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EL PLAN DE DIOS La tendencia cristiana básica
Оглавление¿EXISTE UN PLAN?
Hoy día, la gente se siente perdida y a la deriva. El arte moderno, la poesía, y las novelas, o una conversación de cinco minutos con cualquier persona sensible nos lo asegurarán. Puede parecernos extraño que así sea en una época en la que tenemos más control sobre las fuerzas de la naturaleza que nunca. Pero en realidad no es así. Es la sentencia de Dios, la cual nos hemos echado encima tratando de sentirnos demasiado en casa en este mundo.
Porque eso es lo que hemos hecho. Nos negamos a creer que uno debería vivir para algo más que la vida presente. Aun cuando sospechamos que los materialistas están equivocados en negar que Dios y el otro mundo existan, no hemos permitido que nuestras creencias nos impidan vivir basados en principios materialistas. Hemos tratado este mundo como si fuera el único hogar que jamás poseeremos y nos hemos concentrado exclusivamente en arreglarlo para nuestra comodidad. Pensamos que podíamos construir el cielo en la tierra.
Ahora Dios nos ha juzgado por nuestra impiedad. Durante el siglo pasado tuvimos dos guerras “calientes” y una “fría”, y esta última, en cierto sentido, aún continúa. Hoy día nos encontramos en la era de la guerra nuclear, el racismo, el tribalismo, el crimen organizado global, las torturas, el terrorismo, y toda clase de lavados de cerebro. En semejante mundo es imposible sentirse en casa. Es un mundo que nos ha decepcionado. Esperábamos que la vida fuera amigable. En cambio, se ha burlado de nuestras esperanzas y nos ha dejado desilusionados y frustrados. Pensábamos que comprendíamos la vida. Ahora estamos desconcertados y no sabemos si alguna vez le encontraremos algún sentido a todo esto. Nos creíamos sabios. Ahora nos damos cuenta de que somos como niños ignorantes, perdidos en la oscuridad.
Tarde o temprano, esto tenía que ocurrir. El mundo de Dios no es nunca amigable con aquellos que olvidan a su Hacedor. Los budistas, quienes vinculan su ateismo con un absoluto pesimismo sobre la vida, están en ese sentido en lo cierto. Sin Dios, el hombre pierde su relevancia en este mundo. Él no la puede hallar nuevamente hasta no haber encontrado a Aquel a quien le pertenece el mundo. Es natural que los no creyentes sientan que su existencia es inútil y miserable. No nos debería sorprender cuando estas almas amargadas y frustradas se vuelcan al alcohol y las drogas o cuando los adolescentes responden al caos traumático que los rodea suicidándose. Dios creó la vida, y Dios solamente puede explicarnos su significado. Si deseamos comprender el sentido de la vida en este mundo, entonces tendremos que saber acerca de Dios. Y si deseamos saber acerca de Dios, debemos recurrir a la Biblia.
LEAMOS LA BIBLIA
De modo que leamos la Biblia, si podemos. Porque, ¿acaso podemos? Muchos de nosotros hemos perdido la capacidad de hacerlo. Cuando abrimos nuestra Biblia, lo hacemos con una actitud que crea una barrera indestructible que nos impide leer. Esto les puede sonar asombroso, pero es verdad. Permítanme explicarles.
Cuando leemos un libro, lo tratamos como una unidad. Buscamos el tema o la trama principal del argumento y la seguimos hasta el final. Permitimos que la mente del autor dirija a la nuestra. Ya sea que nos permitamos o no “hojear” el libro antes de instalarnos cómodamente para absorberlo, sabemos que no lo comprenderemos hasta que no lo hayamos leído de principio a fin. Si se trata de un libro que deseamos dominar, apartaremos tiempo para poder leerlo cuidadosamente y sin apuro.
Pero cuando se trata de las Sagradas Escrituras, nuestra conducta es diferente. Para comenzar, no tenemos jamás la costumbre de tratarlas como un libro, o sea, una unidad; las encaramos simplemente como una colección de historias y refranes separados. Damos por sentado que estos artículos representan consejos morales o consuelo para los que están en problemas. De modo que leemos la Biblia en pequeñas dosis, unos pocos versículos a la vez. No leemos los libros individuales, menos aún los dos Testamentos, como un todo. Hojeamos los ricos períodos antiguos jacobinos en traducciones bíblicas antiguas o en traducciones más informales tales como las versiones populares, esperando que algo nos golpee. Cuando las palabras aportan un pensamiento reconfortante o una imagen placentera, creemos que la Biblia ha cumplido su labor. Hemos llegado al punto en que percibimos a la Biblia no como un libro, sino como una colección de fragmentos hermosos que nos llaman a la reflexión, y es así como la utilizamos. El resultado es que, en el sentido usual de “leer”, nunca jamás leemos la Biblia. Damos por sentado que nos estamos ocupando de las Sagradas Escrituras en una forma verdaderamente religiosa, pero no obstante este uso de ellas es en realidad algo meramente supersticioso. Es, les aseguro, el camino de la religiosidad natural. Pero no es el camino de la verdadera religión.
