el Puente del Demonio, aquel en el que ha fijado su atención Rafael. Mientras tanto, en el grupo, Isabel se saca un pecho para amamantar a su bebé de nueve meses, que ha empezado a llorar desconsoladamente. El bebé busca con desesperación el pezón de su madre y se calma de inmediato cuando lo encuentra. Puedo oír su ronroneo entrecortado cuando empieza a succionar. Ese bebé de nueve meses es mi padre.

Vean ahora a Rafael y a Francisco, su cuñado, intentando levantar a la mama Lela, que se ha caído mientras bajaba el ribazo del río y que despotrica entre dientes: que ella ya sabía que no tenía que dejar su casa, dice, que ya les había advertido ella de que aquello solo les iba a traer problemas, que la culpa era del Negro, que los había engañado, que, por Dios, que ya decía ella que aquella familia no era de fiar, que nunca había entendido cómo él, dirigiéndose a su hijo, podía haberse casado con aquella mujer que no valía nada. Isabel, que ha bajado el ribazo con el niño a cuestas, enganchado a su pecho, sin ayuda de nadie, mira de reojo a su suegra al escuchar sus palabras, ni siquiera con rencor, simplemente con indiferencia, y se resguarda debajo del puente donde Rafael, su marido, les ha dicho que pasarán la noche. Su cuñada Luisa se le acerca y le dice que no haga caso, que ya sabe cómo es su madre, que también a ellos los insulta a veces y los desprecia, que está ya mayor, que hay que entenderla porque ha sufrido mucho con la guerra y que ha pasado mucha hambre y mucha fatiga. Isabel ni siquiera la mira. Está a punto de decir algo, de preguntarle a su cuñada si ya no recuerda que enterró a su pequeño Pedrín hace menos de dos años, cuando el bebé tenía apenas seis meses. Está a punto de decirle eso: que qué le van a contar a ella de hambre y de fatiga. Pero nuevamente se calla: cree que es tiempo perdido.

Rafael y Francisco llegan a donde están Isabel y Luisa, llevando de los brazos a la mama Lela, que sigue despotricando, insistiendo en que todo es culpa del Negro. Rafael le dice que ya basta, que ya es suficiente, que no es hora de andarse con reproches, que ya encontrarán algo mejor y que en Jaén se morían de hambre, que si no se acuerda de eso.

–Pero al menos estábamos en nuestra tierra –sentencia la mama Lela.

Rafael replica:

–Nuestra tierra está donde nuestros hijos no se mueran de hambre.

Los cinco adultos extienden en la tierra húmeda de la ribera un par mantas que han cogido para el viaje. Colocan también los hatillos y las maletas e improvisan así el lecho precario donde piensan pasar la noche. Aún no han acabado de colocar todos sus pertrechos cuando escuchan una voz que procede de lo alto del ribazo:

–Eh, ustedes, ustedes, ¿qué hacen ahí?, ¿qué hacen ahí?

Rafael distingue la silueta de un policía municipal que desciende con tiento por el talud del río: la tierra está blanda y resbaladiza. Avanza hacia ellos. Rafael, que se siente responsable del grupo, se adelanta unos pasos para explicarle la situación:

–Buenas tardes, agente.

El policía devuelve el saludo y le pregunta de nuevo qué hacen allí, que qué pretenden, insiste. Rafael le responde que acaban de llegar de Jaén y que no tienen dónde pasar la noche, que habían pensado permanecer allí, debajo del puente, hasta que amaneciera, y que ya con la luz del día seguirían buscando algún sitio donde pudieran quedarse de forma permanente. El policía mira a Rafael con una mezcla de estupor y condescendencia:

–Eso es imposible, caballero, no pueden pasar aquí la noche, es peligrosísimo.

Rafael no acaba de comprender lo que quiere decir el municipal.

–Mire, caballero, ¿cómo se llama?, ah, bien, mire, don Rafael, ustedes vienen de muy lejos, supongo que no conocen nada de aquí, ¿verdad?, pero esta provincia es húmeda y en otoño llueve mucho. El tiempo amenaza lluvia, y, mire, si cae un aguacero como los que suelen caer aquí en esta época, el caudal del río se llena en muy pocos minutos. No están seguros aquí abajo, no están seguros. Es muy peligroso quedarse en este lugar. Vienen ustedes con criaturas muy pequeñas. No pueden quedarse aquí. No se lo voy a permitir, porque si viene una riada no tendrán ni tiempo de recoger sus pertrechos. Hagan el favor de subir y busquen otro lugar.

–No tenemos a dónde ir, señor agente.

–Lo siento mucho, pero no es mi problema. Váyanse, váyanse ahora mismo.

Vean ahora al grupo llegado desde Jaén trepando, penosamente, por el ribazo del río. Entre Rafael, que ha sido el primero en subir y está en lo alto del talud, y Francisco, que se ha quedado abajo para impulsarlos, ayudan a escalar la pendiente a sus mujeres –con los bebés a cuestas–, a la mama Lela y al niño de cinco años. Cuando ya están arriba, el grupo, de nuevo, se refugia en un silencio denso, un silencio que vuelve a engullir todo lo que los rodea, un silencio cuya magnitud se hace muy difícil de precisar. Los veo así, súbitamente paralizados, mirando a un lado y a otro, sin saber qué hacer: sus siluetas recortan la sombra pesada de la desesperanza. Ya casi es de noche. Y están de nuevo frente al edificio que podría ser un colegio, una iglesia o el ayuntamiento. Ellos no lo saben todavía, cómo van a saberlo, pero están delante del colegio donde yo empezaré a estudiar treinta y seis años después. El bebé de nueve meses que es mi padre entrecierra los ojos: el sueño empieza a vencerlo mientras mi abuela Isabel lo mece y empieza a cantarle una nana. Esa nana, que hilvana ahora mismo el silencio que lo inunda todo, parece concentrar toda la tristeza del mundo. Y mi padre, cuando aún no es mi padre sino solo un bebé de nueve meses, se queda dormido y sueña algo imposible, algo que solo es capaz de soñar ahora, cuando recreo la escena: se ve a sí mismo, en una tarde del futuro, casi cuarenta años después, mirando, a través de la reja granate del colegio, cómo sus hijos, mi hermano y yo, jugamos en aquel patio delante del cual él se ha quedado dormido después de llevar muchas horas despierto, azuzado por el frío y el hambre.

