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A MODO DE PREFACIO
ОглавлениеParafraseando al poeta Ángel González, para que este libro existiera, para que su ser pesara en torno a las palabras que le dan forma, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo: fue necesario que en las décadas cincuenta y sesenta del pasado siglo se produjera un movimiento migratorio sin parangón en toda Europa que llevó a miles de familias de otras partes de España, especialmente de Andalucía y Extremadura, entre ellas la mía, a trasladarse a Cataluña en busca de la mejora de sus condiciones de vida; fue necesario, antes de eso, que un sistema de pensamiento, el nacionalismo catalán, echara raíces entre la burguesía autóctona, desde finales del siglo XIX, y fuera modelando la cosmovisión de muchas de esas familias para las que acabarían trabajando las gentes humildes llegadas del resto del país; fue necesario, después, superado el franquismo, que el nacionalismo, ya en democracia, aprovechándose de la tierra quemada que había dejado la dictadura en muchas sensibilidades en torno a la idea de España, dedicara todos sus esfuerzos a la construcción de toda una imaginería identitaria que fue siendo asimilada por muchos sectores ideológicos –a través de la asunción del paraguas argumentativo de los agravios sufridos por la cultura y la lengua catalanas durante el régimen anterior– como la base de un proyecto político no solo legítimo, sino avanzado y justo; fue necesario, asimismo, que, asentado ese fundamento moral en la opinión pública, despejado, por tanto, el camino, estigmatizado cualquier intento de oposición, el nacionalismo fuera haciéndose con todos los engranajes del poder y fuera colonizando, no solo cualquier recoveco de la administración catalana, sino amplios sectores de la sociedad civil; fue necesario que se fuera consolidando, durante cuarenta años, una relación asimétrica entre dos comunidades auspiciada por el poder político y mediático; y fue necesario que mis dos familias, la paterna y la materna, fueran saliendo adelante en ese contexto y que yo naciera y creciera en ese ambiente; como también fue necesario que, en 2012, una serie de políticos decidieran arrastrar, en su temerario empeño, a toda una sociedad hasta el borde de un desfiladero por el que estuvimos a punto de despeñarnos; y, por último, fue necesaria la presencia de las redes sociales para que yo encontrara en ellas una mínima vía de escape, una alternativa al pensamiento dominante y al discurso oficial, un medio a través del cual logré formular, también, una especie de ecuación del desahogo. Fue necesario todo eso, amén de otras muchas circunstancias, para que yo me decidiera a escribir un libro, este libro, que nunca tuve intención de escribir.
Porque yo nunca me planteé escribir un libro de estas características. Yo siempre aspiré a escribir ficción, sobre todo novelas. En ese afán había puesto mis ilusiones y mi esfuerzo. Pero por entre los intersticios de esa dedicación con que quería satisfacer mis anhelos literarios, se fue colando –una vez iniciado el vórtice del procés– la necesidad de compartir en redes, esencialmente en Facebook, todo aquello que no podía expresar –o que expresaba con ciertos reparos– en el entorno en el que me movía, en un mundo de la enseñanza en que la sensación de unanimidad era casi absoluta, en que apenas se cuestionaba ningún principio nuclear del nacionalismo. Inesperadamente, la necesidad de escribir emergió poderosa para reflexionar sobre la actualidad política, para referir situaciones de mi día a día a las que, durante mucho tiempo, ni siquiera había dado demasiada importancia de tan naturalizadas como las tenía. Nunca me planteé, sin embargo, que nada de todo aquello que iba compartiendo se pudiera convertir en un libro. La finalidad de mis reflexiones y crónicas siempre fue llevar a cabo una suerte de exorcismo verbalizando un conjunto de ideas y emociones que me bullían por dentro.
Y no solo nunca se me pasó por la cabeza componer un libro reuniendo todo el material que iba publicando en mi muro de Facebook, sino que, a medida que mis estados fueron despertando un interés creciente entre mis amistades, rogué que si alguien deseaba compartir alguno de mis escritos respetara mi anonimato o que, como mucho, utilizara mis iniciales para indicar su autoría. También limité el alcance de mis publicaciones, haciéndolas inaccesibles para aquella gente de mi entorno que yo sabía que tenía ideas nacionalistas o comprensivas con el nacionalismo. Y no fue mi intención aislarme en una burbuja ideológica. Es que tenía el convencimiento de que el debate estaba ya entonces viciado y que la comunicación, el debate racional, el intercambio sosegado de propuestas y argumentos, se habían convertido en una entelequia. No se trató de un rapto paranoico. Fui perdiendo amistades por el camino, fruto de discusiones envenenadas por una visceralidad que suplantaba emociones por argumentos. Discusiones que también se fueron produciendo en el trabajo con idéntica dinámica.