Dios no desea que la lectura de la Biblia funcione simplemente como una droga para mentes atormentadas. La lectura de las Escrituras sirve para despertar nuestra mente, no para hacernos dormir. Dios nos pide que nos acerquemos a las Escrituras como su Palabra: un mensaje dirigido a criaturas racionales, gente con pensamientos; un mensaje que no podemos esperar comprender sin pensar sobre Él. “Vengan, pongamos las cosas en claro”, le dice Dios a Judá por medio de Isaías (Isaías 1.18), y cada vez que tomamos su libro, nos dice lo mismo a nosotros. Él nos ha enseñado a orar para recibir claridad cuando leemos. “Ábreme los ojos para que contemple las maravillas de tu ley” (Salmo 119.18). Ésta es una oración para que Dios nos dé entendimiento cuando pensamos acerca de su Palabra. Sin embargo, si después de orar, nos borramos y no pensamos más al leer, impedimos de manera efectiva que Dios responda a esta oración.
Dios desea que leamos la Biblia como un libro: una historia sola con un solo tema. No estoy olvidando que la Biblia consiste en muchas unidades separadas (sesenta y seis para ser exacto) y que algunas de esas unidades son combinaciones (tal como el Salterio, que está compuesto por 150 oraciones e himnos separados). Sin embargo, a pesar de todo eso, la Biblia nos llega a nosotros como el producto de una mente individual: la mente de Dios. Comprueba su unidad una y otra vez por medio de la forma asombrosa en que se vincula todo, una parte le da luz a la otra. De modo que la debemos leer como una unidad. Y cuando la leemos, debemos preguntar: ¿Cuál es el argumento de este libro? ¿Cuál es su tema? ¿De qué se trata? A menos que respondamos a estas preguntas, nunca veremos lo que nos dice sobre nuestra vida.
Cuando llegamos a este punto, encontraremos que el mensaje de Dios para nosotros es más drástico y al mismo tiempo más alentador que cualquier mensaje que la religiosidad humana pudiera concebir jamás.
EL TEMA PRINCIPAL
¿Qué hallamos cuando leemos la Biblia como una unidad integrada y consolidada, con nuestra mente alerta para observar su verdadero centro?
Lo que encontramos es simplemente esto: La Biblia no trata principalmente sobre el hombre. Su sujeto es Dios. Él (si me permiten la frase) es el principal actor en el drama, el héroe de la historia. La Biblia es un estudio descriptivo de su obra pasada, presente y futura en este mundo con comentarios aclaratorios de profetas, salmistas, hombres sabios y apóstoles. Su tema principal no es la salvación del hombre, sino la obra de Dios para vindicar sus propósitos y glorificarse a sí mismo en un cosmos pecador y caótico. Esto lo hace mediante el establecimiento de su reino y la exaltación de su Hijo, creando un pueblo que lo adore y lo sirva, y por último, desmantelando y armando nuevamente este orden de cosas, arrancando así de raíz el pecado de su mundo.
Es en esta perspectiva más amplia donde cabe la Biblia en la obra de Dios para la salvación de hombres y mujeres. Describe a Dios como más que un arquitecto cósmico distante, o un tío celestial omnipresente, o una fuerza vital impersonal. Dios es más que cualquiera de las insignificantes deidades sustitutas que habitan nuestras mentes del siglo veintiuno. Él es el Dios vivo, presente y activo en todas partes, “magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios” (Éxodo 15.11 RVR60). Él se da a sí mismo un nombre: Jehová (véase Éxodo 3.14-15; 6.23), el cual, ya sea que se lo traduzca como “Yo soy el que soy” o “Yo seré el que seré” (el hebreo significa ambos), es una proclamación de su autoexistencia y autosuficiencia, su omnipotencia y su libertad sin límites.
El mundo le pertenece, Él lo creó, y Él lo controla. Él hace “todas las cosas conforme al designio de su voluntad” (Efesios 1.11). Su conocimiento y dominio se extienden incluso a las cosas más pequeñas: “Él les tiene contados a ustedes aun los cabellos de la cabeza” (Mateo 10.30). “El SEÑOR reina”—los salmistas hacen que esta verdad permanente sea una y otra vez el punto de partida para sus alabanzas (véanse los Salmos 93.1; 96.10; 97.1; 99.1). A pesar de que las fuerzas rugen con estruendo y amenaza el caos, Dios es Rey. Por lo tanto, su pueblo está seguro.
Tal es el Dios de la Biblia. Y la convicción predominante de la Biblia sobre Él, una convicción proclamada desde Génesis a Apocalipsis, es que por detrás y por debajo de toda la aparente confusión de este mundo yace su plan. Ese plan atañe a la perfección de un pueblo y la restauración de un mundo por medio de la acción mediadora de Jesucristo. Dios gobierna los asuntos humanos con este fin en vista. La historia humana es un registro del cumplimiento de sus propósitos. La historia es en verdad su historia.
La Biblia detalla las etapas en el plan de Dios. Dios visitó a Abraham, lo llevó a Canaán, y establece una relación de pacto con Él y sus descendientes: “Estableceré mi pacto contigo y con tu descendencia, como pacto perpetuo, por todas las generaciones. Yo seré tu Dios, y el Dios de tus descendientes... yo seré su Dios” (Génesis 17.7). Le dio a Abraham un hijo. Convirtió a la familia de Abraham en una nación y los guió fuera de Egipto a una tierra propia. A través de los siglos, Él los preparó a ellos y al mundo de los gentiles para la venida de un Salvador-Rey, “Cristo, a quien Dios escogió antes de la creación del mundo, se ha manifestado en estos últimos tiempos en beneficio de ustedes. Por medio de él ustedes creen en Dios” (1 Pedro 1.20 y sig.).
Por fin, “cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos” (Gálatas 4.4 y sig.). La promesa de pacto al linaje de Abraham se cumple ahora para todos aquellos que depositan su fe en Cristo: “Y si ustedes pertenecen a Cristo, son la descendencia de Abraham y herederos según la promesa” (Gálatas 3.29).