Rafael sigue mirando a un lado y a otro. Y de nuevo repara en el grupo de casas en construcción que están al otro lado de la vía del tren, por delante de las cuales han pasado antes. Siente que esas casas son la única alternativa que les queda y se pregunta cómo es posible que no se le hubiera ocurrido antes, quizás porque, intuitivamente, en los instantes precedentes, lo había condicionado el reparo por meterse en la casa de otros sin tener permiso de nadie, aunque aquellas casas estuvieran en construcción. Pero ahora la desesperación rige su voluntad y su capacidad de juicio: en efecto, es la única alternativa que les queda. Rafael levanta el brazo y señala las casas:

–Recemos por que no haya ningún sereno vigilando –le dice a los demás.

El grupo está a punto de entrar en una de las casas, pero se mueve con cautela. Miran a un lado y al otro, con temor, para comprobar que no haya ningún sereno. Parece que no, que no hay ningún vigilante: y respiran con cierto alivio. Una vez dentro, sus ojos intentan acostumbrarse a la oscuridad: la noche ya se les ha echado encima. El grupo repite la ceremonia del puente: los adultos extienden las mantas y colocan los hatillos y las maletas para improvisar, de nuevo, un lecho donde dormir. Probablemente por primera vez desde que salieron de Jaén, hace tres días, sus rostros rebajan la tensión y la preocupación que han reflejado hasta entonces. Y por fin hablan entre ellos sin echarse nada en cara. Bisbiseando, para no despertar al bebé de nueve meses y a la niña de año y medio, que también se ha quedado dormida en brazos de su madre. Alguien dice que allí estarán mejor que debajo del puente, que ni tan mal. Los otros asienten y esbozan una sonrisa que, pese a todo, no neutraliza la expresión de cansancio de sus caras. Entonces Rafael, a quien se le ve más relajado, incluso satisfecho, dice:

–¿Qué os parece? Al final vamos a dormir en un sitio mucho mejor que donde está el Negro. Si casi parecemos marqueses a su lado.

Todos se ríen con la ocurrencia de Rafael, que siempre tiene esas salidas. Todos menos Isabel, porque siente que en el fondo se están riendo de su padre. Entonces, sin alzar la voz, pero con una sequedad afilada, replica a su marido:

–No presumas tanto, anda, no presumas tanto, que si el municipal ese no nos echa de allí ahora estaríamos durmiendo debajo de un puente.

Rafael está a punto de replicar, pero de repente se oyen unos pasos y un resplandor se cuela por el hueco de la puerta. Los cinco adultos contienen la respiración. Notan que los pasos cada vez suenan más amortiguados. Uno de los bebés se queja y en ese momento el grupo ve cómo aparece en el hueco de la puerta un candil y una silueta que les parece imponente. Una voz estruendosa, reverberante, sale de ese cuerpo recortado por la luz del candil:

–¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Qué hacen ustedes aquí?

Veo a mi abuelo Rafael frente al sereno, a unos pocos metros de la entrada de la casa en la que pensaban pasar la noche. Lo veo con el cuerpo blando. Y puedo escuchar sus palabras chapoteando en el cenagal de la súplica, mientras observa las facciones duras del sereno, el ligero movimiento de cabeza con el que parece desaprobar todo lo que mi abuelo le está diciendo: que vienen de Jaén, que son muy pobres, que los habían engañado, que no tienen dinero, que no tienen dónde pasar la noche, que van con criaturas muy pequeñas, que, por favor, si no puede compadecerse de todo eso, si no puede entender su situación desesperada.

El sereno sacude la cabeza por enésima vez y le dice a mi abuelo que lo siente, pero que no pueden quedarse allí. Sin embargo, hay algo nuevo en su gesto, como un rastro de indecisión. Le insiste a mi abuelo en que no pueden quedarse allí, porque él se juega su puesto de trabajo, y que no es plan de que cuando lleguen los albañiles a las siete de la mañana se encuentre allí a una familia de desharrapados, porque se lo dirían de inmediato al capataz de la obra, y este a su jefe, y entonces el único perjudicado sería él, que perdería su trabajo, y que no estaban las cosas para perder el trabajo en los tiempos que corrían: usted me entiende. Siento cómo asoma un átomo de esperanza en mi abuelo, que ha detectado, en las últimas palabras del sereno, cierta comprensión. Mi abuelo Rafael recupera el aplomo perdido hace unos instantes porque nota que el vigilante ha bajado momentáneamente la guardia. Sabe que es el momento de lanzar una última arremetida. Palpa en su interior cada palabra que va a decir, sopesa el tono, calibra la forma exacta de articular un ruego firme que convoque la compasión del sereno: cree que es la última oportunidad de persuadirlo. Finalmente dice:

–Mire usted, mire usted, si el problema es que nos encuentren los albañiles a las siete, yo le prometo que a las siete, qué digo a las siete, a las seis, nosotros ya estaremos fuera, sí, delo por descontado, sí, a las seis nosotros ya estaremos fuera, pero déjenos hasta esa hora, por Dios, porque no tenemos a dónde ir y no podemos pasarnos la noche, con las criaturas a cuestas, deambulando por una ciudad que no conocemos. Le prometo que a las seis estaremos fuera, se lo juro por lo más sagrado que tengo, por mi hijo de nueve meses.