En uno de esos intercambios virtuales subidos de tono, con el hermano de mi mejor amigo durante la época del instituto, se fraguó, sin yo saberlo todavía, el título de este libro. En un hilo que surgió en uno de los estados que yo había publicado en mi muro, él se enzarzó en una discusión con mi padre, al que le preguntó algo similar a esto: que cómo era posible que continuara viviendo aquí si tantas quejas tenía de la situación de Cataluña. Le envié un mensaje privado diciéndole que iba a borrar el hilo por el cariz que había tomado la discusión, no sin antes comentarle que yo, por mi condición de filólogo, algo entendía de procedimientos estilísticos, de modo que era capaz de distinguir a la perfección que su pregunta no era una pregunta en sí, ni siquiera una interrogación retórica, sino una metalepsis, y que aquella pregunta aparente, por tanto, no era sino una exhortación velada a mi padre para que se marchara de Cataluña si tan inconforme se sentía con la situación que estábamos viviendo. Le afeé su actitud. Pero, en vez de disculparse, o de decir que no había querido expresar lo que yo había interpretado, reacción que yo ingenuamente esperaba por el respeto que creía que nos debíamos después de tantos años que hacía que nos conocíamos, él apuntaló lo que ya le había señalado a mi padre asegurando que el verdadero fracaso de Cataluña era que familias como la mía, después de llevar tanto tiempo viviendo aquí, no fuéramos capaces de percibir las continuas humillaciones, el sostenido maltrato, el permanente latrocinio a los que, desde hacía siglos, había sido sometido el pueblo catalán por parte del Estado español.
Ni siquiera ese reproche, tan descarnado en su arrogante impudicia, fue suficiente para que yo decidiera poner fin a nuestra relación. Acabé eliminándolo de mi lista de amistades al cabo de un tiempo, después de otra discusión, cansado de tantas intemperancias y tanto ensimismado fanatismo. Pero no entonces, a pesar de la gravedad de la imputación. De hecho, en aquel momento ni siquiera fui capaz de ponerlo frente al espejo de su visión uniformadora de la ciudadanía. Antes al contrario. Incluso aboné sus creencias diciéndole que tanto mi padre como yo nos habíamos planteado irnos de Cataluña si el procés seguía adelante, y que me entendiera, que nunca era fácil irse de la tierra donde uno había nacido y crecido –era mi caso– o donde uno había construido su vida –era el caso de mi padre–, la tierra a la que uno tenía vinculados sus recuerdos, la tierra donde estaban enterrados algunos de nuestros seres queridos. Pero con todo aquel arsenal de justificaciones –ahora me doy cuenta– no estaba sino reconociéndole la propiedad de la tierra, no estaba sino asumiendo que familias como la mía, según su expresión, vivíamos en una tierra prestada de la que ellos, los nacionalistas, eran los arrendadores. Entonces, quizás, a pesar de todo, a pesar de situarme en las coordenadas que él había establecido, a pesar de que no era algo nuevo, porque ya a mi abuelo materno lo habían invitado a marcharse de Cataluña otros jubilados con los que se reunía, quizás entonces, digo, comprendí cuál era la auténtica percepción que tenían sobre nuestras familias aquellos de nuestros conciudadanos con los que incluso habíamos compartido amistad y confidencias: éramos los hijos díscolos, los hijos desagradecidos de un padre, el pueblo catalán, que no había logrado domesticar nuestra indómita naturaleza a pesar de todos los sacrificios que había hecho por nosotros. Y entonces había llegado el momento de expulsarnos del hogar paterno y desheredarnos, porque éramos su fracaso, el gran fracaso de Cataluña. Corría el año 2013 cuando se produjo esta conversación.