El plan para este tiempo es que este evangelio sea conocido en todo el mundo, y que “una multitud tomada de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas” (Apocalipsis 7.9) ponga su fe en Cristo; después de lo cual, cuando regrese Cristo, el cielo y la tierra serán recreados de una manera imposible de imaginar. Luego, allí donde está “el trono de Dios y del Cordero”, allí “sus siervos lo adorarán; lo verán cara a cara... y reinarán por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 22.3-5).
Este es el plan de Dios, dice la Biblia. No puede ser desbaratado por el pecado humano, porque Dios abrió el paso para que el propio pecado humano fuera parte del plan, y todo acto de rebeldía en contra de la expresa voluntad de Dios es utilizado por Él para la promoción de su voluntad. Por ejemplo, los hermanos de José lo vendieron a Egipto. “Es verdad que ustedes pensaron hacerme mal”, acotó José más tarde, “pero Dios transformó ese mal en bien para lograr lo que hoy estamos viendo: salvar la vida de mucha gente” (Génesis 50.20); “Fue Dios que me envió aquí, y no ustedes” (Génesis 45.8). La misma cruz de Cristo es la ilustración suprema de este principio. “Éste fue entregado según el determinado propósito y el previo conocimiento de Dios”, dijo Pedro en el sermón de Pentecostés, “y por medio de gente malvada, ustedes lo mataron, clavándolo en la cruz” (Hechos 2.23). En el Calvario, Dios anuló el pecado de Israel, del cual tenía conocimiento previo, como un medio para la salvación del mundo. Por lo tanto, parece que la anarquía humana no frustra el plan de Dios para la redención de su pueblo; más bien, por medio de la sabiduría de su omnipotencia, se ha convertido en el medio para cumplir ese plan.
CÓMO ACEPTAR EL PLAN
Éste, pues, es el Dios de la Biblia: un Dios que reina, que rige los acontecimientos, y que, a través del servicio tambaleante de su pueblo y el descaro de sus enemigos, lleva a cabo su propósito eterno para su mundo. Ahora comenzamos a ver lo que la Biblia tiene para decirle a nuestra generación que se siente tan perdida y plagada en un orden de eventos inescrutablemente hostil. Existe un plan, dice la Biblia. Las circunstancias tienen sentido, pero ustedes no lo han sabido encontrar.
Vuélvanse a Dios. Busquen a Dios. Entréguense al cumplimiento de su plan, y habrán encontrado la clave sutil para vivir. “El que me sigue”, promete Cristo, “no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8.12). Ustedes tendrán un motivo: la gloria de Dios. Tendrán una regla: la ley de Dios. Tendrán un amigo en la vida y en la muerte: el Hijo de Dios. Habrán encontrado la respuesta a la duda y la desazón que han sido provocadas por la falta aparente de sentido, aun la maldad, de las circunstancias: Sabrán que “el Señor reina” y que “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito” (Romanos 8.28). Y tendrán paz.
¿La alternativa? Podemos desafiar y rechazar el plan de Dios, pero no podemos escaparnos de él. Porque un elemento en su plan es la sentencia de pecado. Aquellos que rechazan la oferta de vida del evangelio por medio de Cristo se buscan una sombría eternidad. Aquellos que eligen estar sin Dios, tendrán lo que eligen: Dios respeta nuestras elecciones. Esto forma parte también de su plan. La voluntad de Dios se lleva a cabo tanto en la condena de los incrédulos como en la salvación de aquellos que depositan su fe en el Señor Jesús.
Dicho es el resumen del plan de Dios, el mensaje central acerca de Dios que nos trae la Biblia. Su exhortación es la de Elifaz a Job: “Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz; y por ello te vendrá bien” (Job 22.21 RVR60). Gracias a que sabemos que “el Señor reina”, desarrollando su plan para este mundo sin ningún obstáculo, podemos comenzar a apreciar tanto la sabiduría de este consejo como la gloria que yace escondida en esta promesa.
¿“TODAS LA COSAS PARA EL BIEN”?
“El Señor reina”. Ahora vemos que ésta es la primera verdad fundamental que debemos encarar. El Creador es Rey en su universo. Dios “hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad” (Efesios 1.11). El factor decisivo en la historia del mundo, el propósito que lo controla y la clave que lo interpreta, es el plan eterno de Dios. El señorío soberano de Dios es la base de su mensaje bíblico y el hecho fundamental de la fe cristiana, y hemos notado que sobre él se construye la gran convicción que “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman”. Si esto es así, las buenas nuevas son maravillosas.
Pero entonces, ¿puede esta seguridad mantenerse de pie? La afirmación que ella hace le causa problemas a las almas sensibles y cuidadosas en muchos aspectos. No admite una demostración racional y de vez en cuando las circunstancias suscitan incertidumbres dolorosas. Algunas de las cosas que les suceden a los cristianos en particular nos duelen y nos desconciertan. ¿Cómo pueden estas desgracias, estas frustraciones, estos contratiempos aparentes a la causa de Dios, ser parte de su voluntad? En respuesta a estas cosas, nos vemos inclinados a negar la realidad del gobierno de Dios o la perfecta bondad del Dios que gobierna. Sería fácil sacar cualquiera de estas dos conclusiones, pero sería también falso. Cuando nos veamos tentados a hacerlo, deberíamos detenernos y hacernos ciertas preguntas a nosotros mismos.