El sereno vacila. Mira hacia un lado y el otro, incapaz ahora de sostener la mirada firme de mi abuelo. Chasquea la lengua. Niega con la cabeza. Vuelve a chasquear la lengua. Vuelve a negar con la cabeza. De pronto mira fijamente a mi abuelo, como si intentara escrutar la hondura de su desesperación. Del interior de la casa en construcción les llega el tímido vagido de uno de los bebés, quizás el de mi padre. El sereno desvía su mirada hacia el hueco de la puerta principal de la casa. Y vuelve a chasquear la lengua antes de decirle a mi abuelo, con la misma voz ronca con la que les preguntó hace un momento qué hacían allí:

–De acuerdo, de acuerdo, quédense, quédense hasta las seis, pero solo hasta las seis, ni un minuto más, porque a esa hora vendré a hacer la ronda y como sigan aquí yo mismo me encargaré de echarlos a patadas.

Veo la silueta de mi abuelo en el quicio de la puerta. Veo los ojos expectantes de sus familiares –que también son los míos–, de todos ellos excepto los de mi abuela, que sigue arrullando al bebé de nueve meses que es mi padre. Alguien, quién sabe quién, quizá su hermana Luisa, le pregunta, con un hilo de voz, una voz que se tambalea por la angustia, que, por Dios, Rafael, que qué le ha dicho el sereno, que les diga ya qué ha ocurrido, aunque todos hayan escuchado nítidamente la conversación entre ambos. Rafael modula con sus palabras el contorno del alivio:

–Podemos quedarnos, podemos quedarnos aquí, lo he convencido, pero hasta las seis, solo hasta las seis. Si a las seis no estamos fuera dice que vendrá él mismo a echarnos a patadas.

La hermana de Rafael, mi tía abuela Luisa, corre al encuentro de mi abuelo y lo abraza. Noto cómo a mi abuelo se le afloja algo por dentro en ese abrazo, al percibir en sus mejillas las lágrimas de su hermana. Noto el nudo compacto que se le forma en la garganta, el cosquilleo por detrás de la nariz, el equilibrio precario de sus ojos, y el esfuerzo colosal que realiza con todo su cuerpo por no llorar delante de su madre, la mama Lela, por no llorar delante de su mujer, mi abuela Isabel. Percibo su respiración agitada, la tensión de sus mandíbulas. En ese momento mi padre, que solo tiene nueve meses, vuelve a gimotear. Y el dique se resquebraja: mi abuelo empieza a sollozar sin consuelo, y todo su cuerpo se sacude entre los brazos de su hermana, que intenta calmarlo. Su cuñado se acerca también, le palmea el hombro y le dice que ya pasó, Rafael, ya pasó lo peor, que mañana, con la luz del día, todo será diferente, que gracias a él podrán dormir a cubierto esa noche, que ha sido él quien ha convencido al sereno.

La mama Lela también se acerca, mira a su hijo, aprieta el gesto y dice, con una voz árida, que a qué viene aquel llanto, que dónde se ha visto llorar así a un hombre hecho y derecho, un hombre que ha luchado en la guerra, que ella no había educado a sus hijos para que se comportaran como maricones. Luisa se revuelve y le dice a su madre que ya está bien, si no es capaz de entender que su hermano se siente responsable de lo que les pase a todos. Pero mi abuelo se enjuga las lágrimas con el dorso de la manga de su abrigo, se separa de su hermana y dice que su madre tiene razón, que qué pensaría su hijo si ya tuviera uso de razón y lo viera llorar así, que un padre no puede llorar nunca delante de sus hijos.

En ese instante veo cómo mi abuelo, todavía secándose las lágrimas, avanza hacia donde están mi abuela y mi padre. Mi abuela ni lo mira. Mi padre sigue durmiendo en el regazo de mi abuela, aunque puedo percibir su sueño incómodo, discontinuo. Mi abuelo se inclina sobre el regazo de mi abuela y toma al bebé de nueve meses en brazos. Bisbisea algo ininteligible, le hace unos cuantos arrumacos, empieza a cantarle una nana. Mi abuela le dice que lo deje, que lo va a despertar. Pero mi abuelo sigue sosteniendo a mi padre en brazos, lo mece, le canta, lo arrulla, y al final se acerca a su oído y le dice, muy quedo, como si el bebé pudiera comprender sus palabras:

–Hemos venido aquí por ti, Andrés, por ti y por tus primos. Aquí tendrás un futuro, mi niño, tú y tus hijos, cuando los tengas, aquí, en esta tierra extraña y fría. Algún día lo comprenderás, Andrés, cuando tengas hijos lo comprenderás. Y sabrás perdonarnos por todas estas penurias.