Sin embargo, aunque allí estuvo el embrión del título, el libro aún estaba lejos de concretarse ni tan siquiera como remota posibilidad. Fueron años, todavía, en que mostraba cierta prevención a la hora de publicar según qué reflexiones, condicionado en todo momento por un temor que siempre planeó como una sombra: el convencimiento de que mostrar abiertamente, en una red social, mi pensamiento, mi oposición al poder nacionalista, podía perjudicarme en un entorno, el mío, que, como diré a lo largo del libro, parecía ser una reproducción a escala de la sociedad ideal que había pretendido modelar el nacionalismo a lo largo de los últimos cuarenta años. Hubo, quizás, un punto de inflexión que de algún modo aflojó mis ataduras: en una velada literaria que organizó la Biblioteca de Figueras con motivo de la celebración de la fiesta de Sant Jordi y en la que se presentaban las obras publicadas durante el año precedente por autores relacionados con la comarca, una de las conductoras del acto, al presentar mi libro de microrrelatos El oscuro relieve del tiempo, después de leer el título, ante una concurrencia de unas sesenta o setenta personas, dijo, en catalán, con cierto retintín: «Ah, mira, este está escrito en castellano». Aquella forma, de nuevo tan desinhibida, de naturalizar el extrañamiento del castellano en un acto público, presentándolo como una anomalía o un exotismo dignos de mención en un encuentro cultural como aquel, señalando lo que me diferenciaba de los demás –porque de las setenta obras que, aproximadamente, se presentaron en aquel acto solo dos estaban escritas en castellano–, corroboró lo que ya había ido tomando forma en mis pensamientos desde hacía algunos años, por más que durante un tiempo hubiera querido negar aquella realidad: que no iba a ser posible enfrentar aquellas actitudes de celebración gozosa de una diferencia excluyente y endogámica desde la tibieza, desde los complejos, desde la asunción de aquella condición de extranjeros en nuestra propia tierra a la que nos querían reducir. Allí cambió algo, sí, pero no cambió todo.
Tuvo que llegar el infausto 2017, con todo lo que ocurrió ya desde agosto –los atentados en las Ramblas, las sesiones del 6 y el 7 de septiembre en el Parlamento catalán, en las que se intentó dinamitar el orden constitucional, el asedio a la Consejería de Economía y, finalmente, el referéndum ilegal del 1 de octubre–, para que mi frecuencia de publicaciones relacionadas con la situación sociopolítica de Cataluña experimentara un incremento sustancial. Algunas de aquellas crónicas y reflexiones fueron compartidas por algunos de mis contactos, siempre con iniciales, como yo había pedido, y tuvieron un cierto recorrido por muros ajenos. Fue entonces cuando algunas de mis amistades virtuales empezaron a sugerirme la idea de publicar todo aquello que contaba en la red social. Nunca me mostré demasiado convencido. Siempre me rondaba por la cabeza la convicción de que publicar un libro crítico con el nacionalismo me podía generar innumerables problemas en mi desempeño cotidiano. Me cansé de repetir los motivos de mi prevención a todas aquellas amistades que me insistían. Algunas me dijeron que aquel libro era necesario, que de alguna forma se lo debía a ellos, a quienes se sentían reflejados en buena parte de las anécdotas que refería: alguien tenía que contar nuestra historia.
Aquella insistencia de gente a la que apreciaba y admiraba fue venciendo mi resistencia. Y, además, por entonces también fue adquiriendo fuerza y relieve la idea de concursar para pedir plaza en un instituto de fuera de Cataluña. De hecho, en el concurso de traslados de 2018, pedí plaza en algunos institutos de Málaga, plaza que me concedieron en la resolución provisional, si bien acabé renunciando. Pero aquella simple posibilidad me animó a reunir todo el material que había ido acumulando durante los años del procés, especialmente a partir de 2015: si acababa marchándome, no me sentiría tan expuesto al publicar el libro. Asimismo, tal y como también me sugirió alguna gente, siempre existía la opción de firmar con pseudónimo. De modo que, a lo largo del año 2018, fui rescatando de mi muro todas aquellas publicaciones que consideré que podían tener algún interés y las fui ordenando cronológicamente. El material sobrepasaba las trescientas páginas. Y, al tratarse de un conjunto de publicaciones que, a pesar del nexo temático evidente, no habían sido pensadas para formar parte de un libro, al estar todas ellas demasiado apegadas a un contexto demasiado específico y ser, quizá, demasiado deudoras de la actualidad, llegué a la conclusión de que debía encontrar un marco que les otorgara una mayor cohesión y una perspectiva más amplia.