LAS COSAS SECRETAS
¿Nos deberíamos acaso sorprender cuando nos vemos desconcertados ante lo que Dios está haciendo? ¡No! No debemos olvidar quiénes somos. No somos dioses; somos criaturas, y nada más que criaturas. Como criaturas, no tenemos derecho ni razón alguna para pretender entender en todo momento la sabiduría de nuestro Creador. Él mismo nos ha recordado: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos... Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Isaías 55.8-9 RVR60). Es más, el Rey nos ha puesto en claro que no le complace revelar todos los detalles de su política a sus sujetos humanos. Como declaró Moisés cuando había terminado de exponer a Israel lo que Dios le había revelado sobre su voluntad para ellos: “Lo secreto le pertenece al SEÑOR nuestro Dios, pero lo revelado nos pertenece a nosotros... para que obedezcamos todas las palabras de esta ley” (Deuteronomio 29.29).
El principio aquí ilustrado es que Dios ha revelado su mente y voluntad, en la medida en que necesitamos conocerlas con fines prácticos, y que debemos considerar lo que Él ha revelado como una regla completa y adecuada para nuestra vida y nuestra fe. Pero aún quedan “cosas secretas” que Él no nos ha dado a conocer y que, por lo menos en esta vida, no tiene la intención de que descubramos. Y las razones detrás del trato providencial de Dios caen a veces en esta categoría.
El caso de Job ilustra lo anterior. A Job nunca se le dijo nada sobre el desafío que encontró Dios al permitir a Satanás que plagara a su siervo. Todo lo que Job sabía era que el Dios omnipotente era moralmente perfecto y que sería una falsa blasfemia negar su bondad bajo cualquier circunstancia. Se negó a “maldecir a Dios” aun cuando le habían quitado su trabajo, sus hijos, y su salud (Job 2.910). Fundamentalmente, Él mantuvo esta negativa hasta el final, a pesar de que casi se vuelve loco con las perogrulladas bien intencionadas que sus petulantes amigos le repetían hasta el cansancio, las cuales extrajeron a veces de él palabras absurdas acerca de Dios (por las cuales se arrepintió más tarde). Aunque con mucho esfuerzo, Job se aferró a su integridad a lo largo del período de prueba y mantuvo su confianza en la bondad de Dios.
La confianza de Job fue reivindicada. Porque cuando se terminó el período de prueba, después que Dios se había acercado a Job en misericordia para renovar su humildad (40.1-5; 42.1-6) y Job había orado obedientemente por su tres amigos enloquecedores, “el SEÑOR lo hizo prosperar de nuevo y le dio dos veces más de lo que antes tenía” (42.10). “Ustedes han oído hablar de la perseverancia de Job”, escribe Santiago, “y han visto lo que al final le dio el Señor. Es que el Señor es muy compasivo y misericordioso” (Santiago 5.11). ¿Es que acaso toda esa serie apabullante de catástrofes que le sobrevinieron a Job significaba que Dios había abdicado su trono y abandonado a su siervo? Para nada, como Job comprobó por experiencia. Sin embargo, la razón por la cual Dios lo sumergió en la oscuridad no le fue nunca revelada. Entonces, ¿no puede acaso Dios, debido a sus propios fines sabios, tratar a sus demás seguidores en la forma en que trató a Job?
Pero hay más para añadir a todo esto. Existe una segunda pregunta que debemos hacer.
¿Nos ha dejado Dios sumidos en la ignorancia de lo que está haciendo en el gobierno providencial de este mundo? ¡No! Nos ha dado una completa información sobre el propósito central de lo que está llevando a cabo y una lógica positiva para explicar las duras experiencias de los cristianos.
¿Qué está haciendo Dios? Él está llevando “a muchos hijos a la gloria” (Hebreos 2.10). Está salvando una gran compañía de pecadores. Él se ha dedicado a esta tarea desde el comienzo de la historia. Pasó muchos siglos preparando a un pueblo y un escenario de la historia del mundo para la venida de su Hijo. Luego envió a su Hijo al mundo para que pudiera existir un evangelio, y ahora Él envía su evangelio por todo el mundo para que pueda existir una iglesia. Él ha exaltado a su Hijo al trono del universo, y Cristo desde su trono invita ahora a los pecadores, los cuida, los guía, y por último los trae para que estén con Él en su gloria.
Dios salva a hombres y mujeres por medio de su Hijo. Primero, no bien creen, los justifica y adopta en su familia por el bien de Cristo, y así restaura su relación con ellos que el pecado había quebrantado. Luego, dentro de esa relación restaurada, Dios obra continuamente en y sobre ellos para renovarlos en la imagen de Cristo, de manera que el parecido de familia (si se puede decir así) asome cada vez más en ellos. Es esta renovación de nosotros mismos, paulatina aquí y perfeccionada en el más allá, la que Pablo identifica como el “bien”: “Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito” (Romanos 8.28). El propósito de Dios, como explica Pablo, es que aquellos a quienes Dios ha elegido y llamado en amor puedan “ser transformados según la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8.28-29). Pablo nos dice que Dios ordena todas las circunstancias para el cumplimiento de este propósito. El “bien” para el cual obran todas las cosas no es el alivio inmediato y el confort de los hijos de Dios (como lo suponemos demasiado a menudo, me temo), sino su máxima santidad y conformidad a la semejanza de Cristo.