***

Ese fue el primer día que mis abuelos y mi padre pasaron en Gerona. Así fue su llegada, tan llena de incertidumbre. Me la ha contado mi padre demasiadas veces como para no haberla interiorizado casi como si yo mismo hubiera estado allí. La he imaginado mil veces. He logrado asimilar incluso aquellos detalles que mi padre nunca me contó. Ya no es su historia, la de ellos. Es la mía también. Y la de tantos otros que llegaron a Cataluña y que tuvieron que enfrentar el inesperado embate de una realidad que no se ajustaba a sus expectativas. Esa generación tuvo que masticar y digerir lentamente la sustancia misma de la decepción. Nadie los estaba esperando para recibirlos. Nadie había urdido el destino que ellos imaginaron desde su tierra de origen. Su destino fue construyéndose con el esfuerzo de cada uno de ellos. Yo, como mi hermano, como mis primos, como tantos otros de mi generación, somos el resultado de todo aquello, hemos surgido de un mundo inestable y precario que nosotros ya ni siquiera conocimos. Y esa es nuestra historia. La historia de un modesto día a día. Una historia, sin embargo, que solo nos hemos contado a nosotros mismos y que nunca ha cogido el impulso suficiente para abandonar los márgenes de la historia oficial. Es la tarea que nos queda pendiente: contarles a los demás nuestras vivencias, edificar el relato que rescate del olvido la experiencia de tardes como aquella en la que mi familia paterna llegó a Gerona.

***

Hay un vacío de tiempo entre esa primera tarde que acabo de referir y el siguiente tramo de la historia que siempre me ha contado mi padre. Él ha sido el custodio de aquellos recuerdos que le llegaron por boca de mi abuelo. No sabemos qué ocurrió después de aquella primera noche que pasaron en aquellas casas en construcción del barrio de San Narciso, unas casas que aún hoy siguen en pie. Lo siguiente que sabe mi padre es que mi abuelo, que era el único que había trabajado como albañil en una familia de campesinos, construyó una casa, con la ayuda de sus familiares, a orillas del río Ter, aproximadamente a la altura de donde hoy está el aparcamiento de los cines Oscar, enfrente del hospital Josep Trueta, con materiales de desecho de la construcción, y que esa fue la primera casa del poblado de chabolas que se levantó en aquellos tiempos y que quedó arrasado por las inundaciones del año 1962, cuando mis abuelos y mi padre ya no estaban allí.

Mi padre no sabe si mi abuelo nunca le contó lo que ocurrió en aquel lapso de tiempo o si lo ha olvidado. Es probable que mi abuelo nunca refiriera ese intervalo porque, según ha creído siempre mi padre, después de aquella primera noche, seguramente mi abuelo tuvo que tragarse su orgullo y volver a las barracas donde llevaban tiempo viviendo su suegro –mi bisabuelo Andrés, el Negro– y sus sobrinos. Corrían los últimos meses del año 1948. Cuenta mi padre que tanto la familia de mi abuela como la de mi abuelo fueron construyéndose también sus propias chabolas poco después de que lo hiciera mi abuelo. Y que después otras familias en una situación parecida a la de ellos fueron edificando aquellas casas precarias que formaron un poblado de unas ciento cincuenta viviendas. No tenían ni agua potable ni luz. Pero cuenta mi padre, por boca de mi abuelo, que aquello, a pesar de las condiciones en que vivían, les otorgó una cierta seguridad, al tener al menos un techo bajo el que cobijarse.

Nada fue fácil, sin embargo. Porque al estar situadas aquellas chabolas en los márgenes del río Ter, en más de una ocasión, durante la estación de lluvias, la familia de mi padre tuvo que huir precipitadamente, acarreando sus principales enseres, por el temor a una crecida súbita del río. Sin embargo, nunca la cosa, en aquellos tres años aproximados que duró la primera estancia de mis abuelos en Gerona, pasó a mayores, aunque lo inevitable acabaría ocurriendo, como ya he dicho, en el año 1962, cuando el cauce del Ter se desbordó y se llevó por delante aquel poblado.

Allí dio mi padre sus primeros pasos y aprendió sus primeras palabras, según me ha relatado siempre. Y en la ciudad de Gerona quedan registrados sus primeros recuerdos de infancia. Mi padre me habla siempre de una moneda de chocolate que le dieron los Reyes Magos una vez que mi abuelo lo llevó a verlos al Teatro Municipal de la ciudad, cuando debía de tener dos o tres años. También me habla de unos fuegos artificiales en el Puente de Piedra, en las fiestas de San Narciso, y del pánico que sintió. Debía de tener más o menos la misma edad. Así que los primeros recuerdos de la vida de mi padre están irremediablemente encadenados a la misma ciudad en la que yo nacería unos treinta años después. La misma ciudad, también, en la que nacería mi tío Manolo, mi padrino, un 8 de julio del año 50, en la Clínica Gerona. Fue la primera vez que mi abuela, que ya había parido dos veces –aunque al primer hijo lo enterró en Jaén, en el año 1945, enfermo de raquitismo, con apenas seis meses–, daba a luz atendida por médicos y enfermeras profesionales.

Por lo demás, recuerdo que mi tío Manolo, que murió de un infarto cuando yo tenía quince años, recordaba, divertido, que él, a pesar de su acusado acento andaluz, era catalán, tan catalán como el que más, porque había nacido en Gerona, y que eso no podía cambiarlo nadie, por más que algunos se empeñaran en lo contrario.

Entretanto, no sé exactamente en qué momento, si antes o después de haber construido la chabola, mi abuelo encontró trabajo en una fábrica de cemento en Sarriá de Ter. Trabajaba doce horas al día, por un salario de doce pesetas diarias, e iba caminando los cinco kilómetros de distancia que había desde la chabola hasta la fábrica. Muchas veces he imaginado a mi abuelo en ese trayecto, al ir, a las cinco de la mañana, pero sobre todo a la vuelta, arrastrando sus pies, exhausto, con todo el cansancio a cuestas de una jornada de trabajo tan larga, y, sin embargo, feliz, o relativamente feliz, por haber encontrado un trabajo que le permitía el sustento de su familia. Es probable que de allí acarreara materiales para la construcción de la chabola. Creo habérselo escuchado a mi padre en alguna ocasión. Así que es probable, también, que encontrara aquel trabajo durante esa parte de la historia que mi abuelo nunca refirió o que la memoria de mi padre no logró retener.