En un principio, tenía pensado realizar un breve recorrido por la situación sociopolítica desde la llegada de las dos ramas de mi familia a Cataluña, allá en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, hasta el año 2012, momento en que el proceso independentista inició su acometida final. El objetivo no era otro que el de plasmar la realidad previa, el caldo de cultivo preexistente que fue asentando los cimientos de todo lo que vendría después. Había que buscar los antecedentes, las condiciones de posibilidad que fraguaron aquella arremetida rupturista que llevó a cabo el poder nacionalista desde 2012. Nada había surgido de la nada, si se me permite el juego de palabras. Aquella contextualización debía funcionar como introducción de toda la serie de crónicas y reflexiones que había compartido en Facebook. La previsión era que no excediera las treinta o cuarenta páginas. Pero a medida que iba avanzando en la redacción de esa parte, impulsado por el afán de ser minucioso, de no dejarme cosas por el camino, y, también, porque mi memoria iba recuperando, en aquella revisión del pasado, detalles que habían permanecido agazapados de algún modo, aquella sección que debía funcionar como marco introductorio fue adquiriendo una autonomía imprevista. Cuando ya la estaba ultimando, me di cuenta de que aquello ya no era una introducción –se acercaba a las doscientas páginas– y que, si la adhería a todo el material que tenía reunido de mis publicaciones en redes, el libro rondaría las quinientas páginas. Me pareció una extensión excesiva para una publicación de estas características, algo que podía condicionar su hipotética proyección. De modo que, después de darle muchas vueltas, decidí que organizaría el libro en dos volúmenes: si bien ambas partes se complementaban, consideré que cada una de ellas tenía la suficiente autonomía como para funcionar de manera independiente. Por tanto, este libro que el lector tiene en sus manos es el resultado de todo ese proceso que he ido detallando hasta ahora, y se centra en ese periodo que abarca desde la llegada de mis familiares a Cataluña hasta el año 2012, cuando toda la maquinaria institucional, política y mediática del poder nacionalista inició el camino sin retorno que debía conducirnos a la independencia.
Desde el punto de vista de su adscripción de género, me atrevería a decir que la obra tiene un carácter híbrido. Los dos primeros capítulos, aquellos que narran la llegada de mis dos familias, son una recreación literaria del relato que me han ofrecido dos personas muy importantes en mi vida: mi padre y mi tío Antonio. Esa decisión de conferirle un barniz literario a las historias que siempre me contaron no tenía otra intención que la de profundizar en la dimensión humana de aquella experiencia. Quería escarbar en los silencios de su historia, en el fondo que había detrás de algunos gestos, de algunas miradas, de algunas inflexiones de voz que acompañaban aquel relato. Porque siempre sentí que había más de lo que me contaban, que sus palabras no daban la medida exacta de sus vivencias, que detrás de muchas de aquellas situaciones referidas había un relieve oculto que era necesario auscultar. Decidí asumir el riesgo de añadir otro filtro al filtro de su memoria, con la intención, por paradójico que parezca, de realzar el núcleo significativo de su experiencia: al fin y al cabo, ese es uno de los rasgos definitorios de la literatura, la búsqueda de una verdad oculta o velada a través de la representación. Así pues, decidí recurrir al molde de la ficción para intentar encontrar la esencia de aquello de lo que solo fui testigo de oídas.
Los dos capítulos siguientes, los que abordan el periodo de la Transición, también desde la perspectiva de mi padre y mi tío, adquieren una formulación menos ficcional. De algún modo, me limito a ejercer de correa de transmisión o de altavoz de sus historias. No hay apenas elemento añadido. Porque si en los dos primeros capítulos pretendía ahondar en las vivencias íntimas de mis familiares, en cómo digirieron la mezcla de incertidumbre y esperanza con que llegaron a Cataluña, en cómo enfrentaron todas las estrecheces desde las que fueron edificando el tiempo nuevo que nos dejaron a sus descendientes, en los dos capítulos siguientes me interesaba desplazar el foco hacia la situación sociopolítica de aquella época de tránsito hacia la democracia en la que tanto mi padre como mi tío, tras la ilusión inicial ante el nuevo periodo histórico que se iniciaba después de cuarenta años de dictadura, empezaron a detectar evidencias de lo que el nacionalismo se proponía construir.