¿Nos ayuda esto a entender cómo es posible que las circunstancias adversas hallen un lugar en el plan de Dios para su pueblo? ¡Por cierto! Inunda de luz el problema, como lo demuestra el autor de Hebreos. A los cristianos que estaban cada vez más descorazonados y apáticos bajo la presión de los constantes inconvenientes y victimizaciones, les escribe: “Y ya han olvidado por completo las palabras de aliento que como a hijos se les dirige: ‘Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor ni te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor disciplina a los que ama, y azota a todo el que recibe como hijo.’ Lo que soportan es para su disciplina, pues Dios los está tratando como a hijos. ¿Qué hijo hay a quien el padre no disciplina?... Después de todo, aunque nuestros padres humanos nos disciplinaban, los respetábamos. ¿No hemos de someternos, con mayor razón, al Padre de los espíritus, para que vivamos?... Dios lo hace para nuestro bien, a fin de que participemos de su santidad. Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella” (Hebreos 12.5-11, citando el Proverbio 3.11-12, énfasis añadido).
Es sorprendente ver cómo este escritor, al igual que Pablo, equipara el “bien” del cristiano, no con la comodidad y la tranquilidad, sino con la santificación. El pasaje es tan claro que no necesita comentario alguno, sólo una frecuente lectura cada vez que nos resulte difícil creer que el duro trato de las circunstancias (o de nuestros hermanos cristianos) pueda ser la voluntad de Dios.
EL PROPÓSITO DE TODO ELLO
Sin embargo, tenemos más cosas que decir. Una tercera pregunta que nos deberíamos hacer es: ¿Cuál es el propósito esencial de Dios en el trato con sus hijos? ¿Es sencillamente su felicidad, o es algo más que eso? La Biblia indica que es la gloria de Dios.
La intención de Dios en todos sus actos es de última Él mismo. No hay nada moralmente dudoso acerca de esto. Si decimos que el hombre no puede tener propósito más alto que la gloria de Dios, ¿cómo podremos decir algo diferente sobre Dios mismo? La idea de que es en cierta forma indigno representar a Dios como apuntando a su propia gloria en todo lo que hace refleja que no recordamos que Dios y el hombre no se encuentran a un mismo nivel. Demuestra la falta de conciencia de que mientras que el hombre pecador tiene como su máximo propósito su propio bienestar a expensas de sus congéneres, nuestro Dios ha determinado glorificarse por medio de la bendición de su pueblo. Se nos dice que la razón por la cual Dios redime al hombre es “para alabanza de su gloriosa gracia” (Efesios 1.6, 12, 14). Él desea exhibir sus recursos de misericordia (las “riquezas” de su gracia y de su gloria, siendo “gloria” la suma de sus atributos y poderes según los revela: Efesios 2.17; 3.16) haciendo que sus santos experimenten su máxima felicidad cuando se regocijan en Dios mismo.
Sin embargo, ¿cómo afecta esta verdad de que Dios busca su propia gloria en su trato con nosotros al problema de la providencia? De la siguiente forma: Nos da una idea de cómo Dios nos salva, sugiriéndonos la razón por la cual Él no nos lleva al cielo en el instante mismo en que creemos. Ahora vemos que nos deja en un mundo de pecado para que seamos probados, examinados, fustigados por problemas que amenazan aplastarnos, con el fin de que podamos glorificarlo por medio de nuestra paciencia bajo el sufrimiento y para que Él pueda desplegar las riquezas de su gracia y convocar nuevas alabanzas de nuestra boca al sostenernos y liberarnos una y otra vez. El Salmo 197 es una declaración majestuosa de esta verdad.
¿Acaso les suena como algo muy severo? No a aquellos que han aprendido que su propósito principal en este mundo es “glorificar a Dios y [al hacerlo] disfrutarlo para siempre”. El corazón de la verdadera religión es glorificar a Dios mediante una paciente entereza y alabarlo por su liberación llena de gracia. Es vivir la vida atravesando sitios llanos y escarpados por igual sin dejar de obedecer ni dar gracias por la misericordia recibida. Es buscar y encontrar el gozo más profundo, no con indolencia espiritual, sino descubriendo, a medida que atravesamos las sucesivas tormentas y conflictos, que Cristo es más que suficiente para salvarnos. Es el conocimiento cierto de que los caminos de Dios son los mejores, tanto para nuestro propio bienestar como para su gloria. Ningún problema de providencia sacudirá la fe de aquel que haya verdaderamente aprendido esto.
LA GLORIA DE DIOS
El hecho crucial que debemos entender, entonces, es que Dios el Creador gobierna su mundo para su propia gloria. “Porque todas las cosas proceden de él, y existen por él y para él” (Romanos 11.36); él mismo es el objetivo de todas sus obras. Él no existe por nosotros, pero nosotros sí existimos por Él. La naturaleza y prerrogativa de Dios es complacerse a sí mismo, y su placer revelado es magnificarse ante nosotros. Él nos dice: “Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios. ¡Yo seré exaltado entre las naciones! ¡Yo seré enaltecido en la tierra!” (Salmo 46.10). El objetivo absoluto de Dios es glorificarse a sí mismo.
¿O acaso no? Debido al hecho de que esta afirmación sea tan crucial y que tan a menudo se la encuentre ofensiva y se la rechace, deseo ahora centrar mi atención en ella y describirla en más detalle. Una vez que este concepto nos quede en claro más allá de toda duda, todo lo relativo al cristianismo cobrará sentido. Sin embargo, hasta que no tengamos esa certeza, el resto de la fe bíblica nos planteará constantes problemas. Miremos nuevamente, entonces, a lo que estamos diciendo aquí acerca de nuestro Creador.