Hay dos situaciones de aquella época que mi abuelo siempre le contaba a mi padre y que, de algún modo, concentran, simbólicamente, la distancia entre dos mundos, la fractura entre dos realidades que el tiempo no logró suturar o suturó en falso.

La primera es la boda de mis abuelos y mis tíos abuelos, en Gerona, en la iglesia del Mercadal. Ninguna de las dos parejas, a pesar de haber tenido hijos, se había casado en Jaén. Decidieron hacerlo con la intención de poder cobrar una pequeña ayuda, lo que se llamaba el «Plus familiar». Como no querían perder el jornal de aquel día, se casaron a las seis de la mañana, y dejaron a los bebés –mi padre y su prima María– al cuidado de mi bisabuela. El otro hijo de mis tíos abuelos, el pequeño Miguel, de tan solo cinco años, se empecinó en que quería ir con sus padres, así que también asistió a la ceremonia.

Mi abuelo siempre contaba lo esperpéntico que resultó todo: los puedo ver, a los cuatro, frente al cura y el altar, colocados, al parecer, de forma errónea, mi abuelo delante de su hermana y mi abuela delante de su cuñado, mientras el primo de mi padre, el pequeño Miguel, corretea por la iglesia; y puedo oír al sacerdote empezar a pronunciar las palabras que van a sellar aquella unión doble: Rafael, dice dirigiéndose a mi abuelo, ¿aceptas a Luisa como esposa y prometes serle fiel, en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas, hasta que la muerte...?, y mi abuelo que entonces lo interrumpe, perdone, padre, y el sacerdote que endurece su mirada y pregunta extrañado qué ocurre, y mi abuelo que sonríe, con aquella sonrisa traviesa que le recuerdo incluso cuando ya era muy mayor, mi abuelo sonriendo y diciéndole al sacerdote que verá, padre, verá, no voy a negar yo que a Luisa la quiero muchísimo, y la mirada del cura que baila entre inquieta y sorprendida, la quiero muchísimo, sí, pero no me puedo casar con ella, porque verá, y el cura con los ojos congelados en una expresión de pasmo, verá, padre, y el cura que frunce las cejas y los labios, resulta que Luisa es mi hermana, y los ojos del cura de repente encendidos, yo me quiero casar con Isabel, y mi abuelo conteniendo la risa que se le agolpa en la garganta.

Puedo ver cómo el cura compone una expresión severa, admonitoria, y le dice a mi abuelo que en qué están pensando, que se coloquen bien, por el amor de Dios, que se coloquen bien. Y oigo a mi abuelo decirle, ahora con gesto solemne, que por supuesto, que usted perdone, padre, que están nerviosos, que los entienda, que están muy lejos de su tierra y es muy pronto, que después de aquello se tienen que ir a trabajar. Mis abuelos y mis tíos abuelos se colocan bien, y el cura se dispone a pronunciar de nuevo las palabras protocolarias, cuando, de repente, el pequeño Miguel se aproxima corriendo a su madre, mi tía abuela, le tira de la manga, y le pregunta, con voz suplicante, que cuándo acaba aquello, que está aburrido, que tiene hambre y sueño, y que quiere irse, mamá, que quiere irse. Y ahora puedo ver al cura abrir mucho los ojos, entreabrir los labios, titubear unos segundos, casi temblar de sorpresa e indignación, y preguntarle a Luisa, mi tía abuela, como para cerciorarse de haber escuchado lo que cree haber escuchado, que quién es aquel niño. Y veo a Luisa, mi tía abuela, sonreír apurada, dudar un instante, y acabar diciendo que, verá, padre, que aquel renacuajo es su hijo, su hijo mayor, y que a su hija, junto a su sobrino, mi padre, todavía bebés, los han dejado al cuidado de su madre, mi bisabuela. Entonces veo al cura negar con la cabeza, inspirar profundamente, revolverse inquieto y pronunciar unas palabras que surgen espontáneas y que retumban en el interior de la iglesia, en medio de aquella ceremonia desangelada:

–¡Andaluces teníais que ser!