El siguiente capítulo es autobiográfico. En él, excepto algunas referencias puntuales, narro episodios que he vivido en primera persona, y sobre todo me centro en el entorno educativo: primero, en las diferentes etapas de mi carrera académica, desde que empecé el colegio, a los cuatro años, hasta que salí de la universidad, a los veintitrés; y, a continuación, refiero mi entrada como profesor de enseñanza secundaria. En este caso, me interesaba describir el proceso que me llevó, a medida que superaba etapas académicas, de un entorno casi exclusivamente castellanohablante en el que me relacionaba con niños que tenían mi mismo origen, mi misma lengua y mi mismo universo de referencia, a un entorno –en la universidad, primero, y, más tarde, en los institutos en los que trabajé– mayoritariamente catalanohablante y de marcada cosmovisión nacionalista. Ese cambio de coordenadas, si bien, como cuento en el capítulo, fue progresivo, sumado a la vivencia de ciertas situaciones que, aunque no se repetían con una frecuencia estable, se iban dando con una cierta regularidad, me llevó no solo a cambiar mi lengua de relación habitual, sino incluso a asumir parte del argumentario nacionalista. Me mimeticé con el paisaje, como una forma de protegerme, como un modo de no quedar expuesto a la intemperie de la disidencia, por más que durante un tiempo me convencí de que todo había obedecido a una decisión libre y racional.
En el último capítulo pretendo establecer una conexión entre todas esas vivencias cotidianas, anónimas, invisibilizadas por el aparato mediático del nacionalismo, y todo el entramado institucional y político que ha impuesto una determinada visión del mundo y una particular brújula moral en buena parte de la sociedad catalana y de la opinión pública. Apenas se trata de una aproximación, muy condicionada por mis limitaciones en determinados campos del saber y por la propia naturaleza y finalidad del libro. Acudo a algunas áreas del conocimiento como la teoría política, la sociología, la teoría de la comunicación o la neurociencia para intentar demostrar que todo ese tejido apenas visible hecho de gestos, comentarios o miradas que hay detrás de todas las anécdotas que refiero en los capítulos precedentes no es el resultado de un exceso de susceptibilidad, de una neurosis inducida, sino que tiene aval científico y ejerce una presión sostenida, muchas veces de baja intensidad, que acaba condicionando el comportamiento de los individuos por el miedo a la estigmatización, al rechazo social, a la muerte civil. Finalmente, hago un breve recorrido por algunas de las políticas clave que ejecutó el nacionalismo, desde su llegada al poder, en el intento de crear una sociedad a imagen y semejanza de sus principios.
Una consideración final, acerca del subtítulo de este primer volumen de ¿Somos el fracaso de Cataluña? Decidí utilizar el sintagma «la voz de los desarraigados» porque consideré que en el contexto de lo que aborda este libro adquiría una doble proyección simbólica. Por una parte, esa «voz de los desarraigados», en la sociedad catalana, para mí funciona como una metáfora de la lengua española, la lengua materna mayoritaria de las clases populares, la misma lengua de aquellas familias que llegaron a Cataluña en busca de una oportunidad, la lengua en la que pensaban y sentían, un simple medio para comunicarse, nada más que eso, nada tan alejado de las imputaciones que se le han hecho desde el nacionalismo catalán sobre su supuesta naturaleza invasora e intransigente, sobre el supuesto cometido de sus hablantes de disolver la cultura y la lengua catalanas. No puede haber ninguna intención espuria o perversa en utilizar la lengua en la que uno piensa, la lengua en la que uno ha escuchado y aprendido, de sus padres, sus primeras palabras. Así que esa «voz de los desarraigados» es la misma voz con la que hemos seguido hablando aquellos que aprendimos a expresarnos en ella desde pequeños, simplemente como una herramienta para establecer nuestra relación con el mundo y con los otros, sin que ello haya supuesto, en ningún caso, la renuncia a aprender otras lenguas hermanas como el catalán.
Pero, por otra parte, «la voz de los desarraigados» para mí también es la voz –o el murmullo apenas audible– de la historia que hemos vivido las familias de procedencia humilde, de origen castellanohablante, y que solo nos hemos contado entre nosotros, la voz de los que se quedaron sin tierra porque abandonaron la suya y en aquella a la que llegaron los trataron de extranjeros porque su lengua eran diferente y no se amoldaba a la identidad autóctona fetén, la voz, también, de los descendientes de aquellas dos generaciones que llegaron a Cataluña, nuestra voz, la voz de los desarraigados de nuevo cuño, los de la tercera y la cuarta generación, nuestra voz de acento neutro, ni de aquí ni de allí, la voz de los que no hemos querido pagar el peaje de la renuncia y la asimilación cultural, ese peaje impuesto en aras de la perpetuación de las identidades esenciales y excluyentes. Así pues, esa voz de los desarraigados para mí también se erige en un símbolo de nuestra historia compartida, sepultada en el curso invisible de las vidas anónimas sobre las que nadie escribe. Y en algún momento había que desenterrarla y mostrársela a todo el mundo. Con nombre y apellidos, sí, para hacerla más reconocible, para empezar a despojarla de su condición anónima y marginal.