Su sensatez. La afirmación de que Dios apunta siempre a glorificarse a sí mismo es al principio difícil de creer. Nuestra reacción inmediata es una sensación incómoda de que semejante idea no es digna de Dios, que toda clase de preocupación de uno mismo es incompatible con la perfección moral y en particular con la naturaleza de Dios como amor. Muchas personas sensibles y moralmente cultas se espantan ante el simple pensamiento de que el fin absoluto de Dios sea su propia gloria, y se oponen enérgicamente a tal concepto. ¡Para ellos, semejante cosa describe a Dios como alguien que no se diferencia esencialmente de un hombre malvado o aun del diablo mismo! Para ellos es una doctrina inmoral y escandalosa, y si la Biblia la enseña, ¡tanto peor para ella! A menudo extraen esta conclusión explícitamente en relación con el Antiguo Testamento. Ellos acotan que un volumen que describe a Dios tan persistentemente como un Ser “celoso”, preocupado sobre todo de su “honor”, no puede ser contemplado como una verdad divina. Dios no es así. ¡Pensar que sí lo es no es más que una blasfemia real aunque no intencionada! Dado que éstas son opiniones que algunos sostienen en forma vasta y firme, es importante que consideremos qué validez realmente tienen.
Comenzamos con la pregunta: ¿Por qué se afirman estas convicciones con tanta energía? Cuando se trata de otros asuntos teológicos, la gente puede disentir, pero con bastante calma. Pero las protestas en contra de la doctrina de que el principal fin de Dios sea su gloria están llenas de pasión y con frecuencia, de una airada retórica. La respuesta es fácil de ver, y le da crédito a la seriedad moral de los que hablan. Esas personas son sensibles al pecado de la búsqueda continua de uno mismo. Ellos saben que el deseo de gratificarse a uno mismo se encuentra en la raíz misma de las debilidades y los defectos. Ellos mismos tratan lo mejor posible de encarar y luchar en contra de ese deseo. Por lo tanto, ellos deducen que el hecho de que Dios sea egocéntrico sería algo igualmente equivocado. La vehemencia con la cual rechazan la idea de que el Dios santo se exalte a sí mismo refleja su agudo sentido de culpa del ensimismamiento humano.
¿Es su conclusión válida? Repetimos: Es una completa aberración. Si lo correcto para el hombre es que su meta sea la gloria de Dios, ¿cómo puede ser equivocado para Dios tener esa misma meta? Si el hombre no puede tener propósito más elevado que la gloria de Dios, ¿cómo podría tener Dios otro propósito sino ese mismo? Si es erróneo que el hombre busque un objetivo menor que éste, lo sería también para Dios. La razón por la que no sería correcto que el hombre viviera para sí mismo, como si fuera Dios, es porque no es Dios. Sin embargo, no puede ser equivocado que Dios busque su propia gloria, simplemente porque es Dios. Aquellos que insisten en que Dios no debería buscar su gloria en todas las cosas están realmente pidiendo que Él deje de ser Dios. Y no existe mayor blasfemia que desear eso.
Si el razonamiento de los que ponen objeciones es tan evidentemente falso, ¿por qué existen hoy tantas personas que lo creen? La credibilidad del argumento proviene de nuestra costumbre de hacer a Dios a nuestra imagen y pensar que Él y nosotros estamos a un mismo nivel. En otras palabras, sus obligaciones con nosotros y las nuestras con Él se corresponden, como si Él estuviera obligado a servirnos y a promover nuestro bienestar con el mismo altruismo con el que estamos obligados nosotros a servirlo a Él. Esto es, en realidad, pensar en Dios como si fuera un hombre, aunque uno magnífico. Si esta forma de pensar fuera cierta, entonces el hecho de que Dios busque su propia gloria en todo lo haría sin duda comparable al peor de los hombres y a Satanás en persona.
Pero nuestro Creador no es un hombre, ni siquiera un superhombre omnipotente, y esta forma de pensar es una terrible idolatría. (Para ser idólatras no hace falta que nos hagamos una imagen esculpida que retrate a Dios como un hombre; para quebrantar el segundo mandamiento, todo lo que necesitamos es una imagen mental falsa.) No debemos por consiguiente imaginarnos que las obligaciones que nos sujetan como criaturas a Él, lo sujeten a Él como Creador a nosotros. La dependencia es una relación unilateral y posee obligaciones unilaterales. Los niños, por ejemplo, deben obedecer a sus padres, ¡y no al revés! Nuestra dependencia de nuestro Creador nos obliga a buscar su gloria sin que lo obligue a Él a buscar la nuestra. Para nosotros, glorificarlo es un deber; para Él, bendecirnos es gracia. Lo único que Dios está obligado a hacer es lo mismísimo que requiere de nosotros: glorificarse a sí mismo.
Entonces nuestra conclusión es que hablar de Dios como egocéntrico es lo inverso de la blasfemia; al contrario, el no hacerlo sería algo irreligioso. La gloria de Dios es hacer todas las cosas para sí mismo y utilizarlas como medios para su exaltación. El cristiano lúcido insistirá en esto. Insistirá también en que la gloria del hombre es tener el privilegio de funcionar como un medio para este fin. No puede existir mayor gloria para el hombre que glorificar a Dios. “El propósito principal del hombre es glorificarlo a Dios” Y cuando lo hace, el hombre halla su verdadera dignidad.
El humanista, que cree que cuando el hombre rompe las ataduras de la religión llega a su punto más noble y divino, dirá que cuando afirmamos que el hombre no es más que un medio para la gloria de Dios, le robamos a la vida humana todo su verdadero valor. Sin embargo, la verdad es exactamente lo opuesto. La vida sin Dios no tiene ningún valor real; es una mera monstruosidad. Cuando decimos que los seres humanos no son más que un medio para la gloria de Dios, decimos también que ellos no son menos que eso, demostrando por lo tanto cómo la vida puede tener significado y valor. La única persona en este mundo que disfruta de una total satisfacción es aquella que sabe que la única vida digna es ser un medio, no importa cuán humilde, para el fin primordial de Dios: su propia gloria y alabanza. La única forma de ser verdaderamente felices es siendo verdaderamente humanos, y la única forma de ser verdaderamente humanos es siendo verdaderamente piadosos.
Su significado. ¿Pero qué quiere decir que el fin principal de Dios sea su gloria? Para muchos de nosotros la frase “la gloria de Dios” suena vacía. ¿Qué importancia le dan las Escrituras?
En el Antiguo Testamento, la palabra que se traduce como “gloria” expresaba originalmente la idea de peso. La gloria se aplicaba a toda aquella característica de una persona que la hace “importante” a los ojos de los demás y que los impulsa a honrarla y respetarla. La riqueza y el prestigio de Jacob son denominados “gloria” (Génesis 31.1; 45.13). Luego la palabra pasó a tener el significado de honor y respeto mismo.
Por consiguiente, la Biblia utiliza la palabra gloria en referencia a Dios en un enlace doble. Por un lado, habla de la gloria que le pertenece a Dios: el esplendor y la majestuosidad divina que se adhieren a todas las revelaciones propias de Dios. Por otro lado, habla de la gloria que se le da a Dios: el honor y la bendición, alabanza y adoración que Dios tiene derecho a recibir, la única respuesta adecuada a su santa presencia. Ezequiel 43.2 y siguientes refleja el vínculo aquí: “Y vi que la gloria del Dios de Israel venía... me incliné rostro en tierra”. Por tanto, el término gloria conecta los pensamientos del mérito de Dios: la majestuosidad de su poder y presencia, y de su alabanza, que es la respuesta correcta cuando Dios está frente a nosotros y nosotros estamos frente a él.
Tomemos por un momento cada pensamiento por separado.
Por medio de su revelación, Dios nos muestra su gloria. Gloria significa la deidad que se manifiesta. La creación lo revela a Él. “Los cielos cuentan la gloria de Dios” (Salmo 19.1). “Toda la tierra está llena de su gloria” (Isaías 6.3). En la época bíblica, Dios revelaba su presencia por medio de teofanías, denominadas su “gloria” (la nube brillante en el tabernáculo y templo, Éxodo 40.34, 1 Reyes 8.10 y sig.; la visión de Ezequiel del trono y las ruedas, Ezequiel 1.28; etc.). Los creyentes contemplan ahora su gloria que resplandece por completo y por último “en el rostro de Cristo” (2 Corintios 4.6). Allí donde veamos a Dios en acción, veremos también su gloria. Él se presenta a sí mismo ante nosotros como santo y adorable, convocándonos a que nos inclinemos delante de Él para adorarlo.
Le damos gloria a Dios. Esto lo hacemos mediante todas nuestras respuestas a su revelación de gracia:
1. Mediante alabanza y adoración: “Quien me ofrece su gratitud, me honra” (Salmo 50.23); “Tributen al SEÑOR la gloria que merece su nombre” (Salmo 96.8); “Glorifiquen a Dios por su compasión” (Romanos 15.9).
2. Mediante fe en su palabra. “La suma de tus palabras es la verdad” (Salmo 119.160); “Tus promesas son fieles” (2 Samuel 7.28).
3. Mediante confianza en sus promesas (así es como Abraham le dio gloria a Dios, Romanos 4.20 y sig.).
4. Mediante la confesión de Cristo como Señor, “para gloria de Dios Padre” (Filipenses 1.11).
5. Mediante la obediencia a la ley de Dios. “El fruto de justicia” es “para gloria y alabanza de Dios” (Filipenses 1.11).
6. Mediante el sometimiento a la justa condena de nuestros pecados (así le dio Acán gloria a Dios, Josué 7.19 y sig.).
7. Mediante su engrandecimiento (lo cual significa nuestro empequeñecimiento) en nuestra vida diaria.
Ahora podemos ver el significado de la declaración que dice que el fin principal de Dios es su gloria. Esto significa que su propósito firme es exhibir a sus criaturas racionales la gloria de su sabiduría, poder, verdad, justicia y amor de modo que ellos lo puedan conocer, y conociéndolo, le den gloria por toda la eternidad mediante su amor y lealtad, alabanza y adoración, confianza y obediencia. La clase de comunión que Él tiene la intención de crear entre nosotros y Él es una relación en la cual nos da sus mayores riquezas, y nosotros le damos nuestras más sinceras gracias: ambas en su más alto nivel. Cuando Él declara que es un Dios “celoso” y proclama: “No entrego a otros mi gloria” (Isaías 42.8; 48.11), su preocupación es salvaguardar la pureza y riqueza de esta relación. Tal es la meta de Dios.
Todas las obras de Dios son un medio para esta finalidad. La única respuesta que la Biblia le da a la pregunta que comienza: “¿Por qué Dios...?” es: “Para su gloria”. Es para esto que Dios decretó la creación y para esto que decidió permitir el pecado. Él podría haber prevenido la transgresión del hombre. Él podría haber excluido a Satanás del jardín o confirmado a Adán de manera que fuera incapaz de pecar (como lo hará con los redimidos en el cielo). Pero no lo hizo. ¿Por qué? Por su gloria. Se dice a menudo que nada es tan glorioso en Dios como su amor redentor: la misericordia que recupera a los transgresores por medio de la sangre derramada del propio Hijo de Dios. Sin embargo, no habría ninguna revelación de su amor redentor si no se hubiera permitido desde un principio el pecado.
De nuevo, ¿por qué eligió Dios redimirnos? No tenía por qué hacerlo. Él no estaba obligado a tomar ninguna acción para salvarnos. Su amor por los pecadores, su resolución de dar a su Hijo por ellos, fue una elección libre que no tenía la obligación de hacer. ¿Por qué eligió amar y redimir al que nadie ama? La Biblia nos dice: “Para alabanza de su gloriosa gracia... para alabanza de su gloria” (Efesios 1.6, 12, 14).
En el plan de salvación vemos el mismo propósito determinando punto tras punto. Él elige a algunos para que vivan; a otros los deja bajo sentencia merecida, “queriendo mostrar su ira y dar a conocer su poder... para dar a conocer sus gloriosas riquezas a los que eran objeto de su misericordia...” (Romanos 9.22 y sig.). Él escoge la gran mayoría de su iglesia de entre la gentuza del mundo: personas que son lo “insensato... débil... más bajo... despreciado”. ¿Por qué? “A fin de que en su presencia nadie pueda jactarse... para que, como está escrito: ‘Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe en el Señor’” (1 Corintios 1.29-31). ¿Por qué no extirpa Dios el pecado que habita en sus santos en el primer instante de su vida cristiana, como lo hace en el momento en que morimos? ¿Por qué, en cambio, lleva adelante la santificación de ellos con una lentitud dolorosa de modo que se pasan toda la vida atormentados por el pecado y nunca alcanzan la perfección que tanto desean? ¿Por qué es su costumbre darles una travesía difícil a través de este mundo?
Una vez más, la respuesta es que Él hace todo esto para su gloria, para exponer en nosotros nuestra propia debilidad e impotencia de modo que podamos aprender a depender de su gracia y los recursos ilimitados de su poder redentor. “Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro”, escribió Pablo, “para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros” (2 Corintios 4.7). De una buena vez quitemos de nuestra mente la idea de que las cosas son como son porque Dios no lo puede evitar. Dios “hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad” (Efesios 1.11), y todas las cosas son lo que son porque Dios así lo ha determinado, y la razón para su elección es siempre su gloria.
EL HOMBRE PIADOSO
Definamos ahora lo que es la piedad. De entrada podemos decir que no se trata simplemente de un asunto de apariencias sino que es un asunto del corazón; y no es el crecimiento natural, sino un don sobrenatural; y se encuentra únicamente en aquellos que han admitido su pecado, que han buscado y encontrado a Cristo, que han vuelto a nacer, que se han arrepentido. Sin embargo esto no hace más que circunscribir y ubicar a la piedad. Nuestra pregunta es: ¿Qué es en esencia la piedad? Aquí está la respuesta: Es la calidad de vida que existe en todos aquellos que buscan glorificar a Dios.
La persona piadosa no pone objeciones al pensamiento de que la más alta vocación que podemos tener es la de ser un medio para la gloria de Dios. Más bien, Él o ella descubren que eso mismo es una fuente de gran satisfacción y contento. Su ambición es obedecer la magnífica fórmula en la cual resumió Pablo la práctica del cristianismo: “glorificad pues, a Dios en vuestro cuerpo... ya sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 6.20 RVR60; 10.31). El deseo más ferviente de los piadosos es exaltar a Dios con todo lo que son, en todo lo que hacen. Ellos siguen los pasos de Jesús su Señor, quien le afirmó a su Padre al final de su vida aquí: “Yo te he glorificado en la tierra” (Juan 17.4), y quien les dijo a los judíos: “Tan sólo honro a mi Padre... Yo no busco mi propia gloria” (Juan 8.49 y sig.). Ellos se consideran a sí mismos en la misma forma en que lo hizo George Whitefield el evangelista, quien afirmó: “Que perezca el nombre de Whitefield, siempre y cuando Dios sea glorificado”.
Como Dios mismo, los piadosos son extremadamente celosos de que Dios, y solamente Dios, sea honrado. Estos celos son una parte de la imagen de Dios en la cual han sido renovados. Existe ahora una doxología escrita en sus corazones, y nunca son más verdaderamente ellos mismos que cuando están alabando a Dios por las cosas gloriosas que Dios ya ha hecho y suplicándole que se glorifique aún más. Podemos decir que Dios, si no los hombres, los conocen por sus oraciones. “Lo que un hombre es cuando está a solas de rodillas delante de Dios”, dice Robert Murray M’Cheney, “eso es, y nada más”.
Sin embargo, en este caso deberíamos decir: “y nada menos”. Porque la oración en secreto es el verdadero motivo de la vida de la persona piadosa. Cuando hablamos de oración, no nos referimos a las formalidades correctas y formales, estereotipadas, engreídas, que muchas veces aparentan ser lo verdadero. Los piadosos no juegan a la oración. Sus corazones están inmersos en ella. La oración es para ellos su principal obra. Sus oraciones son coherentemente la expresión de sus deseos más intensos y constantes: «Enaltécete, SEÑOR, con tu poder, y con salmos celebraremos tus proezas... Pero tú, oh Dios, estás sobre los cielos, ¡tu gloria cubre toda la tierra!... ¡Padre, glorifica tu nombre!... santificado sea tu nombre» (Salmo 21.13; Salmo 57.5; Juan 12.28; Mateo 6.9). Por medio de esto, Dios conoce a sus santos, y por medio de esto, nos conocemos a nosotros mismos.