La otra escena la protagonizó el cuñado de mi abuelo. Al parecer, un día de aquellos, al poco de haber construido mis familiares las chabolas en las que ya habían empezado a vivir, se encontraba él en la orilla del río Ter, agachado, arreglando una de sus abarcas. Mientras estaba entretenido en aquella tarea, pasó un matrimonio por su lado, un matrimonio autóctono y, por el aspecto de sus ropas, pudiente: veo a mi tío abuelo concentrado en aquella acción, quizás maldiciendo entre dientes, casi sin reparar en aquel matrimonio que avanza hacia él, apenas una presencia periférica y desvaída, un elemento más del entorno del que está abstraído; pero puedo ver cómo aquella presencia se concreta, se llena de sustancia, cuando mi tío abuelo alza la vista después de ver cómo han caído tres monedas a su lado, tres perras gordas; solo entonces se fija en aquel matrimonio que ahora le da la espalda y se aleja de él, los dos con el cuerpo erguido, los dos moviéndose como si para ellos la gravedad fuera una cosa más liviana; en eso se fija Francisco mientras los ve alejarse, en cómo sus pasos no se arrastran pesadamente, y también piensa en lo diferentes que parecen, aunque aquella consistencia más ingrávida de los movimientos no le sea desconocida, no, la misma consistencia, el mismo porte –o, al menos, parecidos– de los señoritos andaluces. Lo veo mirar alternativamente las tres monedas y a la pareja que se va alejando. Y lo veo coger las monedas, erguirse, hacer ademán de ir hacia ellos para devolvérselas, dudar un instante, darse la vuelta y mirar hacia el poblado de chabolas, dirigir de nuevo sus ojos hacia la pareja que se pierde a lo lejos, dar unos pasos en su dirección, volverse otra vez, mascullar «¿será posible?», concentrar nuevamente su mirada en las chabolas y decidir, al final, encaminarse hacia allí, con paso vivo, casi al trote, olvidado de su abarca maltrecha. Se dirige a la chabola en la que viven mis abuelos y desde fuera empieza a llamar a mi abuelo, Rafael, Rafael, a grandes voces, sal, sal, mira lo que me ha pasado. Y mi abuelo aparece enseguida por la puerta y le dice a mi tío abuelo que no grite tanto, que mi padre se acaba de dormir, que a qué viene tanto escándalo. Y mi tío abuelo le dice que lo siente, que no sabía, pero que mire, que oiga lo que le ha ocurrido. Veo a mi abuelo impacientarse, porque Francisco, mi tío abuelo, de repente se ha callado y se ha vuelto para mirar en dirección a donde ha sucedido la escena. Chasquea la lengua varias veces, niega con la cabeza, vuelve a mascullar «¿será posible?», «¿será posible?», y mi abuelo lo urge, venga, va, por Dios, Francisco, desembucha, desembucha ya de una vez. Y mi tío abuelo empieza a decirle que estaba allí en la orilla del río, arreglando su maldita abarca, que se le había descompuesto otra vez, que ya era la tercera o la cuarta vez en la última semana que había tenido que arreglarla, que no sabía cómo a él, a mi abuelo, le duraban tanto, porque a él, lo que era a él, a él, y mi abuelo que pierde la paciencia y le dice que no se vaya por las ramas, por Dios, Francisco, que lo suelte ya, por el amor de Dios, que suelte ya eso tan importante que tiene que contarle; y mi tío abuelo le dice a mi abuelo que vale, demonios, que vale, que a qué viene tanta prisa, que qué impaciente, que ya va, sí, que él estaba allí arreglando su abarca, que estaba allí agachado, concentrado en aquello, y que entonces había pasado un matrimonio, un matrimonio muy bien vestido, que debían de ser catalanes auténticos, por la prestancia, por su manera de moverse, aunque él no se había fijado demasiado en ellos porque estaba ocupado con la maldita abarca, pero que de pronto había visto caer tres perras gordas a su lado, y que entonces sí, entonces había reparado en ellos y los había visto alejarse con aquella manera de caminar tan elegante. Y veo a mi abuelo arquear las cejas, sonreír ligeramente, y lo oigo preguntándole a mi tío abuelo, que se ha quedado callado, si eso es aquello tan importante que le tenía que contar. Y mi tío abuelo contrae las cejas, y no solo las cejas sino todas sus facciones, y le dice a mi abuelo que, coño, Rafael, cómo que si eso es todo, pero, ¿no lo ves?, ¿no lo ves?, me han tirado tres perras gordas al verme allí arreglando mi abarca, me han tirado tres perras gordas sin mirarme, coño, Rafael, me han tirado tres perras gordas como si fuéramos pobres.

No sé mucho más de aquella primera estancia de mi familia paterna en Gerona. Debieron de estar unos tres años. Al parecer, según el relato de mi padre, mi abuelo siempre dijo que había decidido volver a Jaén, al pueblo de donde eran, Higuera de Arjona,1 por una serie de rencillas y tensiones con la familia de mi abuela. Según él, la convivencia, al vivir en chabolas contiguas, era insostenible: habían aparecido envidias, rencores y habladurías que fueron socavando el día a día, hasta el punto de que mis abuelos, no sé muy bien por qué, tuvieron que separarse durante un tiempo. Esa nueva situación provocó en mi abuelo el deseo impostergable de volver a su tierra. Mi padre nunca creyó esa versión. Para él, más bien, convergieron otras circunstancias que despertaron en él el anhelo irrenunciable de regresar a Jaén: por un lado, el hecho de haber logrado ahorrar durante aquel tiempo dos mil pesetas, lo que le hizo creer que podía empezar una nueva vida mucho más desahogada en su pueblo de origen; por el otro, la dureza del trabajo, aquellas doce horas tragando polvo de cemento a las que había que añadir las dos horas que invertía en ir y volver caminando; por último, la decisión de su hermana Luisa y su cuñado Francisco de regresar al pueblo al haber heredado este unas tierras y una casa y verse, de pronto, ante la posibilidad de mejorar sus condiciones de vida, que nunca llegaron a ser en Gerona como ellos habían imaginado.

Así que mi abuelo, sin esperarlo, se vio solo en una tierra extraña, únicamente en compañía de su madre y de su familia política, con la que la convivencia se había deteriorado sensiblemente. Nunca pudo disimular, según intuye mi padre, que echaba de menos al resto de la familia que había decidido quedarse en Jaén, y, ante la inminencia de la marcha de su hermana y su cuñado, decidió volverse al pueblo, con la esperanza, además, de poder adquirir un solar y construirse una casa allí con las dos mil pesetas que había conseguido ahorrar durante aquellos tres años. Nadie logró convencerlo de que se quedara en Gerona, por más que la familia de mi abuela intentó persuadirlo de que lo mejor para él y su familia, sobre todo para sus hijos –mi padre y mi tío–, era seguir en aquella ciudad en la que, a pesar de todo, había trabajo. Quizá la gran perjudicada de aquella decisión, según refiere siempre mi padre, fue mi abuela, quien de repente se vio obligada a alejarse de toda su familia, porque todos sus familiares directos –padres, hermanos, abuela– no tenían ninguna intención de regresar a Jaén. No estaban los tiempos y las circunstancias, sin embargo, para que la voluntad de mi abuela pudiera inclinar nada. Aceptó con resignación volver al pueblo y convivir allí con una familia política que nunca la había aceptado de buen grado.

De modo que mis abuelos, con sus dos hijos pequeños –mi padre y mi tío– y mi bisabuela volvieron al pueblo y allí estuvieron unos quince años. Nada salió como mi abuelo había planeado: veo a mi abuela acarreando el cántaro lleno de agua, apoyado contra su cadera, después de haber ido a cualquiera de los dos pozos, la Pozuela o el Charcón, que se encuentran a un par de kilómetros de su casa, caminando en pleno verano o en pleno invierno, a las siete u ocho de la mañana, atravesando, según el pozo al que se dirija, olivares centenarios o campos sembrados de trigo, cebada, garbanzos y habas, cada día, invariablemente, con su andar firme a pesar del esfuerzo –el mismo andar firme que le recuerdo incluso en su vejez, hasta que la demencia comenzó a vencer aquel cuerpo enérgico–, cada día, insisto, antes de preparar el desayuno a su marido y sus hijos pequeños e iniciar su jornada de trabajo en el campo recogiendo algodón, aceitunas o habas; y la veo por la tarde, haciendo acopio de leña y paja para el hogar y la cocina, ella sola, después de estar siete u ocho horas deslomándose en el campo; y también la veo en uno de los lavaderos del pueblo, situado más o menos a la misma distancia, ella sola, de nuevo, durante otro de los ratos que le permiten sus otros quehaceres cotidianos, frotando la ropa sucia sobre una de las siete u ocho pilas colocadas al lado de otro de los pozos, con la terca tenacidad de la inercia, con su sentido resignado de la abnegación; la veo frotando, sí, y tendiendo la ropa al sol, aclarándola después, haciendo el lío a continuación, para, finalmente, cargar con aquel pesado fardo de ropa y volver, por una pendiente pronunciada, a su casa, situada en la parte alta del pueblo; y también la veo yendo a buscar la hierba al campo para los animales –gallinas, pavos, conejos–; y la veo limpiando la casa, con un empeño casi maniático; y preparando la comida; y dándole el pecho a mi tío y a mi padre; y cantándoles nanas para que se duerman, desvelada cuando pasan una mala noche; y la veo embarazada, de nuevo, dos veces más, de mi tío Pedro y de mi tía Mari; la veo embarazada y aun así yendo a trabajar al campo, a buscar agua a cualquiera de los dos pozos, la Pozuela y el Charcón, recogiendo la hierba para alimentar a los animales, haciendo acopio de leña y paja para el hogar y la cocina, lavando, limpiando, cocinando, ella sola, lejos de sus padres y hermanos, quienes habían decidido permanecer en Gerona. Así la veo, sola en su propia tierra, sin poder tomarse ni un respiro, sin tiempo ni siquiera para compadecerse de sí misma, en el vórtice de un destino que ella no había decidido.

Nada salió como mi abuelo había planeado, insisto. Y es que, además de la situación en que se vio mi abuela al regresar al pueblo, mi abuelo, a pesar de comprar un solar como había previsto nada más volver con el dinero que había ahorrado, no pudo construirse la casa que quería hasta pasados unos trece años, el tiempo que necesitó la familia para volver a ahorrar el dinero suficiente, de forma que solo vivirían allí un par de años antes de emprender el viaje definitivo a Gerona.

Y volver al pueblo también significó, de algún modo, condenar a mi padre y a mi tío Manolo, que tuvieron que empezar a trabajar en el campo, con apenas once o doce años, porque hacían falta más jornales para que la familia lograra subsistir. Mi padre, en quien los maestros del pueblo advirtieron una capacidad inusual para un niño de su edad, incluso tuvo que renunciar a una beca que le daban para irse a estudiar a Andújar. De nuevo, las circunstancias modelando el destino: y ahora veo a mi padre de pie, retraído, expectante, con la mirada clavada en el suelo y las manos cruzadas a la altura del regazo, ante la mesa del maestro don José, que le ha dicho que se quede un momento mientras sus compañeros se marchan al recreo; mi padre aguarda mientras el maestro hojea con expresión reconcentrada las cuartillas en las que mi padre reconoce su letra: se trata de su redacción sobre Guillermo Tell. El maestro frunce la boca, asiente con la cabeza; de pronto alza la vista, mira a mi padre con detenimiento y le pregunta si aquello lo ha escrito él; mi padre titubea por la timidez y el miedo a una reacción airada, habitual en el maestro, a pesar de que sabe que la redacción la ha escrito él, pero teme no saber demostrarlo; es el propio maestro quien le concede una tregua: antes de que mi padre conteste le dice que, bueno, es una forma de hablar, que se trata de una pregunta retórica, porque la redacción, de hecho, todos la han hecho en clase, y que si no fuera porque él tiene el libro de Guillermo Tell guardado bajo llave en el cajón, juraría que aquello se lo ha copiado de allí; acto seguido le pregunta que dónde ha aprendido a escribir así, que quién le ha enseñado; mi padre, sin apenas despegar los labios, le dice a su maestro que nadie le ha enseñado, pero que él cuando lee pone mucha atención en todo; el maestro lo mira fijamente, compone una leve sonrisa, se levanta de la silla y palmea el hombro de mi padre: muy bien, Andresín, muy bien, tendré que hablar con tus padres para proponerles algo. Y ahora veo a mi padre solo en el recreo, observando, desde lejos, cómo el maestro don José enseña a otros maestros su redacción sobre Guillermo Tell, y cómo estos ladean la cabeza, asienten, dibujan una expresión de sorpresa. Puedo sentir la inocente satisfacción de mi padre, sabiéndose, quizá por primera vez en su vida, el centro de las atenciones de los adultos en un entorno que nunca fue fácil para los niños, aunque él no sepa todavía que en aquella escena también se está fraguando la primera gran decepción de su vida, porque aquello, finalmente, no le va a servir para irse a estudiar con una beca a Andújar. Esta parte del libro, de hecho, la debería estar escribiendo mi padre. Yo apenas le estoy prestando mi voz.

Continuaron siendo años duros. Mi padre siempre cuenta, por ejemplo, que comían carne o huevos muy pocas veces al año, y en ocasiones excepcionales: veo ahora a mi abuelo llegando a casa, después de haber tocado con la banda del pueblo en alguna celebración, porque además era músico; veo también cómo, nada más entrar por la puerta, corren a su encuentro mi padre y mi tío Manolo, todavía muy pequeños; y veo cómo mi abuelo echa mano al bolsillo y va sacando lonchas de jamón, de salchichón, de queso, de longaniza, todo lo que se ha guardado de las tapas que les han puesto a los músicos para que vayan picando; y veo el entusiasmo de mi padre y mi tío, sus miradas súbitamente iluminadas. Mi padre siempre recordará después el sabor especial que tenían aquellas lonchas de embutido, porque mi abuelo las guardaba en los mismos bolsillos donde llevaba el tabaco de liar.

Sin embargo, cuando mi padre y mi tío fueron haciéndose mayores y empezaron a trabajar en el campo, al entrar cuatro jornales en casa, la economía de la familia se volvió un poco más desahogada. Fueron los años en que mis abuelos pudieron ir ahorrando el dinero suficiente para construirse la casa que mi abuelo había tenido en mente desde que decidió volver al pueblo. La casa la construyeron entre mi abuelo y mi padre, con piedras y tapiales de tierra, y fue una época en la que las circunstancias mejoraron hasta el punto de que podían permitirse comer con cierta frecuencia algunos alimentos –carne, leche, huevos, pescado– de los que apenas habían podido disfrutar hasta entonces. No duró mucho aquella situación. Mi abuelo, después de haber pasado unos años trabajando de albañil y pintor, se vio obligado a emplearse de nuevo en el campo, porque para el trabajo de albañil o pintor siempre ponía como condición que contrataran a mi padre de peón o ayudante y nadie quería pagarles dos sueldos. Y en el campo, con la aparición de las nuevas tecnologías agrícolas y los productos químicos, pronto faltó también el trabajo, de modo que mi abuelo, animado por unos amigos suyos, decidió emprender, junto a ellos y mi padre, un viaje a Málaga, adonde fueron con la intención de trabajar como albañiles.

Allí en Málaga mi padre vio por primera vez el mar, a sus diecisiete años, una de las experiencias más impactantes que nunca ha experimentado, como siempre me recuerda; allí en Málaga durmió, la primera noche, junto a mi abuelo y sus compañeros, en una cuadra en la que les salpicaban las heces de una vaca que evacuó justo a su lado; allí en Málaga se emborrachó por primera vez, delante de mi abuelo, quien le decía a cada rato, divertido, que vaya cogorza que se había agarrado con el jerez; allí mi abuelo encontró trabajo de albañil, y mi padre, que no consiguió encontrar nada durante aquellos meses, era quien le hacía la comida por la mañana y se la llevaba a la obra, donde comían juntos; y allí, en Málaga, mi padre ocupaba parte de su tiempo escribiendo cartas a mi abuela, lo que le fue provocando una nostalgia cada vez mayor, al darse cuenta de que echaba de menos a mi abuela y a mis tíos mucho más de lo que habría imaginado nunca.

Así que, cuando por Semana Santa fueron a Higuera de Arjona para visitar a mi abuela y a mis tíos, mi padre ya no volvió a Málaga con mi abuelo, quien tampoco aguantó solo mucho más tiempo, alejado como estaba de su familia. Regresó a Jaén al cabo de un par de meses y nada más volver lo contrataron en la construcción de una línea eléctrica. Se pasó los meses de junio y julio, en plena canícula, cavando a pico y pala, haciendo las cimentaciones para la colocación de los postes de aquella línea eléctrica, cobrando una miseria, teniendo que desplazarse a pie cuatro o cinco kilómetros cada día. Según cuenta mi padre, él en la siega de garbanzos ganaba el doble que mi abuelo, todo lo cual, al parecer, fue demasiado para el orgullo de mi abuelo, quien decidió, a finales de aquel mes de julio, escribir a una de las hermanas de mi abuela que vivían en Gerona para decirle que volvían allí y que le enviaran el dinero para el viaje.

Un 26 de julio del año 1965 mis abuelos, mi padre y mis tíos emprendieron el viaje que los instalaría definitivamente en Gerona, la ciudad y provincia de la que ya no regresarían jamás, la ciudad y provincia en la que construyeron su nueva vida, la ciudad y provincia en la que morirían mis abuelos y mi tío Manolo, la ciudad y provincia en la que nacimos mi hermano y yo y todos mis primos hermanos, la ciudad y provincia en la que también nacerían nuestros hijos, la tercera y la cuarta generación tras aquellas –la de nuestros padres, la de nuestros abuelos– que emigraron a Cataluña sin nada, apenas con la esperanza de dejarnos a nosotros y a nuestros hijos un mundo mejor, alejado de las estrecheces que ellos hubieron de padecer.

1. Desde el año 1995, este municipio pasó a llamarse oficialmente Lahiguera, nombre con el que se lo designa en la actualidad.

¿Somos el fracaso de Cataluña?